Cine o rivotril

La rodilla de Ahed, el nuevo film del israelí Nadav Lapid, explora la ansiedad de un artista ante la salud de su madre y la realidad de un país hundido en la violencia. Se ve en MUBI.

Ahed’s Knee (2021), Nadav Lapid

Por Iván Zgaib

*Esta crítica fue publicada el 01/07/2022 en La Nueva Mañana

Hace ya un tiempo que no puedo pensar en una sola cosa a la vez. Leo libros pensando en películas, miro películas pensando en escribir. Voy a los cumpleaños y le sonrío a la gente mientras mi cerebro repasa nimiedades como no olvidarme de sacar la basura o imaginar la próxima catástrofe que acabe con todas nuestras fiestas. Me inflamo de culpa por esta incontinencia cerebral, pero pronto descubro que mis amigos padecen el mismo hábito: todos hemos sincronizado el ritmo de nuestras cabezas a la simultaneidad de Google. Abrimos ventanas, multiplicamos datos y somos seducidos por imágenes cuya promesa se esfuma como el amorío de una noche. Estamos en todas partes y a la vez en ningún lado.

La ansiedad también alcanzó al cine de la forma más distópica y esperable posible: cuando miramos Netflix, Netflix mira más profundo adentro de nosotros. Sabe cuándo nos dormimos, cuando pausamos o abandonamos los visionados para asistir a las funciones de Instagram o TikTok. Su tercer ojo ha diseñado una ingeniería dónde cualquier imagen (cine, series, publicidades: las fronteras ya no importan) debe cumplir el mandato de colonizar nuestra lábil atención. Las películas ahora son el resultado de un gran estudio sociológico cuya escala hubiera hecho sonrojar en igual medida a Goebbels y Marx. ¿Qué es, sino, un film hiperactivo como Todo en todas partes al mismo tiempo? Una artillería de estímulos inagotables que hacen de la imagen un caso severo de ADD.

El film más reciente del israelí Nadav Lapid, La rodilla de Ahed, es llamativo porque parece ensayar otro sendero: se trata de una apropiación formal de la ansiedad y de la atención volátil, pero que lejos de ser condescendiente con la percepción empastillada de nuestro tiempo, la desafía constantemente. El protagonista es un director (como Lapid), alérgico a los dotes totalitarios del gobierno de Israel (como Lapid) y amarrado al cordón umbilical que lo une a su madre moribunda, con quien siempre realizó sus películas (¡como Lapid!). Acá no importa tanto el carácter autobiográfico del film, pero sí la manera en que esa huella subjetiva hace pulso en las imágenes, por encima de los detalles anecdóticos.

Toda la narración consiste en una crónica que sigue a Y, el director-protagonista, mientras viaja a presentar su última película en un pueblo perdido en el desierto. Transcurre durante el correr de ese largo día, aunque Lapid no intenta recrear la sensación del tiempo real (una contraofensiva común para cierto cine que buscó resistir a los embates de los tanques hollywoodenses del nuevo siglo). De hecho, si hay un rasgo que define a La rodilla de Ahed es que sus escenas nunca se desenvuelven de manera focalizada. El protagonista conversa con una funcionaria del Ministerio de Cultura, pero su cabeza se fuga hacia el desierto; sale a caminar por el desierto, pero se imagina caminando por las calles abarrotadas de la ciudad; escucha música en el auto con el chofer, pero piensa en el mismo hombre llegando a su casa y estallando en un baile lisérgico.

La historia minimalista del film está recargada por cada uno de los procedimientos que utiliza Lapid para implosionar su sistema perceptivo: cada decisión de la puesta en escena corresponde a la efervescencia emocional de su protagonista, que no puede dejar de pensar en la muerte de su madre. Tomemos, por ejemplo, el momento en que conoce a la funcionaria de Cultura, mientras ella le muestra el departamento donde va a pasar la noche. Allí hay dos registros en disputa. Uno de ellos suelta el ancla en la situación dramática del aquí-y-ahora: se vale de planos subjetivos que nos ubican en la corta distancia que separa a los personajes, llenando la imagen de una tensión sexual sin descarga (la cámara parece, por momentos, subida encima de los rostros, al punto que casi podemos sentir la nariz de la chica rozando nuestras pestañas).  Y el otro registro interrumpe esa inmediatez con una actitud esquiva: la cámara tiembla y salta hacia afuera del departamento. En vez de hacernos sentir allí, nos hace escapar del presente por la ventana.

Por eso, la edificación caótica de los planos no ofrece un colchón de sobreestimulación en el cual podamos recostarnos confortablemente, sino que nos descoloca. En vez de construir una serie de episodios dramáticos que nos tomen de la mano para guiarnos a lo largo de la película, hay una sensación (per)turbada que se imprime sobre fuego en las imágenes. Ansiedad, sí: pero no del tipo que alimenta nuestra propia emocionalidad compulsiva.

Quizás, el hallazgo más ocurrente en toda la película tenga que ver con su insistencia por mostrar que esas emociones no sólo tienen una raíz personal (el pavor ante una madre que está a dos suspiros de la muerte). Son también políticas: el protagonista está cansado de un país inmerso en un estado de constante ebullición. Militarizado, obsecuente con la violencia descarnada e intolerante con cualquier atisbo de diferencia (en especial, si se trata del tipo de arte que Y promulga).

El manejo que Lapid logra en aquel punto no es siempre regular. Dedica la segunda mitad del film a relatar un hecho del pasado que resulta impostado y por momentos incongruente con Y. Pero en sus momentos más lúcidos pone toda la orquestación al servicio de una emocionalidad rabiosa. Hay una intensidad invocada a través de los cuerpos, las composiciones de los planos y las explosiones musicales; todos dispuestos para escenificar el hastío de un hombre que se siente expulsado de su propia tierra. Allí, de nuevo, la pertinencia de una estética que no puede hacer pie en un solo lugar.

Me acerco al punto final con mi propia dosis de ansiedad: no logré escribir estas palabras sin soltar el teléfono, que me estimula con un sadismo particular. Avisa que el dólar entra en erupción junto a los precios del pan. Que un candidato presidencial viene a proponernos un sueño (¡libre comercio de niños! ¿quién pide más?). Y que Putin ya imagina cortarle la luz a alguna ciudad para inaugurar la Tercera Guerra Mundial.

La ansiedad: certeza final de nuestros tiempos. ¿Podrá alguna imagen rescatarnos de ella?

Manual de superación para chicos que odian el planeta

Tres anuncios por un crimen, una de las películas candidatas al Oscar, presenta de manera violenta un mundo sanguinario que odia a las mujeres, los negros y cualquier minoría.  El eje dramático gira en torno a un crimen irresuelto que es mirado desde una narración obvia, sin lugar al misterio.

THREE BILLBOARDS OUTSIDE OF EBBING, MISSOURIThree Billboards outside Ebbing, Missouri (2017), Martin McDonagh

  

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada originalmente el 29/1/2018 en La Nueva Mañana

1.

Ya es esa época del año. Las nominaciones al Oscar se anuncian como si fueran una sorpresa, los especialistas empiezan a jugar a las apuestas y las salas de cine especulan con atrapar espectadores en sus cuartos oscuros. Tres anuncios por un crimen es una de las primeras candidatas en llegar a la Argentina y viene con 7 nominaciones a cuestas. Pero lo que parece una comedia irreverente del director británico Martin McDonagh pronto devela el espíritu de corrección política que suele atraer a los votantes de la Academia: un drama moralista de superación personal, donde hasta un personaje homofóbico y racista tiene la oportunidad de comenzar de nuevo.

2.

Contra todo lo trillado que pueda parecer el desarrollo del filme, su inicio expone un universo conectado con el clima contemporáneo. En Ebbing, un pueblo apagado del sur estadounidense, Mildred lo está pasando como la mierda. Su ex esposo golpeador sale con una chica de 19 años, su hija adolescente fue asesinada por un violador hace 7 meses  y las fuerzas de seguridad no hacen nada para encontrar al responsable. El policía Willoughby quiere hacer callar sus reclamos mientras el oficial Dixon prefiere pasar el día deteniendo y golpeando a ciudadanos negros inocentes.

Entonces parte de la tensión dramática se sostiene por la convicción de Mildred. No importa cuánto la apuren y la quieran disuadir, la mujer tiene ovarios de acero y se va a bancar todo hasta hacer justicia. Ahí, un diálogo que se abre con lo real: la heroína feminista hace eco de un movimiento que se está visibilizando desde el Me Too Hollywoodense hasta la Argentina de Ni Una Menos. El mundo machista, principal antagonista del filme, encarna la violencia de género que se discute en distintos costados del mundo. Y la policía impune es un emblema universal que Estados Unidos ha actualizado recientemente con el ataque hacia la población negra.

3.

Parece extraño que, en su afán de torcer el arco dramático de los personajes, el filme convierta a Dixon en el anti-héroe que logra redimirse. El personaje interpretado por Sam Rockwell está confeccionado desde un principio para ser el malo. En más de una escena lo vemos como un monstruo violento que hace uso de su placa policial sin ningún tapujo.

Hay incluso un momento en que la cámara se obsesiona tanto con la impulsividad del personaje que decide seguirlo sin cortes de montaje en una caminata frenética. Dixon sube unas escaleras, entra sin permiso a una oficina y tira por la ventana a un publicista. Es decir que como espectadores acompañamos al personaje descontrolado. El segundo a segundo del plano secuencia corta cualquier tipo de distancia y nos obliga a compartir la faceta más horrorosa de su criatura. Y después de todo eso, es válido preguntar cómo o por qué Dixon encuentra el camino de la redención, dejando de lado sus mañas y ayudando a Mildred a encontrar al asesino.

4.

Cuando el villano se convierte en chico bueno, McDonagh recurre a una sola escena tan cómoda como ridícula: un personaje que muere repentinamente le deja una carta a Dixon y le dice que lo entiende, que en realidad no es malo, que sufrió por quedarse sin padre y tener que cuidar a su madre solo. Es un momento que obstruye cualquier posibilidad de reacción libre por parte de los espectadores, señalándonos cómo debemos entender a los personajes y cómo sentirnos por ellos.

La misma escena se sigue regodeando con un tono que parece hasta paródico: “El odio nunca resuelve nada” dice la voz en off de la carta, mientras el montaje abandona a Dixon y muestra a Mildred prendiendo fuego la central de policía. ¿Puede volverse más obvio todo? Sí, cuando la protagonista encuentra a un ciervo caminando por la ruta y le empieza a contar sus penas. En ese momento podemos entender que la carta fantasma no está dirigida a Dixon sino a nosotros y que el animal hecho con efectos especiales no es otra cosa que una burda representación de los espectadores.

5.

La transformación de Dixon aparece como consecuencia de una carta donde le dicen qué tiene que hacer. Él va a obedecer sin ningún tipo de duda y el filme espera lo mismo de su audiencia. La dirección y el guion de McDonagh van a buscar disciplinarnos para responder a sus juegos dramáticos. Si la cámara se apega a Dixon, será para hacernos sentir mal porque él está sólo en el bar y en el fondo del plano hay gente que comparte mesa con amigos.

 El reduccionismo dramático y lineal de la película (un policía es racista porque tiene una madre abusiva) no puede ser otra cosa que contradictorio con su tema. Tres anuncios por un crimen es parte un western de gente que lucha por el poder en un pueblo y parte un policial sobre un asesinato, pero está exento de misterio. Mientras los personajes pelean por descubrir la verdad, los fines y efectos calculados de la película están completamente a la vista.

6.

Un capítulo aparte merece la representación de la violencia, problemática a repensar en todo el cine contemporáneo. El filme de McDonagh se mueve en dos senderos: quiere decir algo sobre el estado sanguinario del mundo, pero no encuentra otra forma de hacerlo que reproduciendo esa violencia. La cámara no duda en espiar las fotos de una chica violada y prendida fuego, del mismo modo en que se contenta con observar un suicidio. Y así, lo que parece volver provocadora a la película no hace más que sellar su corazón conservador. Es que en el fondo, Tres anuncios por un crimen dejó de preguntarse por qué es válido mostrar ciertas cosas. Y el cine, en el mejor de los casos, implica un criterio sobre lo que queda fuera de cuadro. En la candidata al Oscar no existe semejante sutileza.

Los muñecos de plástico no dicen «te quiero»

Un nuevo año, un Woody Allen de estreno: La rueda de la maravilla, el filme más reciente del director neoyorquino, une a Kate Winslet y Justin Timberlake en una puesta en escena artificial donde todo parece falso e histriónico.

wonder-wheel-3840x2400-kate-winslet-4k-15886La Rueda de la Maravilla (2017), Woody Allen

 Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada originalmente el 8/1/2018 en La Nueva Mañana

 

Son los años 50, afuera hace calor y las personas actúan como si no estuvieran tristes. Pero La rueda de la maravilla comienza con uno de sus momentos más honestos. Justin Timberlake convertido en un salvavidas, maya de cuerpo entero apretada y pelo pegoteado en gel, mira directo a los espectadores. “Al ser un dramaturgo, me gustan el melodrama y los personajes más grandes que la vida”, dice con entusiasmo. Y lo que sigue en el nuevo filme de Woody Allen es más o menos eso: una clásica historia de deseo truncado teñida de tragedia y emociones exageradas.

En el parque neoyorquino de Coney Island vive Ginny (Kate Winslet), una mujer frustrada que pasa el verano limpiando mesas en un bar, peleando con su marido violento y evitando que su hijo piromaníaco prenda fuego la ciudad. Algo de su vida podría cambiar cuando empieza un romance oculto con Mickey (Timberlake), personaje que asume el primer guiño meta-ficcional de la película. Su voz en off y sus monólogos ante la cámara lo convierten en un narrador que a veces es omnisciente, en otros momentos participe y sobre la mitad desaparece y deja que el registro de Allen se encargue de avanzar la historia, desnudando la inconsistencia del recurso narrativo. Pero cuando Mickey anuncia los personajes y la historia sin disimular su carácter ficcional, La Rueda de la Maravilla pone al frente su eje dramático: es la tragedia de personas insatisfechas que se convierten en actores de sus propias vidas.

La puesta en escena del filme es, en ese sentido, insólitamente expresionista para Allen aunque acorde a lo que sucede a sus personajes. Se trata de un juego de filmaciones coreografiadas donde los protagonistas entran al plano de manera calculada, como si fueran actores moviéndose desde las bambalinas invisibles hacia el centro de un escenario teatral. Lo que vemos ahí es puro artificio: un espectáculo de luces esquizofrénicas transforman el parque de diversiones en un recurso expresivo de la fotografía.  El brillo que se desprende de la rueda de la fortuna inunda la imagen y cae sobre el rostro melancólico de Kate Winslet, mientras la relación entre las siluetas y el fondo hace ver a todos los personajes como figuritas pegadas a la fuerza sobre un álbum viejo.

Incluso los efectos especiales hechos en croma se ven tan falsos que uno se pregunta si están mal realizados o si fue una decisión estética adrede. La rueda de la maravilla, con su apariencia artificial, hace del espacio cinematográfico una casa de muñecas de plástico diseñada para personajes que sueñan con ser actores o poetas. Lo que les toca interpretar es, mal que les pese, un libreto en el que no creen: el de una vida tan forzada y armada como los sets y puestas de cámara que diseñan Woody Allen y sus colaboradores.

Esa conjugación entre contenido y forma da lugar a pasajes interesantes, pero la película nunca termina de soltarse de un guión lleno de obviedades. En el fondo, La rueda de las maravillas responde al principio dramático de Mickey, el salvavidas que entiende que la poesía es mejor cuanto más grande y desbordada sea. Es una regla que desconoce las sutilezas y apuesta al subrayado, al griterío constante y a las declaraciones neuróticas incesantes; un código que podría funcionar si el filme no utilizara a los personajes para explicar sus propias intenciones. Hasta la pobre Kate Winslet, que lucha por lograr alguna verdad emocional en medio de tanto armado, queda envuelta en diálogos previsibles.

Que la película esté ambientada en los ’50 responde a una marca que se reitera en varias películas recientes de Allen. La época dorada de Hollywood en Café Society y la Francia de los ’20 en Magia a la luz de la luna son algunos de los ejemplos que parecen dotar a sus filmes de cierta nostalgia, lo cual no deja de señalar cuan anticuadas pueden ser verdaderamente. Como su protagonista soñador de Medianoche en París, Woody Allen se aferra a un tiempo pasado donde el universo sigue siendo ese lugar en el que se mueve cómodamente. Pero en La rueda de la maravilla todo parece sin vida. No importa qué tan alto sigan gritando sus criaturas confundidas: ya entendimos que estamos atrapados en sus casitas de plástico donde nada es verdadero.

Las calientes

Nicole Kidman y un grupo de chicas se ratonean con Colin Farrell en El seductor, la película más reciente de Sofía Coppola. Utilizando la Guerra Civil estadounidense como telón de fondo, el filme crea un relato de época que desdibuja la Historia y mira el deseo y la soledad  en un mundo de mujeres.

the-beguiled-movie-image-sofia-coppola-7The Beguiled (2017), de Sofía Coppola

 

Por Iván Zgaib

*Esta nota fue publicada originalmente el 23/10/2017 en La Nueva Mañana

 

Todas sueñan con escapar algún día; Nicole Kidman, Elle Fanning y Kirsten Dunst. Sus vidas transcurren dentro de una escuela remota donde las chicas sureñas aprenden y enseñan a ser mujercitas: hablar en francés por la mañana, recolectar hongos salvajes por la tarde, usar vestidos de fiesta en la noche de Navidad y ser elegantes en la mesa sin reírse demasiado. El mundo externo está en problemas por la Guerra Civil que enfrenta al sur y al norte de Estados Unidos, pero ese presente es tan distante como si aconteciera en otro plano de la realidad. La escuela, una suerte de dimensión paralela habitada sólo por mujeres blancas, se desborda cuando el afuera adquiere un cuerpo concreto: un soldado enemigo aparece golpeado ante sus puertas.

Así arranca El seductor, el filme de Sofía Coppola premiado en la última edición del Festival de Cannes. La película, que se estrena en salas este jueves, hace confluir distintos autores que dialogan y discuten entre sí: una novela original escrita por Thomas P. Cullinan en 1966 y otra adaptación cinematográfica dirigida por Don Siegel en 1971. Pero la versión de Coppola se apropia de los elementos precedentes y los hace jugar a su antojo, poniendo en escena las virtudes y debilidades que ya estaban presentes en el resto de su filmografía. En ese sentido, El seductor podría ser la pequeña criatura que nació de la unión entre Las vírgenes suicidas (1999) y María Antonieta (2006), encarnando un retrato de época que mira la burbuja asfixiante donde las mujeres se hunden en la soledad y el aislamiento.

Ese es, en algún punto, el eje fundamental que trama la poética del filme: una apuesta estética que pone la cámara sobre los límites espaciales de la escuela y reduce nuestra experiencia a la percepción obstruida de sus habitantes. En una de las escenas más logradas, Nicole Kidman recibe la visita fugaz de unos soldados sureños, pero los atiende sin abrir las rejas. Coppola se detiene a filmar al personaje desde adentro y evita moverse para no mezclar su punto de vista con el de los hombres. Ese mismo pasaje incluye un montaje paralelo de las estudiantes, que observan la situación refugiadas en la casa, mediadas por una ventana que marca la posición de la cámara. Hay entonces un procedimiento formal que se reitera de manera coherente y constante: la perspectiva del filme se funde con la de sus protagonistas femeninas. Las pocas veces que vemos algo más allá la escuela es para observar a las mujeres tapadas por los barrotes de la puerta, como si estuvieran encerradas adentro de una jaula vieja.

El pilar que sostiene la película es, para bien o para mal, un arma de doble filo que permite pensar tanto los hallazgos de Coppola como sus decisiones cuestionables. En el costado más interesante, la mirada del filme supone un giro político con respecto a la versión de Siegel, donde nuestro acceso al mundo estaba filtrado por el soldado herido. Ahí, la visión masculina y machista representaba a las mujeres como criaturas de apariencia suave que ocultaban un espíritu castrador. La propuesta de Coppola viene a discutir esa mirada para generar una aproximación más humana, haciendo foco en la empatía. Aisladas del resto del mundo, las mujeres se vuelven víctimas de su soledad, con algunas contradicciones, pero llenas de esperanzas, ilusiones y generosidades.

La contracara a esta operación es el borramiento de las condiciones históricas y sociales donde se ubican las protagonistas. Acá, Coppola vuelve a hacer algo semejante a lo que ensayaba en María Antonieta, donde la Historia de un país se volvía una mera excusa para retratar las chicas cansadas y alienadas que caracterizan toda su obra. En El seductor, la Guerra Civil se pone de manifiesto implícitamente dentro de la escuela, pero la posición social privilegiada que tienen las mujeres es un rasgo casi imperceptible. La adaptación filmada por Siegel, contrariamente, incluía el personaje de una esclava negra que tensionaba la posición social de las estudiantes y profesoras.  Pero Coppola la borra de su filme, haciendo que su perspectiva encuentre los mismos límites que tienen sus mujeres enfrascadas.

Aquel encierro solitario es, se supone, apenas un elemento de los que construyen el drama en El seductor. Cuando las protagonistas deciden hospedar al soldado enemigo que interpreta Colin Farrell, la presencia masculina (una expresión del mundo extraño y exterior) desordena el equilibrio de la escuela. El deseo sexual contenido, ahora en camino a liberarse, es otro de los temas que Coppola trabaja y que paradójicamente no logra plasmar con la misma gracia que demuestra para filmar el aislamiento. Un ejemplo claro quizás sea el momento donde Kidman se excita imprevistamente mientras baña el cuerpo desnudo del soldado; una escena graciosa y reveladora que se sostiene más por la actuación de la estrella que por el ojo de la directora. Cuando esto sucede, Coppola filma el cuerpo de Farrell de manera fragmentada y con la precisión fría que utilizaría un cirujano para estudiar a su paciente. Ese registro mecánico y previsible, lleno de contra-planos y tomas efímeras, es un rasgo que se extiende a la totalidad del filme y que le otorga una sensación de frigidez anti-climática. Así, la mirada de Coppola pierde de vista la pulsión vital que las mujeres descubren a lo largo de la película. Ese es, después de todo, el arma más potente para combatir el encierro.

Elogio al desamor («Un bello sol interior»)

Juliette Binoche pone el cuerpo a la desesperación amorosa en Un bello sol interior, la comedia anti-romántica dirigida por Claire Denis. Lejos de sus exploraciones anteriores, la realizadora francesa retoma un libro de Roland Barthes para distorsionar las reglas que suelen regir las comedias del amor.

un-beau-soleil-interieur-de-claire-denis-photo-3.jpgUn beau soleil intérieur (2017), de Claire Denis

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada originalmente el 9/10/2017 en La Nueva Mañana

 

Entre el título new age y el trailer mecanizado, uno podría asumir que el nuevo filme de Claire Denis fue abducido por algún ente misterioso que se llevó su personalidad. Una imagen de la Torre Eiffel lanzando sus destellos de promesas amorosas pareciera adelantar ideas recicladas, postales turísticas mezcladas con una trama afrancesada de desventuras románticas que encabeza Juliette Binoche, la actriz arquetípica que puede iluminar hasta la película más fría. Pero en el fondo, Un bello sol interior quizás presente una alternativa a esa campaña publicitaria: la directora francesa sumergiéndose en las viejas aguas de la comedia romántica para ir un poco más allá, estirando el brazo hacia alguna zona oscura del discurso amoroso en la pantalla.

Si uno mira para atrás, sería difícil vincular a Claire Denis con las fórmulas gastadas de cierto cine en cartelera. Después de asistir a directores rebeldes como Jim Jarmusch y Wim Wenders, la francesa lanzó una obra tan ecléctica como singular, con atisbos de su personalidad que se perciben aun entre sus filmes más distintos. Desde fines de los ’80, la atención de su cámara mostró una debilidad por los cuerpos, concebidos como territorios que podían transitarse con fines dramáticos y sensoriales. Ese es el eje común que trama su filmografía, con películas que observan las huellas del colonialismo europeo (la sensualidad de los cuerpos masculinos en un grupo de soldados que entrenan para una guerra inexistente en Bella Tarea), los dramas intimistas (la contemplación poética de las relaciones interraciales y generacionales en 35 Rhums, o el encuentro entre unos desconocidos narrado a través de sus cuerpos en Vendredi Soir) y la reapropiación de géneros clásicos (el terror en los cuerpos insaciables de Sangre Caníbal o el policial en las marcas que deja la violencia de Les Salauds).

Un bello sol interior es casi una rareza en la carrera de Claire Denis; un coqueteo con la comedia romántica que no se rinde a sus convenciones, pero que se corre a un costado del interés exclusivo sobre la carne humana y desciende por el pozo ciego de las obsesiones afectivas que angustian a su protagonista. Recuperando el ensayo Fragmentos del discurso amoroso, el filme se alimenta de la prosa desesperada de Roland Barthes para seguir a Isabelle, una artista recientemente divorciada que está empecinada en encontrar el amor verdadero. En medio de esa odisea, el histrionismo de Juliette Binoche queda al servicio de un personaje sin filtro, evocando la angustia aplastante del joven Werther y la tragicomedia patética y encantadora de Delphine en la rohmeriana El rayo verde.

La Isabelle de Binoche está tan desconectada de su propio cuerpo que la vemos algo aburrida y pensativa mientras tiene sexo con su amante, un banquero perverso que no puede responder a sus necesidades. Ese rasgo cerebral de Isabelle (con el que analiza sin descanso cada una de sus relaciones) es el que arrastra la película hacia un terreno neurótico y verborrágico hasta ahora desconocido en el trabajo de Denis. La atención sobre la corporalidad es reformulada acá por la centralidad de los gestos, donde los ojos brillosos de Binoche combinan una sensación de esperanza y desilusión que se desparraman como lágrimas sobre los primeros planos de la película. Lo que se vuelve fundamental entonces es el juego entre las palabras y el cuerpo: cómo el rostro de Isabelle reacciona ante las declaraciones de sus amantes y cómo ella traduce sus sentimientos en palabras.

En ese camino, Un bello sol interior va rompiendo disimuladamente los moldes de la comedia romántica. Que el foco no esté puesto en una pareja ni en los enredos amorosos de varios personajes quiebra la estructura clásica del género y la impregna con la búsqueda casi caprichosa por encontrar una pareja ideal. El desfile de hombres (que entran y desaparecen del cuadro y de la historia sin aviso) pone en jaque la figura de un único amor para la protagonista. Es esa presencia masculina transitoria la que va habilitando una narración donde los grandes momentos dramáticos y su concatenación perfecta son abandonados. A cambio tenemos un relato en forma de viñetas; como una sucesión episódica más o menos desorganizada, llena de elipsis y anécdotas.

El amor, en vez de mostrarse como una emoción concreta o compartida, se desdibuja como un ideal abstracto que Isabelle persigue; por eso la importancia de la subjetividad, que se expresa en encuadres donde vemos a los hombres como si fuéramos la protagonista, una apuesta formal para ubicarnos desde su perspectiva. En otros pasajes, Denis decide correrse de aquel lugar y filmar desde afuera el desencuentro: el detalle de las manos de un hombre y una mujer que no se tocan después de su cita, el vacío entre dos personas recorrido por una cámara flotante, el contra-plano de dos amantes que se enlaza de manera desorientadora, como si sus miradas no se correspondieran.

Entre la mirada de la realizadora y la de su protagonista, ese juego de distancias y proximidades encuentra obstáculos que lo dejan a mitad de camino ¿hasta qué punto se desmitifica la obsesión de Isabelle y hasta qué punto la película queda atrapada en ella? A pesar de sus hallazgos, el filme suele hundirse en redundancias, donde los monólogos obstinados de Isabelle parecen comerse el ojo astuto de la directora. En sus mejores momentos, las decisiones de Denis funcionan como un comentario doble: sobre la asfixia del ideal amoroso y del género romántico formateado. Intensión liberadora que culmina en el final, donde la secuencia de títulos se imprime sobre un encuentro conmovedor. Y la película se despide sin subrayados dramáticos, como si continuara con el ritmo de la vida, más allá de la pantalla.

 

El colonialismo, la espera y todo lo demás («Zama»)

Nueve años después de su última película, Lucrecia Martel regresa con Zama, una adaptación de la novela de Antonio di Benedetto. Al girar la atención hacia el siglo XVIII, la mítica directora salteña ofrece una mirada sensitiva en torno al colonialismo y la angustia personal, con ecos en el presente argentino.

37352-zama__1_-h_2017Zama (2017), de Lucrecia Martel

 

 Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada originalmente el 2/10/2017 en La Nueva Mañana

 

Pensé en comenzar esta nota con alguna frase tan celebratoria como ridícula: “Lucrecia Martel vino a salvarnos a todos”. Pero enseguida entendí que semejante idea mesiánica sería muy simplista para la lucidez cinematográfica y política que la directora ha demostrado en sus películas. ¿Cómo empezar a escribir sobre el primer trabajo filmado por Martel en nueve años? Desde La Ciénaga (2001), su ópera prima, la realizadora salteña devolvió una mirada profunda acerca de la Argentina, concebida como una orquesta poética que mezclaba dosis de horror seductor y realismo misterioso. Entre Graciela Borges arrastrándose como un zombie decadente y María Onetto perdiendo la cabeza, los conflictos y malestares de clases sociales eran objeto de tensión dramática. Los mundos de Martel, llenos de criaturas que intentan ordenarlo todo, nos sumergían en una dimensión desconocida de lo cotidiano; la violencia, la culpa y el deseo se movían como espíritus revoltosos que buscaban alguna vía para liberarse.

En el transcurso de nueve años, Martel parece haber encontrado su compañero ideal en Antonio di Benedetto, el escritor de Zama: novela elíptica llena de una angustia contenida, como el tic-tac de una bomba que no se detiene hasta volver loca a la pobre víctima que espera. En su adaptación cinematográfica, Martel viaja al siglo XVIII para seguir a Don Diego de Zama, un oficial del imperio español que intenta ser trasladado de Paraguay para reunirse con su familia. El obstáculo en la historia: hacer buena letra para que nada ponga en crisis este anhelo. En el caso de Martel los desafíos son diferentes: ¿cómo reformular desde el cine la narración literaria en primera persona que construye di Benedetto?

En Zama, la película, la angustia causada por la confusión y la espera se canaliza a través de la plasticidad cinematográfica. El aislamiento del protagonista se conjuga con encuadres que dejan afuera parte de los cuerpos, las acciones y las cabezas, dislocando al sujeto de un entorno que no puede controlar. En una de las escenas, Martel observa cómo un grupo de mujeres bañan a Zama, pero de ellas sólo vemos sus brazos; mientras él, oscilando entre la realidad tangible y los mundos de su cabeza, se comunica con el fantasma de su esposa.  Esta apuesta formal enigmática se replica en el paisaje sonoro, con voces que se desarman y se pierden paulatinamente como si nos ubicara en otro plano de la realidad.

El recorrido en Zama es de un enrarecimiento progresivo, con una primera parte que parece lo más clásico que Martel haya hecho hasta el momento y un avance que se va despegando de lo estrictamente narrativo. Cuando un niño le habla al protagonista desde la cima de una silla, su declaración en tono profético es acompañada por un zumbido punzante. Ahí, el filme comienza  a abrirse por un agujero negro que nos empuja más allá del naturalismo, entre la ensoñación y la pesadilla. Más adelante veremos cortes abruptos de montaje que rasguñan la pantalla con violencia, abandonando las acciones antes de que terminen. Se trata de operaciones que van desarticulando la lógica causal de la narración hasta entregarse al mundo onírico. En tanto Zama se pierde a sí mismo, la película da forma a un estado-en-trance; la puesta en escena como un sueño febril en tiempos de colonialismo.

El género del drama histórico, donde este filme podría pensarse cautelosamente, suele preocuparse por la construcción de un universo diegético verosímil, con detalles decorativos como vestimentas, escenarios y objetos que intentan ser fieles al pasado. Pero el ojo de Martel cala más profundo con una atención casi antropológica. En Zama hay una observación sobre las relaciones de poder entre colonizadores y colonizados, hecha en base a gestos, héxis corporales, prácticas cotidianas, distancias y proximidades espaciales. Hay una suerte de inventario sobre las condiciones sociales del universo colonial que encuentra su forma cinematográfica: varios de los encuadres se construyen a partir del lugar que ocupan los cuerpos en el espacio y un mismo plano puede utilizar la profundidad de campo para contener diferentes situaciones simultáneas. Si bien Zama conversa con las personas allegadas a la realeza, en el fondo vemos pobladores originarios que arrastran botes y carretas, bañan caballos y ventilan a hombres y mujeres privilegiados. Un esclavo negro puede aparecer en el fondo del encuadre, pero el quejido de la soga que tira para refrescar a la realeza está adelante, recordándonos su lugar en aquella sala.

Esa relación con el pasado aparentemente remoto no es completamente nueva en el cine argentino reciente. En El Movimiento (2015), Naishtat volvía al siglo XIX para hacer un western parecido a una alegoría del peronismo, mientras en Jauja (2014), Alonso decidía mirar a unos colonizadores perdidos en un paisaje que no les era propio. En contraste, Martel filma a los grupos dominados con una dignidad que se perdía de vista en el filme de Naishtat y logra conjugar una materialidad algo difusa en el trabajo de Alonso: Zama demuestra tanto un juego cinematográfico para aproximarse sensitivamente al mundo como un registro de las condiciones sociales, que no son telón de fondo sino la materia espesa donde se cocinan los dramas del protagonista.

 Prueba de la mirada de lince de Martel es el escenario del presente argentino. Hace unos días el Senado prorrogó la ley que suspende los desalojos a los pueblos originarios; una discusión que parecería aislada si ignoramos la desaparición forzada de Santiago Maldonado y la campaña mediática que se lanzó a estigmatizar las luchas aborígenes. El paso de Zama por la cartelera señala un pasado que no está clausurado. Quizás Martel no vino a salvarnos a todos, pero sí a compartir una forma de mirar que ningún cineasta argentino había mostrado hasta ahora.

Una heroína sin vergüenza («Alanis»)

Anahí Berneri estrena Alanis, un retrato cinematográfico donde Sofía Gala hace de madre soltera y trabajadora sexual. Desde una puesta en escena resquebrajada y amorosa, la poética de la directora argentina encuentra una función ética y política para mirar a las mujeres.

AlanisAlanis (2017), de Anahí Berneri

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada originalmente el 25/09/2017 en La Nueva Mañana

Alanis está recostada sobre la cama con la delicadeza de una antigua diosa griega. Pero hay, en esa efímera imagen, una forma de sensualidad rebelde que se niega a quedar atrapada en los confines de la mirada masculina; con un brazo la vemos amamantar a su bebé y con el otro sostiene su celular, un canal de conexión directa a sus clientes. Entre el trabajo, la maternidad y el deseo; así empieza a tramarse la mirada multifacética de Anahí Berneri sobre Alanis, su nueva película. Si aquel plano era apenas un primer atisbo, el resto de la propuesta visual del filme continuará develando que, más allá de la historia, hay una operación subyacente para construir imágenes diferentes de la mujer. Se trata de un ejercicio que podría ubicar la película en medio del campo de batalla de Ni Una Menos: un movimiento cuyo planteo de fondo, vale recordar, no se reduce al repudio contra los femicidios, sino que se expande para cuestionar la cultura que engendra (o mal-educa) la violencia de género. ¿Y qué puede ser el cine sino un dispositivo técnico para crear modos de acceder al mundo, como un cúmulo de imágenes que aporta visiones y participa activamente en el imaginario colectivo? Algo de eso podría venir a discutir Alanis, un retrato ficcional de una joven que es mujer, madre soltera y trabajadora sexual, interpretada por Sofía Gala.

  El disparador narrativo de la película sucede en los primeros minutos, cuando la protagonista recibe la visita de dos policías que se hacen pasar por clientes y terminan clausurando el departamento donde ella vive y trabaja. Acá, la cámara compone un solo plano en dos partes. De un lado, Alanis apoyada sobre la puerta, sin compartir el cuadro con los hombres; del otro, el espejo desdobla a la protagonista y la reúne con la expresión más monstruosa de la policía. El punto de vista establecido en este momento expresa una coherencia que no se diluye: como espectadores nunca vemos a Alanis desde la perspectiva de sus clientes ni de los fríos e insulsos soldados de la burocracia. Así es como Berneri nos pone en un lugar específico para mirar a esta madre trabajadora: la amabilidad y el respeto antes que la explotación y la compasión paternalista.

   En ese sentido, las decisiones de la puesta en escena no son disimuladas. Hay un montaje interno que se vale de objetos para fragmentar los planos y expresar la distancia entre la protagonista y una parte de su entorno: a lo largo de Alanis vemos espejos, vidrieras y barandas de escaleras que resquebrajan la visión del encuadre. En tanto la película ofrece una mirada distintiva sobre la mujer, propone también un contra-campo acerca del Estado, de sus asistentes sociales y caballeros de la injusticia. En Alanis hay un oscuro vacío que sugiere cómo las instituciones han perdido el tacto con la realidad y con la vida de las personas.

   La posición de la cámara, usualmente ubicada por debajo de la estatura de las personas, construye encuadres que se extienden en el tiempo y cuyo ritmo está marcado por el desplazamiento de los actores. Que los rostros queden momentáneamente fuera del campo visual genera una atención sobre la corporalidad femenina, donde las curvas y las caderas en primer plano trazan una imagen en distintos sentidos. Dramáticamente, enfatizan el cuerpo de Alanis como el motor que alimenta su maternidad (para nutrir a su pequeño hijo) y su trabajo (para responder a las demandas sexuales de sus clientes). Desde un lugar metacinematográfico, los recortes de cámara instituyen una mirada que desacraliza la visión de la corporalidad femenina como objeto, evocando el rol activo en la figura de Sofía Gala (cuyo cuerpo, reconocido por el espectáculo argentino, se escapa de los estándares que exige la fama).

   Para un filme que parece tan alejado del entretenimiento de chimentos, Alanis mantiene un diálogo secreto con aquel universo sombrío. La elección de Sofía Gala no puede pensarse más lejos de la casualidad: ¿quién en Argentina podía encarnar a una trabajadora sexual sin culpa sino la chica que nació en el corazón de la farándula, que creció frente a las cámaras eligiendo desconocer la vergüenza por sus declaraciones espontáneas y su pulsión sexual liberada? Que el bebé de la ficción sea interpretado por el hijo real de la actriz insinúa cuánto de Sofía Gala hay en Alanis, donde su puesta-en-cuerpo resulta en una práctica que se acerca al personaje: hacer de la intimidad (corporal, personal) un arma de supervivencia. Por estas coincidencias, la creación de Berneri se libera de un guion hermético, abriéndose hacia a una colaboración descarnada con su actriz. Es un acto que deconstruye la figura de Sofía Gala como una imagen-del-espectáculo para restituirla en un plano ficcional donde su personalidad no desaparece, pero se resignifica en otro contexto.

    A lo largo de este recorrido, Alanis deberá enfrentar un mundo que insiste en hacerla a un lado. Pero más allá de cierta angustia, el filme respira con pasajes que están llenos de ternura: la protagonista sonríe mientras empuja el carro de su bebé por el parque, se saca selfies con su hijo o juegan juntos frente al espejo. El filme de Berneri podría insertarse en una línea del cine que busca crear imágenes para restaurar la dignidad de los sujetos devorados por el discurso hegemónico. Acá, la puesta en escena configura una mirada cuyo valor es tanto poético como ético y político. ¿Quién podría juzgar a Alanis después de ver la película? Esta semana, la superheroína en la cartelera del cine no es Charlize Theron en Atómica. Es Sofía Gala poniendo el cuerpo para Alanis.

               

Sueño invernal de una enamorada («Hermia & Helena»)

 Hermia & Helena, el film más reciente del argentino Matías Piñeiro, recupera una vieja comedia shakesperiana para construir un relato libre, lúdico y contemporáneo acerca del deseo y los afectos. Se verá hasta el miércoles en el Cineclub Municipal Hugo del Carril.

helenaandhermia3-1600x900-c-defaultHermia & Helena (2016), de Matías Piñeiro

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada originalmente el 19/09/2017 en La Nueva Mañana

 

Shakespeare se pasea a la manera de un fantasma en el último film de Matías Piñeiro. En Hermia & Helena, el dramaturgo es tan omnipresente en la cultura occidental como en la vida de Camila, una becaria argentina que viaja a Nueva York para traducir Sueño de una noche de verano. Así, uno podría pensar en Piñeiro como uno de los duendes que embruja a los jóvenes enamorados de aquella comedia; es decir, como una suerte de titiritero invisible que mueve los hilos emocionales de sus personajes y que invoca al dramaturgo inglés para alimentarse de su energía. En ese espíritu, Hermia & Helena es la cuarta película donde el director argentino recupera las comedias de Shakespeare desde una mirada contemporánea. Pero lejos de perderse en un ejercicio nostálgico, su trabajo propone una exploración que entiende la obra del británico como un arsenal del que puede apropiarse para reinventarlo a los fines de su propia poética.

En ese universo de narraciones intertextuales y digresiones pasionales, la vida de Camila es filmada como una serie de estados en proceso: el deseo, el trabajo, el amor y el lenguaje; todos quedan registrados como palpitaciones internas de las imágenes y sonidos que pueden cambiar repentinamente. El fundido encadenado que enlaza ciertas escenas viene a captar ese estado de transformación; el de un elemento que pierde su apariencia para adoptar otra. Las calles primaverales de Buenos Aires, llenas de caminantes con pieles descubiertas y plantas florecidas moviéndose con la brisa del viento, se desintegran bajo la sombra de los puentes gigantescos de Nueva York, sus cielos grises y nublados y sus parques cubiertos por mantos de nieve que esconden el suelo seco.

Mientras la heroína del film intenta traducir a Shakespeare, las problemáticas del lenguaje se incorporan en la forma narrativa de la película. Hermia & Helena presenta un mundo de símbolos mutantes que se desplazan  o reemplazan unos a otros: Camila como becaria en lugar de su amiga Carmen, Nueva York por encima de Buenos Aires, un nuevo amor en vez de otro viejo, el inglés fundido con el español y el presente conjugado con el pasado. “Se cambiaron los papeles de la historia”, dice uno de los textos de Shakespeare que se superpone sobre la imagen mientras Camila duerme, como si sus sueños más profundos se volvieran corpóreos: “Apolo huye y Daphne le da caza. La paloma persigue al palomo, la tierna cierva se apresura en atrapar al tigre”.

A través de estos juegos cambiantes, el film de Piñeiro se convierte en un acto de traducción en sí mismo. Se trata, en algún punto, de una búsqueda lúdica por encontrar formas cinematográficas que expresen las emociones volátiles de su protagonista. Esa respuesta puede estar en los textos de Shakespeare que se imprimen sobre los planos, en un cortometraje en blanco y negro que de repente interrumpe la narración, o en una escena donde el color de la imagen adquiere el aspecto de un negativo fotográfico, asemejando la película a un mundo onírico plagado de criaturas enamoradas bajo tormentas de nieve y deseos confusos. Con esta forma narrativa fracturada, Hermia & Helena introduce flashbacks que resultan inesperados y motivaciones dramáticas que terminan por torcer los caminos de la película. Hay, en ese sentido, un hallazgo de Piñeiro que se mueve sobre una línea delgada: un entramado finamente calculado que no da la impresión de hermetismo sino que, por el contrario, parece abrazar la libertad. Como el estado interior de sus personajes, Hermia & Helena fluye con delicadeza.

A diferencia de Viola, uno de los films shakesperianos donde Piñeiro se concentraba en los primeros planos de sus actrices, la película más reciente abre los encuadres para dejar ingresar el entorno de los personajes. En una visión panorámica, la cámara se desplaza de punta a punta  en un parque y cambia la atención entre dos personajes que se buscan y no se encuentran. Con esta apertura se habilitan encuadres donde el registro de Nueva York se aleja del cliché turístico e inyecta en las imágenes una pulsión palpable de lo real: los personajes de ficción se mueven con el ritmo de la ciudad, sus habitantes y su clima.

Hay algo del descubrimiento de lo real en Hermia & Helena que está, finalmente, en las actuaciones. Agustina Muñoz, que interpreta a Camila, sostiene los planos largos con la misma naturalidad con que filma su director. Casi sobre el final, cuando la protagonista se reúne con un familiar que nunca había conocido, la actriz carga en su rostro la tensión dramática de la escena: la voz en fuera de campo de la otra persona insinúa una distancia, y Muñoz dibuja con sutileza una expresión que mezcla el terror y la desilusión más aplastante con sonrisas ligeras y encantadoras. Con esa verdad cinematográfica entre manos, Hermia & Helena nos sugiere que sus autores no han sido poseídos por el fantasma de Shakespeare. Todos ellos lo han poseído a él. Su universo ahora se ve con nuevos ojos.

 

 

 

En busca de la esperanza: apuntes sobre Kaurismäki y el mundo que nos toca («El otro lado de la esperanza»)

El otro lado de la esperanza, la nueva película de Aki Kaurismäki, llega a la cartelera comercial como una suerte de milagro cinematográfico: poético, cómico y político, el filme más reciente del director finlandés mira la crisis social y económica europea con una sensibilidad poco habitual en el cine contemporáneo.

vlcsnap-2017-08-04-20h31m02s506 The Other Side of Hope (2017), de Aki Kaurismäki

Por Iván Zgaib

*Esta nota fue publicada originalmente el 03/08/2017 en Hoy Día Córdoba

 

Khaled se asoma por encima de una tumba de carbón: sale desde adentro de esta montaña rocosa, como un héroe que vuelve a la vida después de haber sorteado una odisea tremenda. Un plano de sus pies sucios bajo la ducha, con el agua arrastrando la mugre fósil sobre los azulejos brillosos hasta las alcantarillas, impregna la pantalla como un relámpago: en apenas unos segundos, ilumina la travesía violenta de este refugiado sirio que llega a Finlandia buscando asilo. Esa es la marca que carga un inmigrante de Medio Oriente abriéndose paso por el corazón de Europa sin pedir permiso. Misteriosa y casi sin palabras, así comienza El otro lado de la esperanza, la nueva película del finlandés Aki Kaurismäki.

Ahí, la historia de Khaled tiene su contraparte: Wikström, un viejo cincuentón, deja a su mujer y su trabajo para abrir un restaurante. A través del encuentro azaroso de estos dos personajes, Kaurismäki construye un filme que es a la vez poético y político, esbozándose en las pantallas de los cines como una fotografía de la Europa contemporánea. En la película hay skinheads decadentes que se pasean por las calles oscuras mientras rompen botellas de alcohol para demostrar su hombría; hay empleados públicos decrépitos que siempre mantienen su corazón escarchado y una economía en terapia intensiva que se cae a pedazos.

¿Cómo filmar el caos desesperanzador del presente histórico? podría ser la pregunta estética y política que subyace al filme, y la respuesta de Kaurismäki vuelve a demostrar que es un visionario sensible para manejar la puesta en escena. Sobre el inicio de la película, por ejemplo, la desilusión de una vieja pareja se expresa con una admirable economía visual; empieza con Wikström armando una valija y termina con un primer plano de su esposa enterrando el anillo de bodas en un cenicero lleno de cigarrillos muertos y promesas rotas. Son dos minutos donde se presenta a los personajes y su situación dramática sin necesidad de diálogos. Más adelante, cuando Khaled declara su situación en la oficina de inmigración finlandesa, Kaurismäki decide filmarlo en un primer plano frontal de dos minutos. El personaje mira casi directo al lente de la cámara, lo cual nos exige verlo a los ojos mientras relata cómo perdió a su familia. El director nos desafía a darle la cara a su personaje, a reconocerlo en sus vivencias más traumáticas, especialmente cuando la burocracia estatal se niega a aceptarlo en Finlandia.

 Todo esto suena extremadamente serio, pero El otro lado de la esperanza logra sostener un tono de humor que resiste a cualquier expresión solemne. Las actuaciones casi inexpresivas, un clásico en la filmografía de Kaurismäki, vuelven a aparecer y se combinan con una destreza formal que nunca deja la emoción fuera de campo. Ante un mundo oscuro y en ruinas, Kaurismäki responde con un acto opuesto: la confianza y el respeto por sus personajes y la camarería entre ellos lo alejan de cualquier moda del misantropismo y lo vuelve casi subversivo.

 Cuando el director cruza los caminos de sus protagonistas, la película instala una suerte de fantasía política acerca de dos hombres que quieren cambiar sus vidas en un contexto adverso: la única manera de hacerlo será uniendo fuerzas. Se trata de una posición afirmativa y esperanzadora, que no es lo mismo que ingenua. Kaurismäki no evade los horrores del mundo: los filma, pero su visión se niega a ser derrotista. Con El otro lado de la esperanza ha hecho una película de un mérito doble: devuelve la creencia en las relaciones humanas y en la capacidad del cine para mirarnos. Este fin de semana, cuando se muestre el filme, las salas oscuras del país se volverán un refugio mucho más amable.

Chicos cool juegan a enfrentar el capitalismo («Nocturama»)

Esta semana, el Cineclub Municipal estrena Nocturama, filme francés enfocado en un grupo de jóvenes que quiere atentar contra el capitalismo. A la vez fascinante y superficial, la película de Bertrand Bonello abre preguntas acerca de las dificultades del cine para imaginar vías de escape a un capitalismo global que parece inmiscuirse en cada rincón de lo cotidiano.

nocturama_05Nocturama (2016), de Bertrand Bonello

por Iván Zgaib

*Esta nota fue publicada originalmente el 29/06/2017 en Hoy Día Córdoba

 

París no va a ser la postal que solemos ver en el cine. No va a ser la ciudad mágica, con los paseos a orillas del río Sena ni el resplandor de las luces cayendo sobre el rostro de algún enamorado. En Nocturama, el nuevo filme de Bertrand Bonello, la fantasía acerca de la ciudad parisina es deconstruida hasta convertirla en un nido de pesadillas: la imagen inicial que se toma desde un helicóptero, abre el encuadre cada vez más hasta capturar la trama urbana en toda su imponencia. Es una magnitud subrayada que se completa cuando la película comienza a mirar a sus anti-héroes, unos jóvenes que parecen cada vez más diminutos en una ciudad encarnada a imagen y semejanza del capitalismo.

 Sobre ese escenario, el comienzo de Nocturama crea una narración elíptica con texturas oscuras y misteriosas: los protagonistas que se mueven entre distintos puntos de la ciudad sin que sepamos bien a dónde, los pasadizos de un subte que se envuelven en sombras y zumbidos embotellados, los alaridos secos de vehículos y bocinazos que suenan en cada calle. El director sostiene los primeros treinta minutos de película mediante una aproximación formal que compone el universo espacial de París y la relación ambigua entre sus personajes. Pronto descubriremos que estos jóvenes se conocen, están organizados y tienen un plan secreto, ¿pero qué van a hacer?

Nocturama es un filme peculiar por los modos en que (a veces explícitamente y otras veces no) remite al presente histórico. En su primera mitad se sugieren algunos rastros de la crisis económica mundial más reciente, mostrando jóvenes que no tienen futuro ni trabajo y multinacionales que despiden masivamente a sus trabajadores. Y aparece, además, la omnipresencia del terrorismo, un aspecto casi cotidiano en la vida de quienes habitan las grandes ciudades europeas: desde su estreno en Francia en el mes de julio de 2016, a Nocturama le siguieron al menos once atentados en Europa que hacen eco del espíritu epocal que representa. En el caso de este filme, el descontento social se materializa con los protagonistas que deciden explotar bombas en monumentos y zonas emblemáticas de París, como un intento de hacerle frente al capitalismo.

 Cuando la ciudad se prende fuego, Bonello decide jugar con una paradoja tan obvia como ridícula: los rebeldes anti-sistema deciden que el único lugar donde pueden esconderse durante la noche es un shopping. Ahí surgen algunos hallazgos, como los continuos juegos y cambios de perspectiva, que mutan desde un montaje paralelo hacia el registro de una cámara de seguridad que registra (¿vigila?) sin cortes las acciones de cada personaje.  O el pasaje donde la cámara sigue a uno de los chicos hasta que se ve enfrentado con un maniquí que reproduce su apariencia: remera azul de Nike y zapatillas que le hacen juego.

 Este solo momento es un gran ejemplo de lo fascinante que puede llegar a ser Nocturama cuando Bonello trabaja el poder de las imágenes para sugerir y hacer preguntas: ¿cuáles son las posibilidades de forjar una identidad propia en un sistema que (aun rechazándolo) nos bombardea de imágenes-mercancía y deseos estandarizados? Pero hay otra pregunta clave que aparece en Nocturama, o al menos una discusión necesaria que se desprende de la película: ¿qué tanto podemos imaginar formas de enfrentar este sistema capitalista que lo acapara todo? Y es ahí donde el filme de Bonello suele hundirse en una mirada política torpe y vacía.

Las escenas en el shopping se vuelven claves ya que terminan de abandonar la naturaleza evocativa de la primera mitad de la película y descienden hasta dejar en evidencia la falta de ideas que Bonello esconde detrás de sus habilidades estéticas. Así, el desarrollo narrativo expone la superficialidad con que están concebidos los protagonistas: “después de este atentado nada va a ser lo mismo”, dice uno de ellos mientras sus compañeros se pasean por el shopping desierto, juegan con autos a control remoto y se prueban vestimentas de última moda. En una de las decisiones narrativas más irritantes, uno de los rebeldes deja entrar al shopping a dos mendigos como un acto de caridad que (posteriormente) va a costarles la vida.

Qué va a cambiar con el accionar “político” de los protagonistas, parece ser una pregunta que nunca habita la película. La construcción de los personajes queda tan desdibujada que terminan reducidos a la figura de marginales cool; unos “rebeldes sin causa” en el peor de los sentidos que puede adoptar esa etiqueta. Y Nocturama, en el trayecto, llega a mimetizarse con las ideas frívolas de sus criaturas. Es la revolución hípster en bajas calorías.