Cómo confiar en un milagro

Drive My Car, la ganadora a mejor película extranjera en los premios Oscar, propone un correlato a las emociones mecánicas que suele consagrar la Academia de Cine de Hollywood. Se ve en MUBI. 

Drive My Car (2021), Riusuke Hamaguchi

Por Iván Zgaib

*Esta crítica fue publicada el 08/04/2022 en La Nueva Mañana

Los premios Oscar aman las películas llenas de emoción, y no hay nada de malo en eso. El problema es el tipo de emocionalidad mecánica que suelen consagrar los filántropos de lágrimas, cuyos votos húmedos moldean la Academia. ¿Alguien recuerda la tragicómica escena de Tres anuncios por un crimen, donde la premiada Frances McDormand le hablaba sobre su hija muerta a un ciervo creado con CGI? Todo ese momento parecía salir directo del ADN que forma la sensibilidad-Oscar: un drama construido con pereza, que toma a los espectadores como si fueran (literalmente) un animal domesticable. Y ni siquiera uno de carne y hueso. 

Pero la emoción también tiene otras manifestaciones posibles dentro del cine. De hecho, Drive My Car acaba de arrebatar el premio a Mejor Película Extranjera y podría ofrecer una salida por arriba a este laberinto. Es un film que consigue cierta sensibilidad cruda sin recostarse en la obviedad, y que se basa en una composición inteligente incluso si no abre la puerta a grandes experimentaciones. Se trata, si me permiten una expresión compleja, de una película popular; donde lo “popular” no es malinterpretado como un acto de subestimación al cine ni a sus espectadores. Y si estamos ante una película que habla todas las lenguas, después de todo, ¿no es esa una especie en peligro de extinción?

A simple vista, el film de Riusuke Hamaguchi parece observar las dificultades que tienen las personas para continuar sus vidas después de la muerte de un ser querido. Pero lo que realmente la mueve es una emoción de otra naturaleza (a la cual los Oscar son particularmente susceptibles): la fantasía de que dos personas, frágiles y solitarias, repentinamente pueden encontrar refugio en el otro. Hamaguchi persigue atentamente la aparición de esa conexión, pero no como algo que da por hecho, sino como un fenómeno cósmico que requiere paciencia. Supone una actitud semejante a la de alguien que camina y encuentra el lugar justo donde esperar un espectáculo de luces en el cielo, que quizás no vuelva ocurrir dentro de muchos años. 

Si hay algo extraño en aquella posibilidad de conexión es que los personajes de Hamaguchi nunca se entregan por completo a otros: Yusuke, un director de teatro, descubre que su esposa sigue siendo un misterio velado aún después de veinte años juntos. Cuando ella muere, él mismo se vuelve un secreto para los otros: impenetrable, de miradas esquivas y palabras mínimas. La película desanda su distanciamiento con otros dos personajes: Takatsuki, el joven-estrella que protagoniza su nueva obra; y Misaki, la chica inexpresiva que se encarga de llevarlo en auto de un lado a otro. 

Arribar al momento en que estos protagonistas finalmente logran conectarse se siente como una pequeña epifanía cotidiana. Pero si esto es así, se debe a que hay una confección de ese proceso. Quizás su expresión más notable pueda observarse en las escenas que comparten Yusuke y Misaki dentro del auto. Los planos tienden a mostrarlos aislados y acentúan la disposición espacial de sus cuerpos: ella permanece de espaldas a él y prácticamente nunca cruzan las miradas. La comunicación no sólo es escasa, sino que además Yusuke exige que se reproduzca una grabación con los diálogos de su obra; de tal manera que las voces que se escapan de la radio aumentan el peso del silencio. Y en un momento peculiar, Hamaguchi monta su escena bajo la forma de una falsa promesa: por unos segundos nos hace creer que es la voz de Misaki la que le hace una pregunta emotiva a Yusuke, pero pronto nos damos cuenta que sólo es el cassette robótico de la obra.

Esa comunicación trunca también se erige con un pulido cuidadoso de las actuaciones: las miradas que se resbalan unas de otras (como si fueran incapaces de mantenerse sostenidas); los silencios o las lagunas negras que aparecen entre que un personaje habla y otro responde; la cadencia aplastada (prácticamente desprovista de júbilo) que demuele las palabras. Por eso las escenas que quiebran este registro resultan tan potentes; como cuando Yusuke y Takatsuki finalmente tienen la conversación que deberían haber tenido siempre, y Hamaguchi los filma enfrentados en dos planos. Están en el asiento trasero del auto, con las cabezas ligeramente torcidas, dirigiendo (cada tanto) sus ojos el uno hacia el otro. Es como si sus miradas fueran una flecha atravesando la pantalla, hasta llegar a nosotros. 

En Drive My Car también hay secretos. Pero estos no poseen el halo de misterio que suelen destellar en los melodramas o en los policiales, donde los personajes se ocultan información unos a otros. Acá no hay intención planificada de esconder, sino una impotencia de los personajes para comunicar sus sentimientos. El tránsito hasta alcanzar ese punto funciona como espejo de los ensayos teatrales de Yusuke: estos requieren de un trabajo incisivo. Hay intentos (fallidos), tropezones, giros en círculos y frustrantes digresiones hasta que los actores logran invocar una verdad emocional. Como en el ensayo que ocurre bajo la luz tostada de un sol otoñal, donde Yusuke le dice a sus actrices: “Algo pasó ahí”.  Y lo mismo se da en la vida: algo pasa, finalmente, entre las personas. Una verdad que se revela, con la fugacidad chispeante de un relámpago, hacia el interior de un auto que también es escenario teatral. 

Hamaguchi es habilidoso para llegar hasta allí, pero su mayor problema es saber cuándo parar. La película se estira al extremo y su última media hora se repite como los cassettes de Yusuke, a pesar de que todos sus personajes ya habían llegado hasta donde necesitaban arribar. Hay palabras de más, escenas de más, planos de más. Y eso no atenta por completo contra el resto de sus descubrimientos. 

Drive My Car aún es (como muchas veces repiten por costumbre algunos críticos perezosos) una película sincera. ¿Quiere decir algo, a esta altura, esa etiqueta? En este caso, sí. Quiere decir que los momentos de revelación emocional no son impostados, sino que se luchó por llegar a ellos. Hamaguchi trabajó para merecerlos. Hubo ínfimos gestos, ritmos en la voz, palabras tragadas y escupidas a duras penas, surcos en los rostros que mutaron segundo a segundo ante nuestros ojos. Una emoción que no se compró de segunda mano. Un espectador que no fue infantilizado. Una ficción (¿popular?) que aún confía en su poder de inventar. Un instante, en el que creeremos, porque el cine también creyó en nosotros. 

 * Drive My Car se ve en la plataforma de streaming MUBI. 

Dulce y sensual Hong Kong

El foco de Wong Kar-wai en la plataforma de MUBI nos acerca a uno de los autores más singulares del cine contemporáneo: un poeta dedicado a capturar las almas solitarias y la energía de Hong Kong.

Por Iván Zgaib

* Esta nota fue publicada el 16/04/2021 en La Nueva Mañana

Si alguna vez dudaron de los médicos y gurús que celebran los treinta como la cúspide de la vida, Wong Kar-wai podría darles un argumento convincente para creer en ellos. En 1988, unos meses antes de volverse un treintañero, Wong estrenó As Tears Go By y no volvió a dar respiro por doce años. Siguió filmando tiempo después, pero nunca con el aliento y la destreza de aquella época: siete películas concebidas hasta el cambio de siglo, deslumbrantes por su ritmo vertiginoso pero sobre todo por haber marcado un trayecto tan claro, con movimientos tan sentidos y meticulosos. El refinamiento de un estilo personal que pegó un salto olímpico más allá de la isla de Hong Kong, logrando soplarle el cuello al cine de todo el planeta. 

Las películas jóvenes de Wong filmaban a la juventud. Gángsters incestuosos, policías con el corazón roto, chicas adictas a las canciones pop de la radio. Eran prisioneros de la noche, arrancados de sus sueños por ataques repentinos de soledad, por el anhelo febril de encontrar a alguien más, otro chico sudoroso, otra chica con insomnio, algún romántico fatal perdido en los relámpagos de neon de la ciudad. 

Wong exhibía una sensibilidad peculiar para conjugar esos melodramas pulp, pero la clave de su talento siempre fue más subrepticia: la capacidad de escurrir las acciones lineales y los hechos bombásticos de sus historias, para convertir las películas en objetos palpables, que uno sintiera que podía acariciar. 

Todo estaba ahí, en la superficie. La exacerbación de los colores (como el aura verde pantanoso que inunda las imágenes en la restauración de Con ánimo de amar), las composiciones pictóricas de los espacios (desde los departamentos grises a las calles abarrotadas de Hong Kong) y la aceleración o ralentización de los cuerpos, que transfieren la sangre de los actores y de la ciudad a la física de los films. Porque Wong es, en esencia, un gran regulador de intensidades. Él manipula todas las variables de la imagen y los sonidos para crear una forma especial de respirar. 

In the mood for love (2000)

Con ánimos de amar, la contorsión cúlmine en esa carrera noventosa, es ejemplar de la técnica del director. Se trata de un argumento que podría estar implosionado por la histeria dramática: Chow y Su viven en una pensión y descubren que sus respectivas parejas los están engañando. Pero Wong trata el drama como una delicada lámina de arroz. Más que giros y suspenso romántico, dirige la atención hacia un fetiche por el decorado, los objetos, las telas y colores que envuelven a sus personajes. Así utiliza todas las estrategias posibles para detenerse en esos detalles: desliza la cámara desde los amantes abrazados hasta una cortina roja que sopla el viento, trepa por la espalda de Su rozando la textura de cráteres pequeños que traman su vestido, frena la velocidad de los cuerpos cada vez que los vecinos se cruzan bajo los recovecos compartidos de la pensión. 

La poética de Wong consiste en un acto de sensualidad, una erótica que se descubre en la superficie de las imágenes y sonidos; en su manera de exhibirlas, como si emulara el ritual de un amante paciente. Se toma su tiempo para cada roce, para cada descubrimiento de la piel. La erótica de Wong significa justamente eso: que el cine se entiende como un cuerpo que nos toca y nos conmueve. Y esa filosofía es profundamente compatible con el drama del film, donde Su y Chow se acercan poco a poco, insinúan con entregarse uno a otro pero lo hacen lentamente y nunca hasta el fondo.

Las películas de Wong también se componen en base a motivos visuales y sonoros repetitivos, lo cual les otorga una cualidad musical (casi como los coros angelicales del pop que sobrevuela su obra). Con ánimos de amar lo exacerba al modo de un ritual, una danza de seducción y ocultamiento a la que se comprometen sus personajes. Están las rutinas en el trabajo justo antes que Chow y Su vuelvan a encontrarse. Están los rituales en la pensión donde Chow y Su deben fingir ante sus vecinos chismosos. Ahí, todos se mueven por vasos comunicantes: una casa cuyas distancias son demasiado cortas para tragarse el deseo sexual, los pasillos demasiado abarrotados para esconder un secreto. Wong los mira y nos pone a mirar de lejos, a través de cortinas floreadas y ventanas transparentes y rejas carcelarias. Somos otro vecino que espía las vidas de al lado.

La lucidez, entonces: entender que el cuerpo del cine libera las emociones. Pero también, que la lógica de la repetición siempre adquiere un sentido distinto para cada uso y para cada película. En Chungking Express, uno de sus logros maestros durante los ‘90, se escucha continuamente la canción California Dreamin’. En principio, cobija las imágenes con las voces soñadoras y su  promesa de calidez, pero pronto la repetición se torna insufrible. La excitación deviene en tedio, la música en ruido, el rito en rutina.

No es menor que esos sonidos burbujeantes se encadenen a toda una serie de signos urbanos: la piña enlatada, los carteles vibrantes de McDonalds, la omnipresencia divina de Coca Cola (¡en las luces de neon, en los vasos de plástico, en los sueños de la gente!). Las imágenes condensan, a su manera, las tensiones entre Oriente y Occidente; una vida moldeada por la cultura globalizada. Y semejante observación conlleva una pregunta, bajo la forma de una esperanza abierta: ¿pueden dos personas sentir el temblor de sus cuerpos, pueden enamorarse en una ciudad plastificada, en un mundo de emociones en lata?

Wong, un documentalista fantástico de las transformaciones de Hong Kong, es además un soñador que entrevé pequeños resquicios. Esquinas que crujen. Pequeñas grietas de oxígeno donde los jóvenes se pueden recostar. Encontrar consuelo, al menos por unos segundos. Como nosotros en su cine. ¡Adiós vida de conserva!

 * Las películas restauradas de Wong Kar-wai pueden verse en la plataforma de streaming MUBI. 

Abrazo de mafiosos

Esa mujer es la película más reciente de Jia Zhangke: una épica de gángsters que recorre los últimos 18 años de la historia china para aferrarse a un sentido de hermandad entre las personas. 

AshIsPurestWhite_02-1-1600x900-c-defaultAsh Is Purest White (2018), Jia Zhangke

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada  el 19/07/2019 en La Nueva Mañana

 

Con un título sin rostro como Esa mujer, uno esperaría dos escenarios. Que algunos espectadores huyan por miedo a encontrar un bodrio meloso y que otros se lancen a las salas buscando un romance pasatista, listos para recalentar emociones procesadas como por un microondas. Pero el film de Jia Zhangke desorientaría cualquier pronóstico: ésta es la última pieza en la obra de uno de los creadores más misteriosos de las formas cinematográficas en el siglo XXI. 

Al filo de los ‘90, Zhangke dio las primeras señales de su modulación plástica. Las películas erigidas a base de planos extensos, sin demasiados cortes en sala de montaje, ofrecían la forma justa para captar el fluir del tiempo, mientras la sociedad china aceleraba su paso hacia un mundo globalizado de promesas en subasta. Se trataba de estar ahí, en el momento justo, cazando formas de vida y afectos que podían esfumarse con el relato universalizador del capitalismo salvaje. Era el cine entendido como sismógrafo, midiendo temblores en la vida de hombres y mujeres que por primera vez abrían una lata de Coca y bailaban los Pet Shop Boys en una disco luminosa. 

Esta obsesión temática, posible de generalizar a la obra entera de Zhangke, también ha tenido variaciones estilísticas; desde los realismos ascéticos de Pickpocket y Platform al extrañamiento surrealista en The World y Still Life (como si el neorrealismo de escombros rosselliniano se cruzara con una ciencia ficción clase B de los 50), hasta la aproximación al melodrama en Lejos de ella. En el caso de Una mujer, siguen los giros y las continuidades. Se trata, primero, de una épica que traza la historia de China del 2001 al 2018. Y además es un híbrido extraño, entre el naturalismo y el legado genérico de las películas de gángsters y de wuxia. Aunque más que huellas del cambio social, persigue otra cosa: la supervivencia de un anacronismo.  

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El “jianghu” es construido dramáticamente como un fósil cultural que resiste al paso del tiempo; un modo de establecer relaciones enraizado en el pasado ancestral de China. Es la conformación de una tribu callejera que se agarra las manos para mantenerse firme mientras el mundo cruje y cambia de piel: cierran las minas, los trabajadores quedan en la calle, las actividades productivas de cada ciudad van desapareciendo y las personas son forzadas a moverse para encontrar nuevos salarios. 

Esa es una de las modalidades por las cuales el film quiebra los géneros clásicos. En el mundo clandestino de Bin y Qiao, la aparición de pistolas remite a las mafias organizadas y las peleas callejeras a los brotes de venganza de las películas de artes marciales. Pero lo que interesa a Zhangke no es la descripción de los negocios en el mundo criminal, sino los códigos morales y fraternos que se tejen colectivamente. La primera parte del film se dedica a observar afectivamente estas comunidades: criaturas que se llaman “hijos del jianghu», organizadas por la lealtad y el apoyo mutuo.

Cuando el director decide hacer el primer salto temporal (una elipsis de 6 años que separa a los protagonistas), no hace más que tensionar aquel universo. Qiao, que defendió a Bin y arriesgó su vida por él, logra salir de prisión pero se tropieza con una sociedad que mutó durante su encarcelamiento. La protagonista es filmada como si fuera un anacronismo andante, esperando y ofreciendo actos de lealtad comunitaria, mientras Bin se volvió algo diferente. Un empresario que sabe moverse más rápido sin obstrucción de los otros, entregado al bienestar individualista. 

Allí, el arco dramático de Qiao es cíclico. Luego de atravesar casi dos décadas soportando desilusiones amorosas, viviendo en las celdas frías de una cárcel y hasta presenciando las luces encandilantes de un OVNI, vuelve a aferrarse a la hermandad del “jianghu”. Hay algo de obstinación en el personaje, así como hay cierto romanticismo (casi tradicionalista) de parte del director. Como si su película resultara en una oda a esos modos afectivos que sobreviven al paso aplastante del capitalismo.

Lo que resulta aún más especial son las interrupciones que desordenan lo que podría ser una historia clásica de amantes y criminales. El comienzo, por ejemplo, está dedicado a retratar los rostros perdidos de la gente que viaja en colectivo. Esa aproximación se repite: cuando se ve un cuarto lleno de hombres mirando una película de peleas, o cuando Qiao desaparece del cuadro y la imagen queda detenida en unos viejos jugando a las cartas sobre la esquina. Aunque no volvamos a verlos, esos personajes construyen el espacio social del film. Son parte de los nodos que señalan una comunidad en potencia. 

La película de Zhangke es, por eso, un anacronismo ella misma. Despliega una mirada que toma distancia para no anquilosar el drama de sus personajes. Atenta contra la perspectiva deshistorizada y fragmentaria que impone la era contemporánea. Es una película conectada con la historia de su país, pero también con la propia historia del cine. A través de ella, invoca tradiciones del pasado y las renueva. Pero insiste, por sobre todas las cosas, con que eso no se pierda: que los aprietes de gángsters y las peleas ancestrales sigan siendo una máquina para sostener vivas las comunidades imaginarias.

Yasujirō Ozu: un fantasma melancólico sobrevuela Güemes

En medio del lifting urbano que hace mutar todo Güemes, el Cineclub La Quimera sigue resistiendo con su amor por el cine. Este mes se propone un ciclo especial: la musicalización en vivo de películas mudas dirigidas por Yasujirō Ozu, el director japonés que filmó las transformaciones modernas de su cultura.

vlcsnap-2018-10-20-14h09m34s344¿Dónde quedaron mis sueños de juventud? (1932), Yasujirō Ozu

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada el 22/10/2018 en La Nueva Mañana

 

 

La travesía para llegar a ver Yasujirō Ozu en Güemes es, como poco, paradójica. Desde el centro se podrán cruzar las veredas luminosas de la Belgrano, donde las chicas se sacan selfies en cada esquina y los chicos pasean con shorts de verano, dejando a la vista sus piernas pulposas, llenas de proteínas. Cada dos pasos, uno puede chocar con las montañas de escombros acumuladas por la gentrificación del barrio o con los pibes vestidos de negro que arrastran a la gente por los recovecos de las galerías. Ahí, las lámparas de araña cuelgan del techo como bestias de cristal; los mozos desfilan entre las mesas bajo el hechizo embriagador del punchi y el menú de los bares se anuncia en las pizarras con letras blancas y perfectas, como si a lo largo de cinco cuadras hubieran sido escritas por la misma persona. Apenas una pared resquebrajada, pintada con un submarino amarillo, recuerda algún antro que estuvo hace poco en la misma esquina. Porque en el nuevo Güemes, las apariencias se esfuman con la volatilidad seductora de una historia de Instagram.

Lejos del ruido, pasando la Cañada y adentrándose en las calles más oscuras, el Cineclub La Quimera está abriendo las puertas. “¿Alguien sabe que va a pasar acá exactamente?”, pregunta una piba distraída mientras le manguea un pucho a su amigo. Algunos espectadores entran a la sala y esperan amontonados en la cantina, donde las encargadas sirven cerveza para afrontar los gastos del tarifazo y las especulaciones del negocio inmobiliario. En medio de ese paisaje urbano en plena mutación, La Quimera prepara un ciclo que parece tan hermoso como irónico: cuatro películas mudas de Yasujirō Ozu, el director que filmó con melancolía las transformaciones modernas de la cultura japonesa.

“El año pasado habíamos hecho otro ciclo de cine mudo musicalizado en vivo y la idea era repetirlo, pero con un director que no fuera norteamericano ni europeo”, dice uno de los programadores, “entonces ahí apareció la idea de pasar Ozu e invitar bandas que tocaran en vivo durante las películas”. Adentro de la sala en penumbras, Santiago Bartolomé y Cayote Dúo ajustan sus instrumentos mientras se escucha el golpeteo de los boxeadores que saltan la soga del otro lado de la pared, donde hay un gimnasio viejo. Los espectadores van ocupando las butacas, hasta que la sala queda colmada y comienza a proyectarse ¿Dónde quedaron mis sueños de juventud?

 

Un cine joven de los ‘30

 

Yasujirō Ozu es más conocido por los dramas contemplativos que conforman la etapa sonora de su obra, por lo cual los films programados en La Quimera resultan una rareza: son exploraciones clásicas que se desenvuelven a un ritmo ágil y lúdico. En ese sentido, ¿Dónde quedaron mis sueños de juventud? parece el reflejo distorsionado de Historias de Tokio, el famoso drama donde el director seguía a una pareja de ancianos distanciada de sus hijos. Pero en el film mudo, el conflicto intergeneracional es observado en clave de comedia y desde la perspectiva de los jóvenes, que se resisten a aceptar las obligaciones de la adultez y las reglas rígidas de la sociedad japonesa.

Estrenada en el ’32, la película es de una simpleza encantadora. Las decisiones formales del director no siguen la exploración poética que caracteriza su obra más tardía, pero sin embargo son precisas para mover la narración alrededor del tropiezo de sus protagonistas. El uso del travelling, por ejemplo, hace deslizar la cámara por el espacio para describir los rituales de aquel universo cultural: contrasta los hombres que están sentados en el suelo con los protagonistas que bailan sin vergüenza y más tarde observa la disposición de los cuerpos en un velorio. En uno de los momentos más cómicos, Ozu filma un diálogo con los personajes enfrentados directamente a la cámara, expresando la tensión que los separa por sus valores opuestos. De un lado, una tía escandalizada con su sobrino. Del otro, el joven que quiere escapar al casamiento, la pretendiente a la que le gustan los hombres peligrosos y otro tío que intenta mediar entre todas las partes.

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Uno de los aspectos más fascinantes del film aparece en el ritmo. La primera parte, anclada en la comedia, construye el humor exclusivamente desde el lenguaje visual: en la escena donde los personajes están copiándose en un examen, la picardía está enlazada por el juego de miradas a través del montaje y por los movimientos de los personajes en el plano. Hay un manejo del timing que se sostiene magistralmente y que va mutando a medida que la película se entrega al drama: sobre el final, la astucia se transforma en melancolía.

Cuando los protagonistas son forzados a asumir la vida adulta, los cambios en el tono y la temporalidad del film sugieren un estado emocional: el de los sueños rotos y una juventud resignada a aceptar la complejidad de la madurez, que se abre como una herida. Las secuencias finales incluso adhieren a este sentimiento desde la puesta en escena. En medio de una discusión entre amigos, el montaje abandona a los personajes y muestra el entorno, donde el viento sopla la copa de los árboles. Se trata de un momento de suspensión dramática que desnuda la escena. Señala, casi desprevenidamente, la fragilidad del tiempo, las personas y sus afectos. También es la prueba más contundente de que el cine joven desconoce los límites de edad en las películas. Cuando se trata de Ozu, la autenticidad no se desvanece.

 

* El ciclo “Ozu musicalizado en vivo” tendrá su última función este jueves. La cita es a las 20:30 hs en el Teatro La Luna (Pasaje Escuti 915), donde funciona el Cineclub La Quimera. La entrada es libre y la contribución voluntaria.