Bárbaro: ¡el terror (sobre)vive!

Barbarian (2022), Zach Cregger

Por Iván Zgaib

*Esta crítica fue publicada el 04/11/2022 en La Nueva Mañana

El inicio relampagueante de Bárbaro llega como un eco que ha viajado desde lejos. Heredero de los góticos que escribían en las tinieblas del siglo XVIII y las películas de Universal que engendraron el terror monstruoso en los años ‘30 y ‘40, el director Zach Cregger nos enfrenta a un disparador tan fulminante como conocido: una chica golpeando la puerta de una casa ajena, en medio de la noche, mientras la lluvia suena como un coro desafinado de víctimas que no hicieron el duelo de su propia muerte.

 Incluso con aquel escenario que ha sido pisado y ensuciado a lo largo de los siglos, la película de Cregger se amolda fácilmente a nuestros tiempos. En sólo un puñado de minutos, el miedo ancestral a refugiarse en una casa extraña se actualiza con las coordenadas del presente tecnologizado. Tess, la chica que golpea la puerta, hizo una reserva por Airbnb, pero descubre que los dueños le alquilaron la misma casa a otro chico. 

Es muy tarde como para que los propietarios atiendan las llamadas. Llueve demasiado como para salir a buscar otro asilo. Que Tess termine compartiendo la casa con aquel desconocido mueve a la película sobre una cuerda delgada. Está el anhelo de conectar con alguien por un error imprevisto en la cultura calculadora de internet. Y está el pavor ante la amenaza del macho que puede usar la fuerza para imponerse sexualmente. Son dos caminos cinematográficos que se abren, se cruzan y se bifurcan nuevamente. La comedia romántica (el género que nunca sobrevivió al cambio climático de nuestra cultura); y el terror (el género que soportó las tormentas, los fuegos, los maremotos, todos los giros de nuestras formas de vida, y se alzó como una especie evolucionada).

Bárbaro es un film que se cosecha en ese terreno que aún hoy mueve ávidos consumidores y torrentes de dinero, pero que se diferencia de algunas tendencias actuales del género. En principio, existe a un costado de la escuela hermenéutica de Jordan Peele, cuyas películas (como ¡Nop! y ¡Huye!) se caracterizan por esconder significados en cada escena, tratando a las imágenes como si fueran las páginas mohosas de un manuscrito que debe ser decodificado. Esto no quiere decir que Bárbaro renuncie a la voluntad de narrar ansiedades contemporáneas (después de todo, es una película sobre la explotación de las mujeres y sobre las promesas fallidas del sueño americano). Pero Cregger se aproxima a sus inquietudes sociológicas desde un trabajo orgánico, que trama los vínculos entre los personajes con delicadeza y pone en juego elementos dramáticos y sensoriales que van más allá de lo meramente discursivo. 

La película también huye de la corriente del terror cosmético que integran atracciones recientes como El faro de Robert Eggers y Midsommar de Ari Aster (o su vertiente fantástica: La leyenda del caballero verde de David Lowery). En todas ellas, las posibilidades estéticas son convertidas apenas en maquillaje: una excusa para ostentar la belleza de la imagen, como si las decisiones de los encuadres, los movimientos y la iluminación estuvieran desconectadas de las exigencias dramáticas de cada película. Lo que allí se revela como una piel desprovista de órganos es acá un organismo vivo: cada manifestación de la forma tiende a responder a una causa justa. Cuando Creggers utiliza la cámara subjetiva es para ponernos a contemplar el horror en primera persona, y cuando utiliza planos detalles (de las manijas de las puertas o de las lamparitas de la luz) es para acentuar cómo ciertos objetos disparan las emociones de los protagonistas.

La mayor proeza está en la manera en que modula diversos registros. Va de la tensión al misterio hasta el desconcierto y la perturbación. Y cada una de esas intensidades encuentra su fundamento en la composición visual. Allí adquiere un lugar privilegiado el motivo de las puertas, que se acentúa una y otra vez: cuando Tess cruza el umbral hacia adentro de la casa, luego hacia el dormitorio, y finalmente, hacia el enigmático túnel escondido en el sótano, del cual terminarán brotando todos los temores latentes de la película. 

De hecho, durante su primera hora (la más interesante), el film surca senderos como si se moviera por una pesadilla donde cada puerta lleva a otra y otra. Tess camina hacia lo desconocido, se adentra en la oscuridad, tantea sin saber exactamente dónde se encuentra ni a dónde va. En aquellas escenas, las sombras y los débiles chispazos de luz son utilizados para propiciar una puesta en escena de la desorientación: el terror se alimenta de nunca saber exactamente a qué nos enfrentamos. Y los pequeños indicios que van apareciendo amplifican esa sensación perturbadora. Un balde, un colchón pelado y una cámara en un cuarto escondido, ¿qué hacen allí? Y un pasadizo subterráneo que desemboca en jaulas vacías, ¿qué clase de hecho innombrable ocurrió ahí dentro? Incluso las primeras apariciones del monstruo siguen aquella lógica, como si llegáramos a descubrir la atrocidad fugazmente, cuando pestañea el cielo.  

Parte del atractivo del film es que, a medida que la monstruosidad se va revelando, posee detalles lo suficientemente insólitos como para que lo visible desborde la capacidad domesticadora del lenguaje. Una escena que teje el terror alrededor de una mamadera sucia y una cabellera chamuscada pertenece a ese orden: el dominio visual de lo ominoso. Y es por eso que la película encuentra sus límites cuando intenta atar cabos, sobre explicar la trama con diálogos expositivos y escenas impostadas que desentonan.

A veces, sólo hace falta una imagen punzante, que cale hondo como un cuchillo. El travelling que se pasea por el barrio de la casa cuarenta años antes parece suficiente: un paisaje lustroso, como la superficie de una cocina en una publicidad de veneno para ratas. Toda la película nos estuvo arrastrando ahí; reptando por esos suelos escabrosos. Y en el proceso, puso en suspenso la leyenda que pide “que América vuelva a ser grande”. 

Bárbaro observa un horror inefable que se gestó en esos suburbios paradisíacos, el corazón del sueño estadounidense. Pero lo expone mejor cuando es lo suficientemente inteligente para no abrir de más la boca. Algunas cosas no pueden ser nombradas.

* Bárbaro se ve en Star Plus.

David Cronenberg: el traficante de sueños prohibidos

¿Quién es David Cronenberg? El cineasta canadiense acaba de estrenar Crímenes del futuro, su primera película después de ocho años, donde sigue explorando qué sucede cuando las personas estiran los límites de sus mentes y sus cuerpos. 

Por Iván Zgaib

*Este perfil fue publicado el 15/07/2022 en La Nueva Mañana

1.

Tenía apenas trece años cuando cruzó la frontera. David Cronenberg viajaba en colectivo desde Toronto hasta Nueva York, donde abrazaría a su tío. Saldría a caminar solo por la calle 42 y se metería en el cine, como un pequeño delincuente se adentra en las sombras de un mercado negro en busca de riñones. Su objetivo serían las películas prohibidas de Brigitte Bardot. Los pies descalzos asomándose en el césped del jardín. El cabello rubio girando como una rueda de la fortuna. Las sesiones de bronceado a plena luz del día, cuando los oficinistas y emprendedores podían verla desnuda mientras caminaban hacia sus trabajos. La imagen vedada para los canadienses sub-dieciocho: una mujer encendida como una llama incontrolable, a la cual ningún hombre podía arrimarse lo suficiente sin quemarse las manos. A menos que la viera desde la butaca de un cine.

2.

Durante la infancia se durmió escuchando los ecos de una máquina de escribir, al otro lado de la habitación, donde su padre cronicaba los robos y asesinatos que mantenían en vilo a la ciudad. Creció pensando que él mismo sería un novelista, pero a los dieciocho estaba en la Universidad de Toronto diseccionando fetos de chanchos. A los pocos meses se aburrió de sus compañeros y comenzó a pasar la mayor parte del tiempo en el campus del frente, con los estudiantes de literatura. Tenía veintidós años cuando el cine le dio una de las mayores sorpresas de su vida: sus amigos aparecieron en una película filmada por estudiantes acerca de la vida de los estudiantes durante el invierno de los años ‘60. Era un film hecho sin dinero, sobre una relación tímidamente gay (tan tímida como lo inducía el gobierno canadiense, que consideraba a la homosexualidad una actividad equivalente a robar un banco o asesinar a un cura). Pero sobre todo, era una película filmada en un país sin cine, en un momento en el cual David Cronenberg no había pensado que hacer películas fuera una posibilidad. Hasta que vio a sus amigos resplandeciendo en la pantalla, como el reflejo de la luna sobre un lago negro. 

3.

Apareció en todos los radares después de estrenar Escalofríos, la película que le sobrevino en sus sueños. Una mujer escupía arañas por la boca y se volvía una maniática-sexual. 

Si el cine se había convertido en una insignia de distinción para personas de buen gusto, Cronenberg se declaraba miembro de otro culto. Sus películas eran una cuestión de bajos instintos: un lugar de mala muerte, asociado a los placeres más vulgares cultivados por junkies, escritores frustrados, científicos obsesivos, matrimonios longevos y cazadores de insectos. En Videodrome, su película de 1983, una locutora de radio fantasea con protagonizar un reality show de torturas sexuales. En Crash, un director televisivo descubre una secta de hombres y mujeres que participan de accidentes automovilísticos para llegar al orgasmo. Y en Desayuno desnudo, la sexualidad aparece lentamente como un ciempiés que se escurre entre las grietas de una pared descascarada: la ciudad de Interzona está habitada por una tropa de muchachos sedientos que giran en círculos alrededor del protagonista, lanzándole miradas como si fueran dardos que lo derriban hasta develar su propio deseo homosexual. 

Las reacciones no tardaron en llegar. En 1975, la señora que le alquilaba su departamento se escandalizó cuando leyó en el diario que Cronenberg, un hombre de familia que consideraba respetable, se dedicaba a hacer pornografía sádica. Directamente le quitó la llave de su departamento. Y en 1983, cuando estrenaba Videodrome, un grupo liderado por una mujer policía cortó las calles de Ottawa en contra del sadomasoquismo exhibido en la película. Lograron que el dueño de un cine la bajara de la cartelera. “No soy particularmente paranoico o inseguro”, diría más tarde Cronenberg, “pero siempre pensé que tenía más chances de que me encarcelasen por artista que por judío”.

Crash (1996)

4.

Hacer cine en Canadá durante los años ‘70 significaba afiliarse al partido de los realistas: documentales informativos o ficciones de personas comunes y corrientes, labrando las tierras en el campo, migrando en la savana africana o sobreviviendo a las duras condiciones de vida. “No había cine de la imaginación”, dijo Cronenberg, y entonces él se embarcó a fundarlo en medio del desierto. Desde un principio, sus películas trabajaron con la crianza de imágenes viscerales, que pudieran asaltar al espectador de manera intempestiva. Muebles que se inflan como los omóplatos de una mujer durante el sexo. Máquinas de escribir que adquieren la forma de cucarachas peludas y que hablan a través de un agujero semejante a las cavernas de un culo. Zanjas de río seco que se abren en medio del abdomen de un hombre, donde se puede meter cintas que lo convierten en una videocasetera humana. “No sé de dónde provienen las imágenes extremas”, diría Cronenberg, “Es como enchufarse al tomacorriente de una pared. Uno busca el enchufe y cuando lo encuentra la electricidad está ahí”.

Las criaturas de sus películas fueron siempre personas dispuestas (o condenadas) a mover los límites de la percepción, y por accidente, trascendían las posibilidades de lo que sus propios cuerpos podían hacer y sentir. Los daños colaterales eran la locura, como le sucede a los astros apagados de Hollywood en Mapa a las estrellas, o la mutación de los organismos hacia un estadío más allá de lo humano. La mosca, el mayor éxito taquillero de Cronenberg, se desenvuelve como la crónica de una descomposición: registra la transformación de un hombre fundido con el ADN de un insecto, desde su capacidad superpoderosa para saltar, romper paredes y coger sin descanso, hasta su ocaso cuando pierde las uñas y escupe baba gelatinosa. El cuerpo se pudre. Deviene algo nuevo. ¿Cómo  nombrar lo desconocido? La basura también hace nacer larvas de sus entrañas muertas.

5.

David Cronenberg cumplió setenta y nueve años. Quedó viudo. Se operó las cataratas. 

Crímenes del futuro, su primera película después de casi una década, posee una serenidad perturbadora: la fotografía está cubierta por una cortina de sombras que deja entrar algunos atisbos de luz a la imagen. No se siente tanto como una noche pesadillesca, sino como las últimas horas de la madrugada, cuando despertamos y debemos lidiar con las consecuencias de nuestros sueños. Los personajes están todo el tiempo conversando sobre lo que le sucede a sus cuerpos, que no paran de crear órganos misteriosos. Ellos hablan y hablan, de tal forma que parecen haber incorporado las reflexiones erigidas sobre los cimientos de todo el universo cronenbergiano. 

Algún periodista le preguntó a David cómo se sentía con los cambios de su propio cuerpo, ahora que entraba en la vejez. Y él respondió que siempre se imaginó hablando con otros ancianos sobre las operaciones de cadera y sus kits de medicamentos. Pero después se dio cuenta que los jóvenes también se operan (los labios, las tetas, los muslos), así que puede entenderse tranquilamente con ellos. Sigue conectado al tomacorrientes de su tiempo.

 

* Crímenes del futuro se proyecta en distintas salas del país  y desde el 29 de julio se verá en la plataforma MUBI. 

Huele a espíritu adolescente

Pibes enojados, canciones de rock chispeantes y una radio clandestina que suena bajo la luz de la luna: Suban el volumen, de Allan Moyle, une la rebelión y la ternura en esta leyenda de adolescentes suburbanos. Se ve en el Cineclub Municipal.

Pump Up the Volume (1990), Allan Moyle

Por Iván Zgaib

* Esta crítica fue publicada el 13/08/2021 en La Nueva Mañana

Una voz que llega con el viento, a la velocidad rabiosa de la espuma adolescente: ¿no posee una fuerza abrumadora? 

Suban el volumen empieza de esa forma: con las palabras de Mark que se desbarrancan de la radio; flotando en el aire mohoso y en el pico de las casitas perfectamente alineadas. Es una voz incorpórea, pero al mismo tiempo hace sentir su masa, como una espalda que nos presta el hombro. Está en todas partes y a la vez en ningún lado. Cada adolescente, aferrado al sonambulismo para no tropezar con el aljibe sedante de su barrio, está escuchando. Cada padre narcótico levanta al menos un párpado, desconfiado, porque esa voz no tiene un origen claro. Un susurro que sale de hasta abajo de la alfombra y de la baba nacarada que escupe la luna. Mark le dice a todos los adolescentes del pueblo: ¡Vuélvanse locos! Basta de ser chicos buenos, ¡este país es una mierda!

En muchos sentidos, la intriga que filmó Allan Moyle en los ‘90 está vertida sobre un molde donde caben todos los flujos del Hollywood adolescente. Parece calcado de Rebelde sin causa, ese mapa del imaginario púber-pop que lanzó sus primeras direcciones en 1955. Pero Moyle recalibra aquellas imágenes de hartazgo juvenil al incorporar la figura de la radio clandestina: cuando Mark empieza a hacer un programa oculto, entra en sintonía con los corazones desencantados de todos los adolescentes suburbanos. 

En aquellas escenas, el instrumento de la narración es tan simple como brutalmente dulce e inmediato: nos arrastra del sótano radial de Mark hasta las cuevas donde cada oyente está escuchando. Todos se ven aislados en su propia fortaleza, solitarios o divididos: la rubia que aprueba con 10, las chicas experimentadas en el sexo, el gordito con cara de fiesta de pelotero, los pibes duros que se juntan a fumar en el descampado. Son adolescentes arquetípicos (a primera vista: incompatibles unos con otros) que de repente se ven unidos por aquella voz misteriosa. Quienes nunca cruzarían palabra en la escuela ahora tienen un refugio común: esa voz que vuela como un mensaje del demonio y dice lo que todos sienten antes que cualquiera haya podido decirlo con su propia boca.

En el crepúsculo de los años ‘90, lo que volvía seductora a Suban el volumen era cómo experimentaba genéticamente con otras películas que podrían resultar antitéticas: la depresión consumista de Rebelde sin causa, la piel de cocodrilo de Over the edge (1979), la ternura azucarada de El club de los cinco (1985). Moyle reúne esas variedades dispares y en el proceso se vuelve un perfecto equilibrista del tono emocional: sus chicos quieren salir a destruir todo, pero la paradoja es que ellos mismos son criaturas vulnerables que están rotas. 

Nadie expresa mejor esa cualidad que el mismo Mark, escindido entre el día y la noche como los superhéroes que resguardan su identidad secreta. Anda por la escuela como una oveja en el matadero, apenas profiriendo palabras y enterrando los ojos en la tierra. Sólo se libera en las sombras de su propio cuarto; cuando el micrófono de la radio le permite desprenderse de la imagen que los otros se han hecho de él mismo. Entonces no es más que una voz, cruda y pulsional, encendiendo los restos perdidos de sus penas. 

Esto nos recuerda Moyle: ¿no es el cine, en parte, como la danza de espejos empañados que se juega en los pasillos de la escuela? Una imagen, incluso cuando posee movimiento, puede fijar identidades. Esa es la peor de sus caras: la que fosiliza el cuerpo de una chica o los gestos de un pueblerino o los deseos sexuales de un estudiante de secundaria. Pero también están aquellas imágenes que apuestan a la liquidez, a aquello que cambia su forma cada vez que alguien busca encerrarlo entre los puños. Y Suban el volumen forma parte de esa segunda tradición. Entiende al cine (aquí: pop, mainstream y genérico) como una superficie para la evaporación.

Moyle es tan generoso que ofrece a cada uno de sus personajes la posibilidad de ser su propio reverso. El chico que no se anima a hablarle a las chicas en algún momento puede dirigirse e inspirar a todo un pueblo. La chica intrépida y sin miedos puede encontrar un momento para la ternura. La piba presionada a ser perfecta puede prender fuego todas sus perlas. Cada uno tiene la oportunidad de quitarse las amarraduras que los habían vuelto una imagen de piedra. 

Siempre que miro Suban el volumen quisiera haberla visto antes. Y ojalá más adolescentes llegaran a verla hoy en día. ¿Será demasiado cursi decir que una película puede comportarse como si fuera tu mejor amigo? Algo de eso pone en juego Allan Moyle. Hace un film rabioso, suave y divertido que es una voz tirando abajo la pantalla. Pero además, es una imagen que se corre para hacernos un lugar. Nos devuelve ese anhelo remoto de la adolescencia: el derecho a ser vistos, bajo nuestros propios términos.

Orgullo y futuro

 La restauración de Born in Flames hecha luz sobre una película clave de la escena underground de Nueva York en los años ’80: rabia punk, futurismo queer  y rebeliones feministas dentro de una ficción distópica que sigue haciendo escuchar sus gritos en la actualidad. Se ve en MUBI.

Born in Flames (1983), Lizzie Borden

Por Iván Zgaib

* Esta crítica fue publicada el 02/07/2021 en La Nueva Mañana

Cualquier final estrepitoso, como un apocalipsis que resetea los relojes de la humanidad, presenta un desafío desesperante para la imaginación: se asemeja a una zona desconocida, una fuerza movediza difícil de representar. Un punto elástico que se escurre del lenguaje como una rata aplastándose para cruzar la rendija de una puerta.

¿Qué hay después de la revolución? El fin, la nada, lo nuevo: un horizonte de nubes eléctricas, un paraíso de abstracción. Lizzie Borden luchaba contra esa ambigüedad tormentosa al amanecer de los años ochenta. Era joven, una aspirante a pintora en los barrios bajos de Nueva York. Leía a Marx y estaba enojada. Caminaba por las calles con olor a moho, sexo y grafitis frescos. Conocía a artistas consagrados y descubría que todos eran hombres. Veía transcurrir los primeros años del gobierno de Ronald Reagan, un confeso creyente en los poderes sacrosantos del mercado, e intentaba imaginar un futuro alternativo: si una ola socialista fuera a inundar los Estados Unidos, ¿se acabarían las injusticias? ¿sería todo finalmente mejor?

Cuando estrenó Born in Flames, su película del año ’83, aquellas especulaciones futuristas habían encontrado una forma precisa: hacía girar la utopía como un trompo, y en los círculos imparables y deformes descubría su apariencia distópica. El espíritu optimista de la primera escena, que muestra a un noticiero celebrando los diez años de “la revolución más pacífica del mundo”, es pronto desmentido: las radios piratas transmiten canciones incendiarias contra los ricos; las mujeres en las calles se defienden de acosadores seriales; los funcionarios tras las sombras vigilan cada paso de las guerrilleras. “Nuestro gobierno, que se jacta de ser el primer socialismo democrático, no es ni democrático ni socialista”, dice la voz suave de una chica rasposa.

El triunfo de una revolución es el comienzo de otra. Las brasas de la resistencia no se extinguen, sugiere Borden. Por eso su película inventa imágenes para aquella fantasía pirómana; una llamarada de rabia que nunca se apaga. La actitud agitadora recuerda a Ice de Robert Kramer, pero las variaciones de Borden parecen comentar también sobre ese cine de izquierda de los ’60 y ’70. Allí, las utopías cinematográficas estaban soldadas por manos masculinas. Y Born in Flames viene a redistribuir los sueños para hacerle lugar a las rezagadas de todas las revoluciones magnánimas: las mujeres, especialmente si son negras y lesbianas.

Borden filma a esas rebeldes bajo la apariencia de un documental que nos visita del futuro. Tiene un aspecto bruto, con imágenes sucias que no parecen planificadas sino robadas, como si fueran el botín de un asalto en la calle. Incluso las charlas son a la vez erráticas y fascinantes, y por eso dan la impresión de haber sido capturadas apenas salieron de la boca de las mujeres, mientras discuten afuera de las fábricas o en los livings de sus casas.

Los registros están poseídos por una entidad caótica que hace distintiva a la película. Es una ficción, una distopía del futuro y una fantasía de rebeliones queers y feministas, pero no bajo la forma de una historia convencional. Se trata, en todo caso, de un collage armado a partir de materiales dispares que se rebelan contra una forma pura y armónica (es decir, la forma predilecta de Hollywood). “Contra” es la disposición que privilegia Born in Flames: contra-forma, contra-información, contra-cultura.  

Que las escenas estén llenas de conversaciones podría disparar una lectura apresurada: la película manipula a las protagonistas para que digan lo que quiere decir la directora. Pero lo cierto es que el collage visual de Born in Flames es también un collage de voces. Las mujeres critican un sistema donde son explotadas y a la vez tienen ideas diferentes sobre cómo enfrentarse a él. Allí, la  zona gris del film. De hecho, la mayor parte de las veces no pesa tanto lo que se dice, sino el acto mismo de decir en comunidad. Se trata de registrar el tejido sensible por el cual fluyen los torrentes de la comunicación. No es uniforme, pero aún así contiene a esa comunidad que va construyendo sus lazos y sus prácticas políticas desde el intercambio.  

Los recuerdos de Borden acerca de la filmación también espejan esa comunidad diversa. Dice que hizo actuar a sus amigas blancas (como Kathryn Bigelow, quien estudiaba a Marx antes de caminar por la alfombra de los Oscar). Cuenta también que se acercó a sus vecinos punkis para que cantaran en la película. Y que cuando se cansó de ese ambiente blanco y clase mediero, salió a explorar la ciudad en busca de otras historias. En las afueras del centro, conoció a mujeres negras que tenían hijos. A una de las actrices la encontró luego de bailar una noche en un bar lésbico, y a otra después de pasar caminando por una canchita de básquet. A muchas de ellas las reunió: blancas, negras, hetero, lesbianas, artistas, trabajadoras, madres, sin hijos. Todas discutiendo acerca de sus experiencias de ser mujeres en la ciudad.

Hay algo hermoso de los registros finales, que siempre oscilan misteriosamente entre la ficción y el documental. Allí, Borden imagina un futuro donde todas esas mujeres se levantan. Pero a su vez nos ofrece los huesos de un pasado remoto: es el encuentro de esas mujeres en una época perdida de la ciudad. Cuando el centro no había sido uniformizado por los negocios inmobiliarios. Y en vez de hipsters de mamá había punkis enojados. Y en vez de directores adictos al perfeccionismo había cineastas subterráneos que soltaban el control remoto. Hacían películas sucias, como la ciudad.

* La película puede verse en la plataforma de streaming MUBI.

¡Mazel tov, ya estás graduada!

En Shiva Baby, Emma Seligman logra una comedia vertiginosa sobre la crisis de ansiedad de una joven a punto de graduarse. Se estrena el 11 de junio en la plataforma MUBI. 

Shiva Baby (2020), Emma Seligman

Por Iván Zgaib

* Esta crítica fue publicada el 04/06/2021 en La Nueva Mañana

¡Oh, tener veintiún años de nuevo! ¿alguien recuerda ese hormigueo excitante en el cuerpo? La sensación de vivir en un estado flotante sin respiro, como ir borracho al almuerzo navideño de tu familia y enfrentarte a la tropa de tíos-abuelos, con sus tenedores clavados en el mantel floreado de la mesa, mientras te escupen ensalada de pollo y repiten preguntas para las cuales no tenés respuesta: ¿ya estás buscando trabajo? ¿cuánto se gana en eso? ¿y pareja tenés?

 Esa es la llaga que Emma Seligman rasguña hasta hacerla sangrar, con un sadismo que parece a la vez angustiante y gozoso. En su ópera prima, Shiva Baby, traza una constelación que la une a otras formaciones del cine independiente estadounidense, todas obsesionadas con la ansiedad desatada por el abismo post-universitario: la confusión balbuceante de Andrew Bujalsky en Funny Ha Ha; la adolescencia tardía de Joe Swanberg en Happy Christmas; el purgatorio de graduados de Noah Baumbach en Kicking and Screaming y Frances Ha

Pero la heroína nerviosa de Seligman no sólo debe acarrear sus traumas juveniles, sino esconderlos mientras camina en un laberinto social que posee sus propias trampas y pasadizos: Danielle acompaña a sus padres a un encuentro para hacer luto por una allegada que acaba de morir. Y el universo que se describe allí, en esa casa que reúne a familiares y amigos para llorar y comer bagels, empuja a la película al canal del cine que explora la afectividad en las comunidades judías de Estados Unidos: el arte de la incomodidad amorosa invocado por Elaine May en The Heartbreak Kid; los rituales celestinos de Joan Micklin Silver en Crossing Delancey; la comedia ominosa de los hermanos Coen en A serious man.

En la película de Seligman, los lazos estrechos de aquella comunidad se exploran bajo la forma de un reflejo distorsionado: lo que parece una red de contención amorosa se revela casi irrespirable, como un ataque de pánico compartido colectivamente. Y no es que ésta sea una óptica particularmente original, pero Seligman sí demuestra una mirada punzante para observar las situaciones sociales en detalle, más allá de sus apariencias. Como el momento en que Danielle llega a la reunión: apenas cruza la puerta de la casa, las charlas de pasillo se convierten en un interrogatorio policial (¿cuál es su campo de interés? ¿quiere seguir abogacía? ¿por qué perdió tanto peso? ¿¿¿está bien???). O la imagen de sus padres, cuya desesperación por conseguirle trabajo pervierte el velorio en otro engendro absurdo: un café de networking donde cada persona se vuelve un portal hacia posibles contactos para posibles empleos que hagan ascender de escala a su hija. 

La peculiaridad de Shiva Baby es que los latidos de su corazón oscuro y ansioso se registran siempre en un espacio reducido, por un tiempo acotado: los traumas de toda una etapa de la vida condensados en el perímetro de una casa residencial. Y la mayor destreza de Seligman es su capacidad para manipular la puesta en escena y escapar a las formas automatizadas de las sitcoms televisivas. Así, compone una sensación de lugar; utiliza el montaje para enlazar distintos personajes y situaciones paralelas; erige la comedia y la tensión dramática con la precisión de un reloj de bolsillo.

En una de la escenas más logradas, el film pone en juego todos sus nervios desde un ritmo exasperante: Danielle es acorralada por un grupo de señoras que quiere saber todo sobre su vida, pero ella no puede dejar de pensar en su amante secreto que apareció de sorpresa en la reunión. Y el montaje gira hacia todos lados, como si experimentara un trastorno de atención: la mirada perdida de Danielle, los primeros planos de las mujeres que la bombardean a preguntas (con sus cabezas monstruosas, infladas y flotantes), la imagen distante del amante sosteniendo a su bebé en la otra punta de la habitación. Todo mientras el niño entra en erupción y su llanto hace estallar la escena en un clímax dramático.  

Esa forma de comedia de la ansiedad, con sus bordes de suspenso, mueven la película por una zona que Seligman controla con comodidad. Se trata de una atmósfera del grotesco, casi pesadillesca, cuya saturación por momentos devora la posibilidad de empatizar con la vulnerabilidad de los personajes antes que regodearse en su humillación. 

Cuando logra correrse de esa propensión, el film descubre su costado más sensible: que Danielle, una millenial educada al ritmo de las redes sociales y de las marchas feministas, realmente quiere encontrar una forma de vida distinta a los modos más tradicionales de su familia y su comunidad religiosa. “No puedes mantenerte toda la vida trabajando como niñera”, le dice el padre, “tarde o temprano tendrás que elegir una cosa u otra”. Y Danielle quiere elegir algo, sólo que no sabe exactamente qué cosa. Esa es su tragedia silenciosa. 

¡Domestiquen a los nómades!

Nomadland, la ganadora de los Globos de Oro, sigue los pasos de una mujer y una comunidad de marginados que se lanzan a las rutas para escapar al estilo de vida estadounidense. 

Por Iván Zgaib

* Esta nota fue publicada en el marco de la entrega de premios de los Golden Globes, el 05/03/2021 en La Nueva Mañana,

Nomadland, el film que acaba de ganar los Globos de Oro, es (a primera vista) ligeramente libre, aparentemente desestructurado, más o menos experimental para el tipo de películas que tienden a celebrar las corporaciones de premios en el viejo Hollywood. Chloé Zhao, su directora, juega el juego natural del cine contemporáneo que sólo podría pasar por innovador en las ligas de la industria: lleva a la estrella Frances McDormand por las rutas de Estados Unidos y la mezcla con ciudadanos comunes y corrientes que viven en casas rodantes. La hace cagar junto a ellos, la hace comer guiso de la misma olla, la hace compartir historias alrededor de una fogata por las noches. Ficción y documental; una misma bestia que gira en círculos y se muerde la cola. 

La historia que funde aquellos pliegues es simple. Fern (McDormand) pierde todo. Pierde a su esposo, pierde su trabajo, pierde su cotidianeidad. Decide vender las pertenencias que le quedan para huir en una camioneta y así buscar empleo en cualquier rincón lejano del país. Lo que vemos, al menos en principio, es una sucesión de acciones minúsculas, de gestos completamente ordinarios (como Fern meando al costado de la ruta o intentando arreglar una radio vieja en medio de la oscuridad de su vehículo). 

La dirección de Zhao tiende a moverse sigilosamente, a la caza de algún aspecto vivo de la realidad. Hay un tiempo cotidiano y un tiempo histórico que sirven de barro para construir la ficción. Las escenas más interesantes, en especial durante los primeros minutos, aparecen en las conversaciones entre Fern y el resto de los vagabundos que cruza en la ruta. Cada uno de ellos cuenta su historia, con cierto aire testimonial, y ella los escucha pacientemente como si fueran entrevistados de un film documental. 

Lo que desborda la ficción es el ecosistema afectivo de una época; de un grupo de marginados que no vive en la ruta porque sí, más bien porque fue arrojado tras la crisis económica de 2008. El desplome de las especulaciones virtuales de Wall Street desplomó la vida real de las personas. Uno tras otro, los testimonios traman ese paisaje: personas cansadas de la fragilidad del trabajo, asfixiadas por la ambición del dinero, abrumadas por una vida de explotación que las ha enfermado o que ha matado a sus amores y amigos. Fugarse hacia la ruta: más que un castigo, por momentos se asemeja a un accidente virtuoso que les permite dejar atrás aquella vida.

Para ser una película que busca convencernos de los placeres que encuentran sus personajes en la ruta (o, como dice una de las mujeres nómadas, de “un estilo de vida de libertad, belleza y conexión con la tierra”), la aproximación de Zhao resulta algo torpe. Por sobre todo, poco terrenal. Es mucho más convincente a la hora de dejar hablar a sus personajes que al momento de mostrar efectivamente sus experiencias. Y cuando intenta hacerlo, los recursos rayan un sinfín de lugares comunes que la alejan de la presunta experimentación con la materia real. 

Las imágenes de las acciones cotidianas, por ejemplo, se suceden a partir de un montaje apresurado que diluye cualquier posibilidad de contemplación. El espacio natural (al que supuestamente se entregan felizmente los protagonistas) es presa de una mueca de embellecimiento barato: los planos abiertos que muestran a Fern siempre contra algún horizonte, siempre contra algún atardecer de estelas rosadas y una belleza automática ante la cual no podemos sino rendirnos de antemano. Y también está el uso forzoso de la música: una pista de piano solemne que se impone sobre el montaje clipeado de Fern atravesando campos secos; presionando un código dramático innecesario, subrayado, caprichoso. Algo llamativo: la película narra una experiencia de contacto carnal con la naturaleza, pero prácticamente nunca la escuchamos. No escuchamos el siseo del viento, ni el rumor de los búfalos,  ni el aullido de la soledad en un bosque profundo.

Zhao, que por momentos seduce con una exploración algo movida de los códigos dramáticos, termina corriendo hacia ellos, pidiéndoles su ayuda para moldear la forma en que apresa la película. Sus momentos de fuga, entonces, pierden fuerza y convicción. Es una criatura domesticada (a contramano de sus protagonistas), más parecida a una mascota de la temporada de premios que a una avis salvaje escapando a la industria. No por nada se ve bien junto al resplandor dorado de los Globos. 

Adiós, Joan, adiós

Crossing Delancey (1988), Joan Micklin Silver

Por Iván Zgaib

* Esta crítica fue publicada originalmente el 08/01/2021 en La Nueva Mañana

Si les digo que Joan Micklin Silver murió hace unos días, a los 84 años, probablemente no signifique nada para ustedes, o de hecho, para casi nadie. Casualidades o no, su nombre es como un roedor tímido esperando a salir de la sombra del anonimato. 

Joan murió en el año 2020, poco tiempo después que una tribu de mujeres se levantara contra los caciques del Hollywood decadente (los que las habían abusado, les habían robado dinero y quitado trabajo), pero ella empezó a filmar en los años ‘70, cuando las palabras “mujer”, “dirección” y “cine” no podían conjugarse en una frase (a menos que “hombre” apareciera en el medio, o que un accidente sintáctico ocurriera sin freno). A la incursión pionera de Joan se pueden agregar otros nombres: Claudia Weill, Bette Gordon, Susan Seidelman, Lizzie Borden, Elaine May, Barbara Loden. ¿Vieron alguna vez sus películas? Lo que las une es que son hechas por mujeres, son buenísimas y todas recibieron el mismo golpe cruel del ninguneo. 

En los obituarios que circularon por estos días, se repite mucho un recuerdo de Joan que sintetiza aquella época. Estaba reunida con el ejecutivo de algún estudio grande, en alguna oficina grande con espejos vidriados y vista a las playas doradas de L.A, intentando juntar monedas para filmar su primera película. El tipo la cortó de lleno: “las películas son caras de hacer y de comercializar, y las directoras mujeres son otro problema que no necesitamos”. Un tierno.

Los films de Joan están repletos de huellas, de marcas que remiten a esa experiencia: ser mujer en un mundo organizado por hombres, para hombres. En Hester Street, una inmigrante judía del siglo XIX viaja hasta Estados Unidos para reencontrarse con su marido, pero cuando llega él no hace más que esconderla en la cocina. En Between the Lines, su segunda película que transcurre en el sótano de un periódico independiente (donde un grupo de jóvenes intenta seguir respirando sus ideales en medio del aire cínico y sofocante de los ‘70), las mujeres están siempre en posición ofensiva para no quedar aplastadas por el ego de sus colegas masculinos. Abby, la fotógrafa del diario, estalla contra los reclamos de un ex que quiere volver con ella: “vas a convertirte en un escritor famoso mientras yo me quedo en casa haciendo pan, quizás fotografiando el pan o fotografiándote a vos siendo un escritor famoso”. Y en Crossing Delancey, de 1988, ese agobio chilla como una olla a presión en el núcleo familiar. Isabelle es una treintañera sin ataduras que debe frenar a su abuela judía en el plan de engatusarla con hombres judíos. Ella alquila un buen departamento, tiene un trabajo envidiable, organiza eventos prestigiosos con escritores prestigiosos. “¡No necesito un hombre!”, le dice a su abuela.

Pero reducir todo lo que hizo Joan Micklin Silver a eso (a un argumento, a ser una mujer tratando «temas de mujeres») sería corto de vista, simplista, casi insultante. Crossing Delancey es, de hecho, su mejor película simplemente porque es una gran película, un ejercicio virtuoso en la manipulación de la materia cinematográfica: la manera en que corta los planos para aprovechar los ojos de roca lunar que tiene su protagonista, los movimientos de seda que le da a su cámara, siempre sobrevolando cuatro pies encima del suelo e infundiendo a la película una cualidad flotante, un ritmo melódico que irradia hacia todos los fotogramas como una torre de energía. 

Joan concibe al cine como un cuerpo, un organismo vivo capaz de captar las fuerzas del eros, capaz de apropiarse de las reglas literarias de la comedia romántica e inyectarle vitalidad, volverlas carne sudorosa, oxígeno y palpitaciones en la pantalla. La película está llena de momentos sutiles que exponen esa gracia. Ya en el comienzo, vemos a Isabelle atravesar la librería con una bandeja en la mano, rodeada de personas tomando tragos, mirando libros, conversando. En el extremo opuesto de la sala le hace señas un hombre. Ella lo mira desconcertada. Él insiste. Ella mira hacia atrás para comprobar si no hay otra persona, otra mujer a la que esté enviando señales aquel hombre. La escena va de un plano fijo de él a uno fijo de ella. De fondo suena un coro de solteras dulces y borrachas cantando en las puertas del cielo. 

En un momento, la cámara se lanza hacia el tipo con una pulsión incontenible; se acerca a él y nos hace atravesar la distancia entre los dos personajes antes que Isabelle siquiera se mueva físicamente. Pero cuando ella se acerca (caminando ensimismada, como una sonámbula), él simplemente apoya su vaso seco en la bandeja. Y la música se esfuma. La ensoñación de Isabelle se esfuma. Toda la coreografía de la escena consiste en ponernos en sintonía con el pulso embobado de la protagonista, ubicarnos en su deseo y en sus expectativas para después abollarlas como un borrador de escritura y ubicarnos en un estado diferente: su inseguridad, sus flaquezas, sus titubeos.

Esta suerte de juego mental es importante porque Crossing Delancey es una comedia romántica de inseguridades, antes que de certezas. Es un drama de la corriente escurridiza del deseo, antes que de la convicción ciega del romanticismo. Isabelle está doblada entre dos mundos. Y Joan tiene un ojo sensible para construir esos universos microscópicamente. Está la librería, donde la gente hace cosas importantes como hablar con ganadores del Nóbel, trasnocharse en cócteles publicitados por las páginas del New York Times y hablar de sus propios libros sin parar. Y están las calles y los parques del Lower East Side, donde la gente hace cosas ordinarias como asistir a los rituales de circuncisión de los niños, vender pickles en la calle y buscar una pareja de por vida. Está el escritor egocéntrico que seduce con sus libros y está el judío dulce que huele a vainilla. La clave es que Joan expone esos mundos según sus distintas capas, sin reducirlos a valores absolutos. El círculo de escritores puede ser medio snob, pero también está lleno de gente que deja la vida luchando por lo que ama. El círculo judío de Nueva York puede ser algo conservador, pero también está formado por personas amables y honestas. Incluso Isabelle es presa de esos rasgos ambiguos (por no decir, humanos): puede ser muy frágil, pero también algo engreída, puede ser prejuiciosa pero también dulce.

Así funciona Crossing Delancey. Una película aparentemente sencilla, que fluye casi sin esfuerzo, pero que bajo la superficie esconde el trabajo detallista de Joan Micklin Silver. Hay una escena del film en la que Isabelle habla sobre la prosa de su escritor enamorado, pero bien podría estar hablando de esta película (su película): “lo que más me gusta de tu escritura es su engañosa simplicidad. Se lee como literatura barata y luego se escucha música”.

Un dato curioso: después de Crossing Delancey, la mayor parte de los films de Joan fueron proyectos por encargo para la televisión. Algo semejante sucedió con sus contemporáneas. Claudia Weill se recluyó en la pantalla chica después del ‘80. Elaine May no volvió a dirigir luego de sus peleas con Paramount y del fracaso comercial de Ishtar en el ‘87. La dificultad para las mujeres era no sólo reclamar su derecho a empezar a filmar, sino también a continuar filmando, y a que esas películas no fueran olvidadas. Su legado, ensombrecido, queda esperando para ser descubierto.

Los árboles no te reconocieron

First Cow (2019), Kelly Reichardt

Por Iván Zgaib

* Esta crítica fue publicada originalmente el 28/12/2020 en La Nueva Mañana

El año termina. Estoy encerrado y con las persianas bajas (como casi todos los últimos meses que pasé confinado y a oscuras), apenas iluminado por el centelleo fabril de las pantallas, mientras pienso en First Cow, una película que retrata todo lo opuesto a mi propia escena distópica. Cookie y King-Lu, dos hombres del siglo XIX, están lanzados a la aventura de recorrer tierras misteriosas; pobladas por aborígenes, hongos amarillos, bosques salvajes, europeos melancólicos y cazadores borrachos en busca de oro. 

Paradojas: en el año de las catástrofes sanitarias y ambientales (del tipo de especulaciones avaras que alzan llamas y reducen montes verdes a cenizas espurias), la mejor película es una que viaja al pasado para vislumbrar una vida en tierras vírgenes. Como dice King-Lu mientras recorre los suelos otoñales del noroeste yanky: “Casi todos los lugares han sido tocados, pero este es nuevo”. Es más puro o más armonioso: una porción de naturaleza indomable, justo antes de ser manipulada por las manos y los cuadernos contables del hombre occidental. Eso es lo que está filmando (casi soñando) la directora Kelly Reichardt en First Cow.

Hay algo curioso que podría deducir de ese giro; algo que trastoca la propia identidad del cine y el cordón umbilical que lo une a nuestro mundo humano: cuando las primeras películas del siglo XX comenzaban a filmarse, la fuerza maquinaria de las cámaras y la intensidad carbónica del flujo de imágenes coincidía con la energía de un planeta en expansión, con Estados-Nación que marcaban o ensanchaban fronteras mientras extendían su brazo por los confines del mundo. Pero las relaciones globales, tal cual las conocemos hoy, todavía no existían. No por nada un grupo importante de films se ofrecía a los espectadores comunes como un viaje hacia lo desconocido; la posibilidad de transportarse a tierras lejanas y escondidas que guardaban secretos (pensemos en el gesto inaugural de Nanook, el esquimal al llevarnos hasta el Ártico, o los mundos ocultos vislumbrados por películas de terror como La isla de las almas perdidas).

Pero este, el tiempo en que nace First Cow, representa el tiempo donde la humanidad parece haber alcanzado cada rincón del planeta; donde cada caverna perdida, cada callejón fiestero de la ciudad y cada pasión de dormitorio ha sido procesado por alguna tecnología satelital, convertido en dato y distribuido en forma de imágenes que aparecen en nuestras pantallas como renacuajos saltando en una laguna cristalina. ¿Queda alguna zona inmaculada? El cine, más bien, se ha fugado hacia los mundos virtuales (pensemos en Días extraños o Matrix o, para ser más actuales, Ready Player One). Y después quedan las vueltas al pasado, como First Cow, una fuente de nostalgia en cuyas aguas puede distinguirse otro mundo. 

Antes de inmiscuirse en la historia de Cookie y King-Lu, la primera escena tiene lugar en el presente y observa a una chica que descubre los esqueletos de aquellos hombres. Lo que hace especial a ese prólogo es que adelanta la filosofía de toda la película: los fósiles nos arrojan una huella. El índice de dos personas que ya no están, claro. Pero también, el índice de un mundo y unas formas de vida en extinción. Los primeros planos que transcurren en 1820 ya demuestran los engranajes formales que mueve Reichardt para invocar ese pasado: la cámara desplegada a la altura del suelo, registrando la aparición de las botas de un hombre que avanza pacientemente. Y después la aparición de sus manos. Las manos que tantean el piso, que rozan las hojas marchitas, que rascan la tierra húmeda en busca de hongos o cualquier comida.

La película está llena de imágenes paisajísticas, casi salidas de alguna muestra de museo sobre frescos del romanticismo. Pero los planos donde Reichardt alinea todas sus chakras son aquellos que eluden las vistas panorámicas más obvias. Se trata de imágenes casi detallistas, ancladas en la tierra. Composiciones que ponen énfasis en las extremidades humanas, sean manos o pies de exploradores, acercándose a la naturaleza de manera apacible (Cookie recogiendo hongos, Cookie ayudando a una lagartija a ponerse de pie, Cookie eligiendo arándanos entre los arbustos). Y desde ahí, también, brota la atención estoica sobre los procesos de trabajo, siempre continuos e integrales. Lo que toma una persona de la tierra lo trabaja ella misma hasta las últimas consecuencias (las manos de Cookie cocinando los frutos que recoge del suelo o las manos de las aborígenes aplastando el cultivo de almendras con una piedra).

Con todo esto no quiero decir que Reichardt produzca una imagen idílica del pasado, ya que a cada una de esas imágenes frágiles le corresponde su contra-campo, su reverso conflictivo: la creación de situaciones dramáticas invadidas por las raíces del colonialismo (que no es otra cosa que los vestigios primitivos de una organización capitalista de la economía; es decir, una explotación salvaje y desigual de la naturaleza que Reichardt filma con tanta delicadeza). 

La escena en la que el capitán inglés trae la primera y única vaca a la aldea es deslumbrante por el lugar desde el cual vemos esa llegada: la cámara está junto a las mujeres aborígenes que se sientan a orillas del río. Y eso funciona como una alarma (sutil, pero inquietante) que nos recuerda cómo esas tierras fueron apropiadas. Y por defecto, dispara una señal que reverbera hacia nuestro presente: cómo los Estados Unidos contemporáneos están sostenidos sobre aquellos cimientos de crueldad. 

Incluso reconociendo esas tensiones, la mirada de Reichardt erige capas diversas, llenas de observaciones y emociones complejas. Entra y sale de esa burbuja social, asumiendo distintas distancias con las cuales evita las denuncias o apologías más unidimensionales. En la escena donde los personajes toman té en la casa del capitán inglés, por ejemplo, todos los hombres salen al jardín y la cámara se detiene unos segundos en las mujeres aborígenes que quedan solas. No son personajes centrales (de hecho, ni siquiera conocemos sus nombres), pero Reichardt les otorga un pequeño espacio dentro de la película: las vemos silenciosas y obedientes cuando están los hombres, y juguetonas y alegres cuando se van.

Al fin, los protagonistas de First Cow no son indios ni mujeres, pero también son figuras marginales en aquel paisaje: un cocinero sin dinero y un inmigrante chino que sueñan con un futuro más próspero, fundando un hotel modesto que les permita vivir mejor. La óptica desde la que Reichardt erige toda su película está ahí: en los costados, el lugar embarrado de los perdedores y estafados que deben inmiscuirse en la noche espesa para sacarle leche a la única vaca que está en manos de un señor inglés.

Reichardt compone ese universo con calma, como en toda su obra. Es su película más narrativa y estructurada, pero no por eso arriesga su toque personal. Hay un cuidado especial por los tiempos, los planos, los tejidos afectivos que atraen como imanes a sus personajes. El trabajo es casi artesanal. Reichardt teje las imágenes con la misma labor cuidadosa que Cookie recoge frutos y prepara sus bollos de canela.

El año termina, finalmente. Y la mejor película es un drama sobre amigos desposeídos, bosques verdes, propietarios mezquinos, búhos lanzando cantos hipnóticos en medio de la noche. Una película fuera de época. Casi. 

El amor en tiempos de apocalipsis

El último ciclo del Cineclub La Quimera prende un fogón cinéfilo para despedir el año con un maratón de cinco películas magistrales, entre la comedia romántica luminosa y un romance en la víspera del fin del mundo. 

Miracle Mile (1988), Steve De Jarnatt

Por Iván Zgaib

* Esta crítica fue publicada originalmente el 11/12/2020 en La Nueva Mañana

La tarea de un cineclubista en pandemia quizás parezca insignificante ante el sacrificio descollante de un médico atendiendo hospitales desbordados, pero eso no quita que tenga su propia dosis de heroísmo austero. En principio, debe donar su tiempo al rescate de películas menospreciadas para recomponer su valor perdido. Acto seguido, debe hacer transfusiones de calidez humana por los canales glaciales de fibra óptica; transmitir sus señales cinéfilas a las almas que terminaron desamparadas tras el cierre de las salas de cine. 

Entrega y simpatía. Así sintetizaría la labor del Cineclub La Quimera en su temporada 40 (¡después de 40 años!). Ahora, en la era de las catástrofes distópicas y con la presencia de una nueva generación que rejuveneció su curaduría, La Quimera prepara el ciclo final del 2020. Una sesión maratónica de cinco películas transmitidas durante todo el sábado, cuya apertura y clausura amalgaman el programa como un sandwich pegajoso, con dos condimentos acordes a estos tiempos: amor y apocalipsis. 

Un diván en Nueva York (1996), el primero de esos films, encuentra a la cineasta Chantal Akerman bebiendo de la fuente de las comedias screwballs de los años ‘30 y ‘40. Fiel a esa tradición, la película utiliza el raqueteo de los diálogos como el ritmo que moviliza su sentido del humor (con los “mmm-hmm” y las palabras claves de psicoanalistas que se recitan musicalmente adentro de las salas de terapia). El argumento es tan transparente como enredado: un psicólogo intercambia su departamento de Nueva York con una mujer de París por unas semanas, pero cuando regresa descubre que ella está atendiendo a sus pacientes a escondidas y él mismo empieza a hacerse tratar. Pero se hace pasar por otra persona. 

Para una directora que cimentó su nombre con experimentaciones desafiantes en el arte de encuadrar, la incursión de Akerman en un género de masas como la comedia romántica podría considerarse (¡superficialmente!) una combinación incompatible. Aunque lo cierto es que ella se acerca a la fórmula desde su propia sensibilidad, limando los bordes con su obsesión arrolladora por la edificación pictórica de los planos y la atención especial por las duraciones de los mismos. 

Tomemos, por ejemplo, la segunda escena del film, donde la cámara empieza a acercarse pacientemente al doctor Harriston desde afuera de su departamento. Una de las ventanas refleja los edificios colosales del exterior y la otra sirve como resquicio cristalino para ingresar a la guarida de la intimidad, que encuentra al protagonista siendo invadido por llamadas de sus pacientes. Lo que prevalece (acá y en toda la película) es esa sensación palpable de lugar; pero quizás más importante, la percepción de una frontera delgada entre lo público y lo privado que se impulsa hasta un abismo. Que se pone a prueba sistemáticamente. 

Todas las criaturas lúgubres y luminosas de Akerman se definen, en cierto sentido, por su reacción ante esos límites sinuosos. 

El psicólogo que quiere recluirse en su palacio pudiente de la Quinta Avenida (o incluso, en el departamento al que huye en París, donde el martillazo de los obreros que trabajan afuera aplasta sus ritos refinados de cocina gourmet y música clásica). 

Los pacientes que se debaten entre abrir o cerrar la compuerta de sus traumas en la biblioteca de una terapeuta desconocida. 

Los habitantes de una manzana multicultural en Brooklyn que ocupan cada baldosa, desde los pibes que juegan a la pelota y las pibas que bailan hasta los viejos que se broncean bajo la luz de luna.

Toda tensión, todo enredo, está tramado por esa intersección que se plasma espacialmente (entre las clases sociales, los vecinos, los terapeutas y los pacientes, las madres y los hijos, los hombres y las mujeres). Si ese espectáculo de confusiones tiene un ángel guardián es el director Ernst Lubitsch, en especial su película El bazar de las sorpresas (de la cual también tomaría inspiración Nora Ephron para hacer Tienes un e-mail, tan solo dos años más tarde que Un diván en Nueva York). 

Igual que Lubitsch y Ephron, Akerman filma un enamoramiento construido sobre la base de confusiones; sobre los cimientos de trampas y ficciones que llevan a que los personajes vayan desnudando sus capas, abriéndose lentamente los unos a los otros. Por eso es particularmente conmovedora la escena de la terapia entre Harriston y Béatrice. Akerman filma sus interacciones sin interrupciones de montaje, tan solo usando el movimiento flotante de la cámara (desde el diván a la silla de la terapeuta) como el conducto para volver corpóreo un fenómeno imperceptible: el momento justo en que dos personas logran abrir un camino etéreo de conexión, un espacio de intimidad compartida.

Miracle Mile (1988), la película que cierra el ciclo de La Quimera, se presenta como si también danzara en ese terreno soñador de la comedia romántica. 

Chico conoce chica en un Museo de Historia Natural. 

Chico y chica se enamoran frente a una laguna negra de alquitrán. 

Chico y chica se ven amenazados por la sombra de algún obstáculo que podría separarlos: un ataque nuclear, para ser exacto. Una lluvia de misiles que caerá sobre Los Ángeles para lavar las pisadas de las estrellas en el pavimento, el fulgor de los carteles de neon y las cafeterías rimbombantes que permanecen abiertas para los sonámbulos de la ciudad.

Lo curioso, entonces, es cómo ese obstáculo perturbador desvía toda la película hacia una carretera alternativa: la zona apremiante del cine de catástrofes (con los personajes corriendo por sus vidas), pero también del thriller político alimentado con las ansiedades maniáticas de la Guerra Fría (las pesadillas colectivas con la bomba atómica y las conspiraciones sobre gobiernos que ocultan la verdad a sus ciudadanos). 

Apenas se contagia del caos, la película de Steve De Jarnatt asume la forma anárquica de un desvarío onírico. Es decir, los personajes intentan escapar de la ciudad, pero todos sus intentos, todas sus acciones y proyectos de supervivencia se desvanecen y se frustran constantemente; como si no tuvieran efecto en la realidad y las lógicas causales estuvieran vencidas por completo. Los espacios se suceden uno atrás de otro, los entornos cambian y los personajes continúan corriendo por las calles de un escenario apocalíptico donde ya no parece haber un orden posible.

Si hay algo sorprende, por sobre todas las cosas, es el abrazo reconciliador con esa destrucción inminente. El amor entre dos personas (esa llama que parece consumirlo todo y ocuparlo todo en la consciencia de la comedia romántica) acá queda reencuadrada, reescalada a la estatura de un microbio insignificante. A pesar de que los protagonistas se ven desbordados por su encuentro, esas emociones son apenas una nota-al-pie en la historia de la humanidad. Una existencia frágil y transitoria, como la de los huesos de dinosaurio que se exhiben en el museo. 

Cuando la película alcanza ese punto, De Jarnatt deja de construir el fin del mundo como una maquinaria para asustar niños. Lo expone como un espectáculo hipnótico. La aceptación de nuestra propia nimiedad, convertida en una secuencia hermosa de las cual no podemos quitar nuestros ojos.

Y así se despide La Quimera en el 2020.  

* La Quimera transmitirá las películas este sábado, entre las 15 y las 23 hs. Más información:  https://laquimera.wordpress.com/ 

Miraste al cielo y todo lo que encontraste fue una estrella de papel

Un partido de basket reúne al pueblo, dos adolescentes escuchan sonidos misteriosos, unos vecinos hablan de la llegada extraterrestre: The Vast of Night, estrenada en Amazon Prime, recupera el clima de la Guerra Fría y observa cómo la mitología de alienígenas forjó una época.

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The Vast of Night (2019), Andrew Patterson

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada el 10/07/2020 en La Nueva Mañana

 

¿No fueron accidentalmente hermosos los años de la Guerra Fría? Pienso en los ‘50, esa era de intrigas en la que Estados Unidos estaba quebrado por fuerzas explosivas contradictorias. La sensación de salir de la humareda de la Guerra como un papá-mundial, listo para labrar el camino hacia un mundo de felicidades pulcras (donde el vestido alunarado de tu esposa podía hacerla desaparecer sobre el empapelado alunarado de tu casa, pero siempre quedaría la heladera que era al mismo tiempo freezer y estaba llena de comida). Y también su reverso: una ansiedad social capaz de hacer estallar a cada ciudadano en pequeños accidentes cerebrovasculares sincronizados con los estallidos de la bomba atómica.

Lo que resulta apasionante cuando uno mira atrás, es confirmar cuánto del imaginario cultural de Estados Unidos fue refinado aquellos años en el cine. Si el temprano siglo XX había convertido al western en una fuente espectral para que un país entero se reconociera en ella, en los años carbónicos de la Guerra Fría las imágenes nacionales fueron otras: esposas, maridos y adolescentes perdidos en los suburbios acartonados; platos voladores, espías y alienígenas grises que caían del cielo para acabar con el planeta o para enseñarnos a ser una mejor especie.

¿Eran esos “los mejores años de nuestras vidas”, o simplemente los más aterradores? Incluso en varias de aquellas películas, el imaginario que disparan es ambiguo, más parecido a una visión óptica cambiante que a un rayo láser con enemigos definidos. Tomemos por ejemplo La invasión de los usurpadores de cuerpos, dirigida por Don Siegel: ¿qué eran esos alienígenas chupa-almas que reemplazaban a los ciudadanos de un pueblo inocente? ¿El terror hacia una ola comunista que ahogaría la moral yanky, o el pavor por la cacería maccarthista y una hipnosis cultural hecha a base de aspiradoras Hoover, automóviles Dodge relucientes y televisores Motorola?

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Enemigos de afuera vs enemigos de adentro. La obsesión por las historias de extraterrestres (en sí mismas, una forma de obsesión por el posible encuentro con la otredad) se ajustaba bien al clima angustiante de la Guerra Fría. Hoy (siete décadas después del fenómeno cultural de Roswell), The Vast of Night se estrena en Amazon Prime como una reminiscencia de esos tiempos. La película de Andrew Patterson es ligeramente extraña porque sus artimañas no están lanzadas a hacer avanzar la tradición de aquellas viejas películas, sino a captar el proceso de mitificación encarnado por éstas: cómo las personas, las distopías televisivas del viernes por la noche y el radioteatro (o las noticias-teatro) erigieron aquel imaginario. 

La primera escena del film ya es esclarecedora: la cámara se acerca a un televisor viejo (tan retro que parece del futuro) y empezamos a ver la transmisión de una serie sobre misterios. El teatro paradoja, “un terreno entre lo clandestino y lo olvidado” anuncia el presentador, es un guiño a los programas que alimentaban la pasión de las familias de los años ‘50 por escapar a las familias de los años ‘50: La dimensión desconocida, The Science Fiction Theater, The Tales of Tomorrow, todas reliquias arqueológicas que prometían que había algo más allá, por detrás de (o incluso entre) las colinas de los parques residenciales. 

Cuando la cámara de Patterson atraviesa la pantalla del televisor, las imágenes de un pueblo sureño empiezan a ocupar el plano entero, lo cual deja en claro su posición: ésta, una noche en la vida de Fay y Everette (dos adolescentes que descubren una frecuencia radial oscura interrumpiendo las señales en todo New Mexico durante los ‘50), es un relato ficcional. Y a pesar de retratar un evento de magnitud intergaláctica, los procedimientos poéticos despellejan la narración hasta los huesos: importa más lo que dicen los personajes sobre los hechos, que los hechos en sí mismos.

A medida que cae la larga noche, Patterson filma a sus criaturas desde un lugar enrarecido, interrumpiendo continuamente la apariencia inmediata de la imagen. El acceso directo al mundo está frenado. Sobre el comienzo, por ejemplo, la cámara recorre elegantemente los pasillos de una escuela donde el pueblo se reúne a ser pueblo; es decir, a ver el partido de básquet que juega el equipo de la secundaria. Patterson describe espacialmente ese lugar y los vínculos colectivos que se forjan ahí, pero la cámara permanece siempre distante de las personas, apenas pudiendo registrar sus rostros.

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Un detalle peculiar: los primeros planos no llegan a aparecer hasta después de los veinte minutos, y cuando sea que los rostros adquieran protagonismo será porque están participando del acto de narrar. Digamos, están produciendo el mito colectivo en torno a la vida extraterrestre. E incluso en esos casos, la burbuja ficcional se explota. Fay aparece enjaulada entre los bordes del televisor, recordándonos que lo que estamos viendo es una representación. Y cuando un viejo llama a la radio para contar su recuerdo de las naves alienígenas, la imagen se va: sólo se escucha una voz que denuncia la conspiración del gobierno, flotando sobre un fondo negro. 

The Vast of Night no es exactamente innovadora, pero se presenta como una nota al pie sobre la tradición. Al filo de los ochenta, el crítico J. Hoberman definía a Spielberg como el capitán de una tendencia parasitaria en Hollywood: la pulsión original en films como E.T o Encuentros cercanos del tercer tipo era la referencia al cine de los ‘50 (El día que paralizaron la Tierra o Llegaron de otro mundo). Y el film de Patterson continúa esa forma de apropiación, pero la lleva a un extremo. No sólo vive de la energía vital despedida por películas y programas viejos, además lleva ese gesto de vampirización al centro de la escena. Su fascinación con la mitificación es tan grande, que termina encerrado en ella: cuando mire hacia arriba, sobre el final, no podrá ver el cielo sino la representación que otros han hecho de la naturaleza.

A su propia manera, la película está llena de hallazgos: su clima de horror que no cae en golpes bajos, su destreza formal para filmar el pueblo, su ritmo paciente pero cautivante al acompañar a los personajes solitarios (llega casi como un susurro: una voz rasposa saliendo de la radio, en medio del campo abierto). La falta de ambición, por otra parte, impone sus propios límites: descansa muy cómodamente en expresiones culturales que sí se animaron a develar un pliegue oculto de su propio tiempo. 

Allí, un rasgo sintomático: la ciencia ficción de los ‘50 imaginaba un futuro cercano o lejano, pero The Vast of Night es una película de época (no atiende al porvenir ni al presente distorsionado, sino al pasado). Mientras Patterson mira fascinado ese relato sacralizado, Estados Unidos está siendo comandado por un tirano que exalta las (supuestas) glorias antiguas de su país y arrastra a los ciudadanos (y a la democracia y al mundo) al borde de un abismo. El escenario digno para una distopía, esperando a ser filmada.