Puebla en llamas

Finalmente, Las hijas del fuego de Albertina Carri se estrena en Córdoba: una road movie porno-feminista ninguneada por las carteleras decrépitas de la ciudad. Su radicalidad poética prende fuego al cine de telarañas: ¿pueden las películas crear otros horizontes de mundo?

vlcsnap-2019-09-25-15h58m49s508Las hijas del fuego (2018), Albertina Carri

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada el 27/09/2019 en La Nueva Mañana

 

Pasó un largo año desde que Las hijas del fuego se asomaron por primera vez en el BAFICI. Que finalmente arriben a Córdoba, en meses de sequía cinéfila para una cartelera de estrenos decrépita, debería recibirse como un acontecimiento. Se trata de una película imperfecta, pero lo suficientemente rebelde como para arrebatar la atención dispersa de nuestras sociedades de pestañas-paralelas. 

Hay una extraña escena sobre el inicio del film que empieza deslizándose por el suelo nevado de las montañas y termina adentrándose en una cueva sombría. Colgada desde un pico cavernoso, la cámara espía a una chica que se está pajeando con un dildo. Lo que resulta llamativo es la devoción misteriosa con que se captura aquella figura: implica el paso del exterior ventoso a una cripta escondida; el paneo de una cámara que escarba como si se topara con un tesoro perdido. La chica parece formar parte de una mitología monstruosa. Es nuestra propia Nahuelita, nuestra elfa descarrilada, así como la película es una especie de Yeti patagónica para el cine argentino contemporáneo.

Esa piba es, también, un alter-ego que la espeja a Carri: una cineasta que comienza a peregrinar por la Patagonia salvaje para filmar una porno lésbica corrida del canon. Es decir, la protagonista ficticia está filmando la misma película (o una muy parecida) a la que filma Carri. ¿Qué película sería esa? Una que está obsesionada por el modo de registrar las corporalidades. Una que se amarra a la cámara para atravesar las curvas femeninas, para acariciarlas y contemplarlas del mismo modo que se hace con los lagos cristalinos o las tormentas de nieve en la cordillera. 

En ese sentido, no parece casual que el film transcurra en la Patagonia; un rincón que es el equivalente visual a la idea vernácula de paisaje. Lo que sucede en Las hijas del fuego es que los cuerpos de las chicas (de la directora porno, de su novia nadadora y de todas las amantes gozosas que descubren en su viaje) son concebidos como geografías: territorios que se (re)corren, que la cámara transita y de los cuales nosotros, los espectadores, nos convertimos en exploradores. No es un paisaje que permanezca estático, fijado por la cámara para ser poseído por el ojo colonizador, sino uno que la película pone en escena para ser habitado.

Prueba de esto son las escenas que hacen foco en la fragmentación corporal: pedazos de piernas pulposas, de tetas gigantes y vellos enmarañados que pertenecen a distintas mujeres y que se cruzan de manera confusa, a veces sin poder distinguir qué es qué y qué es de quién. Es un cuerpo colectivo, de todas, en conexión continua. La película no favorece siempre la claridad o la visión totalizadora de esas siluetas, más bien su reencuadre cinematográfico. Ensaya una puesta del cuerpo: figuras diseñadas y compuestas por el cine, para otorgarles una vida propia, sólo posible por la memoria infinita de la cámara.

Su gran fuera de campo (uno que no se explicita con datos históricos, pero que acecha a toda la película) es la concientización sobre el machismo depredador en la esfera pública. Ese es el enemigo dentro del film: tipos brutos que se asquean cuando ven dos mujeres apretando o que se calientan cuando sienten que pueden aplastar a sus novias contra el piso. Son los forajidos de este western mojado. 

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Pero Carri no se limita a “reflejar” aquel costado de la vida real. Lo que hace (y éste es el verdadero fuego con el que juega el film) es trabajar con una fantasía. Eso es palpable cuando se difuminan las fronteras entre lo que sucede a las protagonistas, lo que sueñan y lo que filman en la película dentro de la película. Allí, la apuesta de Carri es otra: catalizar la fuerza del cine para forjar un mundo propio, vinculado al nuestro pero también desfasado, corrido ligeramente de lugar. Esa es la grieta del cinematógrafo: la que abre nuestra visión empedrada y vislumbra otras posibilidades. 

Para la película, aquel horizonte es el nacimiento de un pueblo. Una comunidad de mujeres lesbianas, hetero y trans nómades unidas por el golpe bajo de una opresión compartida, pero también (y aún más importante) por el deseo carbónico de erigir un mundo diferente, con leyes propias. Un mundo de libertades que las incluya, que habilite su derecho al goce y a enterrar las lenguas frías en sus vaginas, bajo la luz azulada de los vitros en una Iglesia.

Nada de esto convierte a la película en una experiencia perfecta: algunas actuaciones ameritan resoplidos, todos los retratos de los hombres son unidimensionales, el privilegio de clase que expresan las protagonistas parece enceguecido y la estructura narrativa del porno tiende a volver al sexo algo forzado, casi mecánico. Pero aún con esos actos fallidos, Las hijas del fuego sigue siendo un ejemplar singular (y vital) en la fauna del cine argentino reciente. 

Al nivel de su despliegue formal y narrativo, sólo parece cercana a Breve historia del planeta verde de Santiago Loza; no por abocarse a filmar la diversidad sexual, sino por apostar a un artificio que anula la lógica del realismo preponderante. Pero además, de ese extrañamiento sobreviene un imaginario que es una completa rareza: la visión de un mundo donde un vínculo colectivo (y afectivo) sigue siendo posible. La composición de un espacio visual y sonoro que se asemeja a un llamado animal. La invocación de una jauría en torno a un “común”, algo compartido. 

Por eso, Las hijas del fuego son las anti-Animal de Bó, las anti-Relatos Salvajes de Szifrón, las anti-4×4 de Cohn. Es decir, son la oposición a un cine que reproduce sin consciencia los lugares comunes del descreimiento desesperanzador. Son las partidarias de que el cine puede señalar otros caminos. Algo sucios, algo deshabitados. Siempre, al costado de la ruta.

 

Una Corte de chicas calientes

Emma Stone, Rachel Weisz y Olivia Colman se visten de realeza para inyectar vitalidad en el cine vacío de Yorgos Lanthimos. La favorita, su nuevo film nominado al Oscar, se debate entre el deseo y la crueldad.

0l1020078cc_r_rgbThe Favorite (2018), Yorgos Lanthimos

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada el 15/02/2019 en La Nueva Mañana

 

I.

La favorita es una película calentona. A pocas semanas de los Oscar, el film de Yorgos Lanthimos parece una llama de fuego al lado de los témpanos que suelen celebrarse en aquellos premios. Roma, la película donde no hay placeres posibles, es el mayor referente de esa frigidez cinematográfica. Pero vale decirlo: los atributos opuestos que consigue demostrar La favorita se afianzan con la participación de terceros. Deborah Davis y Tony McNamara son los guionistas que despliegan una paleta admirable para matizar a los personajes. Emma Stone, Rachel Weisz y Olivia Colman forman el elenco vibrante que pone el cuerpo. Con este equipo se abre una grieta en el cine de Lanthimos, usualmente encaprichado con montar espectáculos de crueldad sobre la tristeza de sus personajes. Acá, quizás por primera vez en su obra, se asoma el deseo.

 

II.

Es un juego de máscaras. Hay algo en la composición dramática del film que consigue conjugar dos rasgos extremos: es expeditiva para presentar a sus protagonistas, al mismo tiempo que desenvuelve sus móviles e intenciones con cautela. Las primeras escenas ya trazan tensiones entre ellas. La reina Anne parece una colegiala insegura que se pregunta si pronunció bien o mal su discurso. Sarah, su consejera, la manipula para mover los hilos del reinado a su antojo. Y Abigail, la víctima perdedora que pasó de disfrutar los encantos de la nobleza a sufrir los golpes crudos de la calle, llega al castillo pidiendo trabajo. Pero todos estos rasgos son retorcidos continuamente, como si las protagonistas fueran arrancando capas contradictorias de sus vestiduras, descubriéndose y recubriéndose ante los espectadores. Anne puede verse frágil como la luz de un candelabro y luego gritar desquiciadamente a sus empleados. Abigail puede exhibir su rostro pecoso e inocente, sirviendo a ciegas a la reina, y después verse como una oficial de hierro que conduce el destino de hombres ingenuos. El tratamiento dilatado de aquellas texturas dramáticas va hilando un tejido complejo; los personajes hablan todo el tiempo sobre la guerra de Gran Bretaña y Francia, pero el verdadero interés de la película está fijado en batallas más íntimas. Éstas suceden puertas adentro, entre los pasillos interminables del castillo y la alcoba donde la reina recibe a sus súbditas en sábanas de seda.

 

III.

Adiós a la solemnidad. Lejos de los ánimos pomposos que suelen fanfarronear los dramas de época y la obra previa de Lanthimos, esta película abraza cierta irreverencia. Es a la vez ridícula y seductora. Durante dos horas, la realeza británica se la pasa puteando y hablando de sexo abiertamente. Abigail describe la “pija finita” de un viejo alemán, mientras la reina pide a gritos que la cojan y dice que le gusta cuando otra mujer le mete la lengua adentro. ¡Sacrilegio! Esta realeza es menos amanerada y más impulsiva; menos contenida y más deseosa. La vitalidad no se restringe acá a los diálogos, sino que es compuesta desde el cuerpo vertiginoso de las actrices. Sólo hace falta volver a ver El sacrificio de un ciervo sagrado, la película anterior de Lanthimos, para notar el contraste con los físicos duros y robóticos que adoptaban allí Nicole Kidman y Colin Farrell. Al contrario, las mujeres de La favorita hacen del cuerpo un medio de expresividad extrema. Corretean por los pasajes del castillo; se tiran al suelo en medio de ataques de histeria o por explosiones de júbilo; juegan a empujarse en la silla de ruedas y se chupan los dedos cuando cogen o cuando comen torta de merengue. La efervescencia de esos cuerpos está más cerca del slapstick de Charles Chaplin que de la teatralidad seria que encarna Judi Dench cada vez que interpreta alguna reina.

 

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IV.

Todo se reduce a una línea delgada. Delicadeza o grotesco, deseo o crueldad. La favorita oscila de un punto a otro del mismo modo en que sus protagonistas se mueven entre el sadismo y la vulnerabilidad. Es una manera decidida de filmar a esas mujeres. La forma en que Lanthimos utiliza la iluminación natural y ubica los cuerpos de sus actrices con cuidado en la composición del plano, rodeadas de cuadros y tapices refinados, acerca la película a una exhibición pictórica. Hay una suerte de celebración de aquel mundo de privilegios, pero a su vez esa visión es interrumpida cada tanto: se usan lentes de cámara que aplastan los cuerpos y espacios hasta deformarlos; se filma desde abajo para inflar los rostros, otorgándoles un aspecto casi monstruoso; se ralentiza el movimiento de los hombres cuando hacen pogo por una carrera de patos o cuando juegan a tirarle naranjas a un tipo. Cada vez que esto sucede, el glamour del castillo es alterado: hay algo retorcido que se sugiere desde la puesta en escena. Hay algo vulgar y grotesco que irrumpe violentamente, como un acto fallido deslizándose por las imágenes.

 

V.

El camino a la realeza está lleno de buenas intenciones. Y las chicas de La favorita van a manipular a quien sea para sostenerse o trepar sobre ese tótem de privilegios; el castillo como un refugio de las penas del mundo quebrado. Las decisiones que tomen en ese trayecto entregan la película a lugares humillantes y degradantes (el regodeo sobre el sufrimiento humano es siempre una marca cuestionable en la obra del director griego). Pero mientras las películas anteriores de Lanthimos parecían observar la crueldad como una esencia humana, la mirada que aporta en La favorita es menos superficial: la maldad no emerge de la naturaleza de las personas, sino como un resabio del contexto de desigualdades. Las protagonistas son empujadas hacia una lucha por sobrevivir, porque si no se mueven, van a ser aplastadas. Y ahí, otra marca que concede cierta actualidad a la película: el foco son las mujeres. Frente a todas las películas de época donde los hombres protagonizan la guerra, ésta es de chicas. De chicas grises que se calientan y que definen los juegos del poder. Con ellas, La favorita se desprende de las tendencias más provocadoras y vacías de Lanthimos. Así dieron forma a su primera comedia negra.

João Pedro Rodrigues y el cine-drag

João Pedro Rodrigues comprueba que el cine no está muerto: su obra, que se verá desde el jueves 14 dentro de la Semana de Cine Portugués en el Cineclub Municipal, sigue interrogando las posibilidades del cine como un lenguaje en mutación permanente.

MV5BMDY2M2EyNWEtMTQxYS00OTA5LWJkNzAtYWE3M2I5MzFiOTJkXkEyXkFqcGdeQXVyMjgyOTI4Mg@@._V1_O Fantasma (2000), João Pedro Rodrigues

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada el 08/02/2019 en La Nueva Mañana

 

1.

João Pedro Rodrigues es el tipo de cineasta que dedica su primera película a un recolector de basura; un pibe que está rodeado de mugre pero que vive caliente. João Pedro Rodrigues es el tipo de cineasta que filma personajes crepusculares y secretos, cuyas historias transcurren de noche mientras el resto de las personas duermen iluminadas por la pantalla del televisor, adentro de sus hogares cómodos y tranquilos. João Pedro Rodrigues es el tipo de cineasta que directamente ataca ese concepto de “hogar”: todo su cine crece con desviaciones y desconciertos, como si estuviera arrebatando de un manotazo cualquier certeza a los espectadores. En su obra, la clásica pregunta sobre qué es el cine se amplía a partir de un acto democratizador, siempre subversivo: ¿qué puede ser?

 

2.

Del 2000 en adelante, las películas de Rodrigues emergen en las tierras más fértiles para la cinematografía contemporánea: Portugal, una suerte de oasis inagotable donde el cine se renueva después que muchos escépticos anunciaran su muerte, como si fueran profetas vaticinando catástrofes naturales. Pero en este siglo XXI que amenaza con extinguir vanguardias e imaginarios del futuro, los portugueses todavía sueñan: Pedro Costa crea espacios de indeterminación entre la ficción y lo documental, Rita Azevedo Gomes estira los límites de la plasticidad visual, Miguel Gomes y João Nicolau evocan cosmogonías fantásticas que pueden ser escapatoria de lo real, pero también una pregunta sobre el mundo. Entre ellos reaparecen las huellas de viejos maestros, como Manoel de Oliveira y Paulo Rocha o incluso los clásicos del Hollywood antiguo, pero nunca los reducen a citas u homenajes simples. ¿Le queda al cine algo más que regodearse en el pasado? Desde Portugal parecen responder afirmativamente. Dicen que sí, que la historia continúa. Y la están escribiendo ellos.

 

image-w1280O Fantasma (2000), João Pedro Rodrigues

 

3.

El cine de João Pedro Rodrigues también está impregnado por aquellos juegos que desordenan las relaciones entre el artificio creado y la espontaneidad de lo real. El ornitólogo, por ejemplo, comienza como un registro contemplativo de la naturaleza que va mutando hacia un terreno de realidad expandida, donde (como acostumbra Rodrigues) el deseo no está escindido de la violencia, así como los sueños nunca están claramente separados de las pesadillas. El orden de lo real se abre hacia lo fantástico, pero siempre en una conexión anclada en el cuerpo: ese es el eje en el cine del director portugués. La carne es el big bang que dispara (y al que vuelven) las obsesiones desmedidas y los universos extrañados donde las travestis pueden salir a cazar duendes y los bosques pueden estar habitados por amazonas en tetas.

En O Fantasma, la ópera prima del director, la puesta en escena responde a esa atención: los planos están compuestos para darle centralidad al cuerpo del protagonista y los encuadres están hechos para fragmentar ese cuerpo, para resaltarlo de la cintura hacia abajo, filmando los cachetes de su culo o el bulto duro que se asoma desde su bóxer. Algo de eso nos acerca al terreno de una porno, pero acá, el registro del cuerpo queda al servicio de una condición dramática. La película observa a un pibe obsesionado con cogerse al tipo que no le da bola; lo filma como si cayera por una escalera espiral descendente, lejos del razonamiento y poseído por un impulso primitivo. No habrá construcción narrativa que lo juzgue, sino una mirada que se construye en torno a esa visceralidad: es el cuerpo en plena ebullición convertido en faro de la forma cinematográfica. La idea que entiende el cine como un guion filmado se diluye, porque Rodrigues está interesado en registrar un estado personal antes que en perseguir las acciones de una historia.

 

el ornitologo 2O ornitólogo (2016), João Pedro Rodrigues

 

4.

Los estados que filma João Pedro Rodrigues nunca son estancos. Siempre están fluyendo. En Odete, una piba desquiciada se convierte en el novio muerto de un barman. En Morir como un hombre, una Drag Queen oscila entre su pasado masculino y su presente como mujer. Incluso sobre el final de O Fantasma, el protagonista se vuelve una especie de criatura mitológica: se arrastra en cuatro patas por parques de basura, se entierra en las sombras de la noche y lame charcos de barro como si fuera un perro callejero.

Pero casi ninguno de estos movimientos está asentado en escenas dramáticas que los justifiquen. En El ornitólogo, los giros que da Fernando, el protagonista, se componen fundamentalmente desde el dispositivo formal: los planos subjetivos del tipo que mira las aves son confrontados con los planos subjetivos de los mismos pájaros, que lo ven a Fernando con otro rostro, como si fuera un hombre diferente. Es una elección sutil, pero reveladora de la filosofía que acompaña al film. Por un lado, le otorga cierto agenciamiento a la naturaleza: no es sólo el hombre el que la observa y afecta, sino que ella también devuelve la mirada. Y es una mirada más profunda (y distorsionada), que anticipa los cambios imperceptibles que se están dando en el interior de las personas. Por otra parte, el film va desandando la mutación de Fernando: perdido en el bosque y aislado de sus seres queridos, queda desprendido de todo lo que solía ser. No hay una verdadera explicación psicologista para lo que acontece al protagonista, más bien una pregunta que Rodrigues sugiere incisivamente: ¿existe acaso algo como una identidad definida?

 

vlcsnap-2019-02-05-12h53m57s966Morrer como um homem (2009), João Pedro Rodrigues

 

5.

 Las películas de João Pedro Rodrigues son camaleónicas. Cambian de piel y de color, igual que lo hacen sus protagonistas. Morir como un hombre ofrece el ejemplo extremo: un objeto misterioso que de un momento a otro puede pasar a ser un film de guerra, un melodrama, una road movie o un musical fantasioso. Pero también puede cambiar de tonos y texturas: se ve como un drama realista y de repente la pantalla entera queda teñida de color rojo. Las imágenes se distorsionan bajo el aspecto de un negativo fotográfico y arden, como si empujaran la realidad de los personajes hacia un estadio de trascendencia, por encima de sus problemas.

Es en ese sentido que las películas de João Pedro Rodrigues conforman un cine-drag. No sencillamente porque sus temáticas suelan centrarse en la diversidad sexual, sino porque los films mismos desafían continuamente el encasillamiento. Se valen de los géneros cinematográficos como si fueran los vestidos de lentejuelas y las pelucas rubias que se sacan y se ponen sus protagonistas antes de dar un show en el club nocturno. No hay destinos ni esencias que sujeten a las películas. Lo de Rodrigues constituye, por eso, un grito por un cine en devenir constante. Y eso lo hace el cineasta más contemporáneo de nuestros tiempos.

 

 

* La Semana de Cine Portugués tendrá lugar en el Cineclub Municipal. Los cortos de Rodrigues se verán el 14/02 a las 15:30 hs.  Morir como un hombre se ve el 14/02 a las 20:30 hs y El ornitólogo el 14/02 a las 18:00 hs y el 16/02 a las 23:00 hs.

¡Oh, esto parece el paraíso!

En Sueño Florianópolis, la directora argentina Ana Katz y la actriz Mercedes Morán se unen como dos bailarinas en perfecta sincronía: juntas componen una comedia sobre el deseo femenino, en diálogo con sus películas anteriores.

sf_13Sueño Florianópolis (2018), Ana Katz

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada el 18/01/2019 en La Nueva Mañana

 

Estoy en problemas con Ana Katz. Mientras intento escribir sobre Sueño Florianópolis, su última película, temo hacerla sonar demasiado solemne o imponerle cierto aire grandilocuente que ella misma nunca se adjudica. Diría, por ejemplo, que el film completa una suerte de trilogía sobre liberaciones femeninas que Katz ha registrado con su cámara atenta y su escritura punzante (junto a la neurosis desbordada de Una novia errante y a la maternidad disonante de Mi amiga del parque) y que Mercedes Morán ha hecho cuerpo en la etapa más reciente de su carrera (en la misteriosa Familia sumergida y en El amor menos pensado). Cada una de ellas, directora y actriz, se mueve como si formaran una pareja danzante en sintonía perfecta: encarnan con precisión el lugar al que son empujadas forzosamente las mujeres, entre una vida de comportamientos previsibles y el llamado de una promesa diferente; un quiebre del que no habrá regreso.

Pero Sueño Florianópolis también está impregnada por un aura de liviandad, como la brisa suave de una lluvia de verano. Si bien su título hace referencia a la escena donde Lucrecia (Mercedes Morán) sueña con un viaje iniciático por la playa, también insinúa algo más. La película entera está poseída por una visión especular de Florianópolis. El destino de vacaciones al que viajan Lucrecia y su familia se asemeja a un oasis paradisíaco: es suspensión de la rutina, puesta en duda de las certidumbres, apertura al fluir de los cuerpos. La fotografía brillosa que rescata las olas esmeriladas y los prados selváticos logra evocar visualmente aquella tierra de placeres.

Nada de eso debería confundirse con el calco ingenuo de un imaginario turístico (en una entrevista reciente realizada por Julia Kratje, Ana Katz llega a decir que una empresa rechazó sponsorear la película “porque el viaje no aparece visto de manera positiva”). Lo que sucede con Sueño Florianópolis es que está dispuesta a sumergirse en las lagunas del deseo, más allá de la superficie hipnotizante del agua cristalina (algo de eso se materializa en la puesta en escena, cuando un simple chapuzón en el agua se revela como una satisfacción más profunda de lo que aparenta a primera vista, con la cámara balancéandose hacia adentro y afuera del océano). El placer explorado en la película no se detiene ante la gratificación automática y vacía que propone el mercado, sino que captura una forma de experiencia diferente; desafía lo que viene dado como verdad única e irreversible. ¿Pueden seguir deseando las mujeres de 60, desordenar la familia y reiniciar el juego?

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Uno de los encantos del film tiene que ver con la manera en que complejiza el vinculo entre sus personajes de manera creciente. En principio, todo parece presentarse como una simple comedia de situaciones donde la familia protagonista viaja a Brasil, con ciertos accidentes tragicómicos de por medio. Al poco tiempo, Lucrecia y Pedro (Gustavo Garzón) se ven en una cena donde comentan que están separados temporalmente, pero que aun así decidieron viajar con sus hijos adolescentes. Del mismo modo en que Mi amiga del parque se negaba a presentar la maternidad como una experiencia armónica y plena, Sueño Florianópolis resiste los ideales de familia. Gran parte de sus giros cómicos (y dramáticos) se sostienen por la intervención de elementos externos (fiestas nocturnas de karaoke o cervezas frescas con el administrador de las cabañas) que ponen en crisis a la familia y la pareja como un núcleo cerrado y hermético.

Hay una escena concreta que parece sintetizar aquel punto. Pedro y Lucrecia, ambos psicoanalistas, le cuentan a sus hijos que solían atender a un matrimonio; él se encargaba del hombre, ella de la mujer. Es una pieza preciosa de historia compartida, un chispazo que ilumina la imagen de un pasado en el que estaban juntos, una complicidad que aún resiste el paso del tiempo. Y de repente, el plano que muestra a la familia entera riéndose en la cabaña es interrumpido por una visión del afuera: desde la ventana aparece el administrador del alojamiento que se acerca reptando como una amenaza al orden establecido. Allí, la expresión material de una tensión: el adentro y el afuera, el universo conocido y un mundo nuevo. A medida que Lucrecia se va abriendo de aquellas estructuras, la película restaura el deseo y la transformación como acontecimientos que desconocen límites etarios y de género. La distancia entre los adolescentes y los adultos quizás no sea tan lejana.

La película de Katz no deja de ser especial por el modo en que equilibra elementos diversos: las estampidas de humor ridículo y las dudas existenciales donde lo personal nunca está escindido de lo político. Se trata de un rasgo singular que no podría atribuirse a las comedias del mainstream argentino (el modelo efectista de Carnevale y Taratuto) ni a la mayor parte del cine independiente. Apenas el recuerdo próximo de Las Vegas, dirigida por Juan Villegas, sirve como un reflejo distorsionado que permite apreciar las virtudes de Katz. Frente a la artificialidad coreográfica y la narración hueca de la primera, Sueño Florianópolis ensaya una puesta en escena que habilita ritmo para la espontaneidad de sus actores y un guion que suma capas y matices a sus personajes.

Katz confía amorosamente en esos protagonistas, a pesar de que puedan ser contradictorios o imperfectos, del mismo modo en que profesa una creencia profunda en sus espectadores. Cada conflicto dramático tiende a mostrarse antes que a explicitarse con palabras. Y en ese arte de malabares, la directora ha logrado erigir una forma de humor que incomoda. Si el costumbrismo siempre corre el peligro de repetir los lugares comunes, el cine de Katz los esquiva y los patea afuera de la pantalla. Prefiere habitar tierras desconocidas antes que sentarse a repetir manuales de chistes berretas. Elige construir sobre las dudas, antes que rendirse a las certezas. Sueño Florianópolis es su criatura quimérica más reciente que emprende ese viaje. Allí, una mujer que está arriba de los 60 sigue deseando. Sigue aferrándose a la creencia de que, después de todo, los sueños no se sueltan.

Otro más muerde el polvo: ser gay en celuloide

Bohemian Rhapsody usa la música de Queen para mitificar la figura de Freddie Mercury al mismo tiempo que construye una visión moralista sobre la sexualidad. Así, la biopic reabre el debate sobre cómo la homosexualidad masculina es retratada en el cine contemporáneo.

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Por Iván Zgaib 

 *Esta nota fue publicada el 10/12/2018 en La Nueva Mañana

 

Ya es diciembre y la música de Queen vuelve a sonar como si fuera un jingle navideño. Cualquiera que esté leyendo este diario probablemente habrá visto Bohemian Rhapsody o, como mínimo, habrá sido acorralado por su artillería publicitaria, un asalto en tiempos de fiestas. “El musical biográfico más taquillero de la historia del cine”, repiten en loop las frases celebratorias. Pero las respuestas condescendientes frente a la biopic de Freddie Mercury requieren un límite, no sólo por su narración caricaturesca y reduccionista (la crítica Kristen Yoonsoo Kim lo definió, con una elocuencia admirable, como “la página de Wikipedia de Queen convertida en biopic”). Y lo que también hace Bohemian Rhapsody es amarrarse a la figura de Mercury para traicionarla: su complejidad es aprisionada en un paquete asfixiante y ridículo que debería interpelarnos para reflexionar sobre el modo en que la homosexualidad masculina es retratada en el cine.

Hay una escena particular que condensa la mirada tramposa del film. Freddie está hablando con su esposa desde un teléfono público cuando se cruza un tipo grandote que le hace señas para que lo siga al baño: un plano de Freddie quieto y dudoso, un plano de su esposa angelical del otro lado del teléfono, un plano del tipo sexy caminando con sus jeans apretados. Este uso del montaje paralelo no es simplemente una operación narrativa, sino también una decisión estética que expresa la filosofía del film bajo una forma escindida: Mercury está enfrentando dos caminos posibles (será uno u otro, porque en el imaginario berreta de Bohemian Rhapsody no existen zonas grises). De un lado, el universo heterosexual representado por su esposa dulce, sus amigos generosos y sus sanas costumbres. Por otra parte, el mundo gay construido como una caminata tentadora y culposa que desemboca en urinales sucios, fiestas viciosas, homosexuales manipuladores y muertes sin escapatoria.

¿Cuál es la trampa del film entonces? Que en el intento por mitificar la música de Queen va disimulando su propia visión moralizante: divide los mundos de la sexualidad, clasifica a los personajes en etiquetas puras y redistribuye dones y castigos según crea conveniente. La conclusión implícita a la que va a arribar estará provista de sentido ideológico: Freddie Mercury no se contagió de HIV porque el virus fuera desconocido o por un accidente que podría haberle ocurrido a cualquiera de los personajes (heterosexuales o no), sino porque tuvo sexo con otros hombres. Su destino se había sellado desde la escena patética en que su esposa lo confronta y le dice (lo encasilla, lo rotula, lo define): “vos sos gay; la vas a pasar muy mal”. Y así Freddie eligió la muerte.

Uno creería que los avances en la ampliación de derechos vinculados a la diversidad sexual pondrían un freno a estas miradas naturalizadas, pero el cine a veces se mueve más lento que la realidad. Las operaciones maniqueístas que exhibe Bohemian Rhapsody ni siquiera cuentan con la salvedad de ser novedosas, porque pertenecen a una tendencia agotadora que el cine ha sostenido por décadas (incluso cuando sus directores se reconocen como gays). Allí, la homosexualidad sólo puede ser elaborada como conflicto central de los personajes y su destino estará siempre asociado a la tragedia (Secreto en la montaña, su estandarte más victorioso). Gays que se matan entre ellos, gays que se matan a sí mismos o que mueren a manos de la homofobia. Es la muerte repentina como condena asegurada.

 

Prendé fuego el closet, Rowling

Jude-law-fantastic-beastsFantastic Beasts: The Crimes of Grindelwald (2018), David Yates

 

Sacar a los personajes del closet es una odisea que parte del cine mainstream ha emprendido a los tropiezos. Uno de los intentos más tibios y vergonzosos del 2018 fue acuñado por J.K Rowling, la escritora de Harry Potter que causó revuelo hace años, después de anunciar que el personaje de Dumbledore era gay. En la última entrega del film Animales fantásticos, el héroe queer de la autora insinúa tímidamente su orientación sexual cuando le preguntan por su relación con otro mago. “Éramos mucho más que hermanos”, dice él, mientras observamos unas imágenes donde los dos se miran sin tocarse; no vaya a ser que los padres se rebelen contra el imperio de Harry Potter (¿alguien dijo “ideología de género”?).

Pero hasta las películas con las mejores intensiones fracasan en el intento. Love, Simon, celebrado como el primer film industrial en tener un protagonista adolescente gay, está tan preocupado por presentar a su personaje como alguien “normal” que confunde el cine con un spot educativo dudoso. La mirada ingenua de la película llega al punto de suprimir las diferencias en pos de un discurso ilusorio según el cual “todos somos iguales”. En uno de sus esfuerzos más cuestionables, una voz en off intenta convencernos de que un pibe viviendo en una casa gigante, que recibe un auto 0 km de regalo y viaja a París con su familia es “normal” como cualquiera de los espectadores. Se trata de la inversión al modelo de la “tragedia gay”, pero lo único que construye es una fantasía donde la política de género desconoce su consciencia de clase.

 

Otro cine, otro deseo

IMG_0645 bcopiaInstrucciones para flotar un muerto (2018), Nadir Medina

 

Me aventuraría a decir que la estructura narrativa convencional de Bohemian Rhapsody y Love, Simon (esa que se mueve calculadoramente en términos de causa-consecuencia y tipificación) facilita el encorsetamiento de la sexualidad (Mercury, por ejemplo, ni siquiera se reconocía exclusivamente como gay). Pero aquella obsesión extraña por definir el deseo del otro aparece como un mal que no se restringe al cine, sino que se extiende a algunos críticos.

Hace pocos meses se publicó la crítica de Instrucciones para flotar un muerto que escribió Gabriel Ábalos en el diario El Alfil, donde definía al protagonista de la siguiente manera: “Pablo es gay y él y Jesi son viejos amigos”. Lo que resulta particularmente curioso es que el periodista (al igual que la mayoría de los críticos que escribieron sobre el film) perdió de vista que la película evita definir al personaje según su orientación sexual. El posicionamiento político del film parte, justamente, de la sutileza narrativa con la cual discute a todas las películas donde los personajes son reducidos a su homosexualidad (siempre conflictiva). En Instrucciones para flotar un muerto, ese deseo sexual es sólo uno de los aspectos que constituyen a Pablo, pero nunca su problema.

Julia y el zorro, otra película cordobesa reciente, también expresa una sensibilidad tan inusitada que pasó desapercibida en los medios que escribieron sobre ella. Un repaso por estas notas demostrará que la mayoría se centró en la visión que propone el film sobre la maternidad. Lo que pasaron de largo aquellos críticos fue que Julia y el zorro hace mucho más: al mismo tiempo que le permite a la protagonista femenina renunciar al “deber-ser” madre, le otorga la posibilidad a una pareja gay de formar una familia. La película discute dos mandatos del sentido común dominante: que las mujeres están destinadas a tener hijos y que las familias sólo son heteroparentales. Y lo hace sin la voz en off aleccionadora de Love, Simon ni los diálogos obvios de Bohemian Rhapsody: sólo lo pone frente a la cámara, a la vista de los espectadores. Cuando estas grietas se abren, el imaginario ficcional del cine se constituye como un espacio más igualitario. En lo que respecta a la crítica, habrá que permanecer en estado de alerta. Esa será la única manera de estar a la altura de las circunstancias.

 

* Julia y el zorro se ve en el Cineclub Municipal. Instrucciones para flotar un muerto está disponible en la plataforma de streaming Cine Ar Play. 

Lo sublime está en el cuerpo: entrevista con Martín Farina

El director porteño Martín Farina habla sobre Mujer nómade y El hombre Depaso Piedralos dos films que vendrá a presentar a Córdoba en el Cineclub Municipal: cómo compone retratos en vínculo con lo real, el lugar del cuerpo en sus películas y las posibilidades de un cine documental abierto a la fantasía.

IMG_0072Mujer nómade (2018), Martín Farina

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada el 13/08/2018 en La Nueva Mañana

 

Martín Farina no puede enfrentarse a una hoja en blanco. “Me sentiría ridículo así, encerrado en mi casa, intentando imaginarme cómo sería la vida de una protagonista que es filósofa. No podría escribir nunca”, dice en un gesto de transparencia enternecedora. Como lo demuestran Mujer nómade y El hombre Depaso Piedra, sus dos films que se estrenan este jueves en el Cineclub Municipal, el cine de Farina se zambulle en el torrente de lo real. Se apropia de su entorno para dar forma cinematográfica a personajes peculiares a los que encuentra de casualidad. Pero esos retratos humanos esquivan un registro estrictamente realista: están despegados de entrevistas informativas y datos duros para abrir derivas oníricas y poéticas. Esculpen la fisonomía de los cuerpos y los espacios desde una mirada que sólo el cine puede elaborar.

Los personajes que gravitan estas películas son impredecibles. Se mueven como lobos solitarios, a un costado de las expectativas sociales. En el caso de Mujer nómade se trata de una filósofa de 78 años que practica libremente su sexualidad, mientras en El hombre Depaso Piedra es un viejo del campo que vive aislado en la naturaleza. Son criaturas diferentes entre sí, pero que comparten un mismo núcleo misterioso. “Imaginate estar parado frente a algo que es tan inconmensurable, tan difícil de explicar que no hay palabras para poder expresarlo o llevarlo a escala humana: eso es lo sublime”, dice Farina sobre el concepto que le enseñó la protagonista de Mujer nómade, “Y yo creo que con estos personajes me pasó algo de ese orden. Sus discursos encierran cosas que impiden hacer un juicio que los controle, que los sintetice o los defina de antemano. Entonces me dejaban sin prejuicios. Me dejaban sólo frente a una pregunta sobre ellos. Y con esa idea me acerqué de maneras diferentes. Con la sensación de que acá había algo que iba más allá de la moral, más allá de la voluntad inclusive.”

Attachment-1Martín Farina

Ese gesto desprejuiciado marca una línea ética en las películas de Farina. En ellas logra un equilibrio de malabarista que sólo sostienen los cineastas más sensibles: expone a sus personajes de manera descarnada y vulnerable, pero nunca los explota ni subestima. Este es un rasgo que se expresa de manera evidente en El hombre Depaso Piedra, donde Farina aparece frente a cámara discutiendo con las ideas de Mariano, el protagonista. Pero el film resulta peculiar porque no toma partida por el punto de vista del director. La cámara tiende a permanecer alejada, filmando los dos hombres a lo lejos, mientras escuchamos sus disputas como si estuviéramos al lado. “Mariano me cuestionaba porque yo no tengo mi casa fija, porque viajo y no tengo una vida estable”, comenta Farina, “Y él siente mucha dignidad por tener su casa propia. Entonces yo quise tomar esa distancia para filmar porque creí que era lo que mejor contaba esa diferencia que nosotros teníamos. Casi no hay sincronía entre la imágen y los textos porque  nosotros casi nunca estábamos en sintonía”.

A cada personaje, un método de aproximación diferente. En Mujer nómade, Farina sigue la vida de Esther Díaz, una reconocida epistemóloga que escribe sobre el deseo en la cultura patriarcal al mismo tiempo que experimenta su atracción por hombres más jóvenes. Acá, la distancia de los planos se acorta para apegarse al rostro de la protagonista, como si la cámara se empecinara en descifrarla. “Lo de Mariano funcionaba como un espejo que puede llegar a repensar la distancia. En el caso de Esther tomé otro camino porque su cuerpo y todo lo que ella es y me mostraba necesitaba otro tipo de tensión para mirarlo”, explica el director, “Yo sentía que Esther era un personaje tan complejo que me ofrecía muchas máscaras. Intenté dar un montón de señales que hicieran caer sus máscaras para que aparecieran otras nuevas. Por eso la cámara tenía que estar mucho más cerca de ella”.

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Las múltiples facetas de Esther Díaz, desde su trabajo como expositora en congresos a su vida doméstica y su pasado familiar, conforman una estructura narrativa quebrada entre la realidad y la fantasía, el presente y el pasado. El inicio, por ejemplo, se construye a modo de suspenso: escuchamos un relato traumático de la protagonista sin verla hasta el final. Para Farina, el tono de la escena propone una suerte de big bang cinematográfico: “Anticipa lo que va a venir en la película. Una persona que está y que no está, que quedó en un tiempo, que se encuentra consigo misma y se va. Y los espacios y sonidos por separado me parece que contribuyen a darle fuerza a ese cuerpo que está suspendido”.  

Más allá de lo dramático que suena esto, Mujer nómade es un film de una vitalidad inesperada. Los gemidos entrecortados de la canción pop en el inicio, los colores chillones en las vestimentas y los objetos, las secuencias oníricas y la insistencia de la cámara en pasearse por los cuerpos empujan la película a una zona misteriosa donde el placer se hace sonoro y visual.  Uno de sus pasajes más enigmáticos corresponde a la figura de un joven que no se sabe exactamente quién es, pero que Farina define como su propia interpretación de las fantasías de Esther. El director lo filma en cuero, haciendo ejercicio o cortándose el pelo frente al espejo; una serie de interrupciones repentinas a la historia de su protagonista.

¿Pero cuál es el resultado de este cruce extraño entre lo real, las fantasías y el deseo? “Me parece que nuestra película podría ser una imagen-cuerpo”, arriesga Farina, “es difícil de definir, pero creo que lo que sucede con el cuerpo ofrece una pregunta, más allá de lo que le sucede a la persona. Por eso pensaba la idea de la máscara: el cuerpo como máscara de la verdad. Es eso que no se puede decir pero se puede usar para hacer un juego de lenguaje, a través del cine. En ese juego aparece la posibilidad de que se haga visible algo auténtico o verdadero del cuerpo”.

* Mujer nómade y El hombre Depaso Piedra se estrenan este jueves 16 de agosto en el Cineclub Municipal. Las funciones del sábado a las 18:00 hs y 20:30 hs contarán con la presencia del director, en diálogo con el público moderado por Roger Koza.

De hombres y estatuas que se prenden fuego

En Llámame por tu nombre, el director Luca Guadagnino observa una historia de amor desde una mirada que celebra el deseo: es una poética donde los cuerpos y el placer se reivindican sin vergüenza. Se estrena el jueves 12/4 en el Cineclub Municipal Hugo del Carril.

 Call Me By Your Name 12Call Me By Your Name (2017), Luca Guadagnino

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada originalmente el 09/04/2018 en La Nueva Mañana

 

Esto es lo que pasa con Llámame por tu nombre. Uno puede ver la película desde la butaca, envuelto en la oscuridad espesa de la sala, y sentirse en pleno verano. No importa si el proyectorista o alguien más prendió el aire acondicionado; uno va a sudar como si estuviera a orillas de algún río, bajo los rayos calientes del sol. Esas reacciones que ocurren al nivel del cuerpo son un acto reflejo: gran parte de la dirección de Luca Guadagnino se trama por el físico de sus protagonistas; son las reacciones viscerales de sus organismos y sus pieles encendidas las que se convierten en un territorio de narración cinematográfica.

Entonces, la historia va así: el año es 1983 y el lugar es Italia. Un encuentro entre dos hombres desata la tempestad del deseo. Elio, el adolescente de 17 años, conoce a Oliver, el arqueólogo de 24 que llega para trabajar con su padre. Hasta acá, todo parece simple. Pero la mayor parte de los estereotipos sobre historias de verano y despertares sexuales se subvierten para ingresar en una zona exploratoria: si a Elio y Oliver los sacude un brote de atracción imparable, la mirada de Guadagnino va a hacer que el deseo fluya hasta imprimirse en la materialidad de los planos, la luz y los sonidos.

El escenario edénico del campo, por ejemplo, está capturado desde una fotografía luminosa que resalta las pieles brillosas, bañadas por el resplandor del sol. Porque mucho de lo que vemos en Llámame por tu nombre es eso: pieles desnudas que se provocan, que se atraen espontáneamente o se repelen a la fuerza. A esto apunta el padre de Elio cuando observa las estatuas de figuras masculinas helenísticas y dice, de manera un poco obvia: “Es como que te provocan para que los desees”.

Guadagnino encuentra un registro más sutil e inteligente cuando atiende a la sensibilidad de los cuerpos desde la cámara: el derrotero de sangre que corre por la nariz de Elio, el sonido del pis que retumba en medio de una noche silenciosa, el semen desparramado sobre el pecho de Oliver o el jugo pulposo de durazno que se derrama sobre la piel hasta mezclarse con los flujos corporales. Esos son los detalles que apuntan a la visceralidad y la crudeza del deseo. Puede que Elio y Oliver no entiendan completamente por qué se sienten atraídos, pero hay manifestaciones que aparecen de manera inconfundible. Esa es la proeza poética más entrañable del director: lo que a veces no pueden decir sus criaturas lo dicen en cambio sus cuerpos, pegando gritos de placer desvergonzado.

portada-men-x-1356Call Me By Your Name (2017), Luca Guadagnino

Parte de esa atracción está definida por un juego de proximidades y distancias. En la primera mitad del film, cuando Elio y Oliver se resisten a entregarse el uno al otro, Guadagnino utiliza la tensión sexual para componer varios planos: los dos hombres conviven en el mismo campo visual, pero uno de ellos se ve desde cerca y el otro aparece en el fondo de la imagen. Es decir que vemos simultáneamente la separación y la coexistencia; ambas marcadas por el deseo de estar juntos y la imposibilidad de hacerlo. El letargo de la consumación sexual se desarrolla al modo de un suspenso concentrado en la imagen. Entonces la sensualidad se acumula entre los límites del plano, como si en cualquier momento pudieran hacer estallar la pantalla de tanta calentura. Cualquier acto de amor posterior adquiere como resultado una intensidad doble; cuando la cámara se agacha a registrar cómo Elio y Oliver se rozan las manos en público, se trata de  un momento de liberación dramática tan grande como podría ser la escena de un beso.

Llámame por tu nombre, con todas sus virtudes poéticas y expresivas, también avanza a los tropiezos. Por momentos se hunde en subrayados innecesarios, el final prolongado se anuncia más de una vez y la relación de los protagonistas siempre se choca con un obstáculo gastado en la historia del cine: los relatos sobre hombres gays suelen reducir los personajes a su orientación sexual, como si no fueran o no tuvieran nada más allá de eso. En este caso, el vínculo de Elio y Oliver gira en círculos de imposibilidades sólo porque comparten el mismo sexo. Sí, el relato está situado en los 80 y el contexto entonces era diferente, pero la película sufre un poco cuando se suma a una línea de films que parecen imposibilitados de imaginar destinos que no sean trágicos ni fracasados para sus personajes gays.

Los momentos más interesantes llegan cuando Guadagnino construye matices que develan las marcas de su tiempo. Aunque Elio y Oliver se preocupan por lo que puede pensar el resto, las imágenes que vemos del exterior están llenas de empatía: hay una pareja de hombres viejos que parece feliz, un padre que acepta a su hijo sin límites y una amiga totalmente compresiva. Es este giro el que le otorga cierta particularidad a la mirada de Guadagnino, como si el espacio rural idílico donde transcurre el film se convirtiera en un paraíso de temporalidades confusas: Elio y Oliver parecen enfrentarse con inseguridades propias de la década del 80, pero el resto de su entorno expresa una apertura más cercana al 2018.

Allá donde los componentes dramáticos se vuelven repetitivos, Llámame por tu nombre se reivindica con sus implosiones libidinosas de placer descontrolado y sin vergüenza. Los cuerpos brillantes, soleados, ansiosos y vitales de los actores son la bandera poética y política más hermosa del film. Son esos momentos donde Guadagnino y sus estrellas se amarran al deseo con una convicción celebratoria. Y eso se nota. Cuando sucede, la pantalla se llena de vida.