Reír, coger, gritar: una pequeña etnografía pandémica

Sexo desafortunado o porno loco, del rumano Radu Jude, filma entre los escombros de la pandemia y encuentra preguntas inquietantes: ¿está preparada la humanidad, después de todo, para seguir conviviendo? ¿y qué rol cumple el cine frente a esa realidad? Se estrena en el Cineclub Municipal. 

Bad Luck Banging or Loony Porn (2021), Radu Jude

Por Iván Zgaib

*Esta crítica fue publicada el 25/03/2022 en La Nueva Mañana

Un vaticinio recurrente durante los primeros meses de la pandemia decía que el cine terminaría filmando películas cavernícolas. El futuro iba a ser minimalista: personajes encerrados en los confines de sus hogares, matando las horas con las pantallas de sus celulares o siendo torturados por el zarpazo de sus pensamientos. Un intimismo demasiado cercano como para poder respirar.

 Imaginen entonces la sorpresa cuando Radu Jude filmó contra todos los augurios. El pasaje inaugural de Sexo desaforunado o porno loco transcurre casi completamente en el espacio exterior. Es decir en la calle, cuya extrañeza a veces la asemeja a una galaxia muy muy lejana. 

Las veredas abarrotadas son de Bucarest, donde los ciudadanos emergen de las cenizas que dejó la cuarentena. La mujer que se abre paso entre las multitudes se llama Emi, una profesora de historia. La vemos ir de local en local y por sus eventuales conversaciones (que escuchamos furtivamente, como si fuéramos un vecino apoyando un vaso de vidrio contra la pared), nos enteramos que se prepara para una inquietante batalla: los padres de la escuela donde trabaja convocaron a una reunión. Si todo sale como ellos quieren, van a echarla por la filtración de un video casero donde se la ve cogiendo. 

El hecho de que Jude haya sido uno de los primeros autores en filmar entre los escombros de la pandemia no es más que una curiosidad anecdótica. Lo verdaderamente llamativo es el comportamiento de la cámara para atender al pulso arrítmico de ese presente. Mientras Emi se mueve por la calle, Jude suele mirarla desde la vereda opuesta, como un espía. Estira los bordes de la imagen hasta acumular más elementos y los escanea uno a uno. El nervio óptico se desestabiliza: va hacia los costados, hacia arriba, hacia abajo. Su efecto más extraño es que abandona a la protagonista y se pierde en los detalles del entorno, de tal manera que las jerarquías del registro se trastabillan. El centro dramático deviene márgen y la periferia documental da un paso adelante.

Cuando Emi es relegada fuera del cuadro, lo que resalta es la curiosidad compulsiva de Jude. Su cámara se distrae como un gato: mira una vidriera donde promocionan libros religiosos y luego un cartel que flota sobre el rascacielos de algún gimnasio, mostrando a un hombre con sobredosis de proteínas. De la misma manera, cada vez que cruza la frontera hacia el interior de las farmacias o las cafeterías humeantes, suspende momentáneamente la historia de la protagonista y re-dirige sus energías hacia una observación que roza lo etnográfico: espía conversaciones casuales, choques y encuentros de extraños que funcionan como un raconto de pequeños hábitos culturales. 

Una escena en un supermercado, por ejemplo, registra a dos mujeres que se pelean porque una de ellas tarda mucho tiempo en pasar los productos por la caja. Hay algo del humor social que se filtra allí. Y Jude se encarga de cronicarlo exhaustivamente: filma a las personas como si fueran recipientes cargados de alcohol, proclives a prenderse fuego ante la menor chispa. Pero además, estudia los gestos mínimos que brotan de esos cuerpos: una mujer que permanece con el barbijo puesto cuando no habla y que se lo quita para gritarle a las personas que tiene al lado, incluso cuando otros le advierten que no lo haga. 

Jude se comporta a la manera de los antropólogos que en otra época visitaban tierras extrañas, con el anhelo de comprender a sus poblaciones. Aunque acá se trata de una conducta adaptada al presente. Todo parece estar filmado por alguien que permaneció mucho tiempo encerrado y sale a un mundo que ahora le resulta completamente misterioso. Allí, el gesto documental nace del deseo por capturar un momento único. Disparar la cámara antes que la frágil realidad se desvanezca en el aire. 

Así como los neorrealistas italianos se recostaron sobre los esqueletos que dejó la Segunda Guerra Mundial y los realistas contemporáneos (como Jia Zhangke o Apichatpong Weerasethakul) se pasearon entre los restos de un viejo mundo aplastado por el capitalismo, Radu Jude hace lo suyo con la pandemia. ¿Cómo registrar el regreso de las personas a la calle, al encuentro cercano con los otros, después del confinamiento? Si durante meses anhelamos la piel de un extraño, la voz impredecible de algún desconocido, ¿qué sucede si descubrimos que no estamos preparados para convivir con los otros?

La historia de Emi encaja perfectamente con aquellas preocupaciones. Y ni siquiera se trata de una cuestión meramente temática, sino profundamente formal. Intimidad, anonimato público y (des)encuentro colectivo: todo se encarna en el punto de vista de las imágenes. La escena inicial corresponde al registro en primera persona donde Eli es filmada por su marido mientras cogen. La cámara asume una perspectiva subjetiva, como si nosotros mismos tuviéramos sexo en aquel cuarto. Es una mirada ensimismada que entra en tensión con la óptica distante de las escenas en la calle, donde miramos la realidad desde lejos. Y luego, contrasta con la observación participante de la reunión en la escuela, cuya puesta nos sitúa en el espacio entre las personas. 

Hay un dolor latente durante todos esos pasajes: nos hacen percibir que la convivencia social se resquebraja apenas la recuperamos. Pero Jude procesa el trauma bajo la forma de una comedia absurda. El punto cúlmine: la reunión mojigata de la escuela se convierte en una función del video porno. Entre el escándalo y el ratoneo encubierto, los padres inquisidores son también el fresco estrambótico donde confluyen las pulsiones reaccionarias de Rumania. 

Sexo desenfrenado es un experimento: parte registro documental, parte comedia oscura. Por su estructura conceptual tiende a agotarse antes que cada una de las partes llegue a concluirse. Pero lo que resiste, a pesar de todo, son los momentos donde logra reunir un sinfín de elementos (cámara curiosa, espacios vibrantes, actores amaestrados, imágenes encontradas) que condensan las tensiones del presente. La película de Jude es el grito del cine reclamando su lugar como testigo de la historia. Pero no como un cazador que considera a la realidad su presa, ni tampoco como un iluminado que nos hace mirar al espejo. Sino como un entrenador: alguien que nos hace ejercitar los músculos atrofiados de nuestros sentidos. Sólo así lograremos ver el mundo de otra manera. 

* Sexo desafortunado o porno loco se ve hasta el miércoles 30 de marzo en el Cineclub Municipal.

De hombres y estatuas que se prenden fuego

En Llámame por tu nombre, el director Luca Guadagnino observa una historia de amor desde una mirada que celebra el deseo: es una poética donde los cuerpos y el placer se reivindican sin vergüenza. Se estrena el jueves 12/4 en el Cineclub Municipal Hugo del Carril.

 Call Me By Your Name 12Call Me By Your Name (2017), Luca Guadagnino

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada originalmente el 09/04/2018 en La Nueva Mañana

 

Esto es lo que pasa con Llámame por tu nombre. Uno puede ver la película desde la butaca, envuelto en la oscuridad espesa de la sala, y sentirse en pleno verano. No importa si el proyectorista o alguien más prendió el aire acondicionado; uno va a sudar como si estuviera a orillas de algún río, bajo los rayos calientes del sol. Esas reacciones que ocurren al nivel del cuerpo son un acto reflejo: gran parte de la dirección de Luca Guadagnino se trama por el físico de sus protagonistas; son las reacciones viscerales de sus organismos y sus pieles encendidas las que se convierten en un territorio de narración cinematográfica.

Entonces, la historia va así: el año es 1983 y el lugar es Italia. Un encuentro entre dos hombres desata la tempestad del deseo. Elio, el adolescente de 17 años, conoce a Oliver, el arqueólogo de 24 que llega para trabajar con su padre. Hasta acá, todo parece simple. Pero la mayor parte de los estereotipos sobre historias de verano y despertares sexuales se subvierten para ingresar en una zona exploratoria: si a Elio y Oliver los sacude un brote de atracción imparable, la mirada de Guadagnino va a hacer que el deseo fluya hasta imprimirse en la materialidad de los planos, la luz y los sonidos.

El escenario edénico del campo, por ejemplo, está capturado desde una fotografía luminosa que resalta las pieles brillosas, bañadas por el resplandor del sol. Porque mucho de lo que vemos en Llámame por tu nombre es eso: pieles desnudas que se provocan, que se atraen espontáneamente o se repelen a la fuerza. A esto apunta el padre de Elio cuando observa las estatuas de figuras masculinas helenísticas y dice, de manera un poco obvia: “Es como que te provocan para que los desees”.

Guadagnino encuentra un registro más sutil e inteligente cuando atiende a la sensibilidad de los cuerpos desde la cámara: el derrotero de sangre que corre por la nariz de Elio, el sonido del pis que retumba en medio de una noche silenciosa, el semen desparramado sobre el pecho de Oliver o el jugo pulposo de durazno que se derrama sobre la piel hasta mezclarse con los flujos corporales. Esos son los detalles que apuntan a la visceralidad y la crudeza del deseo. Puede que Elio y Oliver no entiendan completamente por qué se sienten atraídos, pero hay manifestaciones que aparecen de manera inconfundible. Esa es la proeza poética más entrañable del director: lo que a veces no pueden decir sus criaturas lo dicen en cambio sus cuerpos, pegando gritos de placer desvergonzado.

portada-men-x-1356Call Me By Your Name (2017), Luca Guadagnino

Parte de esa atracción está definida por un juego de proximidades y distancias. En la primera mitad del film, cuando Elio y Oliver se resisten a entregarse el uno al otro, Guadagnino utiliza la tensión sexual para componer varios planos: los dos hombres conviven en el mismo campo visual, pero uno de ellos se ve desde cerca y el otro aparece en el fondo de la imagen. Es decir que vemos simultáneamente la separación y la coexistencia; ambas marcadas por el deseo de estar juntos y la imposibilidad de hacerlo. El letargo de la consumación sexual se desarrolla al modo de un suspenso concentrado en la imagen. Entonces la sensualidad se acumula entre los límites del plano, como si en cualquier momento pudieran hacer estallar la pantalla de tanta calentura. Cualquier acto de amor posterior adquiere como resultado una intensidad doble; cuando la cámara se agacha a registrar cómo Elio y Oliver se rozan las manos en público, se trata de  un momento de liberación dramática tan grande como podría ser la escena de un beso.

Llámame por tu nombre, con todas sus virtudes poéticas y expresivas, también avanza a los tropiezos. Por momentos se hunde en subrayados innecesarios, el final prolongado se anuncia más de una vez y la relación de los protagonistas siempre se choca con un obstáculo gastado en la historia del cine: los relatos sobre hombres gays suelen reducir los personajes a su orientación sexual, como si no fueran o no tuvieran nada más allá de eso. En este caso, el vínculo de Elio y Oliver gira en círculos de imposibilidades sólo porque comparten el mismo sexo. Sí, el relato está situado en los 80 y el contexto entonces era diferente, pero la película sufre un poco cuando se suma a una línea de films que parecen imposibilitados de imaginar destinos que no sean trágicos ni fracasados para sus personajes gays.

Los momentos más interesantes llegan cuando Guadagnino construye matices que develan las marcas de su tiempo. Aunque Elio y Oliver se preocupan por lo que puede pensar el resto, las imágenes que vemos del exterior están llenas de empatía: hay una pareja de hombres viejos que parece feliz, un padre que acepta a su hijo sin límites y una amiga totalmente compresiva. Es este giro el que le otorga cierta particularidad a la mirada de Guadagnino, como si el espacio rural idílico donde transcurre el film se convirtiera en un paraíso de temporalidades confusas: Elio y Oliver parecen enfrentarse con inseguridades propias de la década del 80, pero el resto de su entorno expresa una apertura más cercana al 2018.

Allá donde los componentes dramáticos se vuelven repetitivos, Llámame por tu nombre se reivindica con sus implosiones libidinosas de placer descontrolado y sin vergüenza. Los cuerpos brillantes, soleados, ansiosos y vitales de los actores son la bandera poética y política más hermosa del film. Son esos momentos donde Guadagnino y sus estrellas se amarran al deseo con una convicción celebratoria. Y eso se nota. Cuando sucede, la pantalla se llena de vida.

Hermosos rebeldes

Recién estrenadas en la plataforma MUBI, las comedias de Julian Radlmaier pueden leerse metafóricamente: trabajadores llenos de sueños empujan para hacerse lugar en el paisaje elitista del cine contemporáneo. Así, el director alemán interroga las posibilidades de imaginar el fin del capitalismo.

images-w1400Self-criticism of a burgeois dog (2017), Julian Radlmaier

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada originalmente el 22/1/2018 en La Nueva Mañana

 

 El comunismo es un espíritu errante que está dando vueltas por la calle; dicen que se escapó de un museo. Y eso que puede sonar a un juego de palabras es, literalmente, el disparador narrativo del primer filme realizado por Julian Radlmaier, donde la utopía revolucionaria se convierte en el fantasma de un poeta soviético. Los personajes lo van a perseguir, lo van a observar, lo van anhelar desesperadamente. En ésta y en todas las películas de Radlmaier, la revolución es esperada como si fuera un Mesías llegando de alguna dimensión desconocida.

También hay un momento de esta filmografía donde Francisco de Asís huye de una pintura del siglo XV y termina en la Alemania actual rezando por la llegada del comunismo. ¿Se volvió el fin del mundo capitalista una suerte de creencia mística, lejana, esperanzadora? ¿Habrá que rezarle a la transformación social como algunos piden por el bienestar de sus seres queridos? Esa puede ser, en principio, una de las marcas distintivas del cine absurdo, surrealista, profundamente cómico y político que ha realizado hasta ahora este joven director alemán. Radlmaier filmó una idea débilmente representada en el cine actual: la revolución como un horizonte digno de ser repensado.

La posibilidad de la transformación social ha sido abordada principalmente por el documental. Películas recientes como No Intenso Agora de Salles o A Feeling Greater Than Love de Jirmanus Saba revisan con melancolía las rebeliones del pasado. Por otra parte, los filmes ficcionales suelen engendrar fantasías indies donde el capitalismo avanzado se ha comido todo, incluidos los ideales. Nocturama de Bertrand Bonello es una de esas películas cínicas que termina mostrando la resistencia política como un acto superficial de jóvenes caprichosos. Y un costado diferente es explorado por los filmes que observan el accionar político bajo la óptica de las elites hegemónicas: The Minister, The Iron Lady y La Cordillera vienen de distintas partes del mundo a conformar aquel imaginario.

Entonces la obra de Radlmaier podría, quizás indirectamente, confrontar aquel escenario. Sus protagonistas no son hombres y mujeres del poder, sino trabajadores comunes y corrientes. En sus películas la palabra “clase social” ya no parece salida de un manual vencido como algunos quieren hacer creer actualmente. Por eso la narración de A Proletarian Winter’s Tale, el segundo filme de Radlmaier, funciona casi como una metáfora de su propia obra: la de unos trabajadores llenos de sueños que luchan por colarse en una fiesta a la que no fueron invitados.  Ese es el paisaje privilegiado del cine contemporáneo.

Toda la línea dramática de aquella película está trazada sobre una situación mínima. Un grupo de empleados pasa el día limpiando un castillo donde se va a inaugurar una muestra de arte. Una de las hazañas del director puede encontrarse en los modos que elige para poner en escena la distancia entre aquellos trabajadores y sus empleadores pacatos. Cuando se inicia el evento, por ejemplo, el organizador está obsesionado con esconder al servicio de limpieza para que ningún invitado importante los vea.

 Entonces Radlmaier utiliza el espacio para expresar aquella separación. Un plano de la fiesta llena de invitados bien vestidos, tomando champagne y escuchando música clásica es seguido por habitaciones desoladas: las escaleras que se alejan de la sala principal, un pasillo donde las paredes se comen todo el oxígeno, un cuarto oscuro en el que los trabajadores juegan a las cartas. Todos los rincones lujosos de aquel palacio son utilizados para dar forma a la desigualdad de clases. Por eso una escalera de caracol no es un decorado inocente; también puede volverse un elemento arquitectónico que devela las relaciones verticales del trabajo. Un solo plano es necesario para componerlo: el empleador llorisquea desde arriba porque China está quitándole protagonismo mundial a Alemania, mientras el empleado lustra los escalones de un piso más abajo.

Un buen perro sabe dónde está parado 

   maxresdefault (1)Self-criticism of a burgeois dog (2017), Julian Radlmaier

El cine de Radlmaier expresa un amor dulce por la pintura. En todas sus películas hay museos, cuadros y esculturas que se contemplan de manera diferente por las clases altas y trabajadoras. Pero esta inquietud además es elaborada internamente desde la puesta en escena: la cámara inmóvil organiza cada plano de forma pictórica, cuidando el equilibrio y utilizando los elementos del espacio para trazar líneas, encierros y aperturas.

Nunca una aproximación más adecuada que en Autocrítica de un perro burgués, la película donde los personajes se preguntan sobre las posibilidades de imaginar la utopía revolucionaria. Ahí, la precisión de cada plano genera ambientes calculados, casi inamovibles. Y Radlmaier acompaña el carácter estático de sus composiciones por pasajes donde el movimiento es posible. Las nubes que se desintegran sobre el cielo entregan el filme a un lirismo misterioso; las vemos  desplazarse, desprenderse, transformarse.  Hay otros elementos visuales que también sugieren posibilidades más allá de lo previsible: una puerta de escape en un cuadro bíblico, un OVNI que aparece en el cielo luminoso. La poesía de Radlmaier se entrega a la misma tensión de sus personajes, entre el cambio y la permanencia del mundo.

El director es inteligente y sabe que toda visión sobre lo real supone una mirada de clase, por más crítica que se muestre con el capitalismo. Por eso no deja de ser genial el carácter meta-reflexivo de su último filme, donde interpreta a un director algo narcisista e inocentón que filma (y subestima) a la clase trabajadora. El personaje va a terminar condenado a ser un perro que reflexiona sobre su propia condición social. Radlmaier cierra así con una autocrítica que funciona como un chiste en el universo ficcional, pero que reconoce asimismo las marcas de clase detrás de la cámara: las películas que estamos viendo no fueron filmadas por el proletariado. Su mirada sobre los personajes, sin embargo, es siempre amorosa. Y hay algo de ese gesto que resulta esperanzador. En el cine de hoy, quizás sea una utopía.

 

Feliz apocalipsis nuevo

La cultura pop y masiva sigue fascinada con las visiones del fin del mundo. Donnie Darko, un fracaso en la taquilla del 2001 que se volvió película de culto en VHS y tendencia de streaming en Netflix, construye un imaginario apocalíptico que no pierde vigencia.

donnie darko new test_0-01Donnie Darko (2001), Richard Kelly

 Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada originalmente el 2/1/2018 en La Nueva Mañana

 

Brindé con la sensación de que festejábamos un apocalipsis nuevo.

Flashback oscuro del 2017: mi abuela casi no camina, la Gendarmería desfila por Buenos Aires, yo renuncio a un trabajo deprimente, el Estado deja desempleados en la calle, Marcos Peña es el CEO del año, a mi perro le cortan la cola. Chín chín: ¡Feliz año nuevo!

A veces pienso que tengo una visión apocalíptica por falta de consciencia histórica, que no viví de adulto otros momentos donde las cosas también parecían agitadas. Pero más allá de esa percepción personal, la cultura masiva tampoco deja de reinventar su fascinación trágica con el fin del mundo: en Game of Thrones está llegando el invierno, en Twin Peaks hay una viejita moribunda que habla con un tronco sobre todo lo malo que se avecina, en Invasión Zombie vemos un empresario que se descubre tan frío como los muertos vivos que ocupan Corea. Si vivimos el capitalismo como una pesadilla en loop que no parece terminar, ¿habrá manera de despertarnos sin imaginar una bomba de tiempo que resetee la historia?

Leer las noticias o salir a la calle a veces se asemeja a una versión poco espectacular de un apocalipsis pop. En algún momento, todos somos el Jake Gyllenhaal de Donnie Darko, ese adolescente embroncado que sueña con un conejo deforme vaticinándole el fin del mundo. Y esta película dirigida por Richard Kelly sigue encontrando nuevos espectadores por la habilidad con que captura aquella sensación de estar al borde; pasó de ser un fracaso de taquilla cuando se lanzó en 2001 a una reliquia de culto cuando apareció en las estanterías de VHS y una tendencia en las listas populares de Netflix con la llegada del streaming.

El mundo de Donnie Darko parece salido de un cómic lleno de imágenes iconográficas (el conejo nihilista o el pedazo de un avión reposando entre la calma de un barrio familiar) y de personajes arquetípicos que se repiten en miles de narrativas adolescentes (la chica que recién se muda al pueblo, los malos de la clase, el pibe inadaptado que es más inteligente que el resto). Pero Kelly impregna la narración con una cualidad de otro mundo; un estado alucinógeno lleno de detalles y texturas que construyen una atmósfera perturbadora. La música, que oscila entre melancolía pop y silbidos misteriosos, no dirige nuestras emociones, sino que tiende a ubicarnos en un lugar perceptivo: hay algo retorcido que se respira y se palpa en la fantasía de la generación MTV.

Aquellos personajes también adquieren densidad por el modo en que se traman sus vínculos. Por eso los pasajes donde Kelly presenta el universo espacial de la película son, ni más ni menos, el procedimiento cinematográfico para observar cómo se gesta el destino triste del mundo. En unos pocos minutos, la cámara se separa del protagonista; cambia el eje narrativo que había establecido y deja a Donnie fuera de campo. Lo que vemos en cambio son los otros personajes que habitan el paseo verde de los suburbios estadounidenses.

En una escena, la imagen empieza patas arriba y gira como si entráramos a un mundo dado vuelta, una especie de Alicia cayendo por el agujero hacia un reino paralelo. De fondo un himno new wave acompaña los desvaríos de la cámara flotando por los pasillos escolares. Es un claro ejemplo de la capacidad descriptiva del director, cuya mirada incorpora particularidades del entorno y de las rutinas cotidianas como si importaran igual que las acciones narrativas. Entonces lo que acompaña la trama apocalíptica son los indicios de un malestar social, de la perfección de las casas de clase media y la libertad de pensamiento en las escuelas siendo invadidas por el avance del republicanismo conservador, la filosofía de autoayuda y la violencia cotidiana.

Cuando el movimiento de los cuerpos se acelera o ralentiza, Kelly introduce en el montaje la preocupación que mantiene despierto a Donnie. ¿Es posible viajar en el tiempo? ¿hay portales que nos permiten espiar el futuro? Y si es así, ¿podemos cambiar ese destino prestablecido? La película avanza en capítulos diarios, como una cuenta regresiva que se sacude con la ansiedad del protagonista. Su psiquiatra y sus padres creen que está loco, pero la película sugiere (siempre exponiendo y nunca explicando) que Donnie puede ver las miserias de las que el resto no termina de ser consciente.

El final abierto profundiza la negación de la película a sobre-explicarse: las piezas para absorber la propuesta de Kelly ya fueron dispuestas delicadamente durante dos horas. Gyllenhaal interpretó al adolecente enojado que podemos ser todos cuando vemos el mundo caerse a pedazos. Su rabia no tiene límites temporales. La manera en que Kelly la capturó tampoco. Donnie Darko es eterna.

2017: Lo que el cine nos dejó

Sobre fin de año, un recorrido por algunas películas que marcaron las pantallas en las salas de cine. Entre Zama de Lucrecia Martel y O Ornitólogo de João Pedro Rodrigues, ciertos filmes contemporáneos siguen confrontando las posibilidades poéticas, éticas y políticas del cine en el siglo XXI.

1. O OrnitologoO Ornitólogo (2016), João Pedro Rodrigues

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada originalmente el 26/12/2017 en La Nueva Mañana

 

1. Una trilogía argentina

El año se termina y la Academia de Hollywood ya empezó a hacer sus anuncios. Pero que Zama haya sido excluida de las candidatas al Oscar no debería ser una sorpresa: la película onírica de Lucrecia Martel corresponde a un universo que se resiste a las clasificaciones usuales de los premios norteamericanos. Así, las formas ordenadas de la narración y las moralejas políticamente correctas son una dimensión desconocida para la directora argentina, que hizo de su nueva obra una anti-película de época. Zama ubica su historia en el Siglo XIX sin restringirse a los detalles de decorados y vestimentas, diseñando en cambio una puesta en escena (de imágenes y sonidos) que observa las relaciones de poder en tierras colonizadas.

El trabajo de Martel fue uno de los eventos cinéfilos del año por la sutileza con que interpretó el lenguaje cinematográfico como un medio estético y político, estableciendo un juego de aproximaciones subjetivas y distanciamientos sociológicos. Es decir que la mirada en Zama adopta al menos dos niveles. El estado psicológico de Don Diego, el oficial español que espera con desesperación ser trasladado a otro país, se funde con un enrarecimiento visual y sonoro (de encuadres que separan al protagonista de su entorno, cortes de montaje abruptos, zumbidos que irrumpen en la escucha como si abrieran el portal hacia una pesadilla). Y aquella mirada mimetizada con la alienación de Zama es acompañada por una cámara que a veces se aleja: Martel abre los planos y utiliza la profundidad de campo y los sonidos para observar la disposición de los cuerpos colonizadores y dominados, dando forma a una observación sociológica que sugiere el origen de las angustias: los oficiales desdoblados y enajenados intentan formar parte de una tierra que les resulta totalmente extraña.

El regreso de la directora salteña después de nueve años sin filmar señala, quizás indirectamente, algunos recorridos del cine nacional. Tanto Alejo Moguillansky como Matías Piñeiro integran una generación de realizadores posterior a la de Martel; son parte de una etapa que siguió a las renovaciones del llamado Nuevo Cine Argentino y continuó muchos de sus senderos, a veces trastabillándose con sus propios límites. Pero el último año encontró  a ambos directores en uno de los puntos más logrados de sus filmografías: La vendedora de fósforos de Moguillansky y Hermia & Helena de Piñeiro podrían incluso pensarse como películas hermanas, no sólo por su carácter generacional sino por los juegos formales y narrativos que se corren de la templanza minimalista, observacional y silenciosa que suele caracterizar al cine argentino reciente.

3. La vendedora de fósforosLa vendedora de fósforos (2017), Alejo Moguillanski

Aquellos filmes ensayan una puesta en escena libre que se redefine con el avance de la narración. Esto es particularmente distinguible en Hermia & Helena, donde las actrices se prestan a una poética inestable de temporalidades y perspectivas intercaladas, de palabras escritas que se imprimen sobre la pantalla, de ficciones paralelas y texturas visuales que van del realismo al artificio del negativo fotográfico.

Por otra parte, La vendedora de fósforos vuelve sobre el vínculo entre lo real y lo ficticio sin plantear una tensión, sino configurando una aproximación formal abierta que ensambla estos mundos. El director aprovecha un acontecimiento documental (el armado de una Ópera en el teatro Colón) y construye un relato ficcional a su alrededor, poniendo a sus actores en el contexto de ensayos musicales y protestas sociales. Dentro de un entramado intertextual que evoca referencias literarias y cinematográficas, La vendedora de fósforos se proyecta como un laboratorio donde la estética y la narrativa adquieren un estado de metamorfosis continua. Su lugar entre los estrenos del año sobresale por este carácter impredecible; la aventura de construir la identidad cinematográfica como un proceso que se rearma ante los ojos del espectador.

maxresdefaultPaterson (2016), Jim Jarmusch

2. Las miradas sensibles no saben de fronteras

 Jim Jarmusch y Aki Kaurismäki son directores hermanos; su humor absurdo y seco nos acompaña desde los años ochenta, pero el correr del tiempo ha develado que sus miradas se emparentan también por los gestos de ternura. Paterson y El otro lado de la esperanza, sus películas más recientes, confirman el modo respetuoso y lleno de amor con que han filmado a sus personajes marginales, seres peculiares y excluidos que no responden a lo que la sociedad espera de ellos. En el filme de Jarmusch, por ejemplo, la puesta en escena se desvía hacia detalles laterales de la vida cotidiana, asumiendo la actitud curiosa de Paterson, un colectivero que escribe poesía sobre el día a día. A contramano del cine norteamericano que explora las miserias de sus ciudadanos, la película insinúa que los hombres y mujeres comunes pueden ser artistas ocultos.

Alanis, de la argentina Anahí Berneri, es un filme totalmente distinto a los de Jarmusch y Kaurismäki, pero comparte con ellos una actitud que concibe a la cámara como un dispositivo con potencialidades éticas y estéticas. El aparato puede apropiarse para mirar a los sujetos castigados por el discurso hegemónico, devolviéndoles dignidad y cariño a través de las imágenes. En ese sentido, el valor de estas tres películas no se reduce nunca a los vaivenes del guión y los diálogos escritos, sino que ofrece un punto de vista construido desde la forma cinematográfica. La puesta de cámara de Alanis (enfocada en el cuerpo de una mujer que es trabajadora sexual y madre soltera) configura un modo particular de mirar a la protagonista: se aparta de la perspectiva de los policías, trabajadores sociales y hombres que ven prejuiciosamente a la protagonista.

2. Good-Time viviendo al límiteGood Time (2017), Ben & Josh Safdie

 3. Los olvidados 

 El mundo de la distribución es tirano. Cientos de películas alrededor del mundo deben pelear contra un mercado de filosofía meritocrática, donde algunos filmes nunca llegan a verse en Argentina y otros se sostienen en cartelera apenas una o dos semanas. Este escenario decadente obliga tanto a la crítica como a los espectadores a mantenernos en un estado alerta, buceando en los festivales de cine o las profundidades de la web para encontrar aquellas películas que corren peligro de pasar al olvido.

Good Time, por ejemplo, es un filme audaz que se estrenó en seis salas de Buenos Aires y hasta ahora no ha logrado llegar a Córdoba. Se trata de un thriller hiperquinético donde Robert Pattison interpreta a un ladrón que busca liberar a su hermano de la cárcel; sinopsis que apenas le hace justicia a la película, ya que se enfoca en plasmar el drama a través de una estilización de las imágenes y sonidos.

Así, las emociones al borde del abismo se materializan en un espectáculo perceptivo de sombras rojas y azules donde la ciudad desesperanzada recuerda a una versión más dura de Drive, una visión menos cínica de Taxi Driver y una relectura contemporánea de Thief. Aquel uso expresivo de los colores se conjuga con otros procedimientos que quiebran la especificidad narrativa del filme hasta convertirlo en un poema musical de ladrones sin futuro: el montaje acelerado, los zooms sostenidos y la banda de sonido electrónica se traman al ritmo del corazón agitado de Pattison, que corre por las calles de Nueva York para salvar a su hermano.

Good Time se mueve sobre un género clásico del cine y lo libera de un desarrollo limitado a los giros del guion. Atmósferas, texturas y expresión emocional: cada uno de estos rasgos permanece latente y se reconfigura en una parte del cine contemporáneo. Y quizás pocas de esas películas hayan demostrado el nivel de riesgo y sorpresa de O Ornitólogo, filme portugués que no se vio nunca en la cartelera comercial argentina. Sólo su paso por el último BAFICI alcanzó para reconocer la singularidad  ideada por João Pedro Rodrigues.

El director comienza la película  con un ornitólogo que se adentra en las profundidades de un bosque a estudiar las aves, pero pronto sugiere que hay algo de aquel espacio que trasciende las primeras impresiones. Desde un principio, los modos de filmar la naturaleza resultan atendibles: la visión subjetiva y distorsionada de los pájaros se inmiscuye en los planos de la película y devuelve una imagen diferente del protagonista. Se trata, en cierto sentido, de una anticipación a lo imperceptible, de una actitud contemplativa que ejerce la naturaleza sobre los humanos. A través de esa perspectiva el filme instala una atmósfera hipnótica y misteriosa en torno a una identidad que está en proceso de cambio: es la del protagonista, pero a ésta subyace también la del lenguaje cinematográfico. O Ornitólogo, trazando el viaje de una subjetividad, nos ofrece una de las imágenes más contundentes para el pensar las posibilidades del cine contemporáneo. Y esta es, también, una de sus expresiones más esperanzadoras.

Elogio al amor o: El fósforo más hermoso del mundo

Jim Jarmusch, el mítico director estadounidense, vuelve al cine con Paterson, una mirada amable sobre un colectivero que es escritor. Construyendo una narración poética, el filme explora los sueños, el amor y las potencialidades ocultas de los ciudadanos comunes.

 hero_Paterson-2016Paterson (2016), de Jim Jarmusch

Por Iván Zgaib

  *Esta nota fue publicada originalmente el 13/11/2017 en La Nueva Mañana

 

Hay tanto que agradecerle a Jim Jarmusch. Aún a veintisiete años de su primer largometraje, la sensibilidad del underground neoyorkino permanece latente en sus películas, resistiendo al paso del tiempo y a las artimañas de la industria; como un hombre que se llenó de canas sin que el mundo le arrebate la inocencia de sus ojos. Ese es, después de todo, uno de sus mayores logros: sostener la libertad sin convertir su mirada personal en tics repetidos y paródicos de sí mismo, más bien madurando con el correr de los años.

Jarmusch reivindicó la estética minimalista como una vía para indagar sobre las personas y el tiempo cotidiano, creando atmósferas habitadas por personajes extraños y detalles inesperados que a cualquier otro le hubieran pasado desapercibidos. Lejos de cierto cine contemporáneo que confundió el minimalismo con una austeridad despojada de ambición y actitud exploratoria, Jarmusch pidió más: desde Ozu a Cassavetes y al clasicismo estadounidense, sus diversas influencias sirvieron para tejer la poética del mundo cotidiano con el humor absurdo y los géneros clásicos.

El espíritu contracultural de su estética fue encarnado por sus propios personajes, criaturas de una belleza tan extraña que no pueden andar si no es al costado de los caminos marcados por señalizaciones. Y la mirada sobre ellos no fue nunca explotadora ni abusiva, sino profundamente amable. Jarmusch sobrevivió al cinismo del mundo y del cine contemporáneo como uno de sus poetas más tiernos. ¿Cómo puede explicarse sino el personaje de Winona Ryder en Night on Earth, una chica embarrada en hollín que rechaza la oferta de convertirse en estrella para perseguir el sueño de ser mecánica? Y algo de esa Winona joven, dulce e inesperada vuelve a actualizarse en la interpretación que hace Adam Driver en Paterson.

El film más reciente de Jarmusch, sin demasiados saltos narrativos ni exaltaciones dramáticas, sigue durante una semana la vida de un colectivero tímido que también es un esposo amoroso y un poeta oculto. Paterson comienza el día manejando un bondi y termina escribiendo poesías frente a las cascadas de la ciudad o rodeado de libros y recuerdos viejos en el sótano de su casa. Si David Lynch hacía Twin Peaks o Terciopelo Azul para desnudar la perversidad secreta del ciudadano medio estadounidense, Jarmusch gira en el sentido contrario. Paterson es una apuesta poética que descubre, detrás de las apariencias, el potencial artístico y creativo que puede esconder un colectivero, un negro que rapea mientras lava la ropa o una niña que escribe poemas sobre la lluvia. Es por este rasgo humanista que Jarmusch encuentra a su hermano más próximo del otro lado del Atlántico, en el finlandés Aki Kaurismäki. Y lo que parece apenas anecdótico y trivial es en realidad el valor político de este retrato sobre la cotidianeidad, donde la clase media trabajadora encuentra su dignidad en la cultura.

Esa poesía de Paterson está completamente anclada al día a día. Uno de los escritos del protagonista se titula “Poema de amor” y está inspirado en los fósforos “más hermosos del mundo”; esos que guarda en su casa y que le recuerdan a su esposa. No en vano la puesta en escena de Jarmusch se vale del fundido encadenado como procedimiento para conectar los planos: mientras oímos los poemas de Paterson, la imagen del protagonista dentro del colectivo se desarma sobre la corriente de las cascadas (evocando el fluir de la creación artística) y sobre el rostro de los pasajeros y su enamorada.

El filme se mueve así entre los planos de la imaginación y la realidad más terrenal, dos dimensiones concebidas como si fueran inseparables. Laura, la esposa del protagonista, es la que produce uno de los aspectos más misteriosos en ese juego de vivencias y quimeras: después de contarle un sueño donde tienen hijos idénticos, Paterson se cruza con gemelos todo el tiempo. Se trata de un motivo narrativo que altera la lógica onírica: no son únicamente los elementos residuales de la vigilia los que se cuelan en los sueños, sino también a la inversa.

Esto no quiere decir que Paterson se despegue de su contexto más próximo. Por el contrario, hay una mirada atenta que utiliza la puesta en escena para registrar el entorno. Con los años, Jarmusch ha valorado la intervención del montaje en vez de privilegiar sólo los planos extensos que lo caracterizaron en Extraños en el Paraíso; y Paterson no es la excepción. Cuando las escenas del colectivo intercalan imágenes de los pasajeros con otras de la ciudad, el diálogo del adentro y del afuera sugiere una relación entre el espacio personal del protagonista y el espacio social que incluye a los otros. La historia de la comunidad, plasmada en el recuerdo de habitantes famosos que se acumulan en las paredes de un bar y en las conversaciones de la gente, convierte a Paterson en un ciudadano y a su poesía en una obra viva de ese espacio. El colectivo mismo es explorado como una suerte de microcosmos: un obrero esperando la siguiente parada, una señora leyendo, dos amigos hablando de mujeres y otros que discuten sobre un héroe anarquista. Todos son retratados como pequeñas piezas dentro del torrente de cotidianeidad y creatividad de Paterson.

Jarmusch, al igual que su protagonista, va construyendo una narración poética con la delicadeza que caracteriza a un artesano. Los poemas impresos sobre la pantalla, los fundidos en negro utilizados como puntuaciones y los fundidos encadenados para conectar las imágenes; cada una de estas operaciones marca un ritmo y un tono armónico y musical en la película. El uso de los planos detalle, que desvían el centro de la narración hacia elementos laterales, imita la actitud receptiva y observadora de Paterson. Los pies de unos niños flotando sobre el suelo del colectivo o la espuma blanca en un vaso de cerveza forman parte de un registro que se desvía hacia rincones insospechados. Así, Jarmusch pone el ojo sobre los elementos diarios como si frotara una lámpara hasta develar una belleza que permanecía oculta.

Lo ordinario se descubre hermoso. La rutina, en vez de amenazante, se observa como un refugio de certidumbres y pequeñas variaciones. Algo de eso gira alrededor de Paterson y Laura, la pareja más feliz y calma que haya habitado el cine en mucho tiempo. Jarmusch retrata la intimidad de estos enamorados con una calidez insólita, comenzando cada día de la semana con un plano cenital que los encuentra acurrucados en la cama. Por eso las escenas que muestran discutiendo  a otras parejas funcionan como contra-punto al compromiso cariñoso que ensayan los protagonistas.

 Sin la épica romántica que suele caracterizar al cine, las representaciones amorosas vinculadas al sufrimiento y al esfuerzo inhumano se caen a pedazos. Hay una ternura y un placer en la rutina de estos amantes que pocos directores quieren o se animan a mostrar. Y esa mirada, más allá de su aparente simpleza, también es política. Que no se muestren casi indicios de sexo es quizá lo más cuestionable en la aproximación de Jarmusch, pero Adam Driver combina pasión y ternura cada vez que mira a su esposa como si encontrara en ella algo desconocido. Y esa emoción incontenible es la que podremos experimentar cada vez que veamos Paterson. Como los poemas y los amores más hermosos, siempre guarda descubrimientos nuevos.

La fragilidad de las imágenes: Una entrevista con Rita Azevedo Gomes

 17A Vinganca de Uma Mulher (2011)

 

Por Iván Zgaib

*Esta nota fue publicada originalmente en la edición de octubre 2017 de la revista laFuga

 

Apenas puedo empezar a describir lo que sentí cuando vi Frágil Como o Mundo (2002), uno de los filmes dirigidos por la portuguesa Rita Azevedo Gomes. Quizás fue la emoción de estar mirando algo difícil de clasificar, como una suerte de ovni cinematográfico que se aparecía en la pantalla: misterioso, hipnotizante, cautivador. Si no lo hubiera sabido antes, probablemente no habría imaginado que esta película se realizó en el año 2002. Hay en ella una potencia poética y una carga emocional que la empujan, en algún punto, hacia un universo atemporal; es eterna al mismo tiempo que señala, quizás sin quererlo, un camino posible para el cine contemporáneo.

La misma historia del film se desenvuelve en una época indefinida, donde la atención está puesta en dos adolescentes que se escapan de sus casas para preservar y proteger el amor que los une. Aunque nunca queda totalmente claro cuál es la amenaza concreta, la película entera está teñida de una angustia alimentada por la monstruosidad del tiempo: los adultos se hacen preguntas sobre sus decisiones y experiencias pasadas, mientras los jóvenes temen que la vitalidad de su amor encuentre alguna fuerza extraña que la haga pedazos. Desde ahí, Rita Azevedo Gomes filma con delicadeza un mundo repleto de bellezas que pueden desaparecer de un momento a otro; la niebla que serpentea entre las casas y los bosques se va apoderando de la imagen lentamente, como un mal augurio que anticipa el final de los personajes. Es esa sensación de urgencia adolescente la que convierte al film en parte en una fábula infantil, una tragedia shakesperiana y una aproximación moderna sobre la imagen y el sonido.

Al igual que en casi toda la obra de Azevedo Gomes, la película demuestra una composición cuidada de las imágenes, donde el movimiento de la cámara y la aparición de los actores en el plano parecen estar sincronizados en un ritmo coreográfico. En una de las escenas, por ejemplo, los dos protagonistas están conversando y de repente dirigen sus miradas hacia adelante (¿al futuro? ¿a la cámara? ¿a los espectadores?). “Ahí viene tu hermano”, dice uno de ellos más tarde, y la cámara se corre hacia atrás para capturar a los nuevos actores que ingresan, hasta que todos salen del cuadro. Con este tipo de construcciones, el film genera la sensación de que los personajes están viviendo y sintiendo para los espectadores.

El cine de Azevedo Gomes posee, en ese sentido, una consciencia muy fuerte acerca de su representación. Este es un rasgo que la directora lleva a un extremo en A Vinganca de Uma Mulher (2011), un film en el que sobreexpone el carácter ficcional a través del decorado artificial, los diálogos pomposos y la forma cinematográfica poco disimulada. Los protagonistas, embebidos en un mundo de apariencias, viven y respiran dentro de una puesta en escena que los desnuda a ellos, a sus historias y a la película misma. Sobre el final, una puerta abierta muestra el rodaje y libera el sonido externo de la calle y de los autos. Para una película llena de personajes que se ocultan tras máscaras, Azevedo Gomes se encarga de quitarlas a todas y cada una de ellas.

En Correspondências (2016), su film más reciente, la directora crea un ensayo documental que vuelve a conjugar varios de los elementos presentes en sus películas anteriores: desde la poesía que se expresa en la plasticidad de las imágenes hasta el artificio cinematográfico que se desnuda frente a los espectadores. El film que tuvo su estreno sudamericano en el BAFICI 2017 toma como eje la relación epistolar entre Jorge de Sena y Sophia de Mello Breyner Andresen, dos poetas portugueses que vivieron bajo la dictadura salazarista.

Si bien la película remite a un pasado histórico, Azevedo Gomes ensaya una aproximación que juega con el presente. En primer lugar, Correspondências está llena de imágenes nuevas donde vemos a un grupo de personas allegadas a la directora que releen y reactualizan los escritos de aquellos poetas. Por otra parte, hay un montaje que cruza soportes digitales y analógicos desde los cuales se explora la comunicación por cartas, la memoria del fascismo y la experiencia del exilio. Uno de los rasgos más llamativos del film tal vez sea el de la proliferación de imágenes: no sólo por la cantidad de material editado, sino también por la composición de los planos, que muestran personas reflejadas en pantallas de computadoras y televisores. Correspondências puede leerse, así, como una respuesta posible a la pregunta por el rol del cine en un mundo contemporáneo atestado de imágenes. Bajo la mirada de Rita Azevedo Gomes, los registros más caseros pueden mutar hacia una expresión poética que acerca el presente y el pasado.

En la entrevista aquí transcripta, la directora portuguesa devuelve su percepción acerca de los motivos que reaparecen en sus películas. Hay un momento hermoso de esta conversación donde la entrevistada llega a conectar la banalidad de cierto cine contemporáneo con el mandato de perfección que hace que los edificios de las ciudades y las piletas de las cocinas se vean todas iguales. Con una sensibilidad aguda, las palabras de la directora recuerdan por qué sus películas han logrado forjar una identidad y una dimensión emocional poco habituales en nuestros días.

 vlcsnap-2017-05-30-23h16m04s679Frágil Como o Mundo (2002)

 

Pensando en tu trabajo como programadora en la Cinemateca de Portugal, me preguntaba si encontrás algún vínculo entre el acto de mirar las películas y el acto de filmar y realizar películas como directora.

 Yo creo que en cierta manera al programar uno está asociando films. Es como hacer un montaje. Es siempre un poco personal; yo voy a programar una semana sobre una temática, y se elige un film después de otro, se ordenan. Creo que esa manera de ver las películas no es arbitraria. Hay una secuencia, una línea y un pensamiento. Puede haber una semejanza con la realización en el acto de la dirección, en este sentido de cómo se elige un plano después de otro. La asociación que uno hace, la propuesta de ver una película y después otra, es un montaje.

Y en cuanto al proceso creativo, ¿sentís un diálogo entre el acto de estar viendo películas de otros directores y el de filmar tus propios filmes?

 Evidentemente uno ve muchos filmes. Pero desde el momento en que estás haciendo un trabajo específico de un film, hay cosas que quizás están ahí pero no de manera consciente. Al contrario, te quedas repentinamente aislado de todo. Y eso incluye las películas que has visto, los libros que has leído, las pinturas, la música, porque hay cosas que la gente absorbe más como en una especie de inconsciente, sobre todo mientras estás filmando. Eso te pone totalmente enfocado en lo que estás haciendo, en el trabajo con los actores y los diálogos. Todo eso pasa aquí. Yo al menos no estoy pensando: “Ah, Nicholas Ray hacía así”, “Dreyer hacía así”, porque de esa manera no puedo crear. No es una referencia presente, consciente. Al contrario; hace poco hablaba con un realizador sobre el film que estoy realizando ahora, y me decía que tal vez debería rever un film de Rivette y de Bresson. Y yo no los quiero ver ahora, porque si no me va a influenciar directamente. Así no me siento libre de hacer lo mío. Cuando yo estoy viendo películas para programar en la Cinemateca no pienso: “Ah, yo voy a hacer esto”. Si me gusta lo estoy viendo y lo disfruto.

Con respecto a Correspondências, la película plantea un cruce de muchas imágenes por la cantidad de material y el rol central del montaje. Pero a su vez me da mucha curiosidad la proliferación de imágenes, no sólo en la edición sino también en la composición de los mismos planos: hay pantallas que muestran otras imágenes en simultáneo, hay imágenes que se superponen sobre los mismos planos. ¿Cómo llegaste a esta forma de trabajo?

Fue un proceso de mucho tiempo y luego llegué a una altura en la que creo que estoy tratando de mirar lo que son materiales cinematográficos de verdad. Estoy mirando los diversos formatos. Hoy en día la discusión que hay en el cine es si es posible o no hacer algo cohesivo con todo eso, con esos soportes variados, con el analógico, el digital, el Súper 8. Y eso también habla sobre la manera de hacer cine actualmente. Yo nunca pensé que iba a filmar con un IPhone, ¿sabes? Era algo que siempre negué y finalmente lo hice. Por lo tanto, creo que todo es posible allí. Y hay muchas cosas realmente, mucha materia, muchas posibilidades. Cada soporte tiene su interés. A veces el riesgo es que la persona quede seducida por el material. Por ejemplo, por aquellas cosas del After Effects, que se convierten en una especie de juego adictivo. Y ahí tiene que haber una cierta reserva de no hacer cualquier cosa. Pero me gustó ver que al final todos estos formatos, incluso pasando de un 16:9 a un 4:3, no generan un cambio abrupto que desconcierta. Por lo tanto, las imágenes acaban teniendo una continuidad a pesar de que la textura es otra, a pesar de que el formato sea otro. Y esta amalgama de cosas sucedía en Correspondências, una película que también iba a hacerse por pedazos, por cartas, por poemas, por mucha gente. Eso hacía que los materiales pudieran o debieran tener esta multiplicidad. No fue una decisión elaborada de decir: “Ah, voy a hacer una película así”. Simplemente fue sucediendo. Me gusta experimentar cosas nuevas, hacer cine de maneras diferentes. Creo que es importante eso, aunque no hago nada nuevo. Tengo la idea de que todo está hecho y que todo el mundo lo ha hecho mejor que yo. Nada es nuevo.

¿Y cómo ves tu trabajo en ese contexto?  Es decir, cómo pensás tu trabajo al entender que nada es nuevo.

 Lo que siento que hago es: acercarme a algo, darle mil vueltas y después entregarlo al mundo en una forma diferente. Porque como decía, los films que vemos, las pinturas que vemos, las personas que encontramos, son todas cosas que absorbemos. Y yo intento devolverlo de otra manera. No me gusta ver una película que está bien pero ya vimos tantas así, y nada parece ser nuevo. Es algo que pasa mucho en este tiempo: aparecen películas banales y yo tengo una aversión total a la banalización de las cosas. Estamos en una época en la que todo tiene que ser perfecto. Las piletas de la cocina son perfectas, todas plateadas y con cosas para agarrar el hielo. La estación de metro es perfecta. No se admite algo que se salga de esta tendencia de perfeccionismo, que vuelve todo técnico y mecánico. En el lenguaje hablamos cada vez peor, con menos palabras. La arquitectura acá en Buenos Aires –igual que en el resto del mundo– dejó de lado cualquier cosa que tuviera cierta personalidad. Lo que vemos ahora puede estar bien o mal, pero son cosas sin rostro. No tienen identidad. Todo se ve igual, de vidrio y aluminio. Tal vez por eso las personas tienen la necesidad de vestirse de manera un poco bizarra, para contrastar. La gente no es feliz con esta cosa actual. Hay una necesidad de decir: “yo no pertenezco a esto”. La moda ha hecho otro camino me parece. Pero en el cine sucede lo mismo. Es muy raro ir al cine y decir: “wow, quiero ver este film otra vez”. A mí me gusta cuando salís de una película y quieres verla de nuevo, cuando te da pena que se haya acabado. Y eso es muy raro hoy. En vez de eso sales y dices: “ok, la fotografía es bonita, etc., etc.”, pero nada más.

¿Por qué crees que se da eso?

Está todo muy formateado. Las personas tienen muchas posibilidades técnicas y dinero, pero hacen cosas muy pequeñas. Muchas veces tienen dos actores, dos técnicos, dos locaciones, y hacen unos films mínimos. Son correctos pero no existen. No creo que esto sea una cosa de nostalgia del pasado, nada de eso. Cuando veo una película quiero quedar sorprendida, quiero que me eleve, que me agarre, que toque mi propia vida, que me haga decir “wow”. No una cosa que me sea indiferente.

 ¿Cuál es la última película que te sorprendió? 

Yo quería ver acá la última de Kaurismäki –The Other Side of Hope–, pero no fue posible porque me coincidía con otras actividades. Pero por ejemplo Le Havre de Kaurismäki me gustó mucho.

2. 'La fragilidad de las imágenes - Una entrevista con Rita Azevedo GomesCorrespondências (2016)

Volviendo a Correspondências, el relato en la película está muy marcado por la poesía de los protagonistas. Y mientras la veía también pensaba en el rol que tiene la construcción poética en el cine que hacés. Es algo que está en Correspondências pero también en tus películas anteriores. ¿Sentís que es una búsqueda en tu trabajo?

 No fue una búsqueda elaborada racionalmente. Pero es verdad que cuando veo los filmes como un conjunto me doy cuenta que la poesía está presente después de la primera película. No es algo tan racional. Pero sucede, es verdad, que cuando estoy haciendo un film me da la impresión de que los poemas se abren. Adquieren más sentido, porque cuando estamos en este estado de absorción por la preparación de una película, parece que todo se concentra en eso. Y cuando lees un poema parece que te habla de lo que estás haciendo. Tal vez por eso comencé a incluir poemas desde un principio porque parecía que estaban hechos para las películas. Me daba esta ilusión. En Frágil como o mundo, por ejemplo, yo había leído Bernardim Ribeiro, pero nunca pensé que iba usarlo. Y después cuando estaba en el montaje, no sé por qué, releí a Ribeiro y tuve la certeza de que él había escrito eso para estar en el film, como una especie de coincidencia tan grande que tuve que usarlo. Recuerdo una Navidad que compramos libros para regalar a amigos, y en la librería nos hicieron un paquete muy bonito que tenía unas frases de escritores. Yo leo una frase, y como estaba haciendo un film, decidí que esa frase iba a estar en la película, porque hablaba de lo que estaba sintiendo en ese momento. Decía: “la emoción es la única cosa que nunca puede ser falsa”. Son pedacitos de la vida que van entrando a las películas. Yo leo mejor, comprendo mejor o siento mejor la poesía cuando estoy haciendo películas. La poesía me cae bien, le encuentro más sentido.

¿Y desde lo formal en las películas? Porque además de la presencia de la poesía literaria, siento que hay un trabajo muy poético sobre la imagen que corre a las películas de un lugar estrictamente narrativo.

En un film como Correspondências, hecho a partir de cartas escritas, uno puede tomar un texto o un poema que habla de una playa blanca y desnuda en una mañana limpia y clara. Y si tú vas a filmar una playa lo que haces es poner una imagen sobre otra, no haces tu propia imagen. En cambio, tú puedes filmar esto que no es ese poema ni esa playa, porque graficar no es muy interesante. Yo decidí que era mejor no ilustrar lo que ya estaba dicho en los escritos. Entonces yo creo que la imagen va por otro lado, que tal vez coincide o no con las palabras, pero puede también hablar encima de la palabra: puede decir otra cosa, puede acrecentar y elevarnos a un espacio que no es totalmente ilustrativo. Yo a veces he visto algunos documentales sobre escritores y son didácticos; filman los documentos, las caligrafías, las fotografías. Es un trabajo que a mí no me interesa, y probablemente alguien puede hacer eso mucho mejor que yo, porque no me apasiona. Entonces después de que tengo sucesos y cosas a mano, le escapo por la fantasía y la ficción. Y al contrario, cuanto tengo un film que es totalmente ficción, como A Vinganca de Uma Mulher, necesito flotar a documentales en nuestra realidad y a nuestro presente. Yo no viví en 1840, entonces tengo la necesidad de traer esta ficción a algo más terrenal, con la vida real.

Otra cosa que me gusta y me parece interesante de Correspondências es esta denuncia del artificio que supone hacer y realizar una película. Justo mencionabas A Vinganca de Uma Mulher, donde creo que también aparece muy fuerte. ¿Qué te interesa de eso particularmente para traerlo de vuelta en ésta y otras películas?

Un film es para mí una composición. Tú tienes que componer para decir otra cosa. Se compone como también desenfocas para después encontrar el foco. El artificio, la composición, es algo interesante al funcionar como una máscara que encierra algo vivo, porque la realidad es algo muy complejo. Entonces la fantasía también es realidad y creo que cuando hago un film o un trabajo al cual me avoco completamente día y noche, me ayuda a aproximarme a esta cosa extraña que es la realidad. Si intentamos filmar la realidad tal cual, no es la realidad: es una imagen siempre. Incluso las películas más documentales y verídicas implican siempre el punto de vista de alguien. Siempre que vas a hacer un documental tú decides: yo puedo poner la cámara aquí y otra persona la va a poner en un lugar distinto. Estamos filmando lo mismo en principio, pero no es lo mismo. Estamos viendo de distintos lados. Lo ideal sería ver de todos los lados, pero esto no existe. Representar la realidad es representarla: es siempre, para mí, una interpretación, algo artificial. Y a mí me gusta eso. Por ejemplo, si pongo un objeto de la Edad Media en esta mesa, estoy evocando otro tiempo. A través de ese pequeño objeto puedes hacer muchas cosas, es la mezcla lo que me interesa. Evidentemente, si en vez de tener esta taza de café en mi mano tuviera un artefacto medieval, sería otra cosa este momento. Sería falso, pero transformaría el espacio. Lo mismo cuando tengo una locación natural, me gusta intervenir la naturaleza con cualquier cosa. Cuando pones una cosa falsa delante de la cámara, lo que es real gana otra expresión. Filmas una puesta de sol y después vas a ver la imagen y no es nada: no hay aire, no hay luces, no hay olores, parece que fuera chato. Tal vez si intervienes este paisaje con cualquier elemento, le proporciona otra lectura.

3. 'La fragilidad de las imágenes - Una entrevista con Rita Azevedo GomesFrágil Como o Mundo (2002)

 

No sé si está vinculado para vos, pero hay algo llamativo para mí en tu cine que tiene que ver con el componente teatral que parece estar presente en las películas. Lo noto en la puesta en escena, pero también en las actuaciones.

 Sí, suele hacerse esta conexión entre mis películas y el teatro. Yo no creo que sea algo teatral. Porque el teatro es algo muy sagrado: son personas en la vida que están delante nuestro. Los actores están ahí y viven este momento. En el film es una imagen, no hay correspondencia directa con el lugar del público. Por ejemplo, si me propusieran hacer A Vinganca de Uma Mulher para el teatro, no sería nada así. El hecho de traer todo eso a la escena es desde ya un artificio.

Entiendo que suelen vincular mi cine al teatro porque me gusta hacer las cosas con mucha precisión; nada está dejado al azar. Una mano se ve en una posición y ubicación determinada porque pensé que así fuera, por ejemplo. Porque estoy creando una imagen y respeto mucho la composición. Intento trabajar bien todo lo que está dentro de cada plano, desde el color hasta la dirección, nada está puesto “porque sí”.

 Quiero preguntarte finalmente por la referencia histórica en Correspondências. En el film hay un vínculo entre la intimidad y el arte, pero también aparece un contexto social y político muy fuerte que remite a la dictadura militar en Portugal. ¿Hay algún interés particular en traer eso al presente?

Claro. Yo creo que este contexto histórico del que hablas es muy actual. La humanidad es una cosa muy difícil de comprender. Hablar del exilio hoy en día no me parece nada descabellado. Hablar de la distancia de tu propio país al que no puedes volver, o de la pregunta por la brutalidad de este hecho, no parece lejano. Evidentemente eso que pensamos pasado es también parte del presente. Una de las cosas que me interesó de Correspondências es que las cartas prevén un poco lo que iba a suceder posteriormente. Después en Portugal hubo una revolución, pero hoy en día estamos volviendo a cosas extrañas: miedo de no tener para comer, miedo de perder el trabajo, miedo por la injusticia. No digo que estemos de vuelta en el fascismo, porque nada se asemeja a eso. Pero estamos en tiempos en que la libertad se ha vuelto muy limitada y la alienación es completa. Las personas no quieren escuchar hablar de política, porque hay un desgaste enorme. Hubo un momento después de la revolución en que las personas querían tener consciencia de lo que sucedía en el propio país, pero ahora no. Ahora las personas sólo quieren saber a dónde se van a ir de vacaciones, cómo están sus mascotas y sus hijos, pero el resto no importa porque están cansados, desilusionados. No hay futuro, entonces el contexto y los poemas de Correspondências se vuelven muy presentes. De ahí el gran reflejo del viajar como una especie de salir de la propia casa para ver otras cosas, pero después llegamos y nada es tan diferente. Son como unas vacaciones de la vida. Hoy hay una gran voluntad global de ir a la India, a Tíbet, al Amazonas. Hay una voluntad de descubrir el mundo porque nos estamos asfixiando. El problema es que cuando llegas a un sitio sin mucha intervención humana, tú estás súbitamente en el pasado, en la prehistoria. No hay futuro tampoco ahí.

¿En qué sentido?

 Por ejemplo, ahora hice una serie de viajes en Portugal para buscar lugares para mi próxima película. Me encontré en el norte de Portugal los sitios más remotos y estaba en la pre-historia. Ya sin poblaciones, se convirtieron en lugares muertos. Son sitios que no están brotando vida. Cuando vas ahí no hay nada. Parece que no hay futuro y lo pasado solamente no es suficiente. El placer de encontrar un sitio “puro” nos da la ilusión de estar en el principio del mundo y de que la vida es posible. Estamos libres de nuestros problemas presentes, ¿pero después qué sucede?

Las calientes

Nicole Kidman y un grupo de chicas se ratonean con Colin Farrell en El seductor, la película más reciente de Sofía Coppola. Utilizando la Guerra Civil estadounidense como telón de fondo, el filme crea un relato de época que desdibuja la Historia y mira el deseo y la soledad  en un mundo de mujeres.

the-beguiled-movie-image-sofia-coppola-7The Beguiled (2017), de Sofía Coppola

 

Por Iván Zgaib

*Esta nota fue publicada originalmente el 23/10/2017 en La Nueva Mañana

 

Todas sueñan con escapar algún día; Nicole Kidman, Elle Fanning y Kirsten Dunst. Sus vidas transcurren dentro de una escuela remota donde las chicas sureñas aprenden y enseñan a ser mujercitas: hablar en francés por la mañana, recolectar hongos salvajes por la tarde, usar vestidos de fiesta en la noche de Navidad y ser elegantes en la mesa sin reírse demasiado. El mundo externo está en problemas por la Guerra Civil que enfrenta al sur y al norte de Estados Unidos, pero ese presente es tan distante como si aconteciera en otro plano de la realidad. La escuela, una suerte de dimensión paralela habitada sólo por mujeres blancas, se desborda cuando el afuera adquiere un cuerpo concreto: un soldado enemigo aparece golpeado ante sus puertas.

Así arranca El seductor, el filme de Sofía Coppola premiado en la última edición del Festival de Cannes. La película, que se estrena en salas este jueves, hace confluir distintos autores que dialogan y discuten entre sí: una novela original escrita por Thomas P. Cullinan en 1966 y otra adaptación cinematográfica dirigida por Don Siegel en 1971. Pero la versión de Coppola se apropia de los elementos precedentes y los hace jugar a su antojo, poniendo en escena las virtudes y debilidades que ya estaban presentes en el resto de su filmografía. En ese sentido, El seductor podría ser la pequeña criatura que nació de la unión entre Las vírgenes suicidas (1999) y María Antonieta (2006), encarnando un retrato de época que mira la burbuja asfixiante donde las mujeres se hunden en la soledad y el aislamiento.

Ese es, en algún punto, el eje fundamental que trama la poética del filme: una apuesta estética que pone la cámara sobre los límites espaciales de la escuela y reduce nuestra experiencia a la percepción obstruida de sus habitantes. En una de las escenas más logradas, Nicole Kidman recibe la visita fugaz de unos soldados sureños, pero los atiende sin abrir las rejas. Coppola se detiene a filmar al personaje desde adentro y evita moverse para no mezclar su punto de vista con el de los hombres. Ese mismo pasaje incluye un montaje paralelo de las estudiantes, que observan la situación refugiadas en la casa, mediadas por una ventana que marca la posición de la cámara. Hay entonces un procedimiento formal que se reitera de manera coherente y constante: la perspectiva del filme se funde con la de sus protagonistas femeninas. Las pocas veces que vemos algo más allá la escuela es para observar a las mujeres tapadas por los barrotes de la puerta, como si estuvieran encerradas adentro de una jaula vieja.

El pilar que sostiene la película es, para bien o para mal, un arma de doble filo que permite pensar tanto los hallazgos de Coppola como sus decisiones cuestionables. En el costado más interesante, la mirada del filme supone un giro político con respecto a la versión de Siegel, donde nuestro acceso al mundo estaba filtrado por el soldado herido. Ahí, la visión masculina y machista representaba a las mujeres como criaturas de apariencia suave que ocultaban un espíritu castrador. La propuesta de Coppola viene a discutir esa mirada para generar una aproximación más humana, haciendo foco en la empatía. Aisladas del resto del mundo, las mujeres se vuelven víctimas de su soledad, con algunas contradicciones, pero llenas de esperanzas, ilusiones y generosidades.

La contracara a esta operación es el borramiento de las condiciones históricas y sociales donde se ubican las protagonistas. Acá, Coppola vuelve a hacer algo semejante a lo que ensayaba en María Antonieta, donde la Historia de un país se volvía una mera excusa para retratar las chicas cansadas y alienadas que caracterizan toda su obra. En El seductor, la Guerra Civil se pone de manifiesto implícitamente dentro de la escuela, pero la posición social privilegiada que tienen las mujeres es un rasgo casi imperceptible. La adaptación filmada por Siegel, contrariamente, incluía el personaje de una esclava negra que tensionaba la posición social de las estudiantes y profesoras.  Pero Coppola la borra de su filme, haciendo que su perspectiva encuentre los mismos límites que tienen sus mujeres enfrascadas.

Aquel encierro solitario es, se supone, apenas un elemento de los que construyen el drama en El seductor. Cuando las protagonistas deciden hospedar al soldado enemigo que interpreta Colin Farrell, la presencia masculina (una expresión del mundo extraño y exterior) desordena el equilibrio de la escuela. El deseo sexual contenido, ahora en camino a liberarse, es otro de los temas que Coppola trabaja y que paradójicamente no logra plasmar con la misma gracia que demuestra para filmar el aislamiento. Un ejemplo claro quizás sea el momento donde Kidman se excita imprevistamente mientras baña el cuerpo desnudo del soldado; una escena graciosa y reveladora que se sostiene más por la actuación de la estrella que por el ojo de la directora. Cuando esto sucede, Coppola filma el cuerpo de Farrell de manera fragmentada y con la precisión fría que utilizaría un cirujano para estudiar a su paciente. Ese registro mecánico y previsible, lleno de contra-planos y tomas efímeras, es un rasgo que se extiende a la totalidad del filme y que le otorga una sensación de frigidez anti-climática. Así, la mirada de Coppola pierde de vista la pulsión vital que las mujeres descubren a lo largo de la película. Ese es, después de todo, el arma más potente para combatir el encierro.

Elogio al desamor («Un bello sol interior»)

Juliette Binoche pone el cuerpo a la desesperación amorosa en Un bello sol interior, la comedia anti-romántica dirigida por Claire Denis. Lejos de sus exploraciones anteriores, la realizadora francesa retoma un libro de Roland Barthes para distorsionar las reglas que suelen regir las comedias del amor.

un-beau-soleil-interieur-de-claire-denis-photo-3.jpgUn beau soleil intérieur (2017), de Claire Denis

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada originalmente el 9/10/2017 en La Nueva Mañana

 

Entre el título new age y el trailer mecanizado, uno podría asumir que el nuevo filme de Claire Denis fue abducido por algún ente misterioso que se llevó su personalidad. Una imagen de la Torre Eiffel lanzando sus destellos de promesas amorosas pareciera adelantar ideas recicladas, postales turísticas mezcladas con una trama afrancesada de desventuras románticas que encabeza Juliette Binoche, la actriz arquetípica que puede iluminar hasta la película más fría. Pero en el fondo, Un bello sol interior quizás presente una alternativa a esa campaña publicitaria: la directora francesa sumergiéndose en las viejas aguas de la comedia romántica para ir un poco más allá, estirando el brazo hacia alguna zona oscura del discurso amoroso en la pantalla.

Si uno mira para atrás, sería difícil vincular a Claire Denis con las fórmulas gastadas de cierto cine en cartelera. Después de asistir a directores rebeldes como Jim Jarmusch y Wim Wenders, la francesa lanzó una obra tan ecléctica como singular, con atisbos de su personalidad que se perciben aun entre sus filmes más distintos. Desde fines de los ’80, la atención de su cámara mostró una debilidad por los cuerpos, concebidos como territorios que podían transitarse con fines dramáticos y sensoriales. Ese es el eje común que trama su filmografía, con películas que observan las huellas del colonialismo europeo (la sensualidad de los cuerpos masculinos en un grupo de soldados que entrenan para una guerra inexistente en Bella Tarea), los dramas intimistas (la contemplación poética de las relaciones interraciales y generacionales en 35 Rhums, o el encuentro entre unos desconocidos narrado a través de sus cuerpos en Vendredi Soir) y la reapropiación de géneros clásicos (el terror en los cuerpos insaciables de Sangre Caníbal o el policial en las marcas que deja la violencia de Les Salauds).

Un bello sol interior es casi una rareza en la carrera de Claire Denis; un coqueteo con la comedia romántica que no se rinde a sus convenciones, pero que se corre a un costado del interés exclusivo sobre la carne humana y desciende por el pozo ciego de las obsesiones afectivas que angustian a su protagonista. Recuperando el ensayo Fragmentos del discurso amoroso, el filme se alimenta de la prosa desesperada de Roland Barthes para seguir a Isabelle, una artista recientemente divorciada que está empecinada en encontrar el amor verdadero. En medio de esa odisea, el histrionismo de Juliette Binoche queda al servicio de un personaje sin filtro, evocando la angustia aplastante del joven Werther y la tragicomedia patética y encantadora de Delphine en la rohmeriana El rayo verde.

La Isabelle de Binoche está tan desconectada de su propio cuerpo que la vemos algo aburrida y pensativa mientras tiene sexo con su amante, un banquero perverso que no puede responder a sus necesidades. Ese rasgo cerebral de Isabelle (con el que analiza sin descanso cada una de sus relaciones) es el que arrastra la película hacia un terreno neurótico y verborrágico hasta ahora desconocido en el trabajo de Denis. La atención sobre la corporalidad es reformulada acá por la centralidad de los gestos, donde los ojos brillosos de Binoche combinan una sensación de esperanza y desilusión que se desparraman como lágrimas sobre los primeros planos de la película. Lo que se vuelve fundamental entonces es el juego entre las palabras y el cuerpo: cómo el rostro de Isabelle reacciona ante las declaraciones de sus amantes y cómo ella traduce sus sentimientos en palabras.

En ese camino, Un bello sol interior va rompiendo disimuladamente los moldes de la comedia romántica. Que el foco no esté puesto en una pareja ni en los enredos amorosos de varios personajes quiebra la estructura clásica del género y la impregna con la búsqueda casi caprichosa por encontrar una pareja ideal. El desfile de hombres (que entran y desaparecen del cuadro y de la historia sin aviso) pone en jaque la figura de un único amor para la protagonista. Es esa presencia masculina transitoria la que va habilitando una narración donde los grandes momentos dramáticos y su concatenación perfecta son abandonados. A cambio tenemos un relato en forma de viñetas; como una sucesión episódica más o menos desorganizada, llena de elipsis y anécdotas.

El amor, en vez de mostrarse como una emoción concreta o compartida, se desdibuja como un ideal abstracto que Isabelle persigue; por eso la importancia de la subjetividad, que se expresa en encuadres donde vemos a los hombres como si fuéramos la protagonista, una apuesta formal para ubicarnos desde su perspectiva. En otros pasajes, Denis decide correrse de aquel lugar y filmar desde afuera el desencuentro: el detalle de las manos de un hombre y una mujer que no se tocan después de su cita, el vacío entre dos personas recorrido por una cámara flotante, el contra-plano de dos amantes que se enlaza de manera desorientadora, como si sus miradas no se correspondieran.

Entre la mirada de la realizadora y la de su protagonista, ese juego de distancias y proximidades encuentra obstáculos que lo dejan a mitad de camino ¿hasta qué punto se desmitifica la obsesión de Isabelle y hasta qué punto la película queda atrapada en ella? A pesar de sus hallazgos, el filme suele hundirse en redundancias, donde los monólogos obstinados de Isabelle parecen comerse el ojo astuto de la directora. En sus mejores momentos, las decisiones de Denis funcionan como un comentario doble: sobre la asfixia del ideal amoroso y del género romántico formateado. Intensión liberadora que culmina en el final, donde la secuencia de títulos se imprime sobre un encuentro conmovedor. Y la película se despide sin subrayados dramáticos, como si continuara con el ritmo de la vida, más allá de la pantalla.

 

El colonialismo, la espera y todo lo demás («Zama»)

Nueve años después de su última película, Lucrecia Martel regresa con Zama, una adaptación de la novela de Antonio di Benedetto. Al girar la atención hacia el siglo XVIII, la mítica directora salteña ofrece una mirada sensitiva en torno al colonialismo y la angustia personal, con ecos en el presente argentino.

37352-zama__1_-h_2017Zama (2017), de Lucrecia Martel

 

 Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada originalmente el 2/10/2017 en La Nueva Mañana

 

Pensé en comenzar esta nota con alguna frase tan celebratoria como ridícula: “Lucrecia Martel vino a salvarnos a todos”. Pero enseguida entendí que semejante idea mesiánica sería muy simplista para la lucidez cinematográfica y política que la directora ha demostrado en sus películas. ¿Cómo empezar a escribir sobre el primer trabajo filmado por Martel en nueve años? Desde La Ciénaga (2001), su ópera prima, la realizadora salteña devolvió una mirada profunda acerca de la Argentina, concebida como una orquesta poética que mezclaba dosis de horror seductor y realismo misterioso. Entre Graciela Borges arrastrándose como un zombie decadente y María Onetto perdiendo la cabeza, los conflictos y malestares de clases sociales eran objeto de tensión dramática. Los mundos de Martel, llenos de criaturas que intentan ordenarlo todo, nos sumergían en una dimensión desconocida de lo cotidiano; la violencia, la culpa y el deseo se movían como espíritus revoltosos que buscaban alguna vía para liberarse.

En el transcurso de nueve años, Martel parece haber encontrado su compañero ideal en Antonio di Benedetto, el escritor de Zama: novela elíptica llena de una angustia contenida, como el tic-tac de una bomba que no se detiene hasta volver loca a la pobre víctima que espera. En su adaptación cinematográfica, Martel viaja al siglo XVIII para seguir a Don Diego de Zama, un oficial del imperio español que intenta ser trasladado de Paraguay para reunirse con su familia. El obstáculo en la historia: hacer buena letra para que nada ponga en crisis este anhelo. En el caso de Martel los desafíos son diferentes: ¿cómo reformular desde el cine la narración literaria en primera persona que construye di Benedetto?

En Zama, la película, la angustia causada por la confusión y la espera se canaliza a través de la plasticidad cinematográfica. El aislamiento del protagonista se conjuga con encuadres que dejan afuera parte de los cuerpos, las acciones y las cabezas, dislocando al sujeto de un entorno que no puede controlar. En una de las escenas, Martel observa cómo un grupo de mujeres bañan a Zama, pero de ellas sólo vemos sus brazos; mientras él, oscilando entre la realidad tangible y los mundos de su cabeza, se comunica con el fantasma de su esposa.  Esta apuesta formal enigmática se replica en el paisaje sonoro, con voces que se desarman y se pierden paulatinamente como si nos ubicara en otro plano de la realidad.

El recorrido en Zama es de un enrarecimiento progresivo, con una primera parte que parece lo más clásico que Martel haya hecho hasta el momento y un avance que se va despegando de lo estrictamente narrativo. Cuando un niño le habla al protagonista desde la cima de una silla, su declaración en tono profético es acompañada por un zumbido punzante. Ahí, el filme comienza  a abrirse por un agujero negro que nos empuja más allá del naturalismo, entre la ensoñación y la pesadilla. Más adelante veremos cortes abruptos de montaje que rasguñan la pantalla con violencia, abandonando las acciones antes de que terminen. Se trata de operaciones que van desarticulando la lógica causal de la narración hasta entregarse al mundo onírico. En tanto Zama se pierde a sí mismo, la película da forma a un estado-en-trance; la puesta en escena como un sueño febril en tiempos de colonialismo.

El género del drama histórico, donde este filme podría pensarse cautelosamente, suele preocuparse por la construcción de un universo diegético verosímil, con detalles decorativos como vestimentas, escenarios y objetos que intentan ser fieles al pasado. Pero el ojo de Martel cala más profundo con una atención casi antropológica. En Zama hay una observación sobre las relaciones de poder entre colonizadores y colonizados, hecha en base a gestos, héxis corporales, prácticas cotidianas, distancias y proximidades espaciales. Hay una suerte de inventario sobre las condiciones sociales del universo colonial que encuentra su forma cinematográfica: varios de los encuadres se construyen a partir del lugar que ocupan los cuerpos en el espacio y un mismo plano puede utilizar la profundidad de campo para contener diferentes situaciones simultáneas. Si bien Zama conversa con las personas allegadas a la realeza, en el fondo vemos pobladores originarios que arrastran botes y carretas, bañan caballos y ventilan a hombres y mujeres privilegiados. Un esclavo negro puede aparecer en el fondo del encuadre, pero el quejido de la soga que tira para refrescar a la realeza está adelante, recordándonos su lugar en aquella sala.

Esa relación con el pasado aparentemente remoto no es completamente nueva en el cine argentino reciente. En El Movimiento (2015), Naishtat volvía al siglo XIX para hacer un western parecido a una alegoría del peronismo, mientras en Jauja (2014), Alonso decidía mirar a unos colonizadores perdidos en un paisaje que no les era propio. En contraste, Martel filma a los grupos dominados con una dignidad que se perdía de vista en el filme de Naishtat y logra conjugar una materialidad algo difusa en el trabajo de Alonso: Zama demuestra tanto un juego cinematográfico para aproximarse sensitivamente al mundo como un registro de las condiciones sociales, que no son telón de fondo sino la materia espesa donde se cocinan los dramas del protagonista.

 Prueba de la mirada de lince de Martel es el escenario del presente argentino. Hace unos días el Senado prorrogó la ley que suspende los desalojos a los pueblos originarios; una discusión que parecería aislada si ignoramos la desaparición forzada de Santiago Maldonado y la campaña mediática que se lanzó a estigmatizar las luchas aborígenes. El paso de Zama por la cartelera señala un pasado que no está clausurado. Quizás Martel no vino a salvarnos a todos, pero sí a compartir una forma de mirar que ningún cineasta argentino había mostrado hasta ahora.