Iñárritu se hace cine encima

Iñárritu, el realizador de films premiados como Babel y El renacido, vuelve a filmar a México después de 23 años. 

Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades (2022), Alejandro González Iñárritu

Por Iván Zgaib

*Esta crítica fue publicada el 23/12/2022 en La Nueva Mañana

Pasaron veinte años desde que Alejandro González Iñárritu filmó en México y se nota. Ahora, después de haber acariciado la estatuilla de los Oscars y de respirar el mismo oxígeno que Brad Pitt, el director vuelve a su país natal con el pecho inflado y algo de culpa, listo para hacer una película donde se comporta como un turista desbordado.

En Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades, Iñárritu pasa de un estímulo a otro sin capacidad de retención, hasta que se le hacen espuma los ojos. Hay atracciones para todos: los históricos cortocircuitos entre México y Estados Unidos, la migración latina, las redes sociales, la fama, los embarazos perdidos, la culpa de clase, las brechas generacionales y una incontinencia a disfrazarse de Fellini con el maquillaje corrido. 

La película se muestra tan preocupada por abordar todos los frentes que a mitad de camino, con el corazón ya cansado, incluye una escena donde se anticipa a las críticas que podrían hacerle sus detractores. Allí el protagonista acaba de proyectar su último documental y recibe los ataques de un periodista: le dice que hizo una película pretenciosa, llena de caprichos; que su marca es la arbitrariedad y su compulsión por crear escenas oníricas apenas una excusa para ocultar la falta de sentido. Pero correr a Iñárritu con argumentos de ese estilo sería detenerse en el tacto de las superficies, como hace él cuando ensaya una autocrítica que ni siquiera comprende su propia criatura. 

El problema, en todo caso, no es la ausencia de sentidos, sino que el director haya creado una maquinaria hermética con la cual intenta alcanzar un significado profundo que nunca toca, como un niño que hunde la mano en una cueva y la saca rápido por miedo a las serpientes. Vamos por lo primero: la pirotecnia dramática de Bardo está ordenada en torno a Silverio, el documentalista exitoso que vuelve a México después de haber logrado el éxito en Estados Unidos. Todo parece imitar los trazos de una crisis existencialista, donde las certezas del personaje se desvanecen en el aire, pero Iñárritu no deja lugar para las dudas.

Tomemos, por ejemplo, las secuencias oníricas. Allí se ejercita un borramiento de fronteras entre el sueño y la vigilia, cuya paradoja es que siempre está claro a cuál de esas esferas pertenece cada momento. Y aún peor, Iñárritu se esfuerza por enrarecer ciertas imágenes al darles un giro surrealista, pero esos retoques funcionan como significados transparentes. Para graficar la pérdida de un embarazo, filma a un bebé que se arrepiente de nacer y vuelve a meterse en las entrañas de su madre. Y para captar el estado de indefensión de Silverio, encoge el tamaño del actor hasta convertirlo en un adulto-niño deforme que conversa con el fantasma de su padre adulto. Más que asociación libre, lo que guía a la película es una razón encadenada.

Bardo es también una obra de la desmesura. Así como se dispersa en una acumulación compulsiva de temas, ensaya una estética maximalista donde cada movimiento de la cámara es un grito desesperado por llamar la atención. Un paseo sin cortes en un set televisivo, entonces, puede confundirse con una visita guiada por el zoológico: Silverio avanza y se choca con un payaso, un caballo blanco, un fisicoculturista frunciendo los músculos, una pareja de periodistas bailando y una troupe de chicas envueltas en plumas y lentejuelas. 

No es que una estética de los excesos sea algo malo en sí mismo. Después de todo, cineastas tan diversos como Powell y Pressburger, Douglas Sirk y Nicholas Ray forjaron sensibilidades singulares bajo aquellos designios. La pregunta es qué tipo de experiencia nace de esas estrategias. En la película de Iñárritu, los desbordes parecen manifestarse como una (verdadera) rebeldía sin causa. Un espectáculo decrépito, cuyo traspié no es sólo carecer del júbilo que hace palpitar a cierto cine del artificio, sino también quedar en contradicción con las críticas que arriesga a lo largo de sus dos horas y media. 

 Una idea insistente es la culpa que carcome a Silverio por haber dejado México a cambio de una vida “pasteurizada” en California. Y aún así, Iñárritu elige componer a sus personajes dentro de imágenes ultra procesadas; una obra propia de los cirujanos angelinos. En una escena junto a su hija, por ejemplo, el protagonista es capturado en un cuadro lustroso, donde las aguas diáfanas de una piscina se funden con los labios del cielo.

Esa tendencia a envolver las imágenes en un colágeno visual no tiene límites. No importa el contexto ni las peculiaridades del drama. Incluso si la película busca problematizar la distancia entre los lujos de Silverio y las vidas sufrientes que retrata en sus documentales, el registro permanece inmutable. Cuando el protagonista sigue a un grupo de mexicanos intentando cruzar la frontera, la cámara los roza a la altura de la tierra y luego se eleva en un gesto magnánimo. Llega a capturarlos desde arriba, con una composición distante, obnubilada por su propio poder de invocar lo sublime y transformar una experiencia tortuosa en una imagen legendaria. La realidad de los inmigrantes es vista así como un acto de heroísmo abstracto, capaz de intercambiarse por cualquier hazaña en una película de catástrofes.

Bardo funciona como una acumulación de excesos engañosos. Sus imágenes oníricas no expresan lo inefable sino lo mismo que dicen los personajes despiertos. Y las composiciones ampulosas no descubren algo nuevo, sino que doblan la mirada absorta de Silverio. En cierto punto, se trata de un artefacto de una honestidad accidental: es la película que habría filmado el protagonista que no puede ver más allá de sí mismo. Por eso, nadie describiría a Bardo mejor que él. En sus propias palabras: “la vida ya no es más que una sucesión de imágenes idiotas”. 

* Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades se estrenó en Netflix.

Fantasías de laboratorio

Chico ventana también quisiera tener un submarino, el film de Alex Piperno, imagina una cabaña misteriosa cuyas puertas unen la selva filipina, la ciudad de Montevideo y un crucero que atraviesa la Patagonia. Se ve en el Cineclub Municipal. 

Chico ventana también quisiera tener un submarino (2020), Alex Piperno

Por Iván Zgaib

* Esta crítica fue publicada el 23/07/2021 en La Nueva Mañana

Una cabaña enigmática, que aparece de la noche a la mañana en la cúspide de alguna montaña en Filipinas, esconde más de lo que deja ver a primera vista. Es el pulmón verde que airea la imaginación de Alex Piperno para su ópera prima, donde fantasea que el mundo está conectado por puertas secretas. La casilla perdida en medio de la selva asiática posee una escalera que desciende infernalmente hasta los depósitos de un crucero patagónico, y luego hacia unos corredores que abren paso (como un túnel mágico) hacia el armario desde el que se puede espiar a una chica en su pequeño departamento de Montevideo. 

Pero el misterio más grande es que esa cabaña musgosa se comporta como la parábola impensada del cine contemporáneo: un espacio hecho de refinados conductos que unen herméticamente a los países en su propio Fondo Estético Internacional. Los créditos iniciales del film ya anuncian la pertenencia a esas redes mundiales: el sello del Programa Ibermedia que fomenta el trabajo mancomunado entre países iberoamericanos; la fiera benefactora del Fondo Hubert Bals que dona dinero a los directores tercermundistas con buen-gusto; el apoyo de la FUC que bautiza el ingreso de los mejores alumnos a su fraternidad secreta.

Todos los logos intimidantes del film de Piperno (cuyo título pretencioso funciona como una sincera tarjeta de negocios: Chico ventana también quisiera tener un submarino) subrayan los mecanismos financieros del llamado cine-arte actual, pero también señalizan la puerta de al lado: la de las poéticas que se plastifican y monumentalizan desde esas coordenadas globalizantes.

Las primeras escenas de la película adelantan algo de eso. Allí, Piperno se entretiene diseñando encuadres más o menos dislocados (con composiciones descentradas, donde la acción de los campesinos filipinos suele ocurrir a los bordes, como si estuvieran a punto de caerse del plano). Cada imagen está calculada con la precisión matemática de un ingeniero que no admite el desplazamiento milimétrico de ningún ladrillo en su estructura. Antes de acariciar los diez minutos, por ejemplo, se exhibe a un campesino frente a su pequeño pantano de arroz: él está de cuclillas, rigurosamente ubicado a los pies de un sendero de piedras que parte el agua (y la imagen) y deja en primer plano la figura de una flor escultural. Se la ve tiesa, potente, fálica; mucho más grande que la frágil silueta humana que le sirve de reflejo-minatura. El plano es tan hipnótico que produce un efecto de atracción magnética: ¿quién podría resistirse ante su belleza sintética de laboratorio?

Todos los protagonistas de Chico ventana…cruzan esa puerta que los lleva de un rincón del mundo a otro. Pero lo paradójico, casi espeluznante, es que el viaje que emprende la película nunca descubre nada diferente ni misterioso en esos universos. Piperno los filma de la misma manera, a través del mismo ojo clínico que uniformiza la relación de las personas con los objetos diversos que los rodean (sean las plantaciones en el campo, los pasadizos robustos dentro del barco o la calidez de las velas aromáticas y los libros viejos en un departamento).

La crítica francesa Claire Allouche acuñó el término de “artyalización” para referirse a un fenómeno semejante: una cierta tendencia de los cineastas contemporáneos a reproducir modos de estetización forzada. Una predilección festivalera por la fabricación de atmósferas, cuyo registro de las culturas y los espacios resulta en un mero gesto superficial. Ya no importa lo que estemos viendo, porque la singularidad ha sido barrida como una montaña de basura molesta: sólo queda la predisposición mecánica de la cámara (como si la realidad que Piperno contempla estuviera inexorablemente separada de él, en un plano de existencia diferente; inaccesible y escurridizo). 

Es por esto que uno puede sentir una corriente de aire helado escapándose de la pantalla, como si se hubiera abierto la puerta de un congelador que guarda embutidos refrigerados. Cada decisión de la imagen repite un tic compulsivo (de contemplación, distancia, tonos desafectados y composiciones estáticas y geométricas): ¿por qué debería afectarnos, después de todo, el encuentro entre el chico que baldea los pisos del crucero y la chica que vive sola en Montevideo, si la película nos ha mantenido abstraídos de las experiencias peculiares que hacen valioso aquel vínculo?

Las imágenes de Piperno guardan esa cualidad desesperante: son extrañas y estériles al mismo tiempo. Nos seducen con la idea de liberar nuestra percepción mecánica, pero rara vez logran ellas mismas escapar a su propia estética global domesticada. Lo que producen es un espacio achatado, abstracto, impenetrable. Miran a los lugares vibrantes y los procesan hasta convertirlos en no-lugares: el tipo de escenario donde las particularidades y las relaciones entre las personas se cosifican en pos de una arquitectura automáticamente deslumbrante.

¡Por favor, basta de ingenieros en el cine! Habría que dejar que el edificio se derrumbe un poco. A veces está bien sentir que caminamos entre escombros. 

* La película se ve hasta el miércoles 28/7 en el Cineclub Municipal Hugo del Carril.

El hippie está muerto

Rojo, la nueva película de Benjamín Naishtat, observa la violencia política y cotidiana de la Argentina de los ’70 a través de una exploración estética que remite a esa época del cine. Inquietante, cómico y horroroso, el film aboga por un cine industrial que piensa su propia historia y la del país.

A182C001_170908_R4XQ-489_800Rojo (2018), Benjamín Naishtat

 

Por Iván Zgaib 

 *Esta nota fue publicada el 29/10/2018 en La Nueva Mañana

 

Más no es siempre mejor. Pero en el caso de Rojo, la nueva película de Benjamín Naishtat, el director argentino parece sortear con gracia todos los vicios y desafíos que supone saltar hacia las grandes producciones: expansión del universo narrativo y de las acciones dramáticas, mayor escala en el diseño de filmación y aparición de actores famosos (con Darío Grandinetti y Andrea Frigerio enfrentándose a la cámara). Incluso si todo parece evocar un mundo separado de sus films anteriores, quizás más artesanales y modestos, Naishtat confirma que el cuerpo de su obra forma una criatura coherente y consistente, alimentada por las mismas obsesiones y preguntas. Estén ubicadas en el siglo XIX, en la década del ’70 o en el presente, sus películas buscan dar una composición justa a la violencia política.

Se podrá decir mucho sobre la mirada que aporta Rojo con respecto a esa temática, pero quizás su mayor declaración de principios siga siendo de índole cinematográfica: trasladarse de lleno a la producción industrial, sin renunciar a las derivas narrativas, las texturas de la imagen y a los juegos que tensionan la audiencia contra un espectro de dudas, lejos de las certezas. Parte de su encanto recae en las modalidades que elige para narrar, donde la forma que adopta esa violencia revela rasgos distintivos. En principio, propone un recorte de tiempo inusual para el cine argentino, centrándose en los meses previos a la dictadura del ’76. Y a su vez, hace algo fascinante: aborda un momento macabro sin regodearse con golpes efectistas.

Sólo la secuencia inicial está orquestada como un exabrupto donde la violencia se muestra desnuda, con su rostro más claro y horroroso: Claudio, un abogado reconocido, espera a su esposa en un restaurante. Los planos abiertos y la desviación hacia las mesas de los alrededores describen eficazmente aquel espacio: tipos de traje riéndose entre copas, mujeres delicadas sonriendo con mesura. “Este es un lugar de familia”, grita alguien espantado en algún momento. Un tipo se está peleando con Claudio por ocupar una mesa y el abogado le responde con un discurso soberbio que lo destruye en público. Aquel tipo indignado vuelve a aparecer más tarde en medio de la noche oscura: se agarra a los golpes con Claudio, se pega un tiro en la cabeza y el abogado lo deja morir en la soledad devastadora del desierto.

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De ahí en adelante, el nudo dramático que hace avanzar la narración se desata con un detective que llega al pueblo a investigar aquella desaparición. Pero lo más llamativo de Rojo emerge con sus desviaciones; con el modo en que apacigua esa violencia explícita para hacerla latir subterráneamente en las escenas. Entonces, el misterio que conjuga Naishtat es otro; se presenta en elementos laterales que parecen fuera de lugar, como los actos oficiales donde se ovaciona a vaqueros yankys (“nuestro país hermano”, dice algún medio), la publicidad en la que un hombre le dispara a otro porque le pide caramelos o los ensayos de danza donde baila la hija de Claudio. Lo que tienen en común esas escenas es que expresan la violencia del país en situaciones mínimas, sugiriendo cuál es el lugar en el que se arraiga la atención del film: no en los estallidos de golpes y torturas del Estado, sino en los procesos cotidianos que van engendrando y justificando esa violencia.

En el caso de las clases de danza, la cámara gira en círculos mientras registra el movimiento de los cuerpos que ponen en escena la historia del Salvaje y la Cautiva; un viejo mito relatado desde la perspectiva occidental que victimiza a una mujer blanca y criminaliza a un aborigen. Y hay algo fantástico que sucede en aquellos planos porque Naishtat alude a una forma de violencia sin enunciarla directamente. Lo que hace es registrar su manifestación en los cuerpos vibrantes que encarnan la ficción: aquella que designa un ideal de Nación, donde tienen lugar algunos sujetos y otros se vuelven prescindibles. Los ensayos de la Cautiva rebotan hasta reflejarse en la vida real de los personajes, ya que las Fuerzas de Seguridad del Estado están comenzando a detener a quienes consideran sus enemigos. Si el hippie desaparece, algo habrá hecho.

Esa singularidad que moviliza la película no deja de hacerla narrativa, pero su modalidad escapa a la economía estricta de causas y efectos: lo que adquiere importancia, además de la intriga que encarnan el detective y Claudio, es el entorno que los acoge. Y junto con aquel contexto, la mirada que le da forma. Por eso, Naishtat desarticula el registro en piloto automático a través de un juego de decisiones formales que construyen de manera consistente el espacio cinematográfico y su relación con los cuerpos: los movimientos de cámara, la profundidad de campo y los zooms reconfiguran los planos desde el ambiente hacia el rostro de los protagonistas. Tanto los pequeños quiebres narrativos como esas operaciones visuales ponen a la película en un diálogo con dos historias: la de las tragedias de Argentina en los ’70, pero también la del cine de aquella época. En ese sentido, el aspecto que asume Rojo remite al trabajo de Coppola, Kubrick y Altman; tres directores centrales que sostuvieron sus propias rebeliones (narrativas y estéticas) desde el interior de la industria en los tiempos del New Hollywood.

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El modo en que funcionan aquellas decisiones puede advertirse en varias escenas concretas. En una de ellas, Naishtat se acerca a Claudio a través de un zoom que indaga su rostro y genera suspenso sobre la decisión que tomará cuando un amigo le pide un favor dudoso. Un corte de montaje pasa repentinamente al plano siguiente: el abogado y su amigo están en la calle, contemplando la propiedad que quieren apropiarse ilegalmente. Se trata de un efecto cómico e irónico que no deja de ahondar profundamente sobre las contradicciones de su protagonista: ésta es la figura quebrada del abogado, con toda su legitimidad social, sus discursos de superioridad moral y sus actuaciones ejemplares como hombre de familia.

La forma en que Naishtat filma los ritos familiares también apunta en esa dirección, proyectando un movimiento de acercamientos y distancias: la elegancia y la belleza de esta burbuja de clase media es expresada con sus elementos disruptores. Los personajes juegan al tenis o pasean por el campo mientras suena un piano de fondo, pero la presunta felicidad de esas imágenes adquiere una sensación trágica. Las contradicciones de Claudio son tan grandes que cuando lo vemos comiendo costillitas de carne con la mano encarna su doble faceta; la delicadeza civilizada de una clase media acomodada y la pulsión salvaje de un animal listo para despedazar a su presa.

Quizás no haya un momento formal más enigmático que el que sucede cuando la familia está de viaje en Mar del Plata y un eclipse solar tiñe toda la imagen de rojo. Lo que resulta alucinante es que esa escena podría no existir, ya que no hace avanzar el relato en un sentido clásico. Pero sin embargo, está ahí, brillando de manera extraña. El primer impulso quizás sea interpretarlo en términos simbólicos (como una expresión de la violencia, que deja su estela en la pantalla), pero lo más justo sería señalar su incidencia en la materialidad de la película: ejerce un efecto perceptivo sobre los planos, evade la dictadura de la causalidad narrativa y se entrega a una fuga poética. En su momento de mayor explosión sensorial, Naishtat manipula los colores y despierta una sensación apocalíptica que no necesita palabras ni acciones dramáticas. Lo que queda no es más que cine. Ahí, la decadencia de un país se esculpe con el arrebato flameante de los colores o con el estremecimiento del lente de la cámara.

Y sucede algo verdaderamente conmovedor cuando una película, por un gesto de lucidez o por una casualidad hermosa, sintoniza tan ágilmente con su propio tiempo. Naishtat llevaba varios años cosechando este film, pero su estreno en el 2018 parece volverla más urgente. El ascenso del fascismo en países como Brasil y la escalada de violencia en Argentina justifican esa idea. Ya que en Rojo no importan los efectos de la brutalidad sino los procesos por lo cuales las personas la asimilan, su proyección se presenta como una advertencia. Cuando los personajes miran directo a cámara no están contemplando sólo el eclipse, sino a nosotros, sus espectadores perdidos. Más acá de la pantalla, la responsabilidad y la pesadilla del presente nos manchan de rojo.

La nostalgia de ver París dada vuelta

En el intenso ahora es el nuevo film del director brasilero João Moreira Salles: un ensayo sobre el Mayo Francés y la utopía revolucionaria hecho a base de materiales de archivo, donde el realizador reflexiona sobre la naturaleza política de las imágenes. Se ve hasta el miércoles en el Cineclub Municipal.

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Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada originalmente el 23/07/2018 en La Nueva Mañana

 

 1. Niños ricos

Mi amigo dice que ya no va a poder mirar En el intenso ahora sin pensar que fue hecha por un billonario. Él esperaba la película hacía tiempo, pero le acabo de contar este dato que parece hacerle ruido: João Moreira Salles es heredero de una familia de banqueros brasileños. Si uno googlea su nombre, los primeros dos resultados serán biografías que lo catalogan como uno de los cineastas más importantes de Brasil, mientras que el tercer link llevará a un ranking mundial de empresarios hecho por Forbes ¿Importa realmente aquella información para apreciar o dejar de apreciar una película? En el caso del nuevo film de Salles, quizás resulte incómodo ver un documental sobre la utopía revolucionaria que fue dirigido por un tipo lleno de plata. Pero su filmografía, lejos de confirmar aquel prejuicio, no deja de mostrar una hazaña fascinante: las tensiones de clase no permanecen ocultas ni adormecidas, sino que se incorporan hacia el interior de las imágenes. Se piensan y se exponen, sin vuelta atrás.

2. No siempre sabemos lo que estamos filmando

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Sobre el final de Santiago, la película anterior de Salles, hay un pasaje maravilloso. Después de haber filmado durante semanas al hombre que trabajó como mayordomo de su familia, el director repite las imágenes y reflexiona en voz alta: la distancia de la cámara, que dejaba al protagonista sobre el fondo de los planos, no era una simple decisión estética. Ahí había, como un desliz inconsciente que lograba filtrarse en la cámara, un cortocircuito abriendo vacíos en la imagen. Lo que Salles intentaba volver consciente era una relación de poder inquebrantable entre el sujeto que filma y el sujeto filmado, entre el niño rico y su mayordomo. Es un gesto que se repite al comienzo de En el intenso ahora, cuando revisa un video casero de una bebé que da sus primeros pasos en la calle. Pero la voz del director, que suena por encima de las imágenes, llama la atención sobre la figura marginal de la niñera; primero camina junto a la nena y la madre y después queda a un costado hasta desaparecer entre la multitud, como si no tuviera nada que ver con aquella familia. Sin quererlo, la cámara ha elaborado plásticamente una zona oscura que encierra aquellas relaciones; entre la afectividad y el trabajo, entre una nena que camina sin conocer mucho el mundo y la desigualdad social que ya la está rodeando.

3. Bajo los adoquines, la playa

En el intenso ahora no es sólo una película sobre el Mayo Francés, la China comunista y la utopía revolucionaria. Es también un ejercicio de reflexión acerca de la naturaleza de las imágenes. Todos los materiales que llegan a la pantalla corresponden a videos de otra época que el director desentierra con cariño. Pero los archivos de noticieros, videos caseros y películas olvidadas no sirven para ilustrar acontecimientos históricos, como ocurriría en cualquier documental clásico. El procedimiento que pone en juego Salles entiende aquellas imágenes como organismos vivos que respiran: ellas mismas, en su configuración aparentemente azarosa, nos hablan de su dimensión política. 

Un registro que podría servir sólo para mostrar el apoyo de los estudiantes a los obreros adquiere sentidos más profundos. La voz en off de Salles insiste sobre la distancia y la altura entre los dos grupos. Mientras la cámara filma desde abajo donde están los universitarios, los obreros permanecen arriba, en el balcón de un edificio. Nunca se ubican en el mismo nivel ni en el mismo plano; están separados, como si la diferencia de sus realidades y la desconfianza fuera palpable, aunque los discursos digan lo contrario. Es a través de aquellos procedimientos que Salles observa cómo los modos de estar con los otros se hacen imagen: se materializan de forma imprevista en un juego de disposiciones espaciales, movimientos, proximidades y alejamientos. Si muchas veces se hace referencia a la capacidad del cine de visibilizar o asumir distintos puntos de vista, En el intenso ahora vendría a proponer otra alternativa. Los archivos recuperados, filmados por otros, encontrados por una investigación o por accidente, también proponen una manera de organizar sensiblemente una comunidad.

4. Fuimos jóvenes y felices

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Salles desentierra las imágenes; les quita las telarañas para mostrarnos que están vivas, que hablan. Esa es la organización de lo sensible que se ubica en el corazón de la película. El mismo Mayo Francés y la China comunista, con todos sus matices, aparecen como una ruptura del orden perceptible establecido. Por un tiempo acotado se abre el horizonte hacia algo que antes parecía imposible. Y gran parte de la película está sostenida sobre esa idea del tiempo: la intensidad, la juventud, el presente que arde ante la aparición de lo impensable, lo innombrable, lo que se presenta con la fugacidad luminosa de un relámpago. Cuando Salles interrumpe la temporalidad de las imágenes no hace otra cosa que jugar sobre aquella noción. Entonces los rostros jóvenes que nunca van a ser los mismos se congelan. Los cuerpos llenos de vida se desaceleran para extender visualmente un instante de vida, de posibilidad y resistencia. Un pibe tirando una piedra en la ciudad de París se repite en cámara lenta. El movimiento de ese cuerpo intervenido por el montaje hace presente una memoria de la transformación política. Salles comprende, en cada uno de sus gestos conmovedores, que el cine también puede participar para desorganizar la percepción y proponer nuevas formas. En el intenso ahora es, a su manera, una expresión de la utopía.

Cosmogonía familiar

En Adiós Entusiasmo, Vladimir Durán compone una visión asfixiante y amorosa que sugiere cómo el absurdo puede volverse parte de la cotidianeidad familiar. El film que pasó por el Festival de Berlín y BAFICI ahora puede verse en la plataforma de streaming MUBI.

5ab0aed69e740Adiós entusiasmo (2017), Vladimir Durán

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada originalmente el 16/07/2018 en La Nueva Mañana

 

Axelito sueña con el cosmos. Habla de la gravedad y la materia oscura, esas partículas invisibles que atraviesan nuestro cuerpo a cada segundo. Todo el tiempo, hasta nuestra muerte e incluso un poco después: algo nos está golpeando, aunque no llegamos a percibirlo. Pero para la magnitud que tiene esta historia del espacio y las energías, el universo de Axelito parece opuestamente reducido: un departamento antiguo donde sus hermanas mayores deambulan mientras escuchan la voz de la madre. Marga está encerrada bajo candado y se comunica con su familia sin salir de la habitación. Nadie la ve ni la abraza, a pesar de que conversan con ella todo el tiempo. Le hablan pero sólo ven la pared que los separa. Le pasan mantas para que no tenga frío, pero sólo lo hacen a través de una ventanilla ovalada que cuelga de la pared como una luna deforme. Los procedimientos para llegar a aquella mujer se desenvuelven con la misma complejidad que requeriría contactar a un prisionero de guerra o a un espíritu extraviado. Cotidianeidad y enrarecimiento: esas son las dimensiones que Vladimir Durán invoca de manera cautivante en Adiós entusiasmo, su ópera prima que ahora puede verse en la plataforma de streaming MUBI.

Si consideramos la verborragia contagiosa que habita la película, resulta sorprendente que la aproximación dramática se sostenga en la sugerencia. Acá no hay elementos que reduzcan los sucesos a una explicación psicológica unidimensional ni tranquilizadora. Es decir, Durán no parece interesarse en servir explicaciones a los espectadores, sino en construir climas y misterios que crean evocaciones antes que afirmaciones. Incluso cuando los protagonistas hablan sin parar, resulta más revelador lo que esconden por debajo del lenguaje explícito; “se me fue el entusiasmo”, dice una de las hermanas, sin dejar en claro cuál es el origen de la angustia. Qué le sucede a la madre y por qué está encerrada, por ejemplo, también se convierte en una pregunta abierta que se dispara hasta abrir múltiples sentidos. Lo que Adiós entusiasmo logra ensayar es una producción plástica del malestar que habita esa casa: toma cuerpo con los actores y se pone en escena con las texturas sensoriales de las imágenes y sonidos.

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El hecho de que la madre permanezca invisible para sus hijos se replica como estrategia perceptiva: todo lo que nos llega de Marga es su voz, flotando en el ambiente como una presencia fantasmagórica. ¿Puede el cine filmar lo imperceptible? Esa es una de las preguntas subyacentes que recorre toda la película. Del mismo modo en que Axelito piensa en la materia oscura del universo, Adiós entusiasmo replica la incógnita a escala de la intimidad, encuadrando y creando las tensiones latentes que unen y separan a una familia. Cuando el personaje de Marga queda construido exclusivamente a través del fuera de campo visual, la amenaza del encierro hace sombra sobre la totalidad de los personajes. Es por eso que el registro del espacio doméstico se vuelve central en los modos de organizar la visión. Un departamento enorme hecho de pasillos largos se filma en planos sostenidos y travellings que crean la sensación de un laberinto espiralado donde los personajes dan vueltas confundidos. Algo de esa angustia inquietante puede aparecer hasta en la escena de una fiesta, donde el uso de lentes anamórficos no deja de deformar y enrarecer pequeños intercambios cotidianos. La cámara se desliza sobre la mesa, pero los bordes de la imagen se aprietan hasta comprimir el rostro de los invitados; se trata de una mirada donde la asfixia y la celebración quedan unidos en un mismo movimiento.

El adentro y el afuera, ese es el intercambio trunco que enmarca esta convivencia. En determinados momentos, el montaje se vale de aquel giro de perspectivas: utiliza las ranuras y aberturas de los ventanales para mirar una ciudad que parece distante, o toma distancia desde el exterior para observar a los personajes como si hubieran quedado estancados en una pecera polvorienta. Lo que vuelve pertinente estas decisiones es su diálogo con la vida de la familia. En aquellos pasajes, Adiós entusiasmo compone el conflicto por trascender los límites físicos y emocionales, por derribar los muros, por abrirse a los otros. La misma situación extraña de la madre encerrada se proyecta sobre una de sus hijas que aparentemente se mueve con libertad; cuando un amigo quiere pasar a la casa, la conversación en la entrada del edificio se convierte en una batalla  silenciosa por levantar una muralla y marcar distancia.

Más allá de lo dramático que pueda sonar todo esto, Adiós entusiasmo nunca renuncia a cierta luminosidad. Hay una apuesta conjunta entre Durán y su trouppe de actores por sostener momentos de placer y cariño que coexisten con los malestares de los protagonistas. Lo que vamos a ver no es un grupo de personajes crueles e insufribles, sino una familia que está confundida, haciendo lo que puede. Hay algo en esa comunión entre amor doméstico y enfermedad que remite a la obra de John Cassavetes; un director con el que Adiós entusiasmo también comparte los hallazgos descarnados de sus actores y actrices. En ellos recae una sensación de cotidianeidad que se sostiene incluso con una madre que vive encerrada y pide tomar un Elixir. Es esta comunidad de intérpretes la que hace verdadera una tribu de hijas, hermanas y sobrinos encerrados en su propio universo. Entre el extrañamiento y lo cotidiano, Adiós entusiasmo no deja de preguntar cómo el absurdo llega a sostenerse en nuestras vidas. Lo de Marga quizás no sea tan raro.

Mayo del ’18

El Cineclub La Quimera inició su temporada 38 con Jóvenes Infelices o un hombre que grita no es un oso que baila, del brasilero Thiago B. Mendonça. Adelantando el clima de descontento en Latinoamérica, la película mira a un grupo de jóvenes rebeldes a través de una puesta en escena radical que difumina los límites entre el artificio y lo real.

637871402_1280x720Jovens Infelizes ou Um Homem que Grita não é um Urso que Dança (2016), Thiago B. Mendonça

 

Por Iván Zgaib

*Esta nota fue publicada originalmente el 14/05/2018 en La Nueva Mañana

 

No debo ser el único que lo notó, pero hace varios días que la ciudad está inundada en agua turbia. Desde que Macri anunció su acuerdo con el FMI, para ser más exacto. Es mayo del 2018 y el invierno llegó antes de tiempo. Afuera llueve sin parar. Hay un cielo nublado que se asoma como la mano viscosa del tarifazo: cae sobre las luces amarillas de la calle y les aplasta el brillo. Hay una atmósfera apocalíptica que justifica más que nunca la película programada por el Cineclub La Quimera.

El título es extraño: Jóvenes Infelices o un hombre que grita no es un oso que baila, de Thiago B. Mendonça. Pero aún más extrañas son sus imágenes llenas de furia y deseo, donde vemos a un grupo de teatreros que confronta el presente desencantado de Brasil. No es casual entonces que los programadores de La Quimera también sean jóvenes que encuentran en el cine un acto de resistencia colectiva, como lo aclaran cuando presentan la película. Y parece todavía menos arbitrario que estemos en el mes de mayo, a 50 años de la revuelta francesa; o que Macri haya apretado el acelerador a su plan de neoliberalismo mezquino, un alarido de hienas que resuena en otros rincones de Latinoamérica. Ni qué decir de Brasil, el país vecino que vive (literalmente) en dictadura. Por todo esto, el film de Mendonça es urgente. Que se proyecte en este momento no hace más que rescatar una potencia cinematográfica que tuvo desde un inicio.

El comienzo de la película ya parece una declaración de principios estéticos y políticos. Un plano fijo muestra a una chica que mira directo a cámara. Está sentada en una silla de tal manera que se le ven las piernas y los brazos como si los tuviera cortados; un cuerpo aparentemente deforme que anuncia el fluir de un deseo disidente, al margen de las lógicas capitalistas. Hay incluso un momento en el que interpela explícitamente a la audiencia: “Ay, estoy tan curiosa por saber cuál es la utopía de ustedes”, dice entre gemidos de placer descontrolado. Y así es cómo el film de Mendonça empieza a vislumbrar un horizonte revolucionario posible. Los jóvenes protagonistas salen enojados a la calle, acercan el arte a la vida y ponen en escena situaciones ficticias que provocan a las clases acomodadas.

Hay, en principio, varias peculiaridades que le dan forma a aquella mirada política. Podría empezar diciendo que los personajes de Mendonça no son jóvenes slackers, esas figuras clásicas que re-aparecen constantemente en el cine de la era neoliberal: chicos sin futuro que se hunden en la alienación como si fuera un pozo ciego sin salida. Al contrario, estos jóvenes accionan y se enfrentan al orden hegemónico instituido. Todos los personajes se proyectan como si formaran un gran organismo vivo y colectivo. Lo que observa el director es entonces una praxis política que está organizada socialmente, lejos de la resistencia individual y de la vida íntima (como puede verse, por ejemplo, en Aquarius, otra película brasilera reciente). Más impresionante quizás sea que la película fue filmada en el año 2014, antes de que Dilma Rousseff fuera destituida inconstitucionalmente de la presidencia. El descontento social del film no sólo anticipa lo que sucedería con el posterior golpe de Estado, sino que también pone en jaque las contradicciones del gobierno progresista del PT. Acá no hay binarismos ni lecturas reduccionistas, sino un grito descarnado contra una sociedad estructurada en clases sociales. Desigual, racista y patriarcal.

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Pero Mendonça entiende que su película no está anclada a un discurso panfletario ni a diálogos declamatorios, sino que lo político habita la misma forma cinematográfica. Por eso nada del film se ve ni se cuenta como ocurriría en una narración propia del mainstream y del mercado. La radicalidad de los personajes se plasma en un relato desordenado, resquebrajado en episodios que olvidan la linealidad y la cronología. Jóvenes Infelices (…) está narrada de adelante hacia atrás y se abre a interrupciones continuas, con escenas improvisadas o brotes musicales que atentan contra cualquier manual de guion convencional. La película no es expositiva para expresar su posición política, no sigue una lógica causal para narrar la historia ni mira a sus personajes desde un registro observacional: pero es, por sobre todas las cosas, un acto performático continuo. Una puesta en escena donde las personas actúan de manera artificiosa, donde la cámara compone planos calculados y sin embargo nunca se pierde el hilo misterioso de lo real.

Esa es quizás la tensión que se resuelve en la poética de Mendonça: artificio y realidad, unidos en una misma pulsión de deseo que interroga el presente histórico. Esta película puede tener un aspecto ensoñador, con imágenes teñidas en blanco y negro que hacen juegos de luces para presentar o oscurecer a sus actores. Esta película puede verse como las actuaciones armadas de los jóvenes teatreros, pero también puede salir a las calles para abrir la ficción a un pulso documental. En algunas escenas, por ejemplo, los protagonistas aparecen en movilizaciones reales contra el gasto público destinado al Mundial de Fútbol del 2014. Mendonça filma la insurrección popular y la represión policial de una manera que emula la filosofía de sus personajes: el arte y la vida se estrechan en un mismo abrazo sudoroso.

Sobre el comienzo del film, el cabaret que frecuentan los protagonistas anuncia que va a cerrar. “Después de muchos sueños y muchas luchas”, dice el dueño, “no aguantamos más”. Habla de la presión de la alcaldía y de la especulación inmobiliaria. Otra coincidencia extraña de la noche, ya que el Cineclub La Quimera es un espacio colectivo que se sostiene hace 10 años en el Teatro La Luna. Sus integrantes dicen que ahora, más que nunca, van a continuar. Lo que seguirá el resto del mes será una programación acorde a los tiempos y al film de Mendonça: Working Class Hero, un ciclo dedicado a películas que retratan las clases trabajadoras. La utopía, como dejan en claro los Jóvenes Infelices, es lo último que se suelta. Si la llama se apaga en las casas por el tarifazo, que se prenda afuera. En las calles, en el cine y en la crítica.  

 

* Las funciones del Cineclub La Quimera serán todos los jueves a las 20:30 hs en el Teatro La Luna (Ramón Escuti 915). Entrada libre, contribución voluntaria.