Un maldito policía

Siete años en mayo, del brasilero Affonso Uchoa, compone una mirada sensible y justa para retratar un Brasil sombrío, donde los sectores populares son castigados por la brutalidad policial.

87f98b5d0aa4b361fbaed90e9bae4699Sete anos em Maio (2019), Affonso Uchoa

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada el 29/11/2019 en La Nueva Mañana

 

¿Qué sucede con Siete años en mayo? El nuevo film lúgubre de Affonso Uchoa se apaga en 41 minutos dejando la impresión de una simpleza abrumadora: empieza y termina con un juego de policías, pero esas escenas son separadas por un plano de diecisiete minutos (sin corte, sin interrupción alguna) donde Rafael relata cómo su vida se desbarrancó luego de ser perseguido por la cana. 

Ahí se teje una cuerda delgada que Uchoa camina con delicadeza. Trama una película conceptual sin faltar a la fuerza afectiva que demanda su protagonista. Organiza una economía de planos sin caer en el vacío o la falta de profundidad. En todo caso, lo que impresiona es su precisión; la manera justa con que dispone de elementos mínimos para poner en escena el salvajismo policial y el padecimiento de los sectores populares en Brasil. El padecimiento, pero también su resistencia; la voluntad de sostenerse en pie y de andar firme entre nubes negras.

Esa sensación de fatalidad acecha a la película. No se evoca sólo con las situaciones angustiantes (unos adolescentes que se hacen pasar por policías y atacan a Rafael), sino con la propia puesta en escena. Las imágenes son difíciles de ver claramente desde el comienzo, cuando el héroe camina por una ruta oscura hasta que la espesura de las sombras lo devora. El clima de perdición se concentra ahí mismo; en un terreno desolado, en el aspecto frío y bestial de una arquitectura fabril, en la fogata que arroja una luz frágil sobre la mirada cristalina de dos amigos. “Estamos rodeados de gente muerta”, dice uno de ellos, “Y (esa pila) es tan alta que tapó el cielo. Por eso el mundo es tan oscuro”.

¿Cómo filmar la sensación de destino amargo si no es así, valiéndose de rostros que persisten a una luz en peligro de extinción, de rostros amenazados con ser borrados, apagados, sofocados? Rostros, en fin, que se niegan a esfumarse por completo. No en vano la pieza central del film tiene asidero en una cara: un plano extenso sostenido en las facciones de Rafael, en sus breves silencios, en su voz rasposa; todos elementos que conjuran una atmósfera de tristeza.

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Las implicancias que se desprenden son diversas. La más evidente puede leerse como un gesto que funde estética y política de manera consciente. Si la policía no quiso escuchar a Rafael, si los oficiales brutos eligieron palos y tortura antes que empatía, Uchoa decide componer su reverso. El cine crea un espacio negado: el del plano, el de la posibilidad de exponer un rostro a lo largo del tiempo, el de ubicar en primer plano un cuerpo castigado y un relato silenciado. La decisión formal, aparentemente sencilla, crea además una condición de recepción particular. Los espectadores somos invocados a asumir una actitud abierta, de atención al otro. En otras palabras, se habilita un modo de ver y escuchar que es anti-policíaco.

Allí no importa sólo el acto de “hacer visible” una parcela del mundo, sino el modo adecuado de aproximarse a ella: cómo filmar al otro, cómo registrar a los pueblos que no son únicamente tapados, sino que incluso cuando se los muestra resultan bastardeados. Esta preocupación toma cuerpo en Siete años en mayo y resuena como un eco proveniente de la filmografía entera de Uchoa  (especialmente A Vizinhança do Tigre y Arabia).

Algo de eso verbalizaba el mismo director hace unos años, a raíz del estreno de su film previo: “A mí me incomodan mucho las representaciones de los pobres brasileños que hacen films como Cidade de deus y Tropa de Elite. En esos films la favela es siempre un lugar de degradación social y moral, donde reina la violencia y la crueldad. Tengo verdadero rechazo a quienes representan la favela o los lugares pobres como cuadriláteros de lucha rodeados de miseria, donde las personas necesitan comportarse de manera casi animalesca para sobrevivir”. 

 Por eso resulta notable el giro que propone la escena más larga del film. Después de diecisiete minutos donde Rafael parece estar hablando solo, el contraplano muestra que a su lado siempre hubo un amigo escuchando. Esa expansión del campo visual no representa un mero golpe de efecto. Es un gesto afectivo: reconoce que, incluso en aquella tierra arrasada, sigue habiendo un otro, una compañía, alguien que acarrea la misma pesadumbre. Son dos amigos reunidos en un campamento melancólico, recordando que sus sueños quebrados son los de una población entera.

Si hay miseria y brutalidad en el film, corresponde a la figura de los policías. Tanto el inicio como el final rebotan entre sí de modo irónico y alegórico: un cana queda emparentado a unos pibes que juegan a ser escuadrones de la fuerza represiva. Pero el juego del policía matón tiene lugar desde la cancha del poder; desde la comodidad cobarde de aquel que ostenta balas impunes. Por eso, la escena final (algo retorcida, algo extraña) abre una despedida incómoda. La pila de muertos que tapan el cielo, después de todo, se acumuló por un juego de niños perversos. 

 

* Siete años en mayo puede verse de forma gratuita y online en la Sección Oficial del Festival Márgenes: https://www.margenes.org/  (disponible hasta el 8 de diciembre) 

Campamento de boy scouts y represores

El hijo del cazador, la película co-dirigida por Germán Scelso y Federico Robles, concibe un retrato incómodo del hijo de un represor militar. Se ve hasta el miércoles en el Cineclub Municipal.

AFICHE-HDC_retocadoEl hijo del cazador (2018), Federico Robles & Germán Scelso

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada  el 31/05/2019 en La Nueva Mañana

 

Luis Quijano sueña con ver a Cristina Fernández colgada de una soga, pero cree que debe contenerse. “No puedo pensar eso”, dice. “Tengo que hacer un esfuerzo para no pensar así”, y mira a cámara sin parpadear. Para él, es otra manera de decir que no puede ser como su viejo. “No puedo ser un sádico”, piensa. Y su voz no tambalea. Incluso cuando describe cómo el padre le enseñaba a cazar montoneros, las palabras suenan igual que un susurro de cascabel.

Las emociones encontradas forman un estado permanente en El hijo del cazador. De hecho, Federico Robles y Germán Scelso dirigen así; desde un lugar que está corrido de la comodidad, pero no exento de tropiezos. Quijano participó de las cacerías represoras de su padre cuando era adolescente durante la dictadura y luego hizo la denuncia. ¿Cómo se filma a un personaje de este tipo?

La primer particularidad del film es la elección por mirar a ese hombre. A contracorriente de las líneas más exploradas en el cine argentino sobre la dictadura, los protagonistas acá no son desaparecidos, militantes sobrevivientes ni familiares de las víctimas (un rasgo que puede verse en películas tan disímiles como Los rubios de Albertina Carri, La noche de los lápices de Héctor Olivera, Buen Pastor: una fuga de mujeres de Lucía Torres y Matías Herrera Córdoba e incluso La sensibilidad del mismo Germán Scelso). En esta película, la atención está dedicada a un tipo que creció reprimiento junto a un represor, del mismo modo en que algunos chicos abandonan la infancia jugando al fútbol o pescando con sus padres los primeros domingos de primavera.

Otro rasgo llamativo: el modo de mirar a ese protagonista no se construye sobre denuncias ni bajadas de línea, lo cual no quiere decir que haya una exaltación de su figura. Tampoco se trata de una vaga neutralidad. Por el contrario, el retrato se compone desde el desconcierto: oscila con asombro ante la imposibilidad de encasillar a un tipo que denuncia la violencia al mismo tiempo que la encarna en su historia y su discurso.

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El procedimiento narrativo se sostiene sobre aquella incongruencia. Quijano recorre La Perla y recuerda el olor de los cadáveres con la tranquilidad de un guía que acompaña turistas por Disneylandia. Pero el mismo hombre inmutable luego aparece quebrado; sus ojos bañados en lágrimas mientras sigue el juicio a los militares desde una plaza repleta. Cuando habla a cámara, su cuerpo se ve tosco: la cabeza filosa como los costados de un cuadrado, la espalda ancha como la de un rugbier. Y en otros momentos se lo descubre delicado: abraza a su esposa con el cariño de un novio primerizo o acaricia las heridas deformes de su gato con tres patas.

El hijo del cazador encuentra sus mayores aciertos cuando logra sostener ese balance; el de una mirada que se desconcierta y duda de lo que ve (¿duda de sí misma?). Pero también están los momentos en que exhibe sus rasgaduras, como cuando contradice aquella apuesta: las imágenes del protagonista cuidando sus animales, por ejemplo, son clausuradas con la interpretación de la esposa (que fija sentidos al respecto en vez de confiar en la lectura de los espectadores, a la cual apela el film constantemente).

Una escena sobre el final, quizás la más controvertida, abre preguntas diferentes: el mismo hombre que denunció a su padre reivindica la teoría de los dos demonios mirando directo a nuestros ojos, con la cámara ensimismada. Se trata de un discurso peligroso que merece, al menos, cierta duda. El hecho de que aparezca sobre el final, prácticamente desligado de contextualización y registrado del mismo modo que los otros momentos asienta la película en un terreno pantanoso.

Esto no supone necesariamente que el discurso no debería tener lugar: en el cine, siempre es una cuestión de cómo filmar, qué lugar darle al material en el montaje, cuáles son los límites éticos de esa mirada. Y en ese punto, El hijo del cazador aparece como un objeto complejo semejante a su protagonista. Está llena de riesgos (muchos de ellos bienvenidos), con los hallazgos y peligros que eso implica.

El extraño caso de Cosquín

Con su novena edición, el Festival de Cine Independiente de Cosquín elevó las apuestas y propuso una programación rebelde que confirma su lugar central en el mapa de festivales cinéfilos del país.

Sol-Alegria_BangBangSol Alegria (2018), Tavhino Texeira

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada  el 10/05/2019 en La Nueva Mañana

 

Las risas se avivan cuando el proyectorista apaga la luz. Hay un spot del INCAA que se reproduce como el mensaje lava-cerebros de un gobierno policial, enemigo arquetípico de una intriga distópica. Los oficiales no dejan de anunciar la panacea del cine argentino, aunque los realizadores afirman todo lo contrario; que filmar es cada vez más difícil. Por eso la tensión. Los espectadores de Cosquín empiezan las funciones con risas y resoplidos sarcásticos. Pero saben, con cierto alivio, que en estas salas van a encontrar un refugio.

Eso es el Festival de Cine Independiente de Cosquín (FICIC): guarida para los cinéfilos, trinchera de resistencia contra las artimañas que buscan asfixiar al cine. No hay peor enemigo para un gobierno de cínicos que la cultura, porque su potencial transformador pertenece a una zona desconocida donde los slogans de autoayuda mercantil se evaporan. Acá se habla otro idioma.

“Vivimos en un momento de domesticación para evitar las asociaciones con los otros”, dijo Roger Koza sobre el escenario de apertura, rodeado de ojos centelleantes, “y este festival no es un lugar de consumo audiovisual, sino un lugar de encuentro con la otredad”. ¿Una declaración de principios? Esa es una síntesis posible de la novena edición del FICIC producida por Carla Briasco, programada por Koza y empujada a cuerpo por una tribu de voluntarios multi-funciones.

Que no se malinterprete. Los principios del FICIC no se reducen a discursos de cócteles por la noche. Son palpables en una política de programación que reconoce la materia espesa del cine como un prisma para volver a mirar el mundo. También se manifiestan como una discusión implícita: una selección de películas que propone otro itinerario posible (años luz del BAFICI, uno de los festivales nacionales más importantes cuya calidad lleva años en decadencia). Con recursos más acotados, el FICIC reconfirma su lugar con una mirada propia.

baixocentro_exposicao-11-922x300Baixo Centro (2018), Ewerton Belico & Samuel Marotta

 

Caso ejemplar es el de las películas brasileras que integran su programación y que no llegarían a Argentina de otra manera. Hace unos años fue la irreverente Jóvenes infelices o un hombre que grita no es un oso que baila. Esta vez, una de las destacadas fue Bajo centro de Ewerton Belico y Samuel Marotta; ficción que observa las calles de Belo Horizonte de manera documental y también onírica.

Por un lado, registra los espacios reales que recorren los protagonistas. Por otra parte, utiliza el fuera de campo, los lugares vacíos y un montaje librado de acciones causales para conjugar una visión espectral de la ciudad. Todo parece indicar, quizás misteriosamente, que una comunidad entera desapareció en manos del Estado. Esa forma de enrarecimiento construye un lugar político desde el cual filmar el paisaje urbano: lo que se crea es una temporalidad diferente, donde los espacios cotidianos no son mero telón de fondo presentista. Están cargados de una historia antigua y acechados por fantasmas que no los sueltan. El pasado quema. La película entera se despliega, en ese sentido, como el espacio de un duelo colectivo que no termina.

Sol alegría, de Tavinho Teixeira, es el otro largometraje brasilero que se alzó (merecidamente) con el premio principal de la competencia. En algún que otro medio se la destacó sólo por los méritos políticos de su historia: un grupo radicalizado de padres, hijos y monjas cachondas busca acabar con un gobierno reaccionario (evocación de la dictadura militar, pero también premonición de la pesadilla bolsonarista).

El film de Teixeira es eso y mucho más. Una fantasía camp que invoca el legado del tropicalismo, del posporno y del cine sesentoso representado por Glauber Rocha y Joaquim Pedro de Andrade. Un llamado a la conformación de una comunidad utópica que desconoce géneros (sexuales y cinematográficos). Una puesta en escena estridente, donde los zooms y travellings coreográficos juegan con un descubrimiento potencial constante: adentro de la casa, cada movimiento de la cámara puede dar con la aparición de un acto sexual nuevo (que entra y sale del cuadro). La expansión del campo visual hace eco de un deseo sexual colectivo sin límites.

En vez de seguir la noción de “necesidad dramática” que suelen enseñar las escuelas de dramaturgia, los personajes de Sol alegría se mueven por una fuerza diferente: la necesidad de placer, entendida siempre como un acto político. Incluso el aspecto visual del film, brillante y opulento en su iluminación y colores, hace hincapié en las texturas de ese universo antes que en la psicología de los personajes.

fabb557e-b48d-4ae6-90c3-145dc4bee8e5Lluvia de jaulas (2019), César González

 

Breve historia del planeta verde, la película del argentino Santiago Loza que abrió el festival, también recurre a cierto encantamiento visual para mirar con amor y dignidad a sus protagonistas marginados. Allí hay, en principio, dos aspectos que resultan llamativos. El primero es el gesto sirkiano que ensaya Loza: se apropia de géneros tipificados como las películas de aventuras o los melodramas, que usualmente están reservados para protagonistas masculinos y  heterosexuales (la referencia que hace a ET no es azarosa). Pero acá, los motivos de aquellos films son subvertidos con heroínas femeninas, trans y gays que se identifican con un extraterrestre perdido y moribundo, alejado de su planeta.

El segundo gesto parece vislumbrar una grieta emergente en el cine argentino independiente. Si durante años se ha señalado la preponderancia del realismo, empiezan a verse incursiones en otras formas estéticas y narrativas que manipulan los géneros clásicos (ese es el caso reciente de Muere, monstruo muere, Vendrán lluvias suaves e incluso de Los hipócritas, el suspenso cordobés que sirvió de clausura durante este FICIC).

Otro camino posible para el cine argentino aparece con Lluvia de jaulas: una aproximación ensayística que sostiene un punto de vista constante sobre Buenos Aires. Cuando el director César Gónzalez nos guía de los barrios populares hacia el núcleo urbano está marcando un tránsito desordenado de las relaciones verticales entre el centro y la periferia. Pero además, está componiendo una manera particular de vivenciarlo: sin registro observacional ni declaraciones expositivas, sino con un montaje sensorial y poético. La ralentización y el rebobinado de ciertos planos, la discordancia entre imagen y sonido y el eco hipnótico de los sintetizadores componen un tiempo suspendido. Allí, las formas de habitar la ciudad se corresponden con un orden desigual de clases. “Pienso. Soy turista en mi ciudad”, dice la voz en off.

Que el cine de César González no tenga lugar en otros festivales expresa, más que una curiosidad, el espíritu del FICIC. Casi todos los films de su programación (en sí mismos, pero aún más en diálogo) proponen una hoja de ruta alternativa. Derriban los cánones hegemónicos de otros festivales. La idea de “programa” acá no sugiere simplemente una lista de películas impresa en un papel bonito; señala un proyecto, una mirada filosa que discute “el cine que no vemos, el cine que no se estrena”. Con esa rebeldía insolente el festival despide su noveno año. Y se prepara, más convencido que nunca, para el décimo aniversario.

Los amantes apocalípticos vuelven al futuro

El Cineclub La Quimera arrancó su nueva temporada con Machine gun or typewriter?, el film de Travis Wilkerson que observa una relación amorosa marcada por la historia de una ciudad. La aproximación ensayística abre preguntas sobre las posibilidades políticas del cine en la actualidad.

samopal-nebo-psaci-strojMachine gun or typewriter?  (2015), Travis Wilkerson

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada el 22/03/2019 en La Nueva Mañana

 

La voz rasposa de Travis Wilkerson se está escurriendo por un canal de radio pirata. Su entonación hace cuerpo dos gestos que a primera vista parecerían ir en direcciones opuestas. Nos susurra al oído con la promesa de una comunión esperanzadora (después de todo, quizás podamos fundar una comunidad o una pareja transformadora), y al mismo tiempo arrastra sus palabras con un andar adormecido, digno de alguien que ya no cree que pueda cambiar la sociedad. El nihilismo que se apodera de la voz detectivesca en los policiales negros acá entra en tensión con una pregunta por la utopía: bajo las sombras de un siglo XXI escéptico donde parece no haber salida al capitalismo, ¿es posible cambiar el mundo con las ideas? ¿pueden rebelarse los ciudadanos? Y finalmente, ¿le queda al cine algún potencial político?

Machine gun or typewriter? (en español, ¿Ametralladora o máquina de escribir?) es la película inquietante de Travis Wilkerson que abrió la nueva temporada del Cineclub La Quimera. Como una suerte de encantamiento que obliga a sostener la mirada y la escucha, la voz del director guía este ensayo ficcional que se construye al estilo de un romanticismo dislocado. Hay un tipo que relata su historia de amor desde una radio clandestina, con la esperanza de alcanzar el oído de la amante que se borró de la ciudad, como si nunca hubiera existido. Pero el encuentro inicial entre esos dos personajes (que se conocen mientras pasean por la ciudad de Los Ángeles) invierte el modelo de los enamorados que logran detener el tiempo con su deseo apabullante. El film de Wilkerson corre la cara y pone la otra mejilla; hace lucir aquello que parece quedar fuera de campo en películas como Antes del amanecer de Linklater o El reloj de Minnelli. No hay burbuja hermética que haga de refugio para los amantes, porque éstos son lanzados fuera de sí y confrontados con la historia de la ciudad que los rodea. La intimidad cobijada es desbordada por lo público.

Mientras la voz en off de Wilkerson narra las andanzas amorosas, los planos estáticos se detienen en rincones dispersos de la ciudad: un bar lleno de libros que nadie lee o el edificio de un diario que arroja sombras sobre el municipio. En cada parada, los protagonistas recuerdan una historia pasada de Los Ángeles, como la bomba que se detonó en el centro y por la cual culparon a los sindicatos, o la patota de 500 gringos que torturó y linchó a 18 inmigrantes en el Barrio Chino. “Y así, la violencia quedó inscripta en los cimientos de la ciudad”, dice el narrador con una voz de pozo de alcantarilla. Para ese momento, la manera en que la composición visual y el montaje se disparan sobre los espacios vacíos, prácticamente sin presencia humana, acapara la atención sobre viejas construcciones arquitectónicas; le atribuyen protagonismo y visibilidad. Devuelven cierta curiosidad para recordar que la organización espacial de una ciudad incide en la organización social de los vínculos, así como la organización sensible de los sonidos y las imágenes incide sobre la mirada política que ofrece una película.

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Todos los edificios emblemáticos que aparecen en los folletines turísticos y todas las calles que cruzan cada día los ciudadanos se convierten entonces en espacios dignos de ser redescubiertos. Lo de Wilkerson es un ejercicio de memoria, en el que una narración ficcional (la de los enamorados) parece apenas un disparador para articularse con registros documentales que insisten en volver al pasado, en recuperar la historia de una ciudad como una zona misteriosa donde aparecen síntomas de las rebeliones truncas del presente. En ese sentido, el director filma el espacio urbano al modo de un laberinto a ser recorrido, pero también concibe el tiempo como un territorio con senderos olvidados que es necesario transitar. Un pasaje dedicado enteramente a un cementerio de judíos pobres, donde las imágenes se detienen en lápidas viejas con fotos reventadas de los fallecidos, expresa de manera más extrema aquella búsqueda: escarbar hasta en las tumbas, correr las telarañas para que se vean las inscripciones y no se olviden las luchas de poder entre clases dominantes y dominadas. El pasado no se clausura.

Tarea inusual la de Wilkerson, que está obsesionado con explorar la temporalidad por fuera del presentismo deshistorizado y del pasado como fuente nostálgica (lo hace en este film, pero también en el resto de su filmografía, como An injury to one o la más reciente, Did you wonder who fired the gun?). Por eso, su trabajo lleva una marca peculiar también compartida con otros artistas contemporáneos que investigan la temporalidad en formas semejantes, como Chris Marker y Peter Watkins en el cine, e incluso figuras de otras disciplinas artísticas como Voluspa Jarpa, Santiago Porter y Bleda y Rosa. En el film de Wilkerson, lo que aparece de manera más opaca es la idea de futuro como horizonte de la transformación utópica: mientras la relación de los personajes se va resquebrajando por sus distintas visiones políticas, la película asume esa tensión con respecto a sí misma. Dónde empiezan y dónde terminan los límites políticos del cine en un sistema que, desde Margaret Thatcher hasta los nuevos bufones del poder, insiste: “no hay otro camino”.

Wilkerson, que le debe mucho al cine político de los ’60, sabe que su tiempo es otro, donde las visiones utópicas se han dirimido, pero eso no implica resignarse. El cine puede seguir aportando formas plásticas que reelaboren la mirada sobre el mundo, puntos de vistas nuevos que al menos instalen la pregunta antes de asumir la derrota. El carácter abierto de esta película, y en general de su obra entera, se sostiene más sobre esa tensión que sobre afirmaciones conclusivas. “Las problemáticas del optimismo y del pesimismo son temas que nunca he podido resolver en mi trabajo”, dijo recientemente en una entrevista, “(…) también pienso que encontrar optimismo dentro de la realidad es un objetivo tan hermoso que no he logrado y que quisiera lograr. Entonces, es uno de los vacíos más grandes: ¿cómo puedo producir una película que sea sobria, rigurosa, seria y crítica, pero que de alguna manera lleve a la gente a una conclusión, que los dirija de una forma que les permita empezar a pensar que existen otras posibilidades?”. Mientras tanto, los caminos siguen abiertos para las exploraciones de Wilkerson. El viajero que se lanza al pasado, para volver al futuro.

 

 

 

* La Quimera continuará su programación con un ciclo de películas sobre linchamientos. Todos los jueves a las 20:30 hs en el Teatro La Luna (Pasaje Escuti 915). Contribución voluntaria.

El hippie está muerto

Rojo, la nueva película de Benjamín Naishtat, observa la violencia política y cotidiana de la Argentina de los ’70 a través de una exploración estética que remite a esa época del cine. Inquietante, cómico y horroroso, el film aboga por un cine industrial que piensa su propia historia y la del país.

A182C001_170908_R4XQ-489_800Rojo (2018), Benjamín Naishtat

 

Por Iván Zgaib 

 *Esta nota fue publicada el 29/10/2018 en La Nueva Mañana

 

Más no es siempre mejor. Pero en el caso de Rojo, la nueva película de Benjamín Naishtat, el director argentino parece sortear con gracia todos los vicios y desafíos que supone saltar hacia las grandes producciones: expansión del universo narrativo y de las acciones dramáticas, mayor escala en el diseño de filmación y aparición de actores famosos (con Darío Grandinetti y Andrea Frigerio enfrentándose a la cámara). Incluso si todo parece evocar un mundo separado de sus films anteriores, quizás más artesanales y modestos, Naishtat confirma que el cuerpo de su obra forma una criatura coherente y consistente, alimentada por las mismas obsesiones y preguntas. Estén ubicadas en el siglo XIX, en la década del ’70 o en el presente, sus películas buscan dar una composición justa a la violencia política.

Se podrá decir mucho sobre la mirada que aporta Rojo con respecto a esa temática, pero quizás su mayor declaración de principios siga siendo de índole cinematográfica: trasladarse de lleno a la producción industrial, sin renunciar a las derivas narrativas, las texturas de la imagen y a los juegos que tensionan la audiencia contra un espectro de dudas, lejos de las certezas. Parte de su encanto recae en las modalidades que elige para narrar, donde la forma que adopta esa violencia revela rasgos distintivos. En principio, propone un recorte de tiempo inusual para el cine argentino, centrándose en los meses previos a la dictadura del ’76. Y a su vez, hace algo fascinante: aborda un momento macabro sin regodearse con golpes efectistas.

Sólo la secuencia inicial está orquestada como un exabrupto donde la violencia se muestra desnuda, con su rostro más claro y horroroso: Claudio, un abogado reconocido, espera a su esposa en un restaurante. Los planos abiertos y la desviación hacia las mesas de los alrededores describen eficazmente aquel espacio: tipos de traje riéndose entre copas, mujeres delicadas sonriendo con mesura. “Este es un lugar de familia”, grita alguien espantado en algún momento. Un tipo se está peleando con Claudio por ocupar una mesa y el abogado le responde con un discurso soberbio que lo destruye en público. Aquel tipo indignado vuelve a aparecer más tarde en medio de la noche oscura: se agarra a los golpes con Claudio, se pega un tiro en la cabeza y el abogado lo deja morir en la soledad devastadora del desierto.

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De ahí en adelante, el nudo dramático que hace avanzar la narración se desata con un detective que llega al pueblo a investigar aquella desaparición. Pero lo más llamativo de Rojo emerge con sus desviaciones; con el modo en que apacigua esa violencia explícita para hacerla latir subterráneamente en las escenas. Entonces, el misterio que conjuga Naishtat es otro; se presenta en elementos laterales que parecen fuera de lugar, como los actos oficiales donde se ovaciona a vaqueros yankys (“nuestro país hermano”, dice algún medio), la publicidad en la que un hombre le dispara a otro porque le pide caramelos o los ensayos de danza donde baila la hija de Claudio. Lo que tienen en común esas escenas es que expresan la violencia del país en situaciones mínimas, sugiriendo cuál es el lugar en el que se arraiga la atención del film: no en los estallidos de golpes y torturas del Estado, sino en los procesos cotidianos que van engendrando y justificando esa violencia.

En el caso de las clases de danza, la cámara gira en círculos mientras registra el movimiento de los cuerpos que ponen en escena la historia del Salvaje y la Cautiva; un viejo mito relatado desde la perspectiva occidental que victimiza a una mujer blanca y criminaliza a un aborigen. Y hay algo fantástico que sucede en aquellos planos porque Naishtat alude a una forma de violencia sin enunciarla directamente. Lo que hace es registrar su manifestación en los cuerpos vibrantes que encarnan la ficción: aquella que designa un ideal de Nación, donde tienen lugar algunos sujetos y otros se vuelven prescindibles. Los ensayos de la Cautiva rebotan hasta reflejarse en la vida real de los personajes, ya que las Fuerzas de Seguridad del Estado están comenzando a detener a quienes consideran sus enemigos. Si el hippie desaparece, algo habrá hecho.

Esa singularidad que moviliza la película no deja de hacerla narrativa, pero su modalidad escapa a la economía estricta de causas y efectos: lo que adquiere importancia, además de la intriga que encarnan el detective y Claudio, es el entorno que los acoge. Y junto con aquel contexto, la mirada que le da forma. Por eso, Naishtat desarticula el registro en piloto automático a través de un juego de decisiones formales que construyen de manera consistente el espacio cinematográfico y su relación con los cuerpos: los movimientos de cámara, la profundidad de campo y los zooms reconfiguran los planos desde el ambiente hacia el rostro de los protagonistas. Tanto los pequeños quiebres narrativos como esas operaciones visuales ponen a la película en un diálogo con dos historias: la de las tragedias de Argentina en los ’70, pero también la del cine de aquella época. En ese sentido, el aspecto que asume Rojo remite al trabajo de Coppola, Kubrick y Altman; tres directores centrales que sostuvieron sus propias rebeliones (narrativas y estéticas) desde el interior de la industria en los tiempos del New Hollywood.

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El modo en que funcionan aquellas decisiones puede advertirse en varias escenas concretas. En una de ellas, Naishtat se acerca a Claudio a través de un zoom que indaga su rostro y genera suspenso sobre la decisión que tomará cuando un amigo le pide un favor dudoso. Un corte de montaje pasa repentinamente al plano siguiente: el abogado y su amigo están en la calle, contemplando la propiedad que quieren apropiarse ilegalmente. Se trata de un efecto cómico e irónico que no deja de ahondar profundamente sobre las contradicciones de su protagonista: ésta es la figura quebrada del abogado, con toda su legitimidad social, sus discursos de superioridad moral y sus actuaciones ejemplares como hombre de familia.

La forma en que Naishtat filma los ritos familiares también apunta en esa dirección, proyectando un movimiento de acercamientos y distancias: la elegancia y la belleza de esta burbuja de clase media es expresada con sus elementos disruptores. Los personajes juegan al tenis o pasean por el campo mientras suena un piano de fondo, pero la presunta felicidad de esas imágenes adquiere una sensación trágica. Las contradicciones de Claudio son tan grandes que cuando lo vemos comiendo costillitas de carne con la mano encarna su doble faceta; la delicadeza civilizada de una clase media acomodada y la pulsión salvaje de un animal listo para despedazar a su presa.

Quizás no haya un momento formal más enigmático que el que sucede cuando la familia está de viaje en Mar del Plata y un eclipse solar tiñe toda la imagen de rojo. Lo que resulta alucinante es que esa escena podría no existir, ya que no hace avanzar el relato en un sentido clásico. Pero sin embargo, está ahí, brillando de manera extraña. El primer impulso quizás sea interpretarlo en términos simbólicos (como una expresión de la violencia, que deja su estela en la pantalla), pero lo más justo sería señalar su incidencia en la materialidad de la película: ejerce un efecto perceptivo sobre los planos, evade la dictadura de la causalidad narrativa y se entrega a una fuga poética. En su momento de mayor explosión sensorial, Naishtat manipula los colores y despierta una sensación apocalíptica que no necesita palabras ni acciones dramáticas. Lo que queda no es más que cine. Ahí, la decadencia de un país se esculpe con el arrebato flameante de los colores o con el estremecimiento del lente de la cámara.

Y sucede algo verdaderamente conmovedor cuando una película, por un gesto de lucidez o por una casualidad hermosa, sintoniza tan ágilmente con su propio tiempo. Naishtat llevaba varios años cosechando este film, pero su estreno en el 2018 parece volverla más urgente. El ascenso del fascismo en países como Brasil y la escalada de violencia en Argentina justifican esa idea. Ya que en Rojo no importan los efectos de la brutalidad sino los procesos por lo cuales las personas la asimilan, su proyección se presenta como una advertencia. Cuando los personajes miran directo a cámara no están contemplando sólo el eclipse, sino a nosotros, sus espectadores perdidos. Más acá de la pantalla, la responsabilidad y la pesadilla del presente nos manchan de rojo.

La nostalgia de ver París dada vuelta

En el intenso ahora es el nuevo film del director brasilero João Moreira Salles: un ensayo sobre el Mayo Francés y la utopía revolucionaria hecho a base de materiales de archivo, donde el realizador reflexiona sobre la naturaleza política de las imágenes. Se ve hasta el miércoles en el Cineclub Municipal.

intensoagora1No intenso agora (2017), João Moreira Salles

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada originalmente el 23/07/2018 en La Nueva Mañana

 

 1. Niños ricos

Mi amigo dice que ya no va a poder mirar En el intenso ahora sin pensar que fue hecha por un billonario. Él esperaba la película hacía tiempo, pero le acabo de contar este dato que parece hacerle ruido: João Moreira Salles es heredero de una familia de banqueros brasileños. Si uno googlea su nombre, los primeros dos resultados serán biografías que lo catalogan como uno de los cineastas más importantes de Brasil, mientras que el tercer link llevará a un ranking mundial de empresarios hecho por Forbes ¿Importa realmente aquella información para apreciar o dejar de apreciar una película? En el caso del nuevo film de Salles, quizás resulte incómodo ver un documental sobre la utopía revolucionaria que fue dirigido por un tipo lleno de plata. Pero su filmografía, lejos de confirmar aquel prejuicio, no deja de mostrar una hazaña fascinante: las tensiones de clase no permanecen ocultas ni adormecidas, sino que se incorporan hacia el interior de las imágenes. Se piensan y se exponen, sin vuelta atrás.

2. No siempre sabemos lo que estamos filmando

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Sobre el final de Santiago, la película anterior de Salles, hay un pasaje maravilloso. Después de haber filmado durante semanas al hombre que trabajó como mayordomo de su familia, el director repite las imágenes y reflexiona en voz alta: la distancia de la cámara, que dejaba al protagonista sobre el fondo de los planos, no era una simple decisión estética. Ahí había, como un desliz inconsciente que lograba filtrarse en la cámara, un cortocircuito abriendo vacíos en la imagen. Lo que Salles intentaba volver consciente era una relación de poder inquebrantable entre el sujeto que filma y el sujeto filmado, entre el niño rico y su mayordomo. Es un gesto que se repite al comienzo de En el intenso ahora, cuando revisa un video casero de una bebé que da sus primeros pasos en la calle. Pero la voz del director, que suena por encima de las imágenes, llama la atención sobre la figura marginal de la niñera; primero camina junto a la nena y la madre y después queda a un costado hasta desaparecer entre la multitud, como si no tuviera nada que ver con aquella familia. Sin quererlo, la cámara ha elaborado plásticamente una zona oscura que encierra aquellas relaciones; entre la afectividad y el trabajo, entre una nena que camina sin conocer mucho el mundo y la desigualdad social que ya la está rodeando.

3. Bajo los adoquines, la playa

En el intenso ahora no es sólo una película sobre el Mayo Francés, la China comunista y la utopía revolucionaria. Es también un ejercicio de reflexión acerca de la naturaleza de las imágenes. Todos los materiales que llegan a la pantalla corresponden a videos de otra época que el director desentierra con cariño. Pero los archivos de noticieros, videos caseros y películas olvidadas no sirven para ilustrar acontecimientos históricos, como ocurriría en cualquier documental clásico. El procedimiento que pone en juego Salles entiende aquellas imágenes como organismos vivos que respiran: ellas mismas, en su configuración aparentemente azarosa, nos hablan de su dimensión política. 

Un registro que podría servir sólo para mostrar el apoyo de los estudiantes a los obreros adquiere sentidos más profundos. La voz en off de Salles insiste sobre la distancia y la altura entre los dos grupos. Mientras la cámara filma desde abajo donde están los universitarios, los obreros permanecen arriba, en el balcón de un edificio. Nunca se ubican en el mismo nivel ni en el mismo plano; están separados, como si la diferencia de sus realidades y la desconfianza fuera palpable, aunque los discursos digan lo contrario. Es a través de aquellos procedimientos que Salles observa cómo los modos de estar con los otros se hacen imagen: se materializan de forma imprevista en un juego de disposiciones espaciales, movimientos, proximidades y alejamientos. Si muchas veces se hace referencia a la capacidad del cine de visibilizar o asumir distintos puntos de vista, En el intenso ahora vendría a proponer otra alternativa. Los archivos recuperados, filmados por otros, encontrados por una investigación o por accidente, también proponen una manera de organizar sensiblemente una comunidad.

4. Fuimos jóvenes y felices

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Salles desentierra las imágenes; les quita las telarañas para mostrarnos que están vivas, que hablan. Esa es la organización de lo sensible que se ubica en el corazón de la película. El mismo Mayo Francés y la China comunista, con todos sus matices, aparecen como una ruptura del orden perceptible establecido. Por un tiempo acotado se abre el horizonte hacia algo que antes parecía imposible. Y gran parte de la película está sostenida sobre esa idea del tiempo: la intensidad, la juventud, el presente que arde ante la aparición de lo impensable, lo innombrable, lo que se presenta con la fugacidad luminosa de un relámpago. Cuando Salles interrumpe la temporalidad de las imágenes no hace otra cosa que jugar sobre aquella noción. Entonces los rostros jóvenes que nunca van a ser los mismos se congelan. Los cuerpos llenos de vida se desaceleran para extender visualmente un instante de vida, de posibilidad y resistencia. Un pibe tirando una piedra en la ciudad de París se repite en cámara lenta. El movimiento de ese cuerpo intervenido por el montaje hace presente una memoria de la transformación política. Salles comprende, en cada uno de sus gestos conmovedores, que el cine también puede participar para desorganizar la percepción y proponer nuevas formas. En el intenso ahora es, a su manera, una expresión de la utopía.

Contra el cine efectista: una entrevista con Alejo Moguillansky

El Cineclub Municipal estrena La vendedora de fósforos, una comedia del director porteño Alejo Moguillansky. En diálogo con La Nueva Mañana, el realizador reflexiona acerca de su película, donde desafía los límites entre la ficción y el documental, la creación de imágenes y la vida cotidiana, la comedia y la política.

La vendedora de fósforos 01La vendedora de fósforos (2017), Alejo Moguillansky

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada originalmente el 18/06/2018 en La Nueva Mañana

 

Hay que redescubrir el cine de Alejo Moguillansky. Quizás sus películas hayan quedado relegadas a un pequeño círculo cinéfilo. Y es posible también que la magnitud del cine de Mariano Llinás, su compañero en la productora El Pampero, haya eclipsado los juegos cinematográficos sutiles de sus propias películas. Pero La vendedora de fósforos, el film de Moguillansky que se verá hasta el martes en el Cineclub Municipal, es la prueba más fehaciente de una obra cinematográfica que atesora cierta sensación de aventura y exploración poco usual. Un cine de riesgo, donde las imágenes abren puentes entre dos mundos aparentemente disímiles. Por un lado, los intentos reales del compositor Helmut Lachenmann por montar una ópera en el Teatro Colón, mientras los trabajadores están en huelga. Por otra parte, la comedia ficticia de una familia que intenta sostenerse económicamente haciendo música.

Con El loro y el cisne y El escarabajo de oro, Moguillansky ya había comenzado a aproximarse a un método de creación liberado de las estructuras más clásicas. La ficción de sus películas no empiezan en las páginas vírgenes de un guion sino en los elementos vivos que laten a patadas en la realidad. Puede ser el registro documental de una compañía de danza, el rodaje de una película o el paro en un Teatro estatal sindicalizado. Entonces los personajes y el relato se descubren a partir de aquellos sucesos, generando una comunión misteriosa entre el artificio y lo documental. Las preguntas que abren los films de Moguillansky son de carácter meta-reflexivo: cómo se configuran los mecanismos de ficción y hasta qué punto se vuelve indiferenciable la creación de imágenes de la vida cotidiana.

***

moguillansky-alejo (1)Alejo Moguillansky. Fotografía: Laura Morsch Kihn

 

Quería que me cuentes un poco sobre la génesis del proyecto y cómo pasaste de filmar un documental sobre el Teatro Colón a construir una ficción en torno a eso

La película nació como un documental por encargo del Teatro Colón en el año 2014. Empezamos a filmar un sonidista y yo y ahí empezó a pasar algo muy divertido, que era la música en sí misma. Lachemann trabaja con la resistencia del instrumento a producir el sonido para el cual está pensado; es una música muy a contramano del instrumento, en un sentido inverso. Y de repente empezamos a encontrarnos con una especie de comedia. Los músicos del Colón, que están más acostumbrados a interpretar piezas clásicas, estaban haciendo un disparate. Eso era gracioso por un lado. Y por otro lado pasó esto que se ve en la película: había un paro nacional de transporte que influyó en los horarios de ensayo de la Orquesta. Eso obviamente  generó conflictos entre la orquesta y la dirección del Teatro, donde el gremio de la Orquesta reclamaba sus derechos. Y en eso había una imágen graciosa y paradójica: verlo a Lachenmann, este compositor que viene del marxismo más radical de la Alemania de los ‘70, enfrentado a una Orquesta sindicalizada en Latinoamérica. Esa es una imagen en la cual se organiza el resto de la película.

Después pasó esa misma semana que hubo una reunión entre Lachenmann y Margarita Fernández, una de las pocas personas que interpretan la música de Lachenmann en piano en Buenos Aires. Entonces había como dos círculos: uno íntimo, que se había dado en esa reunión entre ellos, y había un círculo político que estaba en las circunstancias mismas de filmar en un teatro estatal. Cuando uno filma en un lugar del Estado, todo va a estar naturalmente atravesado por la política. Entonces yo empecé a editar ese material y a interesarme por eso, sin tener la más pálida idea de a dónde iba a ir. Y empezamos a trabajar junto a la actriz María Villar en la casa de Margarita Fernández, filmando escenas que nosotros considerábamos que podían completar el material de la Orquesta, sin tener la más remota idea de guión. Ni siquiera personajes: eran dos personas ahí hablando y Margarita tocando cosas de Schubert.

¿Eso lo fuiste trabajando a partir de ensayos?

No, íbamos a filmar. Yo tenía idea de algún texto, pero no mucho más que eso. También sucedía en una circunstancia de creación muy colectiva en rodaje. Todavía no sabíamos bien qué tipo de película estábamos haciendo, así que se fue haciendo con todos pensando, opinando y por un gusto por reunirse a filmar. A todos nos divertía mucho y nos daba mucho goce ir a filmar juntos. Y también empezamos a escribir un relato para que ese grupo siga vigente. Y ahí fue que le inventamos a María el personaje de una hija, que terminó siendo mi propia hija. Y recién ahí dijimos: “che, bueno, quizás esto es una película, quizás Marie y Margarita son personajes”. Ahí creamos la idea de una familia y lo llamamos a mi amigo (el actor) Walter Jakob. Pero el relato más bien fue una respuesta a la necesidad de filmar y a unir puntos que nosotros intuíamos que tenían algún tipo de alianza pero que había que sedimentarla.

¿Cómo fuiste construyendo las escenas con Walter en el teatro? Porque ahí aparece el momento más fuerte donde coexisten ficción y realidad.

Se fueron dando. Walter tiene la particularidad que él había hecho alguna que otra Ópera contemporánea. Eso ya era algo. En un momento pensamos que el vínculo entre Marie y Margarita resultaba ser un vínculo laboral y no se nos ocurrió mejor idea que su marido tenga una relación laboral con la otra mitad de la película, que eran los ensayos. De manera tal que empezamos a ir al Colón con las complicaciones obvias que amerita eso. Entrar al Colón es un círculo interminable de autorizaciones, como sucede en toda institución pública. Pero se logró entrar al Colón con Walter a inventar escenas que sucedieran durante los ensayos que ya teníamos filmados.  

 

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Hay algo que se percibe en la película que tiene que ver con la flexibilidad de la estructura narrativa, que da cierta sensación de estar viendo un laboratorio donde la ficción se construye a medida que avanza la película. ¿Las escenas las llevabas escritas desde antes o había cierto lugar a la espontaneidad?

Sí, la película es de una flexibilidad constante y una porosidad continua. Al mismo tiempo esa sensación que se puede percibir como algo experimental, para nosotros no era así. Era como la manera más natural y elocuente de hacerlo. Lo experimental hubiera sido sentarse a escribir un guion al borde del abismo y salir a filmarlo con una manera completamente burocrática. Eso hubiera sido lo raro. Esta es una película que está más bien pensada para filmarse y escribirse durante el rodaje. En ningún momento nosotros tuvimos la sensación de que estábamos haciendo algo experimental. Más bien sentíamos que estábamos filmando una historia. Y que estábamos todo el tiempo pensando cuál era la manera verdadera y justa de que esa historia tuviera lugar.

Pensaba un poco en lo que mencionabas antes sobre la música contemporánea y cierta tensión con los músicos del Colón, que estaban más acostumbrados a tocar piezas clásicas. Tu película, más allá de que cuenta una historia, no está atada a una estructura clásica. ¿Qué posibilidades crees que se abren en tu cine al trabajar de esa forma?

Es un modo. No es algo pre-planificado, pero yo ya había trabajado de manera parecida en El loro y el cisne. El escarabajo de oro, mi tercera película, es en buena medida un documental sobre sí mismo, una película que narra su propia génesis. Antes de eso filmé una película que se llama Castro, donde había un guion muy premeditado. Pero también había cierta relación con lo documental porque está filmada en la ciudad de Buenos Aires y en la Plata, en ciertos lugares donde lo real desborda por todos lados. Tenía una relación de choque. Estaba esa materia de lo real y adentro se establecían unas partituras muy escritas. Había algo de la escritura y de la caligrafía de la película que estaba generando una especie de borde filoso para con esa materia documental. Después yo tuve la necesidad de borronear ese borde filoso.

Y por otro lado fue apareciendo cierto disgusto con la idea del guion, de sentarse a escribir un guion de la nada, en una especie de página en blanco donde uno inventa. Yo le tengo demasiado respeto a la ficción y la imaginación. Y si la ficción no es imaginativa me parece, justamente, poco imaginativa. Quizás como respuesta a eso surge la necesidad de fundar imágenes. Imágenes que me convenzan a mi y que sean más imaginativas que cualquier relato que yo pueda escribir con aristas de guionista o de autor. No me siento a gusto con ese rol. Me disgusta mucho verle los hilos a una narración. Todo el tiempo que veo eso percibo ingenuidad, problemas y mala fé. Y en ese sentido, en esta película las imágenes están dadas. Vienen del mundo, no vienen de una especie de creador. Y vos te das cuenta cuando algo es documental y cuando algo es ficción. La película no está intentando marear a nadie, más bien dejando en claro sus reglas. El contrato que tiene la película para con quien la mira, quiero creer, es bastante sincero. Pero también como eran sinceros los policiales negros en la era del cine clásico en Hollywood. Vos ibas, te sentabas a ver una película de Siodmak o Lang y era sincero también. Vos veías un policial y sabías cómo eran las reglas, sabías que tenías un misterio que había que develar, sabías que había un asesino. Había un pacto bilateral entre quien mira la película y la película.

 

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¿Cómo ves ese “contrato” en el cine contemporáneo?

A mi me da la sensación que eso se perdió un poco en los relatos más clásicos hoy, donde todo tiene que ver más con buscar el efecto, con sorprenderte, con impresionarte. Como una especie de economía de las impresiones y de los efectos, que no me parece muy buena ni muy noble. Yo prefiero volver a cierto contrato con las películas donde la relación es un poco más armónica, más justa. Donde uno dialoga con la película y la película dialoga con uno, donde uno mira la película y la película lo mira a uno. En vez de que la película sea una especie de objeto tirano que nos manipula de acá para allá, que nos hace creer cosas. No me interesa ese tipo de situaciones y más bien quiero creer que estas películas militan por un tipo de relación a escala humana.

Eso le otorga cierto rasgo meta-reflexivo, donde la película parece estar pensándose a sí misma. ¿Fue algo que te interesaba explorar?

Sí, a mi me interesa que las películas puedan pensar ellas mismas. Y que uno pueda acceder a un pensamiento y pensar junto con ellas. La porosidad no es solamente con el material documental sino que es un poco más grande. Son películas que pueden pensar, que generan espacios y tiempos donde existen pensamientos. Incluso sobre su propia condición como película, como relato. Pero sí, es una dimensión crítica y reflexiva para crear ciertas mesetas que no tienen nada que ver con esa idea del cine de autor como algo lento donde el espectador se distancia de la película. No, son películas que invitan a pensar en la misma medida que ellas se piensan a sí mismas.

Volviendo un poco sobre lo que decías antes, sobre ese cine del shock y del efecto del cual te distanciás. ¿Hay ciertas influencias o tradiciones del cine donde sí pensás tu película?

Hay cineastas que yo admiro mucho y trato de parecerme a ellos todo lo que puedo. Básicamente Renoir. Ese gusto por las comedias que habita las películas que yo hago viene de Renoir y viene de la comedia italiana también. Bueno, y Renoir es como el más italiano de los franceses. Pero esa especie de situación de muchos personajes y de confusión y malentendidos es un gusto que yo tengo o un lenguaje que no me lo puedo sacar de encima a esta altura. Yo diría que Renoir es ese cineasta al que miro. Y después está Godard, siempre presente. También ese gusto por las películas que piensan es algo que inventó Godard. Y uno ve su cine y son películas que efectivamente están pensando y que tienen  una emocionalidad que viene de la materia misma de la película. No viene de la identificación con un personaje o con otro, o con un golpe de efecto, o la tragedia. No, la tragedia es la película misma. Entonces yo me siento muy aferrado a la materialidad del cine, que sobre todo viene de Godard.

* La vendedora de fósforos se ve hasta el martes 19 de junio en el Cineclub Municipal.

Animal rabioso lucha contra los Pobres-termita

Animal, el nuevo film de Armando Bó, intenta convencernos de que un hombre privilegiado es una víctima. Con una puesta en escena y actuaciones falsas, la película sólo es genuina en su misantropismo: odio de clase y a la humanidad entera, filtrado a través de una mirada cinematográfica solemne.

1_sq1VAQ03RDRYYrI2Q5ThIw Animal (2018), Armando Bó

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada originalmente el 11/06/2018 en La Nueva Mañana

 

 Hombre bueno se convierte en hombre malo. Esa es la premisa básica con la que uno se quedaría corto al describir Animal, la nueva película de Armando Bó que es un éxito de taquilla en Argentina. Guillermo Francella, el protagonista estrella, borra las líneas entre “tipo bueno” y “tipo boludo” cada vez que imposta una voz insulsa mientras el mundo lo pasa por encima: el objetivo es convencernos vulgarmente de que Antonio, su personaje, es una pobre víctima destinada a estallar. Una pobre víctima que es gerente en un frigorífico, que gana lo suficiente como para tener una casa lujosa y redecorar la cocina sin necesidad alguna, pero que aún así no puede conseguir el trasplante de riñón que tanto necesita.

Me gustaría decir que esa última línea fue un juego de palabras propio de este escrito, pero en verdad es un texto que el mismo Francella tiene que actuar sin ironías. De esa manera podría resumirse el sentido de humor involuntario de Animal, film que nunca parece consciente del nivel de ridiculez que exuda cuando busca presentarse como un drama importante, con famosos que actúan seriamente y movimientos de cámara que confunden capricho por creatividad.

Sólo la primer escena es suficiente para dar cuenta de las pretensiones vacías de esta película: la cámara rebota sobre los personajes como si fuera una pelota de ping pong, escurriéndose en cada rincón de la casa para señalarnos hasta el hartazgo que Antonio tiene una familia feliz. Es una escena que posee la misma sutileza de una publicidad de Mastercard, con la salvedad de que está filmada de manera aparentemente compleja. Pero a no engañarse, porque en pocos segundos se devela la artificialidad en esa coreografía de cámara y cuerpos, donde uno casi puede ver a los actores contando sus pasos para no salirse de cuadro antes de tiempo. Es un gesto calculador que se repite de principio a fin, a tal punto que Bó nos invita a señalar una paradoja: si Antonio es presentado como un tipo contenido y autocontrolado, Animal parece estar filmada por su propio protagonista. Lo cual es otra manera de decir que parece concebida por un hombre rico y reprimido que estudia cada una de sus decisiones para “hacer bien las cosas”.

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Por más sugerencias provocadoras que pretenda su título, no hay nada de animal, espontáneo ni liberador en la película. A la cámara frígida le corresponden interpretaciones en la misma temperatura. Carla Peterson ensaya una voz narcotizada que hace ver a su personaje como una ingenua sin matices, mientras Francella hace todo lo que puede por dejarnos en claro que Antonio se esfuerza en ser buena gente. Cualquier posibilidad de expresar alguna verdad emocional queda tapada en esa seriedad impostada: los actores actúan exclusivamente por y para la cámara, pero entre ellos no sucede nada genuino.

En su defensa, los diálogos de Animal son tan acartonados que hasta al mejor actor le costaría inyectarles algo de vida: “No entiendo por qué no podés confiar en el sistema como todo el mundo”, grita histérica la Peterson en lo que seguramente sea (accidentalmente) una de las escenas más graciosas que regale el cine argentino este año. Esa solemnidad irrisoria alcanza su punto culminante sobre el final, cuando la película se desvía hacia una secuencia de pretensiones poéticas, con música de ópera sonando de fondo. La escena empieza en una sala de cirugías, sigue en un mar soleado y termina “adentro” del cuerpo del paciente, donde el torrente de sangre avanza como un río mientras los coristas alcanzan una nota de éxtasis total. La palabra “solemne” acá se queda corta.

Con todo esto, sería un error creer que el hermetismo estético de Animal la convierte en una película encerrada en sí misma. Ese circo de simulaciones robóticas está arañado por las secuelas de lo real; marcas dramáticas y políticas que se inscriben cuando los personajes intentan remitir a algún agujero oscuro de nuestro propio mundo. La tensión entre clases sociales se vuelve así evidente con la aparición de Elías y Lucy, una pareja desempleada que ofrece donar un riñón a cambio de una casa. Pero la particularidad de ellos es que son pobres por elección propia. “El trabajo no es para mí”, se justifica Elías en lo que es sólo el comienzo de una mirada mezquina y prejuiciosa sobre las clases populares. Armando Bó va a usar casi dos horas de película para retratar a estos personajes como un par de vividores; se acercan a Antonio con la única intención de explotarlo, igual que las termitas invaden las casas hasta comerse lo que no es suyo.

En última instancia, la visión política de Animal podría relativizarse si mostrara otros personajes de la misma clase social que actúen diferente. Es decir, del mismo modo en que todos los ricos del film no son tan insufribles, todos los pobres podrían no ser tan malos. Pero la capacidad de construir matices, cinematográficos o políticos, no está en el horizonte de Animal: cuando Antonio ingresa al lugar donde viven Elías y Lucy, el film se asfixia con sus propios estereotipos vergonzosos. Lo que vemos es un edificio tomado, con pasadizos mugrosos, un Cristo rodeado de velas, drogadictos reventados en el piso y gente pobre que parece ocupar la propiedad sólo por capricho.

 Es que, como dice Antonio, “son todos unos vagos”. Así se forja el imaginario de clase paupérrimo que justifica el sentido común y diluye la desigualdad del capitalismo para instalar un mito. Según la meritocracia, cada uno tiene lo que le corresponde. El pobre es pobre porque no se esfuerza. Y no hace falta mucho trabajo para correrse de la película y escuchar discursos semejantes, más acá de la pantalla: “Nadie que nace en la pobreza en la Argentina hoy llega a la universidad”, dijo María Eugenia Vidal recientemente. “La única forma de que no haya cartoneros es que no haya cartón”, retrucó más tarde Horacio Rodríguez Larreta. Ese es el paisaje moralista sobre el cual se mueve Animal. Con esta mirada política va a justificar, por ejemplo, una escena donde la policía reprime y desaloja a los ocupas. Cada una de las decisiones narrativas del film está dirigida a empatizar con aquella idea.

A medida que el film avanza, Antonio no se cansa de repetir que el sistema es una mierda, que nada funciona. Y la única salida imaginable a ese sistema adquiere una modalidad individual, egoísta y conservadora. El pobre rico va a descender a la violencia para lograr su propia salvación. Esa maña narrativa la asemeja a películas recientes como Relatos salvajes y El sacrificio de un ciervo sagrado; pero el animal de Armando Bó evolucionó en una bestia reaccionaria que hace ver a los otros dos como si fueran un par de cachorros enternecedores. El nihilismo barato de Animal no es otra cosa que misantropía, odio de clase y a la humanidad entera. Esa es la película que ya arrastró a más de 300 mil espectadores a las salas de Argentina. Una atracción acorde a los tiempos.

Mayo del ’18

El Cineclub La Quimera inició su temporada 38 con Jóvenes Infelices o un hombre que grita no es un oso que baila, del brasilero Thiago B. Mendonça. Adelantando el clima de descontento en Latinoamérica, la película mira a un grupo de jóvenes rebeldes a través de una puesta en escena radical que difumina los límites entre el artificio y lo real.

637871402_1280x720Jovens Infelizes ou Um Homem que Grita não é um Urso que Dança (2016), Thiago B. Mendonça

 

Por Iván Zgaib

*Esta nota fue publicada originalmente el 14/05/2018 en La Nueva Mañana

 

No debo ser el único que lo notó, pero hace varios días que la ciudad está inundada en agua turbia. Desde que Macri anunció su acuerdo con el FMI, para ser más exacto. Es mayo del 2018 y el invierno llegó antes de tiempo. Afuera llueve sin parar. Hay un cielo nublado que se asoma como la mano viscosa del tarifazo: cae sobre las luces amarillas de la calle y les aplasta el brillo. Hay una atmósfera apocalíptica que justifica más que nunca la película programada por el Cineclub La Quimera.

El título es extraño: Jóvenes Infelices o un hombre que grita no es un oso que baila, de Thiago B. Mendonça. Pero aún más extrañas son sus imágenes llenas de furia y deseo, donde vemos a un grupo de teatreros que confronta el presente desencantado de Brasil. No es casual entonces que los programadores de La Quimera también sean jóvenes que encuentran en el cine un acto de resistencia colectiva, como lo aclaran cuando presentan la película. Y parece todavía menos arbitrario que estemos en el mes de mayo, a 50 años de la revuelta francesa; o que Macri haya apretado el acelerador a su plan de neoliberalismo mezquino, un alarido de hienas que resuena en otros rincones de Latinoamérica. Ni qué decir de Brasil, el país vecino que vive (literalmente) en dictadura. Por todo esto, el film de Mendonça es urgente. Que se proyecte en este momento no hace más que rescatar una potencia cinematográfica que tuvo desde un inicio.

El comienzo de la película ya parece una declaración de principios estéticos y políticos. Un plano fijo muestra a una chica que mira directo a cámara. Está sentada en una silla de tal manera que se le ven las piernas y los brazos como si los tuviera cortados; un cuerpo aparentemente deforme que anuncia el fluir de un deseo disidente, al margen de las lógicas capitalistas. Hay incluso un momento en el que interpela explícitamente a la audiencia: “Ay, estoy tan curiosa por saber cuál es la utopía de ustedes”, dice entre gemidos de placer descontrolado. Y así es cómo el film de Mendonça empieza a vislumbrar un horizonte revolucionario posible. Los jóvenes protagonistas salen enojados a la calle, acercan el arte a la vida y ponen en escena situaciones ficticias que provocan a las clases acomodadas.

Hay, en principio, varias peculiaridades que le dan forma a aquella mirada política. Podría empezar diciendo que los personajes de Mendonça no son jóvenes slackers, esas figuras clásicas que re-aparecen constantemente en el cine de la era neoliberal: chicos sin futuro que se hunden en la alienación como si fuera un pozo ciego sin salida. Al contrario, estos jóvenes accionan y se enfrentan al orden hegemónico instituido. Todos los personajes se proyectan como si formaran un gran organismo vivo y colectivo. Lo que observa el director es entonces una praxis política que está organizada socialmente, lejos de la resistencia individual y de la vida íntima (como puede verse, por ejemplo, en Aquarius, otra película brasilera reciente). Más impresionante quizás sea que la película fue filmada en el año 2014, antes de que Dilma Rousseff fuera destituida inconstitucionalmente de la presidencia. El descontento social del film no sólo anticipa lo que sucedería con el posterior golpe de Estado, sino que también pone en jaque las contradicciones del gobierno progresista del PT. Acá no hay binarismos ni lecturas reduccionistas, sino un grito descarnado contra una sociedad estructurada en clases sociales. Desigual, racista y patriarcal.

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Pero Mendonça entiende que su película no está anclada a un discurso panfletario ni a diálogos declamatorios, sino que lo político habita la misma forma cinematográfica. Por eso nada del film se ve ni se cuenta como ocurriría en una narración propia del mainstream y del mercado. La radicalidad de los personajes se plasma en un relato desordenado, resquebrajado en episodios que olvidan la linealidad y la cronología. Jóvenes Infelices (…) está narrada de adelante hacia atrás y se abre a interrupciones continuas, con escenas improvisadas o brotes musicales que atentan contra cualquier manual de guion convencional. La película no es expositiva para expresar su posición política, no sigue una lógica causal para narrar la historia ni mira a sus personajes desde un registro observacional: pero es, por sobre todas las cosas, un acto performático continuo. Una puesta en escena donde las personas actúan de manera artificiosa, donde la cámara compone planos calculados y sin embargo nunca se pierde el hilo misterioso de lo real.

Esa es quizás la tensión que se resuelve en la poética de Mendonça: artificio y realidad, unidos en una misma pulsión de deseo que interroga el presente histórico. Esta película puede tener un aspecto ensoñador, con imágenes teñidas en blanco y negro que hacen juegos de luces para presentar o oscurecer a sus actores. Esta película puede verse como las actuaciones armadas de los jóvenes teatreros, pero también puede salir a las calles para abrir la ficción a un pulso documental. En algunas escenas, por ejemplo, los protagonistas aparecen en movilizaciones reales contra el gasto público destinado al Mundial de Fútbol del 2014. Mendonça filma la insurrección popular y la represión policial de una manera que emula la filosofía de sus personajes: el arte y la vida se estrechan en un mismo abrazo sudoroso.

Sobre el comienzo del film, el cabaret que frecuentan los protagonistas anuncia que va a cerrar. “Después de muchos sueños y muchas luchas”, dice el dueño, “no aguantamos más”. Habla de la presión de la alcaldía y de la especulación inmobiliaria. Otra coincidencia extraña de la noche, ya que el Cineclub La Quimera es un espacio colectivo que se sostiene hace 10 años en el Teatro La Luna. Sus integrantes dicen que ahora, más que nunca, van a continuar. Lo que seguirá el resto del mes será una programación acorde a los tiempos y al film de Mendonça: Working Class Hero, un ciclo dedicado a películas que retratan las clases trabajadoras. La utopía, como dejan en claro los Jóvenes Infelices, es lo último que se suelta. Si la llama se apaga en las casas por el tarifazo, que se prenda afuera. En las calles, en el cine y en la crítica.  

 

* Las funciones del Cineclub La Quimera serán todos los jueves a las 20:30 hs en el Teatro La Luna (Ramón Escuti 915). Entrada libre, contribución voluntaria.

Escape from the Internet Swamp: ZACH BLAS with Iván Zgaib

Blas-Figure-4-960pxContra-Internet: Jubilee 2033 (2017), Zach Blas

by Iván Zgaib 

*This article was originally published in the april edition of The Brooklyn Rail

 

This starts with a paradox. I’m sitting in a small café in Berlin without Wi-Fi connection, worried because I can’t communicate with Zach Blas. I want to WhatsApp him: “I’m here, waiting for you on a lost table at the end of a narrow hallway.” But he finds me easily. He sits down and immediately starts speaking out against the internet. He says it is like a big musty swamp in which our dreams of a different world are drowning. And everything that Blas is saying beats in the bright heart of Contra-InternetJubilee 2033, the film at the centerpiece of his exhibition showing at Art in General.

So here is the thing: Zach Blas tells me about CIA drug experiments and about the use of LSD to increase people’s ability to work. The bearded waiter looks askance at us while he brings a cup of coffee. Blas’s words might just sound like a paranoia lecture on a Monday morning. Nevertheless, Blas consistently vindicates the use of dystopia as a narrative and aesthetic device to observe the present.

This new work of the American artist and filmmaker crosses multiple materials and temporalities: the space of the gallery, cinematic narrative, feminist theory, dystopian science fiction, and Jubilee, Derek Jarman’s 1978 film about the punk scene in England. In Blas’s re-invention, Ayn Rand travels from 1955 to 2033 to find her worst nightmare has come true: the Silicon Valley ideal that she had fought for is in crisis. A group of rebels has taken over the city and threatens to destroy the global hegemonic order held by the internet.

“Can we even imagine a world beyond the control of the internet?” Blas asks me as he takes a sip of coffee to wake up. And this vision of the universe of virtual networks also implies a question about cinema: if films can create audiovisual forms to bring different perspectives on the world, what are the possibilities they open to imagine the unimaginable? Thus, Blas’s proposal operates in an expansive sense: it tries to create images where the capitalist values promoted by Ayn Rand and her followers are confronted by an alternative.

The possibility of the internet’s disappearance—much less capitalism’s—seems far beyond the horizon of contemporary discussion. But Blas is trying to erase those limits.

Blas-Figure-3-960pxContra-Internet: Jubilee 2033 (2017), Zach Blas

Iván Zgaib (Rail): One of the things I found interesting is your take on Jubilee, because that film came from such a specific political and cultural context: the punk scene of the ’70s in the UK and that moment before Margaret Thatcher became Prime Minister. What is the context that influenced ContraInternet in 2018?

Zach Blas: The context for me is California in Silicon Valley. And basically a certain kind of tech development that is having deep political effects across the world and that is pushing for the kind of governments we are living under. Since I lived in California for a long time, I thought this couldn’t be a film about England. The narrative structure of Jubilee, if you strip that bare, is really about a political figure from the past that time-travels into the future and sees the wreckage of society that that person is complicit with. And I think that is interesting: moving this confrontation with a political figure into the future to explore the material conditions of our present.

What was interesting for me was to think: OK, Jarman’s version was very much about nationalism. It is all about England. But we live in a world where politics and nations are much more complex. Globalization has happened, and a really interesting way to think through that is global infrastructure, like the internet. So my film is about a figure who inspired a certain kind of political and philosophical way in which these infrastructures are developed, innovated, and managed.

Rail: So how do you come up with the character of Ayn Rand?

Blas: Maybe this is more in America, but there are a lot of articles, like in Vanity Fair, about all these Silicon Valley entrepreneurs that are influenced by Rand—the real Ayn Rand, who lived in the 20th century. There is actually a documentary on it. Many people openly talk about this: they are naming buildings and children after her. So there is this link between the kind of philosophy and ideals of living that she put in her writings and the Silicon Valley culture that is embracing her. I also wanted to make a film that is about philosophy. You can say that she is the proto-philosopher for Silicon Valley.

Rail: And what is also interesting in your film is that she sees a rebellion in the future. So it makes me think about how the end of capitalism is so rarely addressed in culture and cinema. It usually seems to appear in the form of dystopia and utopia. Could you talk a bit more about how dystopia, anti-utopianism, or utopianism is expressed in your work?

Blas: One main theoretical inspiration for me is two feminists who wrote under one name: J.K. Gibson-Graham. The book read by one of the rebels in the film is like a plagiarized and reconfigured version of The End of Capitalism (as We Knew It), which was written by J.K. Gibson-Graham in the mid ’90s. They make this beautiful argument: often, male Marxist philosophers choose to theorize capitalism as that which has no outside. And they say the problem with that is that it forecloses the possibility of arriving at an anti-capitalist alternative. They have these beautiful phrases where they call these thinkers “capitalist-centric.” So they say the first thing we have to do is an intellectual-theoretical project where we understand that capitalism does already have outsides, and they look at different economic practices that they call non-capitalist.

1520334498644-jubilee2033_still-dal-film_2Contra-Internet: Jubilee 2033 (2017), Zach Blas

Rail: And how are these ideas manifested in ContraInternet?

Blas: What is so incredible about this feminist work is that it snaps so beautifully onto the question of the internet today. Because the thing with the internet is that you can’t untwine it from capitalism, governmental control, or global surveillance. So if you follow J.K. Gibson-Graham, the question now is: how do you think beyond the internet? What is outside of it? And what is so interesting is that if you ask people that question, their eyes roll over. People can’t even register that question. What would that be? And when you hit something that is “unthinkable” it makes you realize it is becoming a totality. And it is not a totality.

Rail: But it is sensed like that.

Blas: Exactly. So I wanted the rebels’ lecture in the film to be very poetic. But the core is when they say: “There are heroines within the infrastructure.” And this refers to this alternative network activity that is really happening around the world—where you have people in Hong Kong during pro-democracy protests using autonomous networking infrastructure to communicate when they are not connecting to the commercial internet. These examples around the world reveal horizons about what we desire politically. And what I want is to connect queer politics to those questions. Because so often queer politics stays at the level of the body, sexuality, and identity. Which is fine, but I want to show that those politics can be engaged in these pressing questions of the contemporary.

Rail: You are talking a lot about the importance of imagining an alternative to capitalism. And I was thinking about the formal approach of the film, in terms of how you picture visually and sonically a future that sometimes is unthinkable.

Blas: I think there are some things that come out more in the installation. The installation pulls out these questions of psychedelics and mysticism a lot more. But I guess I just wanted to make this queer sci-fi film. And I think there is something at the level of the image that is very libidinal. It is one thing to talk about these ideas, but when you see the passion, the bodies, the sexuality, the burning, the destruction, the critique hits at a different level. It is so much more visceral. I wanted it to be lush. I wanted it to feel indulgent in its aesthetics: I wanted it to be colorful; I wanted the images to be intense, rich, and exaggerated. And part of that is thinking that technically this is all an acid trip. That is why it needed to be very heavy on CGI. This is an acid trip from 1955 to the future, and it has to happen through computer graphics. It has to happen through the material engine that these people are developing. That is why I felt very strongly about the last scene at the beach. That was the scene where no CGI was allowed (except for the character of Zuma), because I wanted the beach to be the counterpoint. It is this very material moment where I present a different idea of nature. So if you were going to think: what would be an abstract expressionist painting that could represent Silicon Valley today? I think it would literally just be a network fiber. For me these are aesthetic representations of Silicon Valley’s taste. The world has been stripped of everything except networks. That is all there is.

Rail: How does Nootropix (the rebels’ leader) break that capitalist Silicon Valley representation?

Blas: I think it is about Nootropix’s physicality. Her embodiment is the counterpoint to that.

Rail: Because it is more material?

Blas: Yes, exactly. For me the funny thing about Ayn Rand is that she is this completely rational philosopher. She is all about rationality. But then she sees Nootropix wearing a dildo and she is so entranced by this phallic object that she doesn’t realize it’s attached to a gender queer body. And she just can’t help but touch herself. For me that is the moment where the rationality of Ayn Rand gets undone by the libidinal desire.