Spider-Man, lejos del pueblo

En Spider-Man: lejos de casa, la franquicia de Marvel intenta adecuar su superhéroe al presente: redes sociales, hormonas adolescentes y desafíos de la posverdad inundan una nueva entrega que olvida la singularidad del protagonista.  

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Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada  el 12/07/2019 en La Nueva Mañana

 

Spider-Man sueña con ser un adolescente cualquiera. Ya saben, lo que hacen los chicos: viajar a Europa, hurgar las ferias de Venecia hasta encontrar una dalia de diamantes negros  y escalar la Torre Eiffel para regalársela a la chica que les gusta. Todo lo que sus compañeros de clase harían sin esfuerzo, para él es una tarea titánica, casi un sueño. Cada suspiro juvenil al finalizar la escuela, cada declaración de amor balbuceante y cada chape húmedo es arrebatado por la responsabilidad de salvar el mundo. Es más probable que termine defendiendo los monumentos europeos de mutantes antes que fotografiándolos para sumar followers en Instagram.

El centro dramático de Spider-Man: lejos de casa se balancea sobre esa cuerda floja; entre los placeres ligeros de la adolescencia y el peso de ser un superhéroe. Es una tensión delegada a los diálogos de Peter Parker, quien insiste con viajar junto a sus amigos sin mayores preocupaciones. Aunque la película, contradictoriamente, toma partido por un aire de grandilocuencia que aniquila cualquier cercanía humana. 

Lejos quedó el chiste interno con el que juega la saga: Spider-Man, el superhéroe del vecindario, el amigo del pueblo que custodia los pasajes malolientes de Nueva York, codo a codo con el ciudadano medio. Peter era el héroe de la calle, la versión del militante barrial en el universo-Marvel: sabía lo que aquejaba a la gente, porque era uno más entre ellos. Luchaba para llegar a fin de mes, caminaba atolondrado por los pasillos del secundario y sufría secretamente por amores fallidos. Era el anti-Tony Stark; un héroe sin dinero, sin autos resplandecientes ni mujeres hermosas que le rindieran culto. 

En Homecoming, el film anterior de Spider-Man, aquella singularidad se había actualizado con una claridad encantadora. Era una película diseñada a la talla de las comedias adolescentes, más cerca de las mitologías sobre amistades dispares y rebeldía anti-institucional de John Hughes (Un experto en diversión o El club de los cinco) que de la épica de los tanques del siglo XXI. Peter se volvía un adolescente incómodo, como siempre, pero arrojado a la dispersión de las redes y la hiperactividad de la era centennial. 

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La película forjó su propio sendero al elegir ese tono ligero para narrar la epopeya del superhéroe. Cada vez que Peter se escapaba por la ventana de su habitación para salvar la ciudad, devolvía una imagen trastocada de cualquier adolescente huyendo de casa a una fiesta clandestina. Era demasiado mundano (y por eso, demasiado especial) para confundirse con otro Avenger. Pero la nueva entrega olvida esa aproximación: cambia la cotidianeidad por la espectacularidad, la vida familiar y escolar por las vacaciones, las calles de Nueva York por los paseos turísticos en Europa. 

No sólo se abandona una locación sino las particularidades del universo ficcional y de su protagonista. Venecia o Praga son apenas el escenario de una postal turística; una imagen estandarizada que expresa la nueva escala narrativa de la película. Ese aspecto viene señalar a gritos (con la sutileza de un ciudadano chillando por su vida ante una ciudad en ruinas) que todo es más ampuloso, más épico que antes. Spider-Man, lejos de casa se parece al film de cualquier superhéroe y Peter Parker es apenas una figurita intercambiable. Con la muerte de Tony Stark, ha sido empujado a llenar su molde. 

El humor también cae víctima de este desvarío. Mientras en el film anterior se construía de manera fluida y a partir de situaciones corridas de lugar, acá se empuja forzosamente con líneas de diálogos y clichés gastados (los personajes revelan sus secretos cuando creen que están a punto de morir, por ejemplo). Incluso las escenas de acción responden a las expresiones más explotadas del género; un abuso de los efectos especiales y un montaje convenientemente caótico, donde la sumatoria frenética de planos no ayuda a crear tensión ni dramatismo. Es exhibición pura. Mucho ruido, poco prisma cinematográfico.

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Una de las pocas novedades llega de la mano ilusionista de Mysterio, el villano que logra fabricar hologramas para confundir a Peter y sus amigos. La narración del film es tan vaga que decide revelar la identidad y los planes del enemigo a través de una escena verborrágica, semejante a una mediocre exposición de secundario. Pero, errores mediante, la película hace un esfuerzo más o menos interesante por utilizar la figura del antagonista como parábola para leer el presente.

A lo largo de Spider-Man, los héroes y jóvenes están obsesionados con la verdad. Las certezas tangibles se deslizan entre sus dedos cuando descubren que el enemigo los ha engañado; que las amenazas que habían creído ver no eran más que trucos de magia e ilusiones convincentes. Más que preguntarse cuál es la verdad, la nueva Spider-Man está preocupada por distinguir los hechos reales y concretos en un mundo de simulaciones, donde las imágenes falsas no sólo se crean sino que también se reproducen. 

Este es el hombre araña en tiempos de Trump, de fake news personalizadas y mitos terraplanistas repetidos hasta que se seca la boca. La nueva encarnación del mal aparece en un tipo barbudo y seductor que puede convencer a las personas de que sus juegos de niños son reales. Puede hacer que se horroricen, que corran y que actúen por un espejismo. 

Sobre el final, el film redobla esta lectura: al filo de la torre Times Square, los noticieros repiten un video casero que hace ver a Spider-Man como un bravucón peligroso. Nosotros vimos las escenas reales anteriormente, por lo cual llegamos a entender que las imágenes han sido alteradas, más allá de que los pastores mediáticos profesen lo contrario. Así, los fantasmas invocados por el film no se reducen a Mysterio: se expanden por toda la sociedad, a la velocidad instantánea de un tweet viralizado. En ese punto, la nueva Spider-Man parece tener algo nuevo que mostrar. Es una lástima que lo haga tan torpemente.

Estúpido y sensual Keanu Reeves

Point Break, la película de culto del ’91 dirigida por Kathryn Bigelow y protagonizada por Keanu Reeves, trastoca las reglas del género de acción con una aproximación poética sobre los héroes masculinos. Se ve en la plataforma de streaming MUBI.

Point-Break1Point Break (1991), Kathryn Bigelow

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada el 01/02/2019 en La Nueva Mañana

 

Kathryn Bigelow es un misterio del Hollywood contemporáneo. ¿Por qué una piba que se paseaba en los círculos del under neoyorkino en los 70, integrando grupos de estudio de El Capital de Marx y cantando villancicos junto a los chicos de la vanguardia conceptual, llegó a dirigir películas de acción donde los hombres se revientan a tiros como si fueran piñatas sangrientas? En Vivir al límite y La noche más oscura¸ algunas de sus películas más recientes, la devoción por la violencia nos empuja a un rincón incómodo: entre admirar su habilidad para capturar el movimiento de los cuerpos y quedar asqueados por el relato nacionalista y orgulloso sobre las cruzadas imperialistas de Estados Unidos. Pero incluso allí, los motivos de su obra aparecen como fantasmas viejos que no la sueltan: los hombres y la violencia.

La aproximación de Bigelow sobre aquellos temas ha sido, naturalmente, motivo de celebraciones y rechazos. La crítica Amy Taubin llegó a decir, a modo de elogio, que sus películas expresan una excitación por mirar y controlar la violencia masculina. Y la propia Lucrecia Martel sostuvo recientemente que Bigelow filma como si fuera un tipo: “Es una mujer y una realizadora súper talentosa, aunque tiene una visión tan blanca, masculina y estadounidense de las cosas”, remató. Pero quizás ninguna película de Bigelow trastoque esos elementos de manera más compleja y subversiva que Point Break (Punto Límite, en español), su film deforme de 1991 que se mueve con la adrenalina de un viaje en crack.

Que Bigelow lo haya denominado un “western mojado” no aporta simplemente una etiqueta ganchera para fogonear el marketing, sino una lectura verdaderamente aguda: acá está, una película en la cual los cowboys son en realidad surfistas sensuales y donde cada piña esconde una pulsión subterránea de amor masculino. Lo que Bigelow sugería con aquella declaración era que su film propone un juego sobre los géneros clásicos. Se presenta bajo la forma conocida y empaquetada del cine de acción, pero desarticula sus propias reglas desde adentro. Quizás los días en que Bigelow avivaba su curiosidad juvenil con los artistas posmodernos de Nueva York no se hayan desvanecido por completo: reaparecen ahí, en su inventiva por torcer géneros (western, policial y romántico), por cruzar estilos cinematográficos y composiciones formales complejas con imaginarios de la cultura pop y masiva.

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En Point Break, la historia parece simple: Johnny Utah, un cana novato, se infiltra en un grupo de surfistas porque cree que lideran una agrupación criminal. La película está llena de persecuciones que se repiten en la obra de Bigelow, pero lo más llamativo son las escenas de suspensión. Los momentos dedicados al mar se desenvuelven como secuencias de acción con ritmos e intensidades muy distintas a las peleas: la cámara tiende a acercarse lo suficiente hasta recortar cualquier elemento contextual, como si los personajes quedaran pendiendo de un hilo, libres del tiempo y de las preocupaciones mundanas. El punto de vista del film permanece ahí, anclado a la corriente del agua, deslizándose sobre las olas junto a los chicos que surfean. Cuando Bigelow abre estos espacios visuales, los dispositivos del montaje y la composición del plano adquieren una potencialidad poética: el film no sólo filma acciones concretas, sino que descubre una dimensión trascendente y profunda en el movimiento de los cuerpos sobre el océano.  “Montar las olas es un estado de la mente. Es el lugar donde te encontrás y te perdés”, dice Bohdi, el líder de los surfistas.

La cuestión es el agua: un espacio de libertad para los personajes, pero también para las exploraciones de Bigelow. Cada vez que puede, su cámara expresa un impulso febril por captar el cuerpo de los hombres mientras se dan chapuzones o hacen piruetas en sus tablas. La atención sobre la figura masculina acá se escapa a la mera demostración de fuerza y testosterona. Porque los cuerpos que filma Bigelow se muestran sensuales y vitales, un rasgo raramente observado en el cine de acción más clásico. Allí, el objeto de deseo suelen ser los cuerpos femeninos: la imagen icónica de James Bond, donde Ursula Andress emerge del agua como una ninfa, es el caso ejemplar. Se trata de una escena montada para observar a la actriz desde la mirada (masculina y heterosexual) del espía. De hecho, no fue hasta el año 2006 que la saga se permitió convertir al cuerpo de Daniel Craig en algo semejante; un imán de las miradas encendidas.

Pero en la década del ‘90, cuando Bigelow filmaba a Keanu Reeves y Patrick Swayze en Point Break, los héroes de acción eran diferentes. James Cameron (quien juega de guionista y productor en esta película) se había pasado años filmando a Arnold Schwarzenegger en Terminator: el prototipo del héroe musculoso que usaría hasta el último segundo de rollo fílmico inflando los bíceps y pateando culos para probar su hombría. Es un ejemplar de corporalidad masculina que pertenece a un reino absolutamente lejano del de Reeves; un pibe fibroso y delgado, con facciones delicadas y un rostro juvenil que los estudios de Hollywood no querían para un blockbuster. Era demasiado suave.

Claro que en Point Break hay tiros que retumban, autos que explotan en medio de la calle y surfistas de piel dorada que mueren dejando ríos de sangre en el patio de los barrios residenciales. Pero debajo de esa orquesta sádica está la suavidad de Reeves. El corazón emocional de la película se construye entre su personaje y el de Swayze, que interpreta al criminal. Se trata de un vínculo construido sobre la base de matices, donde la inocencia y la racionalidad del cana contrastan con la actitud despreocupada del surfista. Hay tensión y competencia, pero también una expresión inesperada de afecto y admiración. Surfeando, los personajes encuentran un espacio compartido de revelación personal: el criminal tiene la particularidad de ayudar al protagonista a descubrirse a sí mismo. Es el motor en el proceso de liberación del policía, más que su obstáculo. Lo cual revela un costado amoroso sorpresivo para el cine de acción. Y también para Bigelow, la artista posmo que dejó el under neoyorkino y salió a filmar tipos violentos.

 

 

* Point Break puede verse de manera gratuita en la plataforma de streaming MUBI