Adiós, Joan, adiós

Crossing Delancey (1988), Joan Micklin Silver

Por Iván Zgaib

* Esta crítica fue publicada originalmente el 08/01/2021 en La Nueva Mañana

Si les digo que Joan Micklin Silver murió hace unos días, a los 84 años, probablemente no signifique nada para ustedes, o de hecho, para casi nadie. Casualidades o no, su nombre es como un roedor tímido esperando a salir de la sombra del anonimato. 

Joan murió en el año 2020, poco tiempo después que una tribu de mujeres se levantara contra los caciques del Hollywood decadente (los que las habían abusado, les habían robado dinero y quitado trabajo), pero ella empezó a filmar en los años ‘70, cuando las palabras “mujer”, “dirección” y “cine” no podían conjugarse en una frase (a menos que “hombre” apareciera en el medio, o que un accidente sintáctico ocurriera sin freno). A la incursión pionera de Joan se pueden agregar otros nombres: Claudia Weill, Bette Gordon, Susan Seidelman, Lizzie Borden, Elaine May, Barbara Loden. ¿Vieron alguna vez sus películas? Lo que las une es que son hechas por mujeres, son buenísimas y todas recibieron el mismo golpe cruel del ninguneo. 

En los obituarios que circularon por estos días, se repite mucho un recuerdo de Joan que sintetiza aquella época. Estaba reunida con el ejecutivo de algún estudio grande, en alguna oficina grande con espejos vidriados y vista a las playas doradas de L.A, intentando juntar monedas para filmar su primera película. El tipo la cortó de lleno: “las películas son caras de hacer y de comercializar, y las directoras mujeres son otro problema que no necesitamos”. Un tierno.

Los films de Joan están repletos de huellas, de marcas que remiten a esa experiencia: ser mujer en un mundo organizado por hombres, para hombres. En Hester Street, una inmigrante judía del siglo XIX viaja hasta Estados Unidos para reencontrarse con su marido, pero cuando llega él no hace más que esconderla en la cocina. En Between the Lines, su segunda película que transcurre en el sótano de un periódico independiente (donde un grupo de jóvenes intenta seguir respirando sus ideales en medio del aire cínico y sofocante de los ‘70), las mujeres están siempre en posición ofensiva para no quedar aplastadas por el ego de sus colegas masculinos. Abby, la fotógrafa del diario, estalla contra los reclamos de un ex que quiere volver con ella: “vas a convertirte en un escritor famoso mientras yo me quedo en casa haciendo pan, quizás fotografiando el pan o fotografiándote a vos siendo un escritor famoso”. Y en Crossing Delancey, de 1988, ese agobio chilla como una olla a presión en el núcleo familiar. Isabelle es una treintañera sin ataduras que debe frenar a su abuela judía en el plan de engatusarla con hombres judíos. Ella alquila un buen departamento, tiene un trabajo envidiable, organiza eventos prestigiosos con escritores prestigiosos. “¡No necesito un hombre!”, le dice a su abuela.

Pero reducir todo lo que hizo Joan Micklin Silver a eso (a un argumento, a ser una mujer tratando «temas de mujeres») sería corto de vista, simplista, casi insultante. Crossing Delancey es, de hecho, su mejor película simplemente porque es una gran película, un ejercicio virtuoso en la manipulación de la materia cinematográfica: la manera en que corta los planos para aprovechar los ojos de roca lunar que tiene su protagonista, los movimientos de seda que le da a su cámara, siempre sobrevolando cuatro pies encima del suelo e infundiendo a la película una cualidad flotante, un ritmo melódico que irradia hacia todos los fotogramas como una torre de energía. 

Joan concibe al cine como un cuerpo, un organismo vivo capaz de captar las fuerzas del eros, capaz de apropiarse de las reglas literarias de la comedia romántica e inyectarle vitalidad, volverlas carne sudorosa, oxígeno y palpitaciones en la pantalla. La película está llena de momentos sutiles que exponen esa gracia. Ya en el comienzo, vemos a Isabelle atravesar la librería con una bandeja en la mano, rodeada de personas tomando tragos, mirando libros, conversando. En el extremo opuesto de la sala le hace señas un hombre. Ella lo mira desconcertada. Él insiste. Ella mira hacia atrás para comprobar si no hay otra persona, otra mujer a la que esté enviando señales aquel hombre. La escena va de un plano fijo de él a uno fijo de ella. De fondo suena un coro de solteras dulces y borrachas cantando en las puertas del cielo. 

En un momento, la cámara se lanza hacia el tipo con una pulsión incontenible; se acerca a él y nos hace atravesar la distancia entre los dos personajes antes que Isabelle siquiera se mueva físicamente. Pero cuando ella se acerca (caminando ensimismada, como una sonámbula), él simplemente apoya su vaso seco en la bandeja. Y la música se esfuma. La ensoñación de Isabelle se esfuma. Toda la coreografía de la escena consiste en ponernos en sintonía con el pulso embobado de la protagonista, ubicarnos en su deseo y en sus expectativas para después abollarlas como un borrador de escritura y ubicarnos en un estado diferente: su inseguridad, sus flaquezas, sus titubeos.

Esta suerte de juego mental es importante porque Crossing Delancey es una comedia romántica de inseguridades, antes que de certezas. Es un drama de la corriente escurridiza del deseo, antes que de la convicción ciega del romanticismo. Isabelle está doblada entre dos mundos. Y Joan tiene un ojo sensible para construir esos universos microscópicamente. Está la librería, donde la gente hace cosas importantes como hablar con ganadores del Nóbel, trasnocharse en cócteles publicitados por las páginas del New York Times y hablar de sus propios libros sin parar. Y están las calles y los parques del Lower East Side, donde la gente hace cosas ordinarias como asistir a los rituales de circuncisión de los niños, vender pickles en la calle y buscar una pareja de por vida. Está el escritor egocéntrico que seduce con sus libros y está el judío dulce que huele a vainilla. La clave es que Joan expone esos mundos según sus distintas capas, sin reducirlos a valores absolutos. El círculo de escritores puede ser medio snob, pero también está lleno de gente que deja la vida luchando por lo que ama. El círculo judío de Nueva York puede ser algo conservador, pero también está formado por personas amables y honestas. Incluso Isabelle es presa de esos rasgos ambiguos (por no decir, humanos): puede ser muy frágil, pero también algo engreída, puede ser prejuiciosa pero también dulce.

Así funciona Crossing Delancey. Una película aparentemente sencilla, que fluye casi sin esfuerzo, pero que bajo la superficie esconde el trabajo detallista de Joan Micklin Silver. Hay una escena del film en la que Isabelle habla sobre la prosa de su escritor enamorado, pero bien podría estar hablando de esta película (su película): “lo que más me gusta de tu escritura es su engañosa simplicidad. Se lee como literatura barata y luego se escucha música”.

Un dato curioso: después de Crossing Delancey, la mayor parte de los films de Joan fueron proyectos por encargo para la televisión. Algo semejante sucedió con sus contemporáneas. Claudia Weill se recluyó en la pantalla chica después del ‘80. Elaine May no volvió a dirigir luego de sus peleas con Paramount y del fracaso comercial de Ishtar en el ‘87. La dificultad para las mujeres era no sólo reclamar su derecho a empezar a filmar, sino también a continuar filmando, y a que esas películas no fueran olvidadas. Su legado, ensombrecido, queda esperando para ser descubierto.

Puebla en llamas

Finalmente, Las hijas del fuego de Albertina Carri se estrena en Córdoba: una road movie porno-feminista ninguneada por las carteleras decrépitas de la ciudad. Su radicalidad poética prende fuego al cine de telarañas: ¿pueden las películas crear otros horizontes de mundo?

vlcsnap-2019-09-25-15h58m49s508Las hijas del fuego (2018), Albertina Carri

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada el 27/09/2019 en La Nueva Mañana

 

Pasó un largo año desde que Las hijas del fuego se asomaron por primera vez en el BAFICI. Que finalmente arriben a Córdoba, en meses de sequía cinéfila para una cartelera de estrenos decrépita, debería recibirse como un acontecimiento. Se trata de una película imperfecta, pero lo suficientemente rebelde como para arrebatar la atención dispersa de nuestras sociedades de pestañas-paralelas. 

Hay una extraña escena sobre el inicio del film que empieza deslizándose por el suelo nevado de las montañas y termina adentrándose en una cueva sombría. Colgada desde un pico cavernoso, la cámara espía a una chica que se está pajeando con un dildo. Lo que resulta llamativo es la devoción misteriosa con que se captura aquella figura: implica el paso del exterior ventoso a una cripta escondida; el paneo de una cámara que escarba como si se topara con un tesoro perdido. La chica parece formar parte de una mitología monstruosa. Es nuestra propia Nahuelita, nuestra elfa descarrilada, así como la película es una especie de Yeti patagónica para el cine argentino contemporáneo.

Esa piba es, también, un alter-ego que la espeja a Carri: una cineasta que comienza a peregrinar por la Patagonia salvaje para filmar una porno lésbica corrida del canon. Es decir, la protagonista ficticia está filmando la misma película (o una muy parecida) a la que filma Carri. ¿Qué película sería esa? Una que está obsesionada por el modo de registrar las corporalidades. Una que se amarra a la cámara para atravesar las curvas femeninas, para acariciarlas y contemplarlas del mismo modo que se hace con los lagos cristalinos o las tormentas de nieve en la cordillera. 

En ese sentido, no parece casual que el film transcurra en la Patagonia; un rincón que es el equivalente visual a la idea vernácula de paisaje. Lo que sucede en Las hijas del fuego es que los cuerpos de las chicas (de la directora porno, de su novia nadadora y de todas las amantes gozosas que descubren en su viaje) son concebidos como geografías: territorios que se (re)corren, que la cámara transita y de los cuales nosotros, los espectadores, nos convertimos en exploradores. No es un paisaje que permanezca estático, fijado por la cámara para ser poseído por el ojo colonizador, sino uno que la película pone en escena para ser habitado.

Prueba de esto son las escenas que hacen foco en la fragmentación corporal: pedazos de piernas pulposas, de tetas gigantes y vellos enmarañados que pertenecen a distintas mujeres y que se cruzan de manera confusa, a veces sin poder distinguir qué es qué y qué es de quién. Es un cuerpo colectivo, de todas, en conexión continua. La película no favorece siempre la claridad o la visión totalizadora de esas siluetas, más bien su reencuadre cinematográfico. Ensaya una puesta del cuerpo: figuras diseñadas y compuestas por el cine, para otorgarles una vida propia, sólo posible por la memoria infinita de la cámara.

Su gran fuera de campo (uno que no se explicita con datos históricos, pero que acecha a toda la película) es la concientización sobre el machismo depredador en la esfera pública. Ese es el enemigo dentro del film: tipos brutos que se asquean cuando ven dos mujeres apretando o que se calientan cuando sienten que pueden aplastar a sus novias contra el piso. Son los forajidos de este western mojado. 

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Pero Carri no se limita a “reflejar” aquel costado de la vida real. Lo que hace (y éste es el verdadero fuego con el que juega el film) es trabajar con una fantasía. Eso es palpable cuando se difuminan las fronteras entre lo que sucede a las protagonistas, lo que sueñan y lo que filman en la película dentro de la película. Allí, la apuesta de Carri es otra: catalizar la fuerza del cine para forjar un mundo propio, vinculado al nuestro pero también desfasado, corrido ligeramente de lugar. Esa es la grieta del cinematógrafo: la que abre nuestra visión empedrada y vislumbra otras posibilidades. 

Para la película, aquel horizonte es el nacimiento de un pueblo. Una comunidad de mujeres lesbianas, hetero y trans nómades unidas por el golpe bajo de una opresión compartida, pero también (y aún más importante) por el deseo carbónico de erigir un mundo diferente, con leyes propias. Un mundo de libertades que las incluya, que habilite su derecho al goce y a enterrar las lenguas frías en sus vaginas, bajo la luz azulada de los vitros en una Iglesia.

Nada de esto convierte a la película en una experiencia perfecta: algunas actuaciones ameritan resoplidos, todos los retratos de los hombres son unidimensionales, el privilegio de clase que expresan las protagonistas parece enceguecido y la estructura narrativa del porno tiende a volver al sexo algo forzado, casi mecánico. Pero aún con esos actos fallidos, Las hijas del fuego sigue siendo un ejemplar singular (y vital) en la fauna del cine argentino reciente. 

Al nivel de su despliegue formal y narrativo, sólo parece cercana a Breve historia del planeta verde de Santiago Loza; no por abocarse a filmar la diversidad sexual, sino por apostar a un artificio que anula la lógica del realismo preponderante. Pero además, de ese extrañamiento sobreviene un imaginario que es una completa rareza: la visión de un mundo donde un vínculo colectivo (y afectivo) sigue siendo posible. La composición de un espacio visual y sonoro que se asemeja a un llamado animal. La invocación de una jauría en torno a un “común”, algo compartido. 

Por eso, Las hijas del fuego son las anti-Animal de Bó, las anti-Relatos Salvajes de Szifrón, las anti-4×4 de Cohn. Es decir, son la oposición a un cine que reproduce sin consciencia los lugares comunes del descreimiento desesperanzador. Son las partidarias de que el cine puede señalar otros caminos. Algo sucios, algo deshabitados. Siempre, al costado de la ruta.

 

Una Corte de chicas calientes

Emma Stone, Rachel Weisz y Olivia Colman se visten de realeza para inyectar vitalidad en el cine vacío de Yorgos Lanthimos. La favorita, su nuevo film nominado al Oscar, se debate entre el deseo y la crueldad.

0l1020078cc_r_rgbThe Favorite (2018), Yorgos Lanthimos

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada el 15/02/2019 en La Nueva Mañana

 

I.

La favorita es una película calentona. A pocas semanas de los Oscar, el film de Yorgos Lanthimos parece una llama de fuego al lado de los témpanos que suelen celebrarse en aquellos premios. Roma, la película donde no hay placeres posibles, es el mayor referente de esa frigidez cinematográfica. Pero vale decirlo: los atributos opuestos que consigue demostrar La favorita se afianzan con la participación de terceros. Deborah Davis y Tony McNamara son los guionistas que despliegan una paleta admirable para matizar a los personajes. Emma Stone, Rachel Weisz y Olivia Colman forman el elenco vibrante que pone el cuerpo. Con este equipo se abre una grieta en el cine de Lanthimos, usualmente encaprichado con montar espectáculos de crueldad sobre la tristeza de sus personajes. Acá, quizás por primera vez en su obra, se asoma el deseo.

 

II.

Es un juego de máscaras. Hay algo en la composición dramática del film que consigue conjugar dos rasgos extremos: es expeditiva para presentar a sus protagonistas, al mismo tiempo que desenvuelve sus móviles e intenciones con cautela. Las primeras escenas ya trazan tensiones entre ellas. La reina Anne parece una colegiala insegura que se pregunta si pronunció bien o mal su discurso. Sarah, su consejera, la manipula para mover los hilos del reinado a su antojo. Y Abigail, la víctima perdedora que pasó de disfrutar los encantos de la nobleza a sufrir los golpes crudos de la calle, llega al castillo pidiendo trabajo. Pero todos estos rasgos son retorcidos continuamente, como si las protagonistas fueran arrancando capas contradictorias de sus vestiduras, descubriéndose y recubriéndose ante los espectadores. Anne puede verse frágil como la luz de un candelabro y luego gritar desquiciadamente a sus empleados. Abigail puede exhibir su rostro pecoso e inocente, sirviendo a ciegas a la reina, y después verse como una oficial de hierro que conduce el destino de hombres ingenuos. El tratamiento dilatado de aquellas texturas dramáticas va hilando un tejido complejo; los personajes hablan todo el tiempo sobre la guerra de Gran Bretaña y Francia, pero el verdadero interés de la película está fijado en batallas más íntimas. Éstas suceden puertas adentro, entre los pasillos interminables del castillo y la alcoba donde la reina recibe a sus súbditas en sábanas de seda.

 

III.

Adiós a la solemnidad. Lejos de los ánimos pomposos que suelen fanfarronear los dramas de época y la obra previa de Lanthimos, esta película abraza cierta irreverencia. Es a la vez ridícula y seductora. Durante dos horas, la realeza británica se la pasa puteando y hablando de sexo abiertamente. Abigail describe la “pija finita” de un viejo alemán, mientras la reina pide a gritos que la cojan y dice que le gusta cuando otra mujer le mete la lengua adentro. ¡Sacrilegio! Esta realeza es menos amanerada y más impulsiva; menos contenida y más deseosa. La vitalidad no se restringe acá a los diálogos, sino que es compuesta desde el cuerpo vertiginoso de las actrices. Sólo hace falta volver a ver El sacrificio de un ciervo sagrado, la película anterior de Lanthimos, para notar el contraste con los físicos duros y robóticos que adoptaban allí Nicole Kidman y Colin Farrell. Al contrario, las mujeres de La favorita hacen del cuerpo un medio de expresividad extrema. Corretean por los pasajes del castillo; se tiran al suelo en medio de ataques de histeria o por explosiones de júbilo; juegan a empujarse en la silla de ruedas y se chupan los dedos cuando cogen o cuando comen torta de merengue. La efervescencia de esos cuerpos está más cerca del slapstick de Charles Chaplin que de la teatralidad seria que encarna Judi Dench cada vez que interpreta alguna reina.

 

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IV.

Todo se reduce a una línea delgada. Delicadeza o grotesco, deseo o crueldad. La favorita oscila de un punto a otro del mismo modo en que sus protagonistas se mueven entre el sadismo y la vulnerabilidad. Es una manera decidida de filmar a esas mujeres. La forma en que Lanthimos utiliza la iluminación natural y ubica los cuerpos de sus actrices con cuidado en la composición del plano, rodeadas de cuadros y tapices refinados, acerca la película a una exhibición pictórica. Hay una suerte de celebración de aquel mundo de privilegios, pero a su vez esa visión es interrumpida cada tanto: se usan lentes de cámara que aplastan los cuerpos y espacios hasta deformarlos; se filma desde abajo para inflar los rostros, otorgándoles un aspecto casi monstruoso; se ralentiza el movimiento de los hombres cuando hacen pogo por una carrera de patos o cuando juegan a tirarle naranjas a un tipo. Cada vez que esto sucede, el glamour del castillo es alterado: hay algo retorcido que se sugiere desde la puesta en escena. Hay algo vulgar y grotesco que irrumpe violentamente, como un acto fallido deslizándose por las imágenes.

 

V.

El camino a la realeza está lleno de buenas intenciones. Y las chicas de La favorita van a manipular a quien sea para sostenerse o trepar sobre ese tótem de privilegios; el castillo como un refugio de las penas del mundo quebrado. Las decisiones que tomen en ese trayecto entregan la película a lugares humillantes y degradantes (el regodeo sobre el sufrimiento humano es siempre una marca cuestionable en la obra del director griego). Pero mientras las películas anteriores de Lanthimos parecían observar la crueldad como una esencia humana, la mirada que aporta en La favorita es menos superficial: la maldad no emerge de la naturaleza de las personas, sino como un resabio del contexto de desigualdades. Las protagonistas son empujadas hacia una lucha por sobrevivir, porque si no se mueven, van a ser aplastadas. Y ahí, otra marca que concede cierta actualidad a la película: el foco son las mujeres. Frente a todas las películas de época donde los hombres protagonizan la guerra, ésta es de chicas. De chicas grises que se calientan y que definen los juegos del poder. Con ellas, La favorita se desprende de las tendencias más provocadoras y vacías de Lanthimos. Así dieron forma a su primera comedia negra.

¡Oh, esto parece el paraíso!

En Sueño Florianópolis, la directora argentina Ana Katz y la actriz Mercedes Morán se unen como dos bailarinas en perfecta sincronía: juntas componen una comedia sobre el deseo femenino, en diálogo con sus películas anteriores.

sf_13Sueño Florianópolis (2018), Ana Katz

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada el 18/01/2019 en La Nueva Mañana

 

Estoy en problemas con Ana Katz. Mientras intento escribir sobre Sueño Florianópolis, su última película, temo hacerla sonar demasiado solemne o imponerle cierto aire grandilocuente que ella misma nunca se adjudica. Diría, por ejemplo, que el film completa una suerte de trilogía sobre liberaciones femeninas que Katz ha registrado con su cámara atenta y su escritura punzante (junto a la neurosis desbordada de Una novia errante y a la maternidad disonante de Mi amiga del parque) y que Mercedes Morán ha hecho cuerpo en la etapa más reciente de su carrera (en la misteriosa Familia sumergida y en El amor menos pensado). Cada una de ellas, directora y actriz, se mueve como si formaran una pareja danzante en sintonía perfecta: encarnan con precisión el lugar al que son empujadas forzosamente las mujeres, entre una vida de comportamientos previsibles y el llamado de una promesa diferente; un quiebre del que no habrá regreso.

Pero Sueño Florianópolis también está impregnada por un aura de liviandad, como la brisa suave de una lluvia de verano. Si bien su título hace referencia a la escena donde Lucrecia (Mercedes Morán) sueña con un viaje iniciático por la playa, también insinúa algo más. La película entera está poseída por una visión especular de Florianópolis. El destino de vacaciones al que viajan Lucrecia y su familia se asemeja a un oasis paradisíaco: es suspensión de la rutina, puesta en duda de las certidumbres, apertura al fluir de los cuerpos. La fotografía brillosa que rescata las olas esmeriladas y los prados selváticos logra evocar visualmente aquella tierra de placeres.

Nada de eso debería confundirse con el calco ingenuo de un imaginario turístico (en una entrevista reciente realizada por Julia Kratje, Ana Katz llega a decir que una empresa rechazó sponsorear la película “porque el viaje no aparece visto de manera positiva”). Lo que sucede con Sueño Florianópolis es que está dispuesta a sumergirse en las lagunas del deseo, más allá de la superficie hipnotizante del agua cristalina (algo de eso se materializa en la puesta en escena, cuando un simple chapuzón en el agua se revela como una satisfacción más profunda de lo que aparenta a primera vista, con la cámara balancéandose hacia adentro y afuera del océano). El placer explorado en la película no se detiene ante la gratificación automática y vacía que propone el mercado, sino que captura una forma de experiencia diferente; desafía lo que viene dado como verdad única e irreversible. ¿Pueden seguir deseando las mujeres de 60, desordenar la familia y reiniciar el juego?

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Uno de los encantos del film tiene que ver con la manera en que complejiza el vinculo entre sus personajes de manera creciente. En principio, todo parece presentarse como una simple comedia de situaciones donde la familia protagonista viaja a Brasil, con ciertos accidentes tragicómicos de por medio. Al poco tiempo, Lucrecia y Pedro (Gustavo Garzón) se ven en una cena donde comentan que están separados temporalmente, pero que aun así decidieron viajar con sus hijos adolescentes. Del mismo modo en que Mi amiga del parque se negaba a presentar la maternidad como una experiencia armónica y plena, Sueño Florianópolis resiste los ideales de familia. Gran parte de sus giros cómicos (y dramáticos) se sostienen por la intervención de elementos externos (fiestas nocturnas de karaoke o cervezas frescas con el administrador de las cabañas) que ponen en crisis a la familia y la pareja como un núcleo cerrado y hermético.

Hay una escena concreta que parece sintetizar aquel punto. Pedro y Lucrecia, ambos psicoanalistas, le cuentan a sus hijos que solían atender a un matrimonio; él se encargaba del hombre, ella de la mujer. Es una pieza preciosa de historia compartida, un chispazo que ilumina la imagen de un pasado en el que estaban juntos, una complicidad que aún resiste el paso del tiempo. Y de repente, el plano que muestra a la familia entera riéndose en la cabaña es interrumpido por una visión del afuera: desde la ventana aparece el administrador del alojamiento que se acerca reptando como una amenaza al orden establecido. Allí, la expresión material de una tensión: el adentro y el afuera, el universo conocido y un mundo nuevo. A medida que Lucrecia se va abriendo de aquellas estructuras, la película restaura el deseo y la transformación como acontecimientos que desconocen límites etarios y de género. La distancia entre los adolescentes y los adultos quizás no sea tan lejana.

La película de Katz no deja de ser especial por el modo en que equilibra elementos diversos: las estampidas de humor ridículo y las dudas existenciales donde lo personal nunca está escindido de lo político. Se trata de un rasgo singular que no podría atribuirse a las comedias del mainstream argentino (el modelo efectista de Carnevale y Taratuto) ni a la mayor parte del cine independiente. Apenas el recuerdo próximo de Las Vegas, dirigida por Juan Villegas, sirve como un reflejo distorsionado que permite apreciar las virtudes de Katz. Frente a la artificialidad coreográfica y la narración hueca de la primera, Sueño Florianópolis ensaya una puesta en escena que habilita ritmo para la espontaneidad de sus actores y un guion que suma capas y matices a sus personajes.

Katz confía amorosamente en esos protagonistas, a pesar de que puedan ser contradictorios o imperfectos, del mismo modo en que profesa una creencia profunda en sus espectadores. Cada conflicto dramático tiende a mostrarse antes que a explicitarse con palabras. Y en ese arte de malabares, la directora ha logrado erigir una forma de humor que incomoda. Si el costumbrismo siempre corre el peligro de repetir los lugares comunes, el cine de Katz los esquiva y los patea afuera de la pantalla. Prefiere habitar tierras desconocidas antes que sentarse a repetir manuales de chistes berretas. Elige construir sobre las dudas, antes que rendirse a las certezas. Sueño Florianópolis es su criatura quimérica más reciente que emprende ese viaje. Allí, una mujer que está arriba de los 60 sigue deseando. Sigue aferrándose a la creencia de que, después de todo, los sueños no se sueltan.

Adiós a los mandatos, bienvenido el feminismo

Julia y el zorro, el film de Inés María Barrionuevo que estrena en salas este jueves, invoca la fábula para construir una mirada misteriosa sobre la maternidad, el deseo y la familia.

Umbra Colombo 03 BajaJulia y el zorro (2018), Inés Maria Barrionuevo

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada el 26/11/2018 en La Nueva Mañana

 

 

Julia y el zorro, la nueva película de Inés María Barrionuevo, presenta una forma de alianza que se desdice en el mismo acto: un film que recupera elementos de la fábula, pero que está narrado de manera elusiva, evitando las definiciones claras. Uno podría mirar la película y decir, al estilo de las viejas narraciones tradicionales, que “había una vez” una actriz malhumorada, su hija inquieta y un zorro misterioso que se paseaba por el suelo pelado de las sierras. Pero los conflictos dramáticos acá son, en principio, difíciles de identificar. ¿Qué le pasa a Julia, la rubia glam y mala onda que camina con delicadeza por las mesetas del pueblo, como si los esqueletos de árboles marchitos, los matorrales verdes que se asoman con esperanza y la alfombra de hojas secas se convirtieran en el escenario de su obra teatral? En la película, todo acontece bajo la forma de un espectáculo misterioso que intenta indagar sobre el rostro blanco y velado de la protagonista.

La única certeza: algo anda mal con Julia. Ella parece desconectada de su entorno, de su hija pequeña y hasta de un nuevo proyecto de actuación que le propone un amigo. Pero lo que resulta interesante son las distintas maniobras que pone en juego Barrionuevo para construir ese paisaje emocional. Algunas de ellas consisten en la simple observación de hechos mínimos que quiebran la armonía. Una masturbación, por ejemplo, es filmada como si fuera un momento de hastío cotidiano antes que una posibilidad de liberación. Y las situaciones narrativas tienen, a su vez, una correspondencia plástica. Algo de eso puede observarse en las primeras escenas, donde la escisión entre madre e hija queda plasmada en la materialidad de la imagen: ciertos planos divididos en dos, con una de las chicas convirtiéndose en un reflejo desdibujado sobre el espejo y la otra apareciendo en el rincón opuesto de la habitación, comienzan a sugerir una distancia silenciosa.

Lo segundo que podría advertirse es que, en lugar de desaparecer, la extrañeza de aquellas imágenes se extiende a gran parte de la puesta en escena. En Julia y el zorro habrá planos estilizados y detallistas que se dejan ver como pequeños retratos pictóricos, casi expresionistas. Ahí, las sierras se asemejan a un espacio fantasioso y la casa familiar a un templo en decadencia. En los interiores, el trabajo climático se despliega con una convivencia de diversos elementos: penumbras totales, luces lúgubres destiladas por lamparitas y resplandores brillantes que entran por las ventanas del mismo modo en que los filtros disparan burbujas de oxígeno en una pecera hermética.

Lo que mejor funciona de aquella operación fotográfica es que, además de proponer una aproximación sensorial, incide sobre la relación y la tensión entre los distintos espacios dramáticos. Por un lado, el interior doméstico como lugar donde entran en crisis los roles inmaculados de la mujer, las madres convencidas y las hijas dóciles. Por otra parte, el afuera como un espacio vasto e impredecible. Este es el territorio de la naturaleza salvaje, pero también de la figura del zorro que se mueve libremente y que emerge de las sombras de la noche como un llamador. Su andar sereno parece ser lo único que despierta la curiosidad de Julia.

Umbra Colombo 05 Baja

Si bien el malestar emocional se construye desde la sugerencia, el film no antepone la ansiedad por resolver esas preguntas. Su mayor atención se vuelca, por suerte, en la temporalidad de las escenas y los planos, que se estiran para dejar crecer a los personajes. Ahí, el encanto hipnótico de Umbra Colombo (que encarna a Julia) constituye la pieza central; mientras se abre paso por las montañas, por los haces de luz y las ráfagas de penumbras, la protagonista viste sacos de cárdigan y camisones de seda que la hacen ver como una doncella, pero su rostro permanece duro e inaccesible como el de un soldado. Acá puede apreciarse un conjunto de elementos que se han puesto a orbitar en sincronía perfecta (actuación, cámara y vestuario) y que acercan la fotogenia de Colombo a la presencia de una vieja actriz del cine moderno.

Algo de la Umbra Colombo que retrata Barrionuevo hace ecos de la Mónica Vitti filmada por Antonioni, la Anna Karina de Godard o la Gena Rowlands de Cassavetes: es el registro de una extraña comunión entre fragilidad y belleza, como si se estuviera atesorando una forma femenina a punto de hacerse pedazos. Pero la mirada de Barrionuevo está sostenida con coherencia para escapar a la pura fetichización de esa belleza: está ahí, es aprovechada por la cámara y demanda su atención, lo cual no significa que se convierta en una posesión del que mira (ni de la directora, ni del espectador). Es como si cada vez que la cámara curiosa intentara entrometerse y fijar una conclusión sobre la protagonista, ella pusiera un freno (físico y gestual): “Vos no me definís. Hasta acá llegaste. Yo soy mucho más que esto y hay mucho más de mí que no vas a conocer”.

La película de Barrionuevo alcanza sus triunfos más grandes en aquellas indeterminaciones, ya que sintetizan dos actitudes que a primera vista podrían parecer contradictorias, pero que en realidad se complementan: se vale de ciertas características de la fábula (un relato sobre el inicio o la figura del animal), pero se rehúsa a presentar personajes con rasgos esenciales. En Julia y el zorro no hay buenos ni malos, no hay enseñanzas ni moralejas. Sobre el final, algunos cabos sueltos parecen sufrir por vacíos dramáticos (principalmente, en relación al vínculo de Julia con su hija y con el animal), pero hay una potencia emocional (y política) que logra permanecer intacta. Que la belleza de Colombo no sea posesión de la cámara es coherente con la mirada desprejuiciada que plantea la película sobre los roles de género y la familia.

Es en especial la última media hora donde el film desata un movimiento narrativo que vuelve a barajar las cartas entre sus personajes: ahí, la protagonista femenina puede permitirse romper con el mandato de la maternidad y una pareja gay se filma como una forma de familia posible y amorosa. Quizás Julia y el zorro parezca, por momentos, una película taciturna y oscura. Pero el proceso que desemboca en aquel final revela su verdadero gesto humanista, y además, feminista. El film no adoctrina ni castiga. Por el contrario, le extiende la mano a todos sus protagonistas.

 

* Julia y el zorro se estrena este jueves 29 de noviembre en salas comerciales y el 6 de diciembre en el Cineclub Municipal Hugo del Carril.

Extraños en la Patagonia: entrevista con Sebastián Schjaer

Sebastián Schjaer habla con La Nueva Mañana sobre La omisión, su ópera prima que se vió en el Festival de Cine de Berlín y esta semana se estrena en el Cineclub Municipal. Siguiendo a una chica que está de paso por Ushuaia, el film pone en escena las dificultades de acceder al mundo interno de las personas.

rJqag2qzX_930x525__1La omisión (2018), Sebastián Schjaer

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada originalmente el 02/07/2018 en La Nueva Mañana

 

La voz de Sebastián Schjaer se escucha con suavidad del otro lado del teléfono. Está en Buenos Aires y habla a Córdoba sobre su paso por el extremo más nevado y austral de la Argentina. Cuando la comunicación se entrecorta, recuerda a la fuente de misterio que habita su ópera prima filmada en Ushuaia: escuchar voces sin saber muy bien de dónde vienen, observar los movimientos de las personas buscando entender por qué hacen lo que hacen.

La omisión, el film de Schjaer que se estrenará este jueves en el Cineclub Municipal Hugo del Carril, se presenta como el intento obstinado por comprender el mundo psicológico más íntimo. Pero la propuesta narrativa de la película pone de manifiesto una paradoja: que ese universo interior de los otros se nos escapa constantemente, como si fuera una corriente de nevisca haciéndose agua en nuestras manos. Al igual que su título, la película se estructura a base de omisiones y ocultamientos. La heroína del film se convierte así en un enigma que intentaremos descifrar sin cansancio.

Aquella extraña es Paula, que está de paso por Ushuaia intentando sobrevivir a los trabajos inestables y la falta de dinero. “El personaje lo construimos con Sofía Britos, que hace el papel principal”, dice Schjaer, “Fue un proceso de dos años, donde nos concentramos en construir su idea sobre el deseo”.  La pregunta sobre qué mueve a Paula se imprime entonces entre las tormentas de nieve de la Patagonia: un escenario hermoso y hostil donde los mundos del trabajo, lo afectivo y lo femenino entran en conflicto.

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Sebastián Schjaer - Rodaje La omisiónSebastián Schjaer en el set de La omisión

 

¿Cómo surge la idea de esta protagonista?

Lo primero que apareció de la película fue el personaje de Paula. Y el disparador fue una foto que encontré en Internet, de la que no sabía nada. Era una foto en la que se veía una chica cruzando una ruta y ella tenía la capucha puesta; la ruta estaba totalmente desolada y alrededor se veía un paisaje nevado de montañas. A raíz de esa foto empecé a construir el personaje de esta chica. Ya esa imagen de una chica a la que era difícil verle el rostro y a la que era difícil acceder a su intimidad fue el disparador desde el cual empezó a construirse toda la película. En ese sentido el título apareció hace cinco años, cuando empezó el proceso de escritura, y fue un poco la guía para construir el personaje desde la dificultad de acceder a su interior. Todas las cosas que suceden en la película suceden a partir de la curiosidad por indagar en ella y en su mundo; por un intento, muchas veces frustrado, por entenderlo y explicarlo. Esa dificultad de entender el mundo del otro en términos psicológicos me resultaba muy atractivo porque sentía que es algo muy común en la vida: ver a las personas como algo opaco y difícil de explicar con coherencia. Esa fue la apuesta inicial que mantuvimos a lo largo de todos los años y el resultado es la película, con todas sus omisiones.

Esa omisión del personaje (que no cuenta todo sobre su vida) se traslada a la estructura narrativa. ¿Cómo fue el trabajo y el desafío de construir estas elipsis y modos distintos de proveer u ocultar información al espectador?

Sí, totalmente. Mi idea era trabajar el concepto de la omisión desde múltiples lados. Uno era la psicología del personaje y otro era en términos narrativos: construir la estructura de la película en base a pedazos sueltos que el espectador tiene que ir armando. Y esos pedazos sueltos tienen a su vez dos modos de trabajar el concepto de la omisión. Uno es desde el trabajo de cámara; construir la película con planos cerrados donde se escuchan muchas más cosas de las que se ven. Y muchas veces el personaje está en un perfil en que es difícil verlo, con la capucha puesta o en una penumbra. Ese era un modo de trabajar la omisión en términos visuales. Y en términos narrativos aparecía el trabajo de montaje. Es decir, cómo organizar estos bloques de la película de modo que cada cierta cantidad de tiempo la información se reorganiza y eso le da al espectador una nueva configuración sobre el mapa de este personaje. Entonces creo que la idea central de la omisión se trabajó tanto en el guión, como en la cámara y el montaje. Seguimos siempre esa misma idea de construir desde la ausencia, que yo creo que termina dando una presencia más fuerte que si uno construyera desde la certeza de los personajes.

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Algo que salta bastante a la vista es la fuerte estética realista de la película. ¿Cómo trabajaste eso desde la puesta en escena?

Sí, este trabajo se da dentro de un cierto realismo. Creo que eso está construido desde las locaciones, donde no me interesaba retratar la belleza del paisaje sino construir el espacio desde lugares que fueran de paso. Por ejemplo, muchas escenas donde el personaje está comprometido emocionalmente, suceden en lugares como estaciones de servicio, o rutas, habitaciones de hotel o autos. Entonces aparece esa sensación de que la película se va construyendo en los intersticios de la historia; en los momentos en que este personaje nunca tiene un lugar de arraigo. Creo que contribuye a ese tono realista de los escenarios más crudos.

¿Y en las actuaciones?

Para las actuaciones había un guión escrito muy rígido, pero me interesaba que los actores pudieran tener la libertad de construir las escenas y en general intenté intervenir lo menos posible con la cámara, de modo que el fuerte fuera el clima que se generaba entre los actores. Creo que ese trabajo también contribuye al realismo. Por último, siento que ese modo de trabajar la opacidad en los personajes, si bien para construirlo es necesario manipular los elementos, tiene una parte muy real que termina apareciendo. Siento que los espectadores terminamos identificándonos con eso. Quizás no ocurra con el personaje, pero sí puede ocurrir con esa sensación de que a medida que vamos escarbando en todos nosotros van apareciendo diferentes capas, intenciones, sospechas y dudas.

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En relación a esta aproximación ¿Tenías referencias claras de cines y películas con las cuáles sentías hermanada La omisión y otras de las cuales querías distanciarte?

Creo que al principio del proyecto había una curiosidad mía por lo que se llamó en su momento La Nueva Ola del Cine Rumano, sobre todo Corneliu Porumboiu. Es un director que me encanta y que sus películas fueron importantes en esa primera etapa. Pero en la medida en que la película se fue desarrollando y sobre todo en el momento en que encontramos la ciudad de Ushuaia y un paisaje tanto humano como geográfico, sentí que se fue alejando de esos referentes que ayudaron a conseguir el proyecto. El trabajo con la música, por ejemplo, fue una decisión de alejarla de ese realismo más puro. Porque el problema del realismo, creo yo, es que pone todo el interés en la psicología de los personajes. De modo que termina la película y uno puede decir: “al personaje le pasó esto y por lo tanto actuó de esta manera”. Y en el caso de La omisión creo que esa psicología está quebrada desde el comienzo. Por lo tanto es difícil proponer un razonamiento único que justifique y explique el arco narrativo y emocional del personaje. Por eso digo que el realismo era para mí un punto de partida, pero también  algo a lo que prestar atención para poder desarmarlo un poco.

Con respecto a lo que decías sobre la particularidad que le dio el espacio de Ushuaia. ¿Cómo crees que se transformó la idea que tenías en tu cabeza cuando llegaron a ese lugar?

Yo viajé a Ushuaia varias veces mientras escribía y desde el primer viaje me di cuenta que la película tenía que transcurrir ahí y que necesitaba empaparse del imaginario del lugar. Es una ciudad muy especial porque está en una isla y le da una particularidad muy extraña que no tienen otras ciudades argentinas. Por otro lado, es la ciudad más austral del continente. Y por último, es una ciudad que recibe a personas de muchos puntos del país, tanto del norte como del centro y sur. Por lo tanto es una ciudad hecha a partir de muchas personas que llegaron ahí, teniendo a Ushuaia como un lugar de paso y no como un lugar en el que se nace, se crece, se tiene hijos y crecen. Entonces la condición de los fueguinos, creo yo, tiene algo muy hermoso y muy especial que es esa condición de estar en un lugar de paso. Yo creí que esa sensación era el punto central desde el cual el personaje de Paula podía vivir todo lo que estaba viviendo internamente. Ella está en Ushuaia temporalmente. Y el momento en que alguien está de camino a otro lado es un momento en que uno es uno pero también puede ser muchas otras cosas. Hay más posibilidades de construirse a uno mismo lejos de su ciudad natal y del entorno afectivo original. Dentro de la ciudad de Ushuaia también me interesaba que ella trabajara en una combi llevando gente de un lugar a otro y que estuviera como en un gris. Porque por un lado no es local pero tampoco es turista. Ella es local para los turistas y turista para los locales. Entonces esa doble condición también contribuye a crear esta sensación de estar de paso y repensar la vida desde ese lugar.

LA OMISIÓN 01 (1)

Esa dimensión afectiva de la protagonista aparece muy fuerte, pero es peculiar cómo los sucesos giran en torno al mundo del trabajo, que en el cine argentino no suele aparecer tan seguido ¿Cómo te interesaba abordarlo?

Desde el principio estuvo esa idea del trabajo asociado al dinero. Si hay algo que regula los días de Paula en el sur es el dinero: esa se convierte en la medida de relacionarse con todas las personas. Sea con sus jefes, con sus compañeros de trabajo, con su hermana. Entonces un tema central era el trabajo como generador del dinero y el dinero como nodo que permite la relación con las personas. Y el trabajo también funciona para Paula como un modo de permitirse estar alienada y pensar sólo en eso y no en el deseo personal. Creo que en la película se produce un corrimiento entre su deseo inicial, que está abocado a conseguir trabajo, hacia su deseo como persona y como mujer que se opone al deseo que la sociedad le impone por ser madre. A raíz del trabajo se desprendía la posibilidad de mirar las expectativas sociales y el rol que la sociedad le asigna a las mujeres como madres antes que cualquier otra cosa. Mientras que los hombres no cargamos con ese peso de decidir antes como padres que como hombres, las mujeres sí cargan con ese prejuicio social. Entonces me interesaba construir un personaje femenino que pudiera alejarse de esa violencia social desde la cual se le impone la maternidad antes que cualquier cosa.

*La omisión se verá desde el jueves 5 hasta el miércoles 11 de julio en el Cineclub Municipal Hugo del Carril.

No es otra tonta película de adolescentes raros

Lady Bird, la opera prima de Greta Gerwig, toma todos los riegos que podrían convertirla en una película gastada: historias de adolescentes raros, primeras relaciones amorosas y vínculos entre madres e hijas. Pero la directora tuerce con delicadeza el género del coming of age y devuelve un film lleno de sutilezas.

vlcsnap-2018-03-12-19h26m46s422 Lady Bird (2017), Greta Gerwig

por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada originalmente el 12/03/2018 en La Nueva Mañana

 

1.

Bienvenidos a la era del underdog, la figura narrativa de adolescentes pecosos e inadaptados que están reinando las pantallas de todo el mundo. Quizás más que nunca, la cultura masiva les entregó el cetro. Chicos y chicas que no encajan en los patrones de conducta social se convirtieron en vehículos ficcionales para un suspenso intimista: ¿pueden triunfar esos personajes que tienen todas las cualidades para salir perdiendo? El extraño culto al underdog es más obvio en la televisión, donde series como Stranger Things, This is the F***ing World y Everything Sucks expresan lo peor de esta moda. Lo “extraño” y lo “alternativo” pronto se vuelven etiquetas de consumo en el mercado de la cultura. Ya no hay nada fresco en los adolescentes perdedores: están más estandarizados que sus compañeros de clase populares.

Quiero preguntarme, en medio de este paisaje de falsos inadaptados, qué pasa con Lady Bird, la primera película dirigida por Greta Gerwig. El film que pasó sin gloria por los Oscars tiene sus defensores y enemigos apasionados. Los detractores suelen apuntar contra una supuesta debilidad que salta a la vista con solo leer la sinopsis: acá viene de nuevo, otra coming of age sobre adolescentes confundidos que deambulan por los pasillos de la escuela al ritmo de himnos pop coloridos.

Esto podría ser peor si se tiene en cuenta que la protagonista es algo así como la reina de los underdogs. Una chica con el pelo teñido de rosa que se siente tan diferente como para hacerse llamar Lady Bird y diseñar afiches con su cabeza pegada al cuerpo de un pájaro. Y con esto quiero decir que la película de Gerwig tiene todos los elementos para salir muy mal. Cada momento amenaza con convertirse en un espectáculo de clichés gastados: el primer beso, la primera experiencia sexual, el baile de fin de curso. Pero hay una sinceridad espectral que ni los críticos más entusiasmados con el film terminan de explicar bien.

vlcsnap-2018-03-12-19h25m17s569Lady Bird (2017), Greta Gerwig

2.

Quisiera empezar de nuevo. Quisiera decir algo menos racional, porque Lady Bird está llena de emoción. Quisiera decir: está película puede ser incómoda, romántica y anti-romántica en el transcurso de una misma escena. Es como un pájaro deforme y pequeño que intenta despegar sus alas para volar y se cae con cada intento. Mirarlo da pena, risa y ternura. Y Greta Gerwig logra una sinceridad inusual por la manera en que plasma el fluir de esos estados de ánimo tan distintos.

Es un talento que se evidencia desde la segunda escena. Un primer plano de la ruta instala una atmósfera tranquila. Lady Bird y su mamá lloran en el auto mientras escuchan un programa de radio. Después, una conversación parece arrancar con tensión dramática pero pronto se vuelve graciosa y termina a los gritos: la piba se tira del auto en marcha porque no quiere seguir escuchando a la vieja. En sólo un par de minutos, el film transita la introspección, el resentimiento entre los personajes, la comedia inter-generacional y la histeria absoluta.

Entonces Lady Bird está llena de sutilezas que pasan desapercibidas. Si uno la compara con otras nominadas al Oscar, sale perdiendo a primera vista. Su tema no parece tan importante como la oda a la libertad de prensa de The Post o como la supuesta denuncia de la violencia de Tres Anuncios por un Crimen. El estilo de filmar de Gerwig tampoco tiene la elegancia formal de Paul Thomas Anderson  ni de Luca Guadagnino. Pero la perspicacia emocional de Lady Bird sí responde a la mirada de su directora: que la película construya el paisaje de la adolescencia como un fluir de sensaciones diversas es el resultado de una serie de elecciones de registro actoral, de cámara y de montaje.

Pensemos en el modo en que la realizadora crea el ritmo de la película a través de situaciones que se cortan antes de tiempo. Ahí, Gerwig no sólo retrata con economía visual las rutinas de la escuela católica o de las calles de la ciudad donde se mueve la protagonista. También crea un ritmo armónico que se acelera y se detiene sin que notemos las costuras del montaje. El mayor logro en Lady Bird es entonces una cuestión de tonos: cómo ese registro esquizofrénico entre la comedia, el drama y lo cotidiano se empalman y cambian con la volatilidad de las hormonas adolescentes. Saoirse Ronan, la actriz principal, combina la misma ruleta emocional en su rostro y en su cuerpo. Y Gerwig sabe cómo aprovecharla: une a los personajes en el plano cuando necesita expresar la intimidad y pone a su heroína mirando a cámara en momentos de éxtasis y revelación emocional.

vlcsnap-2018-03-12-19h28m08s727Lady Bird (2017), Greta Gerwig

3.

Lady Bird podría ser una película de adolescentes cualquiera. Pero no: es sobre esta adolescente que crece, se pierde y se encuentra en el año 2002, al oeste de Estados Unidos. La ubicación temporal casi lo vuelve un film de época. Pero a diferencia de los brotes nostálgicos de la cultura contemporánea, Gerwig no se limita a reconstruir el pasado en base a detalles vacíos como referencias musicales y televisivas. Lady Bird, con su ego frágil y gigante, quiere mudarse a Nueva York un año después del ataque a las Torres Gemelas. Y lo que se asoma ahí es el republicanismo conservador de la era Bush, que avanza de manera sigilosa en la intimidad de las personas.

Las crónicas desde la Guerra de Afganistán se escuchan como susurros que salen del televisor mientras los personajes intentan armar sus vidas. El corazón más reaccionario de Estados Unidos también se revela como un relámpago que ilumina los actos mínimos: una señora quiere convencer a las adolescentes de que el aborto es un pecado, una familia echa de la casa a su hija por tener sexo premarital y una vieja careta guarda un poster del republicano Reagan como si fuera un héroe nacional. La cultura ultraconservadora de los primeros años del terrorismo no es un mero detalle: se está haciendo carne en los personajes frente a nuestros propios ojos.

A raíz de eso, vale decir que la destreza emocional del film es acompañada por una sensibilidad social. No es menor que Lady Bird venga de una familia trabajadora que tiene que hacer cuentas para llegar a fin de mes, con un padre que queda desempleado y una madre que hace horas extras. Este es el contra-punto a todas las ficciones de adolescentes ricos que se visten con ropa de diseño, que duermen en casas de muñecas y reproducen diálogos falsos como si fuera lo más natural del mundo.

Algo similar quiero decir sobre la mirada de género: Lady Bird es una película sobre una chica filmada por una mujer desde una perspectiva feminista. Que la protagonista pierda la virginidad cogiéndose a su novio desde arriba tampoco es casual: es la inversión del modelo machista que ve a las mujeres como objetos sexuales pasivos. Que los novios no sean el centro del film, sino un elemento más que conforma la identidad de esta adolescente, también es bienvenido. Gerwig podría correr el riesgo de encajar su película en el modelo clásico del cine de adolescentes con protagonistas femeninas. Pero cada vez que lo evita devela la pulsión original que comparte con sus personajes. Lady Bird tiene un corazón tan gigante que desvirtúa las expectativas sobre las narraciones románticas: antes del final, nos vamos a dar cuenta que las verdaderas historias de amor son entre mujeres. Se dan entre dos amigas y entre una madre y su hija.

Cuando la película abre espacios para esas peculiaridades, también pone de manifiesto una dulce creencia en las personas. Pienso que eso es lo más lindo que deja Gerwig: aunque sus criaturas estén bajo la sombra obtusa del conservadurismo republicano, siguen luchando. Siguen soñando con otras vidas, con ser mejores personas, con entenderse con los otros y con prestar atención a sus propios deseos. Por todo eso, voy a decir que no: Lady Bird no es otra película tonta sobre adolescentes raros. Es demasiado honesta como para merecer esa etiqueta.

Esos malditos paranoicos

The Post, el nuevo filme de Steven Spielberg nominado al Oscar, actualiza algunos elementos del cine estadounidense marcado por la paranoia. Al mismo tiempo desconfiada y esperanzadora, la película filma con delicadeza a un grupo de periodistas que quiere destapar las mentiras del gobierno en los ’70.

 

Screen-Shot-2018-01-12-at-10.59.22-AMThe Post (2017), Steven Spierlberg

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada originalmente el 5/2/2018 en La Nueva Mañana

 

¿Qué les pasa a algunos yankys que siempre se muestran con desconfianza? Un capítulo de su historia reciente podría estar dedicado al imaginario cultural de la paranoia, un sentimiento de sospecha tan descontrolado que plagó la consciencia colectiva de recuerdos oscuros. Hubo pobres comunistas perseguidos y comunistas invasores infiltrados, extraterrestres grises ocultos y guerras cínicamente planificadas, héroes políticos asesinados y políticos fraudulentos escrachados. La nebulosa pasivo-agresiva que extendió la Guerra Fría fue la cortina para este espectáculo; la desesperación causada por una amenaza oculta a punto de estallar, pero que nunca se desnuda por completo.

Quizás pocas películas hayan expresado aquella atmósfera histórica como lo hizo Dr. Insólito… (1964), donde Stanley Kubrick satirizó un mundo resignado a aceptar el estado de incertidumbre absoluta. Es decir: sí, la bomba nuclear podía estallar en cualquier momento. Y este mismo lente de la paranoia podría utilizarse para leer un lado B en el cine estadounidense de la segunda mitad del siglo XX. Pensemos en El embajador del miedo (1964), que tejía una narración enmarañada donde el enemigo de la población parecía casi inidentificable, volviendo locos a quienes intentaban perseguirlo. Y también está La conversación (1974), el filme de Coppola según el cual todos los ciudadanos comunes podían ser víctimas del espionaje.

Tras el asesinato de Kennedy y los escándalos del presidente Nixon, la década del 70 terminó de consolidar las manifestaciones del thriller paranoico. En esa burbuja de peligro escurridizo se movieron The Parallax View y Todos los hombres del presidente,  filmes de Alan J. Paluka que seguían hombres empecinados en conectar los puntos de un mapa invisible: la constelación del mal se gestaba en las sombras, a espaldas de la ciudadanía. Y hay algo de todo esto que aparece cuatro décadas más tarde en The Post, la nueva película de Steven Spielberg nominada al Oscar. Con Meryl Streep y Tom Hanks a la cabeza, el filme recupera un hecho real de los ’70 para mostrar a los periodistas del Washington Post investigando documentos secretos del Pentágono. Las fuentes misteriosas les van a susurrar: hay una verdad en el fondo de aquel laberinto. Podría probar que Nixon y otros presidentes han mentido a la población estadounidense.

The Post mantiene una actitud de desconfianza hacia el gobierno, pero se aferra a una creencia romántica en el periodismo. Y Spielberg compone con precisión una puesta en escena que expresa ese punto de vista. Por eso hay planos similares que se repiten a lo largo de la película: la cámara se mete entre los escritorios de la sala de redacción y sigue sin cortes a un periodista caminando de una punta a otra, rodeado de otros colegas que trabajan. El modo en que Spielberg filma cómo un papel pasa de mano en mano exige que la cámara se mueva con la urgencia de un periodista corriendo tras la primicia. Pero el director también sabe cuándo calmarse para aprovechar la versatilidad de sus actores. Así, la cámara se detiene o se acerca al rostro de su mayor estrella, explorando la fragilidad y la convicción que combina Streep cuando debe tomar una decisión importante.

Más allá de algunas declaraciones subrayadas que aparecen al final, el director no necesita verbalizar la importancia del periodismo. Por el contrario, crea una aproximación estética que habla por sí misma; se acopla con el fin de registrar un grupo de reporteros luchando contra reloj para exponer las mentiras del gobierno. Es esa delicadeza la que parece convertir a The Post en una reivindicación del cine clásico. Spielberg nos recuerda que construir una narración transparente no equivale a tratar de idiota a la audiencia y que centrarse en el relato no implica quedar atrapado en un guión literario.

El filme está lleno de pequeños detalles que parecen insignificantes, pero que esconden una genialidad subrepticia. Como la escena donde los periodistas están estudiando unos documentos en la casa del editor del diario. Ahí, Spielberg interrumpe la situación de trabajo con el plano de un ama de casa observando a los reporteros. Es una imagen que no entenderemos hasta más tarde, cuando nos enteramos que la esposa del editor estaba calculando la comida para los periodistas.

En ese sentido, hay una mirada atenta sobre el lugar de las mujeres, exponiendo un mundo de hombres que las subestima constantemente. No es casual que Spielberg decida comenzar otras escenas con la cámara del lado de Streep, mientras la vemos ingresar a reuniones llenas de tipos que no la escuchan. El director presta el ojo para visibilizar a esas mujeres ninguneadas que se plantan de la manera que mejor pueden. La cámara que empieza filmando a Streep desde su altura y luego flota por encima de ella no hace otra cosa que expresar eso: la presión que siente la protagonista por tener que tomar decisiones cuando pocos la creen capacitada.

El rol activo de las mujeres pertenecía al fuera de campo en Todos los hombres del presidente, filme de 1976 que se basaba en otra investigación del Washington Post. Como si se tratara de una precuela realizada cuatro décadas más tarde, The Post muestra una mirada del ’70 anclada en el 2018. Incluso la sensación de sospecha parece menos nihilista que la mayor parte de los thrillers paranoicos de los ’60 y ’70, depositando una creencia reivindicadora en el periodismo. Se trata de una mirada optimista que Todos los hombres del presidente compartía, pero que parece aún más idealista ahora, cuando los límites entre los medios, los gobiernos y el mercado son cada vez más difusos. La mirada desconfiada y esperanzadora de The Post funciona bajo la orquesta de artilugios cinematográficos que Spielberg despliega para construir su mundo ilusorio. Como una fábula antigua, el filme toma la forma de una fantasía política que viajó en el tiempo. Viene a preguntarnos por qué su visión del periodismo sólo existe en un mundo ficticio.

Manual de superación para chicos que odian el planeta

Tres anuncios por un crimen, una de las películas candidatas al Oscar, presenta de manera violenta un mundo sanguinario que odia a las mujeres, los negros y cualquier minoría.  El eje dramático gira en torno a un crimen irresuelto que es mirado desde una narración obvia, sin lugar al misterio.

THREE BILLBOARDS OUTSIDE OF EBBING, MISSOURIThree Billboards outside Ebbing, Missouri (2017), Martin McDonagh

  

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada originalmente el 29/1/2018 en La Nueva Mañana

1.

Ya es esa época del año. Las nominaciones al Oscar se anuncian como si fueran una sorpresa, los especialistas empiezan a jugar a las apuestas y las salas de cine especulan con atrapar espectadores en sus cuartos oscuros. Tres anuncios por un crimen es una de las primeras candidatas en llegar a la Argentina y viene con 7 nominaciones a cuestas. Pero lo que parece una comedia irreverente del director británico Martin McDonagh pronto devela el espíritu de corrección política que suele atraer a los votantes de la Academia: un drama moralista de superación personal, donde hasta un personaje homofóbico y racista tiene la oportunidad de comenzar de nuevo.

2.

Contra todo lo trillado que pueda parecer el desarrollo del filme, su inicio expone un universo conectado con el clima contemporáneo. En Ebbing, un pueblo apagado del sur estadounidense, Mildred lo está pasando como la mierda. Su ex esposo golpeador sale con una chica de 19 años, su hija adolescente fue asesinada por un violador hace 7 meses  y las fuerzas de seguridad no hacen nada para encontrar al responsable. El policía Willoughby quiere hacer callar sus reclamos mientras el oficial Dixon prefiere pasar el día deteniendo y golpeando a ciudadanos negros inocentes.

Entonces parte de la tensión dramática se sostiene por la convicción de Mildred. No importa cuánto la apuren y la quieran disuadir, la mujer tiene ovarios de acero y se va a bancar todo hasta hacer justicia. Ahí, un diálogo que se abre con lo real: la heroína feminista hace eco de un movimiento que se está visibilizando desde el Me Too Hollywoodense hasta la Argentina de Ni Una Menos. El mundo machista, principal antagonista del filme, encarna la violencia de género que se discute en distintos costados del mundo. Y la policía impune es un emblema universal que Estados Unidos ha actualizado recientemente con el ataque hacia la población negra.

3.

Parece extraño que, en su afán de torcer el arco dramático de los personajes, el filme convierta a Dixon en el anti-héroe que logra redimirse. El personaje interpretado por Sam Rockwell está confeccionado desde un principio para ser el malo. En más de una escena lo vemos como un monstruo violento que hace uso de su placa policial sin ningún tapujo.

Hay incluso un momento en que la cámara se obsesiona tanto con la impulsividad del personaje que decide seguirlo sin cortes de montaje en una caminata frenética. Dixon sube unas escaleras, entra sin permiso a una oficina y tira por la ventana a un publicista. Es decir que como espectadores acompañamos al personaje descontrolado. El segundo a segundo del plano secuencia corta cualquier tipo de distancia y nos obliga a compartir la faceta más horrorosa de su criatura. Y después de todo eso, es válido preguntar cómo o por qué Dixon encuentra el camino de la redención, dejando de lado sus mañas y ayudando a Mildred a encontrar al asesino.

4.

Cuando el villano se convierte en chico bueno, McDonagh recurre a una sola escena tan cómoda como ridícula: un personaje que muere repentinamente le deja una carta a Dixon y le dice que lo entiende, que en realidad no es malo, que sufrió por quedarse sin padre y tener que cuidar a su madre solo. Es un momento que obstruye cualquier posibilidad de reacción libre por parte de los espectadores, señalándonos cómo debemos entender a los personajes y cómo sentirnos por ellos.

La misma escena se sigue regodeando con un tono que parece hasta paródico: “El odio nunca resuelve nada” dice la voz en off de la carta, mientras el montaje abandona a Dixon y muestra a Mildred prendiendo fuego la central de policía. ¿Puede volverse más obvio todo? Sí, cuando la protagonista encuentra a un ciervo caminando por la ruta y le empieza a contar sus penas. En ese momento podemos entender que la carta fantasma no está dirigida a Dixon sino a nosotros y que el animal hecho con efectos especiales no es otra cosa que una burda representación de los espectadores.

5.

La transformación de Dixon aparece como consecuencia de una carta donde le dicen qué tiene que hacer. Él va a obedecer sin ningún tipo de duda y el filme espera lo mismo de su audiencia. La dirección y el guion de McDonagh van a buscar disciplinarnos para responder a sus juegos dramáticos. Si la cámara se apega a Dixon, será para hacernos sentir mal porque él está sólo en el bar y en el fondo del plano hay gente que comparte mesa con amigos.

 El reduccionismo dramático y lineal de la película (un policía es racista porque tiene una madre abusiva) no puede ser otra cosa que contradictorio con su tema. Tres anuncios por un crimen es parte un western de gente que lucha por el poder en un pueblo y parte un policial sobre un asesinato, pero está exento de misterio. Mientras los personajes pelean por descubrir la verdad, los fines y efectos calculados de la película están completamente a la vista.

6.

Un capítulo aparte merece la representación de la violencia, problemática a repensar en todo el cine contemporáneo. El filme de McDonagh se mueve en dos senderos: quiere decir algo sobre el estado sanguinario del mundo, pero no encuentra otra forma de hacerlo que reproduciendo esa violencia. La cámara no duda en espiar las fotos de una chica violada y prendida fuego, del mismo modo en que se contenta con observar un suicidio. Y así, lo que parece volver provocadora a la película no hace más que sellar su corazón conservador. Es que en el fondo, Tres anuncios por un crimen dejó de preguntarse por qué es válido mostrar ciertas cosas. Y el cine, en el mejor de los casos, implica un criterio sobre lo que queda fuera de cuadro. En la candidata al Oscar no existe semejante sutileza.

Las calientes

Nicole Kidman y un grupo de chicas se ratonean con Colin Farrell en El seductor, la película más reciente de Sofía Coppola. Utilizando la Guerra Civil estadounidense como telón de fondo, el filme crea un relato de época que desdibuja la Historia y mira el deseo y la soledad  en un mundo de mujeres.

the-beguiled-movie-image-sofia-coppola-7The Beguiled (2017), de Sofía Coppola

 

Por Iván Zgaib

*Esta nota fue publicada originalmente el 23/10/2017 en La Nueva Mañana

 

Todas sueñan con escapar algún día; Nicole Kidman, Elle Fanning y Kirsten Dunst. Sus vidas transcurren dentro de una escuela remota donde las chicas sureñas aprenden y enseñan a ser mujercitas: hablar en francés por la mañana, recolectar hongos salvajes por la tarde, usar vestidos de fiesta en la noche de Navidad y ser elegantes en la mesa sin reírse demasiado. El mundo externo está en problemas por la Guerra Civil que enfrenta al sur y al norte de Estados Unidos, pero ese presente es tan distante como si aconteciera en otro plano de la realidad. La escuela, una suerte de dimensión paralela habitada sólo por mujeres blancas, se desborda cuando el afuera adquiere un cuerpo concreto: un soldado enemigo aparece golpeado ante sus puertas.

Así arranca El seductor, el filme de Sofía Coppola premiado en la última edición del Festival de Cannes. La película, que se estrena en salas este jueves, hace confluir distintos autores que dialogan y discuten entre sí: una novela original escrita por Thomas P. Cullinan en 1966 y otra adaptación cinematográfica dirigida por Don Siegel en 1971. Pero la versión de Coppola se apropia de los elementos precedentes y los hace jugar a su antojo, poniendo en escena las virtudes y debilidades que ya estaban presentes en el resto de su filmografía. En ese sentido, El seductor podría ser la pequeña criatura que nació de la unión entre Las vírgenes suicidas (1999) y María Antonieta (2006), encarnando un retrato de época que mira la burbuja asfixiante donde las mujeres se hunden en la soledad y el aislamiento.

Ese es, en algún punto, el eje fundamental que trama la poética del filme: una apuesta estética que pone la cámara sobre los límites espaciales de la escuela y reduce nuestra experiencia a la percepción obstruida de sus habitantes. En una de las escenas más logradas, Nicole Kidman recibe la visita fugaz de unos soldados sureños, pero los atiende sin abrir las rejas. Coppola se detiene a filmar al personaje desde adentro y evita moverse para no mezclar su punto de vista con el de los hombres. Ese mismo pasaje incluye un montaje paralelo de las estudiantes, que observan la situación refugiadas en la casa, mediadas por una ventana que marca la posición de la cámara. Hay entonces un procedimiento formal que se reitera de manera coherente y constante: la perspectiva del filme se funde con la de sus protagonistas femeninas. Las pocas veces que vemos algo más allá la escuela es para observar a las mujeres tapadas por los barrotes de la puerta, como si estuvieran encerradas adentro de una jaula vieja.

El pilar que sostiene la película es, para bien o para mal, un arma de doble filo que permite pensar tanto los hallazgos de Coppola como sus decisiones cuestionables. En el costado más interesante, la mirada del filme supone un giro político con respecto a la versión de Siegel, donde nuestro acceso al mundo estaba filtrado por el soldado herido. Ahí, la visión masculina y machista representaba a las mujeres como criaturas de apariencia suave que ocultaban un espíritu castrador. La propuesta de Coppola viene a discutir esa mirada para generar una aproximación más humana, haciendo foco en la empatía. Aisladas del resto del mundo, las mujeres se vuelven víctimas de su soledad, con algunas contradicciones, pero llenas de esperanzas, ilusiones y generosidades.

La contracara a esta operación es el borramiento de las condiciones históricas y sociales donde se ubican las protagonistas. Acá, Coppola vuelve a hacer algo semejante a lo que ensayaba en María Antonieta, donde la Historia de un país se volvía una mera excusa para retratar las chicas cansadas y alienadas que caracterizan toda su obra. En El seductor, la Guerra Civil se pone de manifiesto implícitamente dentro de la escuela, pero la posición social privilegiada que tienen las mujeres es un rasgo casi imperceptible. La adaptación filmada por Siegel, contrariamente, incluía el personaje de una esclava negra que tensionaba la posición social de las estudiantes y profesoras.  Pero Coppola la borra de su filme, haciendo que su perspectiva encuentre los mismos límites que tienen sus mujeres enfrascadas.

Aquel encierro solitario es, se supone, apenas un elemento de los que construyen el drama en El seductor. Cuando las protagonistas deciden hospedar al soldado enemigo que interpreta Colin Farrell, la presencia masculina (una expresión del mundo extraño y exterior) desordena el equilibrio de la escuela. El deseo sexual contenido, ahora en camino a liberarse, es otro de los temas que Coppola trabaja y que paradójicamente no logra plasmar con la misma gracia que demuestra para filmar el aislamiento. Un ejemplo claro quizás sea el momento donde Kidman se excita imprevistamente mientras baña el cuerpo desnudo del soldado; una escena graciosa y reveladora que se sostiene más por la actuación de la estrella que por el ojo de la directora. Cuando esto sucede, Coppola filma el cuerpo de Farrell de manera fragmentada y con la precisión fría que utilizaría un cirujano para estudiar a su paciente. Ese registro mecánico y previsible, lleno de contra-planos y tomas efímeras, es un rasgo que se extiende a la totalidad del filme y que le otorga una sensación de frigidez anti-climática. Así, la mirada de Coppola pierde de vista la pulsión vital que las mujeres descubren a lo largo de la película. Ese es, después de todo, el arma más potente para combatir el encierro.