Pasolini: cero en conducta

Por Iván Zgaib

*Otra versión de este perfil fue publicada el 26/08/2022 en La Nueva Mañana, en el marco de la retrospectiva del Cineclub Municipal dedicada a los cien años del nacimiento de Pasolini.

1.

Es el último día del año. Un diciembre escarchado de 1949. Las familias están por bailar en los balcones y sumergirse en las copas de vino ardiente, pero Pier Paolo Pasolini tiene pocas razones para festejar. Acaba de perder su trabajo y el horizonte es brumoso. La policía lo espanta con el primer llamado de una serie de denuncias que coleccionará toda su vida. “Corrupción de menores” y “actos obscenos en la vía pública”, dicen los archivos, luego de que un testigo lo viera hundiendo sus manos en los pantalones de tres adolescentes. En su casa, el padre grita. La madre llora. Él escribe. Se encierra a trabajar en su novela sin parar: es el último resquicio de esperanza, en un cuarto oscuro donde ya nadie sabe bien cómo prender la luz. 

2.

Huyó a Roma de la mano de su madre. Se volvieron “pobres como un gato del Coliseo”, escribió en uno de sus poemas, aunque nunca vivieron cerca de la arquitectura mitológica de la ciudad. Lejos de esa memoria rocosa que no quiere soltar su pasado, el destino de Pasolini estuvo entre los desperdicios urbanos, como el polvillo que se esconde atrás de los cuadros. Era el imperio de los borrachos diurnos, los criminales de poca monta y las putas profesionales que compiten con las estrellas. Un limbo entre el campo y la ciudad: esa clase de espacio incómodo que los romanos preferían tener lejos para olvidar.

Incluso cuando sus escritos se empezaron a conocer tímidamente, Pasolini era una pieza que no encajaba en el diseño perfecto de la vida cultural. Iba a los eventos con la ropa gastada, porque era todo lo que tenía en su placard. Se volvía temprano, porque no podía pagar la cena. Y contaba historias de una Roma hambrienta que el resto de los artistas privilegiados nunca había llegado a oler ni pisar. “Nos hizo sentir, de repente, culpablemente ricos”, recordó el traductor William Weaver. 

Pasolini se volvió un excéntrico contrabandista de la periferia. Hacía circular los relatos de sus habitantes y dominaba su lenguaje impuro, cuyas expresiones no aparecían en ningún diccionario pero sí en los poemas y novelas que él escribió durante los años ‘50. Cuando empezó a filmar, las orillas también se convirtieron en el centro vibrante de sus películas. En Mamma Roma, por ejemplo, los personajes (putas, niños y proxenetas) vagan en círculos por un paisaje indeterminado. Desde los edificios vecinales a un descampado indomesticable, todo se asemeja a una obra que ha sido abandonada. Y cada vez que Mamma Roma y su hijo bailan dulcemente o se pelean en el living de la casa, Pasolini introduce la vista de la ventana: el horizonte distante de la Roma burguesa, a donde la madre sueña con escapar. Es una imagen-anhelo. Se repite y va perdiendo aliento, como el anuncio de un Mesías que no termina de llegar.

Ese pueblo negado se siguió infiltrando en su cine. Pero no sólo como el contenido disecado de las historias, sino como una estética viva que abría las compuertas de la narración. A pesar de que los films poseen protagonistas individuales, la composición de las imágenes desplaza su centralidad absoluta para incorporar el registro de las personas en los alrededores. No hay protagonista que se defina sin su entorno, y por eso los extras dejan de ser decorado para adueñarse del plano. Como en El evangelio según san Mateo, donde el rostro de Cristo es enlazado al de sus seguidores. Los pescadores sin nombre. Los niños de estómagos vacíos. Los hombres de piel descascarada. A todos se les asigna un tiempo de la imagen, que es a la vez poesía y documento.

3.

Cuando era un joven melancólico, a los diecinueve años, escribía cartas a sus amigos desde los días secos en el pueblo de Casarsa. Intentaba describirles su humor aplastado con poemas incendiarios, como éste: “Las obligaré a salir, estúpidas bestias gordas, quemándoles las casas / Quemaré las iglesias, los teatros, / las habitaciones. Ustedes huirán, al principio, gimiendo / Enfurecidas me perseguirán luego / olfateando las huellas (…)”. Y al final se despedía desahogado: “Abajo las oficinas, abajo la burocracia, abajo la reacción, abajo los puritanos, abajo Carmine Gallone”. 

En la década del ‘60, cuando una nueva generación elevaba a niveles quiméricos el imaginario de la juventud politizada, Pasolini cumplía cuarenta años y le corría la mejilla a todos los movimientos de promesas revolucionarias. Tenía una contra-respuesta para cada uno de ellos. ¿La Unión Soviética? Otro exponente del consumismo febril  ¿El hippismo estadounidense? Una secta de adictos a las flores y la impotencia. ¿Los estudiantes europeos? Niños atados a la sexualidad moralista de papá y mamá. Inclusive después de la batalla del Valle Giulia, donde un grupo de militantes universitarios fueron reprimidos por la policía, Pasolini salió a posicionarse de manera inesperada: dijo que simpatizaba con los canas, porque ellos eran hijos de los pobres. El resto: babosas de una burguesía soñolienta. 

En 1968 respondió con su nueva película. Teorema, un poema tan misterioso como una copa de cristal que se mueve sola, es protagonizada por una familia. Papá, mamá, hijo, hija (y su empleada doméstica): todos se ven sacudidos por la visita de un joven tan hipnótico como un ángel caído. Es un murmullo sexual: despierta a todos los personajes, y despertarse significa que se desmorona el orden familiar. Pero los sucesos transcurren de manera vaporosa, porque ya no hay palabras para referirse a un mundo que ha perdido sentido. Pasolini sólo observa los efectos secundarios. Los cuerpos afectados, atolondrados, desbocados.  La larga siesta burguesa terminó.

4.

Hubo un antes y un después. Antes: cuando hervía de culpa por el deseo homosexual. Después: cuando la denuncia de 1949 no lo torció para seguir de rodillas, sino que lo despabiló de un golpe para pegar el salto. “Me siento más ligero”, le escribió a una amiga, “y mi libido es una cruz, ya no un peso que me arrastra hasta lo más profundo”. 

La experimentación desencadenada de la sexualidad se convirtió en la brújula caliente, como una antorcha, que guió su obra. En los años ‘70 descendió al subsuelo más bajo de los relatos de la cultura: El decamerón, Los cuentos de Canterbury y Las mil y una noches. Cada una se volvió una fuente creativa distinta para sus próximas películas. 

Pasolini usó al cine como una máquina del tiempo. Y si podía elegir a dónde escaparse, iría hasta donde no existiera el capitalismo consumista. En ese pasado remoto no encontró una descripción sociológica, sino una ensoñación. Las mil y una noches, por ejemplo, se vale del technicolor radiante para crear una fantasía tan seductora como ingenua. Las mujeres, los jóvenes y las esclavas de África están acechados por la sombra de la muerte. Pero mientras escapan de ella, se entregan a los brazos de un placer descarado. Toda la película es un juego de mamushkas: un relato de porcelana que se hace añicos y da lugar a otro y a otro. Así, hasta que los horizontes del sexo pierden sus fronteras. Como el atardecer de un desierto que nunca se seca. 

5. 

Es el comienzo de febrero. Faltan algunos días para la primavera de 1950.  Pasolini le escribe sobre el futuro a una vieja amiga. Le dice que su vida no será la de un respetable profesor en la universidad. Le guste o no: lleva la marca de Wilde y Rimbaud. Ser poeta maldito es su destino. Y ya no puede hacer nada para detenerlo.   

* El ciclo dedicado a la filmografía de Pasolini continúa hasta el miércoles 31 en el Cineclub Municipal. La entrada es gratuita. 

David Cronenberg: el traficante de sueños prohibidos

¿Quién es David Cronenberg? El cineasta canadiense acaba de estrenar Crímenes del futuro, su primera película después de ocho años, donde sigue explorando qué sucede cuando las personas estiran los límites de sus mentes y sus cuerpos. 

Por Iván Zgaib

*Este perfil fue publicado el 15/07/2022 en La Nueva Mañana

1.

Tenía apenas trece años cuando cruzó la frontera. David Cronenberg viajaba en colectivo desde Toronto hasta Nueva York, donde abrazaría a su tío. Saldría a caminar solo por la calle 42 y se metería en el cine, como un pequeño delincuente se adentra en las sombras de un mercado negro en busca de riñones. Su objetivo serían las películas prohibidas de Brigitte Bardot. Los pies descalzos asomándose en el césped del jardín. El cabello rubio girando como una rueda de la fortuna. Las sesiones de bronceado a plena luz del día, cuando los oficinistas y emprendedores podían verla desnuda mientras caminaban hacia sus trabajos. La imagen vedada para los canadienses sub-dieciocho: una mujer encendida como una llama incontrolable, a la cual ningún hombre podía arrimarse lo suficiente sin quemarse las manos. A menos que la viera desde la butaca de un cine.

2.

Durante la infancia se durmió escuchando los ecos de una máquina de escribir, al otro lado de la habitación, donde su padre cronicaba los robos y asesinatos que mantenían en vilo a la ciudad. Creció pensando que él mismo sería un novelista, pero a los dieciocho estaba en la Universidad de Toronto diseccionando fetos de chanchos. A los pocos meses se aburrió de sus compañeros y comenzó a pasar la mayor parte del tiempo en el campus del frente, con los estudiantes de literatura. Tenía veintidós años cuando el cine le dio una de las mayores sorpresas de su vida: sus amigos aparecieron en una película filmada por estudiantes acerca de la vida de los estudiantes durante el invierno de los años ‘60. Era un film hecho sin dinero, sobre una relación tímidamente gay (tan tímida como lo inducía el gobierno canadiense, que consideraba a la homosexualidad una actividad equivalente a robar un banco o asesinar a un cura). Pero sobre todo, era una película filmada en un país sin cine, en un momento en el cual David Cronenberg no había pensado que hacer películas fuera una posibilidad. Hasta que vio a sus amigos resplandeciendo en la pantalla, como el reflejo de la luna sobre un lago negro. 

3.

Apareció en todos los radares después de estrenar Escalofríos, la película que le sobrevino en sus sueños. Una mujer escupía arañas por la boca y se volvía una maniática-sexual. 

Si el cine se había convertido en una insignia de distinción para personas de buen gusto, Cronenberg se declaraba miembro de otro culto. Sus películas eran una cuestión de bajos instintos: un lugar de mala muerte, asociado a los placeres más vulgares cultivados por junkies, escritores frustrados, científicos obsesivos, matrimonios longevos y cazadores de insectos. En Videodrome, su película de 1983, una locutora de radio fantasea con protagonizar un reality show de torturas sexuales. En Crash, un director televisivo descubre una secta de hombres y mujeres que participan de accidentes automovilísticos para llegar al orgasmo. Y en Desayuno desnudo, la sexualidad aparece lentamente como un ciempiés que se escurre entre las grietas de una pared descascarada: la ciudad de Interzona está habitada por una tropa de muchachos sedientos que giran en círculos alrededor del protagonista, lanzándole miradas como si fueran dardos que lo derriban hasta develar su propio deseo homosexual. 

Las reacciones no tardaron en llegar. En 1975, la señora que le alquilaba su departamento se escandalizó cuando leyó en el diario que Cronenberg, un hombre de familia que consideraba respetable, se dedicaba a hacer pornografía sádica. Directamente le quitó la llave de su departamento. Y en 1983, cuando estrenaba Videodrome, un grupo liderado por una mujer policía cortó las calles de Ottawa en contra del sadomasoquismo exhibido en la película. Lograron que el dueño de un cine la bajara de la cartelera. “No soy particularmente paranoico o inseguro”, diría más tarde Cronenberg, “pero siempre pensé que tenía más chances de que me encarcelasen por artista que por judío”.

Crash (1996)

4.

Hacer cine en Canadá durante los años ‘70 significaba afiliarse al partido de los realistas: documentales informativos o ficciones de personas comunes y corrientes, labrando las tierras en el campo, migrando en la savana africana o sobreviviendo a las duras condiciones de vida. “No había cine de la imaginación”, dijo Cronenberg, y entonces él se embarcó a fundarlo en medio del desierto. Desde un principio, sus películas trabajaron con la crianza de imágenes viscerales, que pudieran asaltar al espectador de manera intempestiva. Muebles que se inflan como los omóplatos de una mujer durante el sexo. Máquinas de escribir que adquieren la forma de cucarachas peludas y que hablan a través de un agujero semejante a las cavernas de un culo. Zanjas de río seco que se abren en medio del abdomen de un hombre, donde se puede meter cintas que lo convierten en una videocasetera humana. “No sé de dónde provienen las imágenes extremas”, diría Cronenberg, “Es como enchufarse al tomacorriente de una pared. Uno busca el enchufe y cuando lo encuentra la electricidad está ahí”.

Las criaturas de sus películas fueron siempre personas dispuestas (o condenadas) a mover los límites de la percepción, y por accidente, trascendían las posibilidades de lo que sus propios cuerpos podían hacer y sentir. Los daños colaterales eran la locura, como le sucede a los astros apagados de Hollywood en Mapa a las estrellas, o la mutación de los organismos hacia un estadío más allá de lo humano. La mosca, el mayor éxito taquillero de Cronenberg, se desenvuelve como la crónica de una descomposición: registra la transformación de un hombre fundido con el ADN de un insecto, desde su capacidad superpoderosa para saltar, romper paredes y coger sin descanso, hasta su ocaso cuando pierde las uñas y escupe baba gelatinosa. El cuerpo se pudre. Deviene algo nuevo. ¿Cómo  nombrar lo desconocido? La basura también hace nacer larvas de sus entrañas muertas.

5.

David Cronenberg cumplió setenta y nueve años. Quedó viudo. Se operó las cataratas. 

Crímenes del futuro, su primera película después de casi una década, posee una serenidad perturbadora: la fotografía está cubierta por una cortina de sombras que deja entrar algunos atisbos de luz a la imagen. No se siente tanto como una noche pesadillesca, sino como las últimas horas de la madrugada, cuando despertamos y debemos lidiar con las consecuencias de nuestros sueños. Los personajes están todo el tiempo conversando sobre lo que le sucede a sus cuerpos, que no paran de crear órganos misteriosos. Ellos hablan y hablan, de tal forma que parecen haber incorporado las reflexiones erigidas sobre los cimientos de todo el universo cronenbergiano. 

Algún periodista le preguntó a David cómo se sentía con los cambios de su propio cuerpo, ahora que entraba en la vejez. Y él respondió que siempre se imaginó hablando con otros ancianos sobre las operaciones de cadera y sus kits de medicamentos. Pero después se dio cuenta que los jóvenes también se operan (los labios, las tetas, los muslos), así que puede entenderse tranquilamente con ellos. Sigue conectado al tomacorrientes de su tiempo.

 

* Crímenes del futuro se proyecta en distintas salas del país  y desde el 29 de julio se verá en la plataforma MUBI. 

El cisne negro del pop

¿Quién es Dev Hynes? Compuso la exquisita banda de sonido de la serie We are who we are y lleva diez años creando un pop de inadaptados. Bajo el seudónimo de Blood Orange, su música melancólica y sensual fluye como la identidad de las comunidades negras y gays que lo adoptaron en Nueva York. 

Dark & Handsome (2019), Blood Orange

Por Iván Zgaib

* Esta nota es un pequeño desvío del cine hacia la música. Un perfil de Dev Hynes, publicado el 14/11/2020 en La Voz del Interior.

1.

Todo empezó en Londres. Cada mañana que Dev Hynes emprendía el rumbo a la escuela, la golpiza se repetía a un ritmo burocrático: su cara pisoteada contra el cemento escarchado de Longridge Road, mientras la sangre roja de su nariz se desparramaba sobre el esmalte rojo espumoso de sus uñas. Los matones lo miraban con orgullo. Le habían inventado un coro personal, a tono con cada empujón y escupitazo: ¡maricón! ¡maricón! ¡maricón!

Cuando la madre de Dev descubrió los moretones, lo inscribió en clases de karate para que pudiera defenderse, pero él tenía sus propios planes. Se compró una patineta para evitar las paradas de colectivo; robó un disco de Kanye West para pasar el encierro; se exilió en la oscuridad de su cuarto y se dedicó a tocar el violonchelo. 

A los 17, en medio de la reclusión, descubrió la película Paris is Burning y sintió el fuego embriagador que quema a quien se enamora de un perfecto desconocido. En su caso era Nueva York, pero no cualquier Nueva York. Era la versión vivaz filmada por Jennie Livingston en su película de fines de los ‘80: la de los clubs escondidos como cavernas de la noche, donde los negros y los putos y las drag queens salían de sus guaridas para bailar bajo una lluvia de purpurina incandescente. Y Dev soñó con bautizarse en el mismo santuario sucio.

2.

Tenía 21 años cuando llegó a Nueva York. Dev durmió en sillones prestados hasta que aterrizó en la zona del East Village, donde lo adoptaron las aves huérfanas de la ciudad. Los chicos negros, las prostitutas trans, los bohemios en peligro de extinción.

En el bajo Manhattan, se inventó un alias secreto para engendrar el pop de los raritos; una obra atmosférica completamente liberada de las melodías clínicas que diseñaban los cirujanos en el valle soleado de L.A. Dev Hynes se convirtió en Blood Orange y Blood Orange era como un portal que succionaba todas las energías errantes de Nueva York. En su disco Freetown Sound, por ejemplo, With Him empezaba con la grabación de una cantante de ópera que Dev escuchó bajo el puente del Central Park. Hands Up cerraba con los gritos de una marcha de afroamericanos puteando a la policía. Hope, del colérico disco Negro Swan, interrumpía un coro de voces balsámicas con el chillido alarmante de una sirena, como si anunciara un viejo edificio prendiéndose fuego entre Broadway y la iglesia St. Mark. 

La interrupción quizás sea su regla de continuidad. Los versos de su pop anti-electrónico, anti bombástico, pegan un salto con la aparición de monólogos hechos por sus amigos. Van de la teatralidad poética a la espontaneidad accidental (como si fueran capturados en el living de Dev, entre tragos amargos y humo de cigarrillo). Siempre con un tono testimonial. Así lo hace Janet Mock en Negro Swan, que confiesa sobre la alfombra de un saxo melancólico: “me preguntaste que es la familia, y yo pienso en la familia como una comunidad.”.

3.

Los padres y los vecinos estaban tan convencidos de su homosexualidad, que Dev también llegó a creerlo. Se lanzó a coger con sus amigos, pero cuando lo hizo no le gustó. Los periodistas le preguntaron si entonces podían publicar que era hetero, pero él tampoco estaba seguro de eso.

Su espíritu andrógino lo alimenta todo: la música y la imagen que define a Blood Orange como el torrente de un río que corre, sin control posible. En el video de Jewlery, la imagen ralentizada captura a Dev saltando y chocándose con un grupo de cámaradas negros. Es el punto de ambigüedad justa, entre un pogo bruto de amigos y la tensión sexual en un baño de gimnasio. La misma opacidad la traduce emocionalmente en la música: sus cánticos de R&B cruzan la sensualidad hipnótica de Prince con la fragilidad rota de Marvin Gaye. La voz de seda que encarna Dev es inestable. Puede ser el llamado de un adonis provocando desde el otro lado de la pista, o la caricia de un chico solitario que suplica arrodillado por una noche de cariño. 

4. 

Mientras el mundo colapsaba por un virus mortífero, Dev se encerró a componer música en su estudio. Durante meses craneó la banda sonora para We Are Who We Are, una serie de HBO que tiene mucho más de Hynes que sólo sus partituras. En cierto sentido, es un homenaje afectuoso. 

Los protagonistas son dos adolescentes enfrentando el burbujeo del deseo. No saben exactamente qué quieren ser, qué hacer ni a quiénes besar. Trump está por trepar a la presidencia justo cuando los chicos se escapan de sus casas y toman un tren para ver a Blood Orange en vivo. Están solos y confundidos. Sus padres ya están lejos, pero ellos tienen las melodías de Dev para darles aliento. Una nueva generación de inadaptados encuentra consuelo en otro cisne negro. Igual que Dev a los 17, abrazado a una vieja película de Nueva York. Su propio refugio pop. 

Nacido en llamas: Adirley Queirós

¿Quién es Adirley Queirós, el director que filma a los negros marginados de Brasil como héroes meteóricos de luchas distópicas? Su último film, Era uma vez Brasilia, se verá este jueves a las 20:30 hs en el streaming del Cineclub La Quimera.

Once-There-Was-Brasilia-2-1600x900-c-defaultEra uma Vez Brasilia (2017), Adirley Queirós

Por Iván Zgaib

 *Una versión de esta nota fue publicada el 07/08/2020 en La Nueva Mañana

La vida de Adirley Queirós podría contarse como la vida en una ciudad. Cuando nació, en 1970, el país celebraba diez años desde que Juscelino Kubitschek y su séquito de arquitectos inauguraron Brasilia como la quimera del futuro: una ciudad con ánimos de armonía social, engendrada para que sus residentes respiraran aire puro entre edificios con forma de platos voladores y tostadoras eléctricas. Había un lago para combatir la sequedad y supercuadras parquizadas para que los padres pudieran soltar a sus hijos sin miedo a que fueran atropellados por conductores borrachos o distraídos. El suelo era un derecho de las personas. Al menos, en los planos del arquitecto.

Antes que Adirley cumpliera un año, Brasilia rebalsaba la franja de los 500 mil pobladores y los dictadores imaginaron su propia utopía urbana: poner en marcha la C.E.I (siglas llamativas, casi distópicas, para decir más rápido: “Campaña-de-Erradicación-de-las-Invasiones”). Los usurpadores fueron identificados con vista de halcón: empleadas domésticas, porteros y obreros que habían levantado sus propias viviendas en los bordes de la ciudad. Todos fueron arrastrados por una flota de camiones militares; arrancados de sus casas como los médicos extirpan tumores para devolver el cuerpo a su funcionamiento. 

A 30 km de Brasília nació Ceilândia. Adirley creció ahí desde los tres años. A los catorce se convirtió en jugador de fútbol profesional. A los veinticuatro se lesionó. A los veinticinco compró un libro de trigonometría y convirtió su cuarto en un aula para dar clases privadas. A los treinta comenzó a atender el mostrador de recepción en la Secretaría de Salud de Brasilia. Por esa época, fruto de los trayectos en colectivo que debía hacer para llegar hasta la oficina, vio su ciudad con nuevos ojos: “Ceilândia es un espejo quebrado de Brasília”, diría más tarde, “Ceilândia es la ahijada y Brasília es la madrastra. Una madrastra que la maltrata”.

Al filo del nuevo siglo, mientras Lula Da Silva se convertía en el primer obrero en ocupar el sillón presidencial, el cine no estaba en los planes de Adirley. Algo cambió cuando se movía por la ciudad, un lunes a las diez de la mañana camino al trabajo: la imagen fulgurante, semejante a un sueño o una película, de las estudiantes del Departamento de Comunicación tomando sol y fumando como ninfas en los parques de la Universidad. “Mierda, estoy como para seguir ese camino”, pensó. Y así comenzó a estudiar. 

La pulsión popular, combustible de sus recuerdos juveniles, seguía ardiendo cuando filmó sus propias películas. En los primeros cortos ya aparecían las marcas vitales: el rap y la música callejera. Después, cuando buscó hacer su ópera prima, las imágenes resquebrajadas de la ciudad se convirtieron en su brújula estética. Aplicó a un concurso estatal para conmemorar los cincuenta años de Brasília, pero evitó ovacionar la arquitectura fálica con la que se pavoneaban los guías turísticos. Pasó horas, días y meses encerrado en una biblioteca, hasta que entendió que su película sería diferente. Debía renunciar al didactismo para abrirse a la invención, dejar los libros para entregarse a  los callejones sucios de la periferia: filmaría la Historia con los pies desde Ceilândia. Codo a codo, junto a sus amigos y vecinos. 

Después de estrenar A Cidade é Uma Só?, Adirley quiso seguir rascando la memoria del pueblo. Recordó una noche sombría en que la policía pateó las puertas del boliche, empujó a los blancos afuera y molió a palos a los negros de adentro, hasta que su amigo Marquim quedó en silla de ruedas. Nunca más sintió la sangre de sus piernas hirviendo al calor del boogie-woogie. Pero el amigo le dijo que no, qué para qué iba a filmar eso: “Yo no quiero hablar de mi realidad”, le recriminó,  “¿Ustedes no hacen cine? En el cine se vuela y se dan tiros. Yo quiero volar y quiero disparar, pero no quiero hablar de mí.” 

Adirley escuchó. En Branco Sai, Preto Fica, Marquim recordaba el episodio traumático que lo dejó inválido, pero también se organizaba para atacar el Congreso. Era su propio gesto de venganza. La película no lo victimizaba. No lo miraba con piedad tranquilizadora ni le arrebataba sus recuerdos. Al contrario, el cine se convertía en una ofrenda: creaba un espacio fantasioso donde la propia catarsis de Marquim (una que era personal, pero también colectiva) podía estallar por los aires de Ceilândia. 

Los castigados de Brasil, los de la década del ‘70 y los del siglo XXI, no eran sólo víctimas: también eran héroes. Héroes meteóricos de acción, rodeados de puestas de luces azuloides y accesorios extraños como silbatos en forma de calaveras, listos para hacer sonar su canción redentora sobre la Historia de la cual intentaron ser borrados.

Antes de filmar Era uma vez Brasilia, la película siguiente, Adirley y su equipo se encerraron en un taller mecánico. Durante tres meses, empujaron y rearmaron un auto destartalado para asemejarlo a una nave espacial. El mecánico que los observaba se entusiasmó y empezó a trabajar en la película. Filmaron hasta las cinco de la mañana. La historia era más o menos simple: un tipo llegaba a Brasil desde el espacio. Atravesaba las capas de la historia (del futuro extraterrestre a nuestro presente desencantado), pero la paradoja era que se veía como si estuviera inmovilizado, todavía preso. 

Cubierto por un traje de látex, escupiendo humo de su cigarrillo y sosteniendo una escopeta, el héroe de Adirley parecía una reversión local de Kurt Russell en Escape de Nueva York: más embroncado, más roto pero también más vulnerable. Era un ex-convicto, como la mayor parte de los actores en esa película. “En Ceilândia siempre pasamos mucho tiempo hablando, horas y horas, porque no hay mucho que hacer”, explicó Adirley, “Es bailar, beber, jugar a la pelota y hablar. Y siempre en las conversaciones nocturnas alguien recuerda: ‘Ah, cuando yo estaba en la cárcel…’». 

La última película de Adirley está acechada por aquella poética de sombras. Siempre taciturna, mira los espacios abiertos como si fueran celdas claustrofóbicas. Sus criaturas se mueven bajo el gobierno de la luna. Intentan luchar, pero el triunfo no está asegurado. El régimen de Temer (antesala de la pesadilla bolsonarista en curso) se incorpora al film con un aliento de perdición. “El tiempo pasa y la noche llega, la noche que nunca acaba”, diría Adirley, “Después del golpe a Dilma, la noche nunca ha acabado para nosotros.”

Toda la película fue hecha para quemar un auto, contó. Un auto en llamas, derritiéndose como una vela.

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* Era uma vez Brasilia se verá gratis en el streaming del Cineclub La Quimera el jueves 08 de octubre a las 20:30 hs. La función será seguida por una conversación entre Adirley Queirós y el crítico de cine Victor Guimarães. 

La chica que no espera

Una tarde en la terminal de ómnibus, un bar de la Cañada y la marcha de #NiUnaMenos junto a la reconocida actriz y directora de cine Jazmín Stuart. Todo mientras visita Córdoba para protagonizar Instrucciones para flotar un muerto, el nuevo filme de Nadir Medina

img_0535Jazmín Stuart. Fotografía: Laura Ciámpoli

 

Por Iván Zgaib

*Esta nota fue publicada originalmente el 27/10/2016 en Hoy Día Córdoba

 

Jazmín Stuart habla desde la otra punta de la mesa. Estamos en uno de los pasillos más escondidos de la terminal de ómnibus y encima nuestro caen las luces opacas de los carteles que anuncian las boleterías. Afuera, las señoras esperan que los taxistas levanten el paro y, desde acá, Jazmín habla a favor de la marcha contra los femicidios que tendrá lugar por la tarde en las calles de Argentina. Dice que hay que actuar contra la violencia y eso me hace pensar que ella no es el tipo de persona que se sienta a esperar. Es apasionada, y al escucharla se vuelve difícil no prestarle atención. Igual que cuando se la ve en pantalla, quitarle los ojos de encima es imposible.

A mí me gustan los hombres, pero cuando vi Los Paranoicos me enamoré más del personaje de Jazmín que del de Daniel Hendler. Ahí ella no decía mucho e igual se robaba la escena con los gritos que pegaban sus ojos verdes o con los sacudones que daba su cuerpo mientras bailaba. Antes de conversar hoy con ella revisé sus actuaciones, desde la piba con leucemia de Verano del ‘98 hasta la madre en cuarentena del film Fase 7, y no puedo evitar preguntarme de dónde viene ese magnetismo que hace imposible dejar de mirarla. Ahora lleva el cabello corto por la nuca y un look rockero; está en la terminal de Córdoba filmando escenas de Instrucciones para flotar un muerto, el nuevo filme de Nadir Medina. Ahí Jazmín es Jesi, un personaje que ella define como un desafío. “Hay algo adentro de Jesi que es un dolor enorme, una incomodidad con la vida y alrededor tiene un entretejido de sobreadaptación”, me dice, “son capas. Cuándo dejar que algo se vea, cuándo ocultarlo, es un trabajo súper artesanal”.

Jazmín comenzó a tomar clases de actuación a los 12 años porque se aburría en el colegio y a los 22 ya estaba haciendo tiras diarias en la tele. Pasaron muchos años, pero aún hoy sigue teniendo algo que la hace ver muy joven. Y no me refiero estrictamente a la edad ni a su imagen, porque incluso ella discute esos malos hábitos que vienen con la industria del cine. “La estética y la juventud eterna son una dictadura agotadora”, dice con su voz de adolescente infinita que vivió cuatro décadas, “eso acartona a los actores, les quita humanidad”. Entonces pienso que lo joven de Jazmín quizás venga de algo novedoso que no se agota con los años.

Se me ocurre preguntarle si su forma de abordar la actuación de un personaje cambió mientras maduraba, desde que tenía 20 hasta los 40 actuales. “Muchísimo”, dice y apoya las manos en su frente, pensativa. Es una actitud de paciencia que no la abandona nunca mientras conversamos. “Vas ganando sensibilidad al momento de actuar pero también en los trabajos que vas eligiendo. Ya no te importa tanto si va a ser masivo, si vas a ganar más o menos. Lo único que querés es hacer algo que después cuando lo veas, sientas que te entregaste”.

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La jornada de rodaje ya cerró y estamos en un bar desierto, salvo por sus dueños. Afuera el viento barre la calle. Jazmín tiene la mirada verde perdida en sus ideas y me dice que en la actuación busca exponerse, que tiene que sentir pudor al verse en la pantalla para saber que hizo algo bien. Se trata de una libertad que vino con el tiempo, y que ella ve en oposición a sus primeras experiencias en la tele. “Acá tenés que estar linda, acá tenés que llorar”, dice Jazmín imitando las indicaciones que seguía. Pero para ella la actuación debe ser autoral: un espacio de búsqueda, de apropiación del personaje. Esa necesidad de no seguir órdenes es también una de las razones por las cuales se lanzó a dirigir cine.

Salimos del bar y caminamos por la calle mientras nos adentramos en la marcha de Ni una menos. En frente nuestro la Cañada está colmada de hombres y mujeres con carteles, una escena que me remite a las palabras de Jazmín sobre los sets de filmación: dice que hay una sensación de tribu que existe en muy pocos espacios de nuestra vida moderna, de un grupo de gente tirando para el mismo lado. En un momento se ríe de un chiste y recuerdo haberla oído antes, en las películas. Jazmín ríe y sucede algo extraño: la escena de la pantalla fluye, adquiere cierta magia. Es una forma de actuación que puede confundirse con las acciones más cotidianas. Pienso en eso y me doy cuenta que ella no es el tipo de actriz que falsea un personaje; es decir, no es esa clase de actriz que busca la transformación como algo alejado de sí misma. Hay algo de ella que está ahí, desnudo en sus interpretaciones. Hay algo real que emerge en las actuaciones cuando alguien toma ese riesgo. Miro sus ojos: quizás ahí hay algo espontáneo. Quizás son los gestos que tienen las actrices más valientes.