El cisne negro del pop

¿Quién es Dev Hynes? Compuso la exquisita banda de sonido de la serie We are who we are y lleva diez años creando un pop de inadaptados. Bajo el seudónimo de Blood Orange, su música melancólica y sensual fluye como la identidad de las comunidades negras y gays que lo adoptaron en Nueva York. 

Dark & Handsome (2019), Blood Orange

Por Iván Zgaib

* Esta nota es un pequeño desvío del cine hacia la música. Un perfil de Dev Hynes, publicado el 14/11/2020 en La Voz del Interior.

1.

Todo empezó en Londres. Cada mañana que Dev Hynes emprendía el rumbo a la escuela, la golpiza se repetía a un ritmo burocrático: su cara pisoteada contra el cemento escarchado de Longridge Road, mientras la sangre roja de su nariz se desparramaba sobre el esmalte rojo espumoso de sus uñas. Los matones lo miraban con orgullo. Le habían inventado un coro personal, a tono con cada empujón y escupitazo: ¡maricón! ¡maricón! ¡maricón!

Cuando la madre de Dev descubrió los moretones, lo inscribió en clases de karate para que pudiera defenderse, pero él tenía sus propios planes. Se compró una patineta para evitar las paradas de colectivo; robó un disco de Kanye West para pasar el encierro; se exilió en la oscuridad de su cuarto y se dedicó a tocar el violonchelo. 

A los 17, en medio de la reclusión, descubrió la película Paris is Burning y sintió el fuego embriagador que quema a quien se enamora de un perfecto desconocido. En su caso era Nueva York, pero no cualquier Nueva York. Era la versión vivaz filmada por Jennie Livingston en su película de fines de los ‘80: la de los clubs escondidos como cavernas de la noche, donde los negros y los putos y las drag queens salían de sus guaridas para bailar bajo una lluvia de purpurina incandescente. Y Dev soñó con bautizarse en el mismo santuario sucio.

2.

Tenía 21 años cuando llegó a Nueva York. Dev durmió en sillones prestados hasta que aterrizó en la zona del East Village, donde lo adoptaron las aves huérfanas de la ciudad. Los chicos negros, las prostitutas trans, los bohemios en peligro de extinción.

En el bajo Manhattan, se inventó un alias secreto para engendrar el pop de los raritos; una obra atmosférica completamente liberada de las melodías clínicas que diseñaban los cirujanos en el valle soleado de L.A. Dev Hynes se convirtió en Blood Orange y Blood Orange era como un portal que succionaba todas las energías errantes de Nueva York. En su disco Freetown Sound, por ejemplo, With Him empezaba con la grabación de una cantante de ópera que Dev escuchó bajo el puente del Central Park. Hands Up cerraba con los gritos de una marcha de afroamericanos puteando a la policía. Hope, del colérico disco Negro Swan, interrumpía un coro de voces balsámicas con el chillido alarmante de una sirena, como si anunciara un viejo edificio prendiéndose fuego entre Broadway y la iglesia St. Mark. 

La interrupción quizás sea su regla de continuidad. Los versos de su pop anti-electrónico, anti bombástico, pegan un salto con la aparición de monólogos hechos por sus amigos. Van de la teatralidad poética a la espontaneidad accidental (como si fueran capturados en el living de Dev, entre tragos amargos y humo de cigarrillo). Siempre con un tono testimonial. Así lo hace Janet Mock en Negro Swan, que confiesa sobre la alfombra de un saxo melancólico: “me preguntaste que es la familia, y yo pienso en la familia como una comunidad.”.

3.

Los padres y los vecinos estaban tan convencidos de su homosexualidad, que Dev también llegó a creerlo. Se lanzó a coger con sus amigos, pero cuando lo hizo no le gustó. Los periodistas le preguntaron si entonces podían publicar que era hetero, pero él tampoco estaba seguro de eso.

Su espíritu andrógino lo alimenta todo: la música y la imagen que define a Blood Orange como el torrente de un río que corre, sin control posible. En el video de Jewlery, la imagen ralentizada captura a Dev saltando y chocándose con un grupo de cámaradas negros. Es el punto de ambigüedad justa, entre un pogo bruto de amigos y la tensión sexual en un baño de gimnasio. La misma opacidad la traduce emocionalmente en la música: sus cánticos de R&B cruzan la sensualidad hipnótica de Prince con la fragilidad rota de Marvin Gaye. La voz de seda que encarna Dev es inestable. Puede ser el llamado de un adonis provocando desde el otro lado de la pista, o la caricia de un chico solitario que suplica arrodillado por una noche de cariño. 

4. 

Mientras el mundo colapsaba por un virus mortífero, Dev se encerró a componer música en su estudio. Durante meses craneó la banda sonora para We Are Who We Are, una serie de HBO que tiene mucho más de Hynes que sólo sus partituras. En cierto sentido, es un homenaje afectuoso. 

Los protagonistas son dos adolescentes enfrentando el burbujeo del deseo. No saben exactamente qué quieren ser, qué hacer ni a quiénes besar. Trump está por trepar a la presidencia justo cuando los chicos se escapan de sus casas y toman un tren para ver a Blood Orange en vivo. Están solos y confundidos. Sus padres ya están lejos, pero ellos tienen las melodías de Dev para darles aliento. Una nueva generación de inadaptados encuentra consuelo en otro cisne negro. Igual que Dev a los 17, abrazado a una vieja película de Nueva York. Su propio refugio pop. 

Spider-Man, lejos del pueblo

En Spider-Man: lejos de casa, la franquicia de Marvel intenta adecuar su superhéroe al presente: redes sociales, hormonas adolescentes y desafíos de la posverdad inundan una nueva entrega que olvida la singularidad del protagonista.  

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Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada  el 12/07/2019 en La Nueva Mañana

 

Spider-Man sueña con ser un adolescente cualquiera. Ya saben, lo que hacen los chicos: viajar a Europa, hurgar las ferias de Venecia hasta encontrar una dalia de diamantes negros  y escalar la Torre Eiffel para regalársela a la chica que les gusta. Todo lo que sus compañeros de clase harían sin esfuerzo, para él es una tarea titánica, casi un sueño. Cada suspiro juvenil al finalizar la escuela, cada declaración de amor balbuceante y cada chape húmedo es arrebatado por la responsabilidad de salvar el mundo. Es más probable que termine defendiendo los monumentos europeos de mutantes antes que fotografiándolos para sumar followers en Instagram.

El centro dramático de Spider-Man: lejos de casa se balancea sobre esa cuerda floja; entre los placeres ligeros de la adolescencia y el peso de ser un superhéroe. Es una tensión delegada a los diálogos de Peter Parker, quien insiste con viajar junto a sus amigos sin mayores preocupaciones. Aunque la película, contradictoriamente, toma partido por un aire de grandilocuencia que aniquila cualquier cercanía humana. 

Lejos quedó el chiste interno con el que juega la saga: Spider-Man, el superhéroe del vecindario, el amigo del pueblo que custodia los pasajes malolientes de Nueva York, codo a codo con el ciudadano medio. Peter era el héroe de la calle, la versión del militante barrial en el universo-Marvel: sabía lo que aquejaba a la gente, porque era uno más entre ellos. Luchaba para llegar a fin de mes, caminaba atolondrado por los pasillos del secundario y sufría secretamente por amores fallidos. Era el anti-Tony Stark; un héroe sin dinero, sin autos resplandecientes ni mujeres hermosas que le rindieran culto. 

En Homecoming, el film anterior de Spider-Man, aquella singularidad se había actualizado con una claridad encantadora. Era una película diseñada a la talla de las comedias adolescentes, más cerca de las mitologías sobre amistades dispares y rebeldía anti-institucional de John Hughes (Un experto en diversión o El club de los cinco) que de la épica de los tanques del siglo XXI. Peter se volvía un adolescente incómodo, como siempre, pero arrojado a la dispersión de las redes y la hiperactividad de la era centennial. 

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La película forjó su propio sendero al elegir ese tono ligero para narrar la epopeya del superhéroe. Cada vez que Peter se escapaba por la ventana de su habitación para salvar la ciudad, devolvía una imagen trastocada de cualquier adolescente huyendo de casa a una fiesta clandestina. Era demasiado mundano (y por eso, demasiado especial) para confundirse con otro Avenger. Pero la nueva entrega olvida esa aproximación: cambia la cotidianeidad por la espectacularidad, la vida familiar y escolar por las vacaciones, las calles de Nueva York por los paseos turísticos en Europa. 

No sólo se abandona una locación sino las particularidades del universo ficcional y de su protagonista. Venecia o Praga son apenas el escenario de una postal turística; una imagen estandarizada que expresa la nueva escala narrativa de la película. Ese aspecto viene señalar a gritos (con la sutileza de un ciudadano chillando por su vida ante una ciudad en ruinas) que todo es más ampuloso, más épico que antes. Spider-Man, lejos de casa se parece al film de cualquier superhéroe y Peter Parker es apenas una figurita intercambiable. Con la muerte de Tony Stark, ha sido empujado a llenar su molde. 

El humor también cae víctima de este desvarío. Mientras en el film anterior se construía de manera fluida y a partir de situaciones corridas de lugar, acá se empuja forzosamente con líneas de diálogos y clichés gastados (los personajes revelan sus secretos cuando creen que están a punto de morir, por ejemplo). Incluso las escenas de acción responden a las expresiones más explotadas del género; un abuso de los efectos especiales y un montaje convenientemente caótico, donde la sumatoria frenética de planos no ayuda a crear tensión ni dramatismo. Es exhibición pura. Mucho ruido, poco prisma cinematográfico.

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Una de las pocas novedades llega de la mano ilusionista de Mysterio, el villano que logra fabricar hologramas para confundir a Peter y sus amigos. La narración del film es tan vaga que decide revelar la identidad y los planes del enemigo a través de una escena verborrágica, semejante a una mediocre exposición de secundario. Pero, errores mediante, la película hace un esfuerzo más o menos interesante por utilizar la figura del antagonista como parábola para leer el presente.

A lo largo de Spider-Man, los héroes y jóvenes están obsesionados con la verdad. Las certezas tangibles se deslizan entre sus dedos cuando descubren que el enemigo los ha engañado; que las amenazas que habían creído ver no eran más que trucos de magia e ilusiones convincentes. Más que preguntarse cuál es la verdad, la nueva Spider-Man está preocupada por distinguir los hechos reales y concretos en un mundo de simulaciones, donde las imágenes falsas no sólo se crean sino que también se reproducen. 

Este es el hombre araña en tiempos de Trump, de fake news personalizadas y mitos terraplanistas repetidos hasta que se seca la boca. La nueva encarnación del mal aparece en un tipo barbudo y seductor que puede convencer a las personas de que sus juegos de niños son reales. Puede hacer que se horroricen, que corran y que actúen por un espejismo. 

Sobre el final, el film redobla esta lectura: al filo de la torre Times Square, los noticieros repiten un video casero que hace ver a Spider-Man como un bravucón peligroso. Nosotros vimos las escenas reales anteriormente, por lo cual llegamos a entender que las imágenes han sido alteradas, más allá de que los pastores mediáticos profesen lo contrario. Así, los fantasmas invocados por el film no se reducen a Mysterio: se expanden por toda la sociedad, a la velocidad instantánea de un tweet viralizado. En ese punto, la nueva Spider-Man parece tener algo nuevo que mostrar. Es una lástima que lo haga tan torpemente.

La graduación de Beyoncé

Homecoming, el documental sobre el recital que dio Beyoncé en Coachella, trasciende las aproximaciones megalómanas de las películas sobre estrellas y pone en escena a la comunidad negra reivindicando su cultura.

946417216-Beyonce-CoachellaHomecoming (2019), Beyoncé

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada  el 26/04/2019 en La Nueva Mañana

 

Beyoncé nunca fue a la universidad, pero a los 37 años montó una fiesta colegiala con músicos marchando al golpeteo de tambores y faraonas negras desfilando por el escenario como felinas en techos de ciudad. Una recreación: como si las celebraciones de universitarios negros ocuparan el centro del Festival de Coachella, donde nunca antes hubo una cantante de color al mando. Una reafirmación: Beyoncé, a la vez música y performer, mujer y negra, reclamando su lugar.

Eso es Homecoming: una manifestación política en forma de encantamiento pop. Una ensoñación crepuscular que se lanza desde el escenario de uno de los festivales musicales más grandes de Estados Unidos hasta retorcer los cuerpos de fanáticos en trance, como si fueran testigos de una procesión milagrosa. Un registro documental de aquel concierto y un diario de su montaje, propagado en los canales chatarra de Netflix. Su alcance es, para Beyoncé, otra forma de quebrar el paredón: acá están, negros y orgullosos, acaparando las luces blancas del espectáculo de blancos. “Mirennos”, dice.

Cualquier documental sobre estrellas musicales hecho desde adentro (es decir, por los mismos cantantes y sus equipos) tiende a caer en el intento marketinero de vender una imagen propia. Usualmente no hay distancia del ojo que mira, sino un ensimismamiento calculador que compone un producto de sí: la publicidad disfrazada de película. Por eso, lo verdaderamente conmovedor de Homecoming (un documental dirigido, escrito y protagonizado por Beyoncé) recae en su habilidad para correrse de la aproximación megalómana. Su protagonista no está montando un espectáculo sobre sí misma: ella está ahí, siendo con otros.

Esto no quiere decir precisamente que la película evite regodearse en cierto culto a su estrella: los pasajes que cronican la preparación del recital la muestran como una mujer obstinada  a combatir todas las embestidas que amenazan su plan. Pero incluso allí, los registros abren espacio para otros personajes (músicos y bailarines), todos retratados en una imagen granulosa de Súper 8: más que publicidad pristina, todo se desarrolla como si formara una memoria afectiva resguardada en videos caseros cubiertos de polvo. Es el retrato de una familia; un clan creado en el barro de los ensayos, donde Beyoncé es la matriarca que marca el paso.

beyonce homecoming

Entonces: amor filial y camaradería. La temática universitaria que recorre el documental está clara en ese sentido. El recital entero recrea las celebraciones tradicionales de los estudiantes negros y los registros del ensayo retratan a Beyoncé y su equipo como universitarios mancomunados que pasan las noches despiertos para rendir un examen final. Pero la conexión más subterránea de estos episodios es otra, la historia de una reivindicación. La población negra de Estados Unidos, históricamente castigada y marginada, conquista sus derechos. Los pibes y las pibas de color pueden acceder a las universidades que alguna vez les cerraron las puertas, así como Beyoncé puede subirse al escenario de un Festival que había sido reacio a otorgarle el lugar principal a una mujer negra.

La puesta en escena está armada para eso. Crea un espacio visual al modo de un llamado de atención, una convocatoria a ese pueblo negado: la congregación de músicos y bailarines negros que se amontonan en las gradas arriba del escenario; los planos abiertos que encuadran a ese cuerpo colectivo celebrando. La atención de la cámara es también sobre la corporalidad: hombres y mujeres que bailan coreografías compartidas y a la vez encuentran lugar para sus movimientos singulares. Siluetas curvas, culos pulposos y pelos rizados que se exhiben y  celebran como herencia negra. Lo que alguna vez había sido señalado como defecto y vergüenza, se abraza orgullosamente. Se escenifica y su sentido cambia.

Un efecto espejado: los planos de esa comunidad artística que festeja sobre el escenario se corresponden a los contraplanos de la tribu(na) multitudinaria, donde miles de chicos y chicas con pelos rizados y pieles oscuras hacen pogo. “Era importante que quienes nunca se habían visto representados sintieran que estaban en ese escenario con nosotros”, dice Beyoncé en una grabación que se escucha ruidosa, como un viejo discurso de Malcolm X.

Ese es, en fin, el gesto de su documental: visibilizar cuerpos-otros, devolverles dignidad. Lo de Beyoncé es un acto por acaparar las imágenes que construyeron de ella y de su comunidad. No hay nada que lamentar. Homecoming es una fiesta. “Mirennos”, parece decir ella. O más bien, “miremosnós”. Por primera vez, miremosnós celebrar nuestra cultura y nuestro cuerpo en el escenario luminoso de Coachella, en las pantallas algorítmicas de cada hogar. Eso nadie lo va a poder arrebatar.

Anoche fue un zoológico de gemelos malvados

Nosotros, la nueva película de terror de Jordan Peele, indaga la identidad negra y la desigualdad social en una línea que la une a expresiones culturales tan diversas como las de Obama y Beyoncé.

Us NosotrosUs (2019), Jordan Peele

 

Por Iván Zgaib

 *Una versión de esta nota fue publicada el 05/04/2019 en La Nueva Mañana

 

 

Jordan Peele: estadounidense; 40 años; nerd autoproclamado que visita los parques de Harry Potter con el entusiasmo de un niño pinchando piñatas o soñando con montar escobas voladoras. Éste es el geek por el cual apuestan jugadores tan diversos como académicos de los estudios afroamericanos, productores sedientos de dinero y millenials que dejan las pantallas del hogar para visitar los templos del cine mainstream en decadencia. Con ¡Huye!, su primera película que cortó entradas record, Peele llamó la atención por desacomodar los motivos del terror: los monstruos ya no eran los negros, sino familias blancas, progres y universitarias. Todas ellas, desesperadas por conjugar encantos hipnóticos con tacitas de porcelana heredadas del abuelo. ¿De qué otra manera podrían sostener su status quo de privilegio?

La joven obra de Peele puede pensarse dentro de una corriente de films disímiles que observan el presente de Estados Unidos; un tiempo interpelado por la sombra del primer hombre negro que llegó a sentarse en el sillón de la Casa Blanca. El mito de un país post-racial, donde blancos y negros ahora vivirían armónicamente, es confrontado de manera tajante; especialmente tras la escalada de Trump al poder. En el documental detectivesco Did you wonder who fired the gun?, Travis Wilkerson viaja en el tiempo para evitar que las huellas del racismo se esfumen “como la niebla de la mañana”. Es una jugada ligeramente hermanada con la de Spike Lee en Infiltrado del KKKlan, donde una ficción policial interroga cómo las manchas del supremacismo blanco se han vertido sobre las relaciones sociales pero también sobre las representaciones del cine a lo largo del tiempo. En Blindspotting, el pulso de la actualidad puede percibirse en la calle: Carlos López Estrada filma un vecindario que se transforma mercantilmente y pone en tensión las identidades de la población negra que solía habitar ese espacio de otra manera. Incluso en el cine mainstream, Pantera negra emerge para reivindicar la tradición cultural de estos ciudadanos como una fuente de heroísmo.

Cada una de esas películas se niega a bajar la cabeza, porque el conflicto racial no es cosa de otra época. Hasta en la cultura pop, Jay-Z y Beyoncé emprenden una batalla semejante. Toman el Louvre y perrean frente al rostro inexpresivo de la Mona Lisa mientras cantan: “no puedo creer que lo logramos”. Ahí están, refregándose en el palacio que exhibe la hegemonía cultural de un Occidente blanco. Y algo de ellos, del matrimonio pop de color imbatible y del Obama que asumió la presidencia, aparece reflejado en Nosotros, la nueva película de Jordan Peele que es y (a la vez) no es exclusivamente sobre el conflicto racial estadounidense. Los protagonistas, una familia negra que consiguió los derechos de cualquier otro ciudadano, son perseguidos por unos dobles malignos. Se ven igual que ellos, pero emergieron de los túneles subterráneos donde los marginados montan una guerrilla para reclamar su lugar en el mundo. Entonces: a cada Beyoncé y Jay-Z que “lo ha logrado”, una sombra de doppelgängers menos privilegiados, condenados a vivir en la pobreza.

Beyonce Jay ZBeyoncé y Jay-Z en el videoclip Apeshit

 

Nosotros cruza los conflictos de raza y de clase para recordar que la identidad nacional de Estados Unidos sigue fragmentada. Las imágenes de una vieja campaña para combatir el hambre vienen a cumplir esa función dramática: configuran el recuerdo de una promesa incumplida que fue sepultada y condenada al olvido. Los monstruos que suben las alcantarillas y asoman sus cabezas retorcidas en las ciudades de cemento redoblan el conflicto. Es el retorno de lo reprimido. Con el correr de la narración, Jordan Peele va humanizando aquellos dobles; les otorga necesidades dramáticas al igual que a los protagonistas. Un gesto: quebrar la figura del antagonista más tradicional en el cine de terror, cuyo accionar es puro salvajismo. Las divisiones entre buenos y malos, héroes y enemigos, se ponen en duda.

El modo en que Peele sortea esta mirada tiene resultados variados. Su fortaleza es más evidente cuando establece ese universo narrativo y se toma el tiempo necesario para enriquecerlo. El extrañamiento se construye de manera progresiva, la puesta en escena evoca el terror sin caer en golpes efectistas y el acercamiento a sus personajes se sostiene en la empatía. Ésta es una película que utiliza elementos fantásticos, pero nunca olvida que el eje emocional está anclado en los protagonistas. A contramano, todo se enmaraña con el avance narrativo. Parte de su estrategia se basa en usar personajes para explicar los giros de la historia, lo cual constituye una decisión por demás perezosa. Lo que eran hallazgos de atmósferas y personajes quedan limitados por un guion expositivo.

Nosotros, igual que ¡Huye!, se presenta como una pieza cinematográfica irregular; llena de grietas, pero también de destellos que anuncian otras exploraciones posibles en el cine industrial contemporáneo. Por lo pronto, una promesa: Jordan Peele ha tomado las riendas del terror estadounidense. No cómo un espectáculo de trucos ni evocaciones de dramas personales, sino como un prisma para mirar hacia afuera. Quizás más que nunca, el presente da miedo.

Otro más muerde el polvo: ser gay en celuloide

Bohemian Rhapsody usa la música de Queen para mitificar la figura de Freddie Mercury al mismo tiempo que construye una visión moralista sobre la sexualidad. Así, la biopic reabre el debate sobre cómo la homosexualidad masculina es retratada en el cine contemporáneo.

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Por Iván Zgaib 

 *Esta nota fue publicada el 10/12/2018 en La Nueva Mañana

 

Ya es diciembre y la música de Queen vuelve a sonar como si fuera un jingle navideño. Cualquiera que esté leyendo este diario probablemente habrá visto Bohemian Rhapsody o, como mínimo, habrá sido acorralado por su artillería publicitaria, un asalto en tiempos de fiestas. “El musical biográfico más taquillero de la historia del cine”, repiten en loop las frases celebratorias. Pero las respuestas condescendientes frente a la biopic de Freddie Mercury requieren un límite, no sólo por su narración caricaturesca y reduccionista (la crítica Kristen Yoonsoo Kim lo definió, con una elocuencia admirable, como “la página de Wikipedia de Queen convertida en biopic”). Y lo que también hace Bohemian Rhapsody es amarrarse a la figura de Mercury para traicionarla: su complejidad es aprisionada en un paquete asfixiante y ridículo que debería interpelarnos para reflexionar sobre el modo en que la homosexualidad masculina es retratada en el cine.

Hay una escena particular que condensa la mirada tramposa del film. Freddie está hablando con su esposa desde un teléfono público cuando se cruza un tipo grandote que le hace señas para que lo siga al baño: un plano de Freddie quieto y dudoso, un plano de su esposa angelical del otro lado del teléfono, un plano del tipo sexy caminando con sus jeans apretados. Este uso del montaje paralelo no es simplemente una operación narrativa, sino también una decisión estética que expresa la filosofía del film bajo una forma escindida: Mercury está enfrentando dos caminos posibles (será uno u otro, porque en el imaginario berreta de Bohemian Rhapsody no existen zonas grises). De un lado, el universo heterosexual representado por su esposa dulce, sus amigos generosos y sus sanas costumbres. Por otra parte, el mundo gay construido como una caminata tentadora y culposa que desemboca en urinales sucios, fiestas viciosas, homosexuales manipuladores y muertes sin escapatoria.

¿Cuál es la trampa del film entonces? Que en el intento por mitificar la música de Queen va disimulando su propia visión moralizante: divide los mundos de la sexualidad, clasifica a los personajes en etiquetas puras y redistribuye dones y castigos según crea conveniente. La conclusión implícita a la que va a arribar estará provista de sentido ideológico: Freddie Mercury no se contagió de HIV porque el virus fuera desconocido o por un accidente que podría haberle ocurrido a cualquiera de los personajes (heterosexuales o no), sino porque tuvo sexo con otros hombres. Su destino se había sellado desde la escena patética en que su esposa lo confronta y le dice (lo encasilla, lo rotula, lo define): “vos sos gay; la vas a pasar muy mal”. Y así Freddie eligió la muerte.

Uno creería que los avances en la ampliación de derechos vinculados a la diversidad sexual pondrían un freno a estas miradas naturalizadas, pero el cine a veces se mueve más lento que la realidad. Las operaciones maniqueístas que exhibe Bohemian Rhapsody ni siquiera cuentan con la salvedad de ser novedosas, porque pertenecen a una tendencia agotadora que el cine ha sostenido por décadas (incluso cuando sus directores se reconocen como gays). Allí, la homosexualidad sólo puede ser elaborada como conflicto central de los personajes y su destino estará siempre asociado a la tragedia (Secreto en la montaña, su estandarte más victorioso). Gays que se matan entre ellos, gays que se matan a sí mismos o que mueren a manos de la homofobia. Es la muerte repentina como condena asegurada.

 

Prendé fuego el closet, Rowling

Jude-law-fantastic-beastsFantastic Beasts: The Crimes of Grindelwald (2018), David Yates

 

Sacar a los personajes del closet es una odisea que parte del cine mainstream ha emprendido a los tropiezos. Uno de los intentos más tibios y vergonzosos del 2018 fue acuñado por J.K Rowling, la escritora de Harry Potter que causó revuelo hace años, después de anunciar que el personaje de Dumbledore era gay. En la última entrega del film Animales fantásticos, el héroe queer de la autora insinúa tímidamente su orientación sexual cuando le preguntan por su relación con otro mago. “Éramos mucho más que hermanos”, dice él, mientras observamos unas imágenes donde los dos se miran sin tocarse; no vaya a ser que los padres se rebelen contra el imperio de Harry Potter (¿alguien dijo “ideología de género”?).

Pero hasta las películas con las mejores intensiones fracasan en el intento. Love, Simon, celebrado como el primer film industrial en tener un protagonista adolescente gay, está tan preocupado por presentar a su personaje como alguien “normal” que confunde el cine con un spot educativo dudoso. La mirada ingenua de la película llega al punto de suprimir las diferencias en pos de un discurso ilusorio según el cual “todos somos iguales”. En uno de sus esfuerzos más cuestionables, una voz en off intenta convencernos de que un pibe viviendo en una casa gigante, que recibe un auto 0 km de regalo y viaja a París con su familia es “normal” como cualquiera de los espectadores. Se trata de la inversión al modelo de la “tragedia gay”, pero lo único que construye es una fantasía donde la política de género desconoce su consciencia de clase.

 

Otro cine, otro deseo

IMG_0645 bcopiaInstrucciones para flotar un muerto (2018), Nadir Medina

 

Me aventuraría a decir que la estructura narrativa convencional de Bohemian Rhapsody y Love, Simon (esa que se mueve calculadoramente en términos de causa-consecuencia y tipificación) facilita el encorsetamiento de la sexualidad (Mercury, por ejemplo, ni siquiera se reconocía exclusivamente como gay). Pero aquella obsesión extraña por definir el deseo del otro aparece como un mal que no se restringe al cine, sino que se extiende a algunos críticos.

Hace pocos meses se publicó la crítica de Instrucciones para flotar un muerto que escribió Gabriel Ábalos en el diario El Alfil, donde definía al protagonista de la siguiente manera: “Pablo es gay y él y Jesi son viejos amigos”. Lo que resulta particularmente curioso es que el periodista (al igual que la mayoría de los críticos que escribieron sobre el film) perdió de vista que la película evita definir al personaje según su orientación sexual. El posicionamiento político del film parte, justamente, de la sutileza narrativa con la cual discute a todas las películas donde los personajes son reducidos a su homosexualidad (siempre conflictiva). En Instrucciones para flotar un muerto, ese deseo sexual es sólo uno de los aspectos que constituyen a Pablo, pero nunca su problema.

Julia y el zorro, otra película cordobesa reciente, también expresa una sensibilidad tan inusitada que pasó desapercibida en los medios que escribieron sobre ella. Un repaso por estas notas demostrará que la mayoría se centró en la visión que propone el film sobre la maternidad. Lo que pasaron de largo aquellos críticos fue que Julia y el zorro hace mucho más: al mismo tiempo que le permite a la protagonista femenina renunciar al “deber-ser” madre, le otorga la posibilidad a una pareja gay de formar una familia. La película discute dos mandatos del sentido común dominante: que las mujeres están destinadas a tener hijos y que las familias sólo son heteroparentales. Y lo hace sin la voz en off aleccionadora de Love, Simon ni los diálogos obvios de Bohemian Rhapsody: sólo lo pone frente a la cámara, a la vista de los espectadores. Cuando estas grietas se abren, el imaginario ficcional del cine se constituye como un espacio más igualitario. En lo que respecta a la crítica, habrá que permanecer en estado de alerta. Esa será la única manera de estar a la altura de las circunstancias.

 

* Julia y el zorro se ve en el Cineclub Municipal. Instrucciones para flotar un muerto está disponible en la plataforma de streaming Cine Ar Play. 

¿El futuro es ochentoso?

Ready Player One, la nueva película de Steven Spielberg, busca revivir la adrenalina de los blockbusters de los ’80. Pero su brote de nostalgia no resulta original, sino sintomático: este es el emblema del capitalismo zombie y la cultura pop sin sangre.

landscape-1500070002-untitledReady Player One (2018), Steven Spielberg

por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada originalmente el 03/04/2018 en La Nueva Mañana

 

Apenas se apagan las luces, es como una pesadilla. No llegamos a ver ni una imagen de la película que ya están sonando esos teclados de Van Halen. Alguien ve mi cara de espanto y me pregunta si acaso no se trata de una canción divertida ¿No se supone que Jump libera esa electricidad que uno siente cuando puede llevarse el mundo por encima? ¿No la escuchan los atletas para saltar más alto, los nadadores para dejar atrás a sus contrincantes, los empresarios para destruir a la competencia? Y yo diría que sí: hipotéticamente es correcto. Pero el nuevo film de Steven Spielberg hace del revival ochentoso un espectáculo tétrico que pone la piel de gallina. Así es como reproduce la culminación de una cultura que está enferma de nostalgia: en Ready Player One es el año 2045, pero todo suena, se ve y huele como si fueran los malditos ‘80. La sociedad completa vive inmersa en OASIS, un programa de realidad virtual donde los usuarios conviven con personajes de la cultura pop retro y compiten por ganar un premio.

Y yo quisiera decir esto: aunque Ready Player One se celebró por ser el regreso de Spielberg a sus raíces del cine de entretenimiento, la película se siente incómoda. La narración avanza como la mano temblorosa de un adolescente virgen que quiere agarrar todo al mismo tiempo. Esa es la excitación desbordante con la que el director cita hits de la cultura masiva: Chucky, Batman, El Resplandor, el Gigante de Hierro, Godzilla y Calabozos y Dragones son sólo algunos de los muertos-vivos que se reúnen en ese cementerio cinematográfico.

No quiero que me malinterpreten: pasaron sólo unos días desde que me emocioné en una fiesta cada vez que sonaba algún himno de Michael Jackson o Madonna. Me retorcí en la pista como si fuera una de esas estrellas pop prendiéndose fuego en el escenario de los premios MTV. Para bien o para mal, formo parte de esta generación que refrita el pasado con la melancolía de un enamorado que no supera una historia vieja. Y ni siquiera tengo 30 años. Pero no creo que Ready Player One sea un film que ofrezca las certezas para festejar el regreso del clásico Spielberg o de las películas de acción y aventuras “como se hacían antes”. Al contrario, el film debería abrir el camino para repensar críticamente las implicancias de una cultura masiva que está orgullosamente atrapada en alguna dimensión predecible del pasado. Quisiera parafrasear al crítico británico Simon Reynolds para trasladar su pregunta sobre la música pop hacia el mundo de las películas: ¿Qué va a pasar cuando esta  iconografía retro se agote? ¿Es posible rastrear alguna especie del cine masivo actual que sea lo suficientemente llamativa como para que algún director del futuro la desentierre?

ready_player_oneReady Player One (2018), Steven Spielberg

 

Como mínimo, un gesto de alerta siempre es saludable. Que Ready Player One retrate el año 2045 como si fuera una versión futurista de los ’80 no debería ser un detalle que resulte simpático, sino una huella que merece detenimiento. Hay algo curioso en un film que recupera cierta tradición de la ciencia ficción distópica sin distanciarse críticamente de las marcas de su tiempo. Lo que organiza a Ready Player One es un procedimiento siempre ovacionado (y del cual Stranger Things, hito de la psicosis nostálgica, es su mayor referente): la iconografía de la cultura pop se instituye en tanto limbo; una dimensión paralela de aspecto monstruoso donde no existe referente temporal alguno. Cuando la cultura del mercado se convierte en el único eje de reconocimiento, el capitalismo abraza silenciosamente su triunfo más perfecto. ¿Hace falta recordar que los ’80, la época más citada por la cultura contemporánea, es la era en que Reagan y Thatcher empujaron el mundo hacia los límites del neoliberalismo? Si el 2045 que imagina Ready Player One se ve como el pasado donde el capitalismo selló su poder hegemónico, el acto fallido de Spielberg se refleja en la pantalla: el futuro es una tierra distópica de sueños rotos.

 Con esto no quiero decir que la película sea completamente mala. El realizador suele ser un narrador prodigioso que conjuga los ritmos de la acción con cámara y montaje precisos; una parte de las casi dos horas y media se sostiene por la tensión que crea Spielberg para moverse entre los mundos virtuales y reales de sus personajes. Ahí aparece una búsqueda por recuperar cierta tradición del cine como espectáculo: el camino a seguir es el de los blockbusters ochentosos que se presentaban con la seguridad de ser un evento único. Era la adrenalina de crear un momento acotado en el espacio de las salas, con la confianza de marcar indefinidamente a millones de personas. Ese es el cine del cual el joven Spielberg fue un referente y que ahora viene a reivindicar como si fuera su trono.

Pero el resultado nostálgico y remixado de Ready Player One está lejos de traer una forma de cine en extinción: yo diría, más bien, que quizás represente la manifestación culminante y más acabada del momento actual de la historia, de la cultura pop y del cine masivo. Vivimos del pasado como los parásitos se prenden al cuero de una ballena. Y Ready Player One nunca lo cuestiona, sino que se dedica más de dos horas a celebrarlo desvergonzadamente.

Hasta acá hablé de muertos-vivos, de cementerios y fantasmas: son las figuras que parecen acechar esta película a cada momento. Pero no puedo despedirme sin recordar la imagen de Michael Jackson bailando como un zombie entre las lápidas de Thriller: quizás sea la imagen definitiva que marcó la memoria pop en los ’80 y que puede retornar como metáfora para interrogar nuestros tiempos. No vendría mal recordar que aquel zombie se inmortalizó en el cuerpo vivo de Jackson. Ese es el centro de vitalidad y deseo que ni el mercado podía arrebatarle. Pero lo que vuelve como una resaca de esa época ahora no tiene vida ni sangre que le corra entre las venas. Es apenas una sombra, una evocación posfotográfica cuyo aspecto lúgubre confundimos con el goce de una fiesta. ¿Estamos preparados para aceptar que el futuro de la cultura masiva y del cine-espectáculo van a estar tan vaciados de pulsión creativa? Desnaturalizar la nostalgia quizás sea el primer paso. Yo quiero creer que vamos a volver a bailar en una dimensión desconocida.

Feliz apocalipsis nuevo

La cultura pop y masiva sigue fascinada con las visiones del fin del mundo. Donnie Darko, un fracaso en la taquilla del 2001 que se volvió película de culto en VHS y tendencia de streaming en Netflix, construye un imaginario apocalíptico que no pierde vigencia.

donnie darko new test_0-01Donnie Darko (2001), Richard Kelly

 Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada originalmente el 2/1/2018 en La Nueva Mañana

 

Brindé con la sensación de que festejábamos un apocalipsis nuevo.

Flashback oscuro del 2017: mi abuela casi no camina, la Gendarmería desfila por Buenos Aires, yo renuncio a un trabajo deprimente, el Estado deja desempleados en la calle, Marcos Peña es el CEO del año, a mi perro le cortan la cola. Chín chín: ¡Feliz año nuevo!

A veces pienso que tengo una visión apocalíptica por falta de consciencia histórica, que no viví de adulto otros momentos donde las cosas también parecían agitadas. Pero más allá de esa percepción personal, la cultura masiva tampoco deja de reinventar su fascinación trágica con el fin del mundo: en Game of Thrones está llegando el invierno, en Twin Peaks hay una viejita moribunda que habla con un tronco sobre todo lo malo que se avecina, en Invasión Zombie vemos un empresario que se descubre tan frío como los muertos vivos que ocupan Corea. Si vivimos el capitalismo como una pesadilla en loop que no parece terminar, ¿habrá manera de despertarnos sin imaginar una bomba de tiempo que resetee la historia?

Leer las noticias o salir a la calle a veces se asemeja a una versión poco espectacular de un apocalipsis pop. En algún momento, todos somos el Jake Gyllenhaal de Donnie Darko, ese adolescente embroncado que sueña con un conejo deforme vaticinándole el fin del mundo. Y esta película dirigida por Richard Kelly sigue encontrando nuevos espectadores por la habilidad con que captura aquella sensación de estar al borde; pasó de ser un fracaso de taquilla cuando se lanzó en 2001 a una reliquia de culto cuando apareció en las estanterías de VHS y una tendencia en las listas populares de Netflix con la llegada del streaming.

El mundo de Donnie Darko parece salido de un cómic lleno de imágenes iconográficas (el conejo nihilista o el pedazo de un avión reposando entre la calma de un barrio familiar) y de personajes arquetípicos que se repiten en miles de narrativas adolescentes (la chica que recién se muda al pueblo, los malos de la clase, el pibe inadaptado que es más inteligente que el resto). Pero Kelly impregna la narración con una cualidad de otro mundo; un estado alucinógeno lleno de detalles y texturas que construyen una atmósfera perturbadora. La música, que oscila entre melancolía pop y silbidos misteriosos, no dirige nuestras emociones, sino que tiende a ubicarnos en un lugar perceptivo: hay algo retorcido que se respira y se palpa en la fantasía de la generación MTV.

Aquellos personajes también adquieren densidad por el modo en que se traman sus vínculos. Por eso los pasajes donde Kelly presenta el universo espacial de la película son, ni más ni menos, el procedimiento cinematográfico para observar cómo se gesta el destino triste del mundo. En unos pocos minutos, la cámara se separa del protagonista; cambia el eje narrativo que había establecido y deja a Donnie fuera de campo. Lo que vemos en cambio son los otros personajes que habitan el paseo verde de los suburbios estadounidenses.

En una escena, la imagen empieza patas arriba y gira como si entráramos a un mundo dado vuelta, una especie de Alicia cayendo por el agujero hacia un reino paralelo. De fondo un himno new wave acompaña los desvaríos de la cámara flotando por los pasillos escolares. Es un claro ejemplo de la capacidad descriptiva del director, cuya mirada incorpora particularidades del entorno y de las rutinas cotidianas como si importaran igual que las acciones narrativas. Entonces lo que acompaña la trama apocalíptica son los indicios de un malestar social, de la perfección de las casas de clase media y la libertad de pensamiento en las escuelas siendo invadidas por el avance del republicanismo conservador, la filosofía de autoayuda y la violencia cotidiana.

Cuando el movimiento de los cuerpos se acelera o ralentiza, Kelly introduce en el montaje la preocupación que mantiene despierto a Donnie. ¿Es posible viajar en el tiempo? ¿hay portales que nos permiten espiar el futuro? Y si es así, ¿podemos cambiar ese destino prestablecido? La película avanza en capítulos diarios, como una cuenta regresiva que se sacude con la ansiedad del protagonista. Su psiquiatra y sus padres creen que está loco, pero la película sugiere (siempre exponiendo y nunca explicando) que Donnie puede ver las miserias de las que el resto no termina de ser consciente.

El final abierto profundiza la negación de la película a sobre-explicarse: las piezas para absorber la propuesta de Kelly ya fueron dispuestas delicadamente durante dos horas. Gyllenhaal interpretó al adolecente enojado que podemos ser todos cuando vemos el mundo caerse a pedazos. Su rabia no tiene límites temporales. La manera en que Kelly la capturó tampoco. Donnie Darko es eterna.