Me quiere, no me quiere, ¿lo quiero?

Les choses qu’on dit, les choses qu’on fait (2020), Emmanuel Mouret

Por Iván Zgaib

*Esta crítica fue publicada el 04/02/2022 en La Nueva Mañana

Cualquier distribuidor ansioso por el corte de entradas hubiera visto la nueva película de Emmanuel Mouret como si fuera un calmante: la aparición de un espectáculo afrancesado inmediatamente reconocible, listo para aspirar la billetera de los cinéfilos más artistique de la ciudad. Protagonizada por un grupo de parisinos de adoquín, con nostalgia por el canto de las aves de campo y un paladar entrenado en los sabores de la filosofía y del sexo extra-marital, Las cosas que decimos, las cosas que hacemos hasta incluye un pasaje donde una chica se entera que su novio fue infiel y le tira uno a uno los libros de su biblioteca mientras grita: “¡Tomá tu Tolstoi! ¡Tomá tu Derrida! ¡Tu Sartre! ¡Tu Balzac!”… ¿Puede una película ser más estereotipadamente francesa?

Y aún así, el film de Mouret es un pequeño objeto de una sensibilidad sobrecogedora, más ajeno al cine de postal francés que al realismo deseante de Eric Rohmer, a los romances de vidrio molido de Philippe Garrell o los relatos de iniciaciones maduras de Olivier Assayas. La película comienza con una declaración de principios que revela su autoconciencia: Maxime, un treintañero que sueña con ser escritor, dice que le gustaría escribir “historias sobre sentimientos”. Lo cual nos sugiere que es Mouret quien está hablando a través de su antihéroe, exhibiendo los hilos de su película (y, también, de su tradición): éste es un cine de los sentimientos, y al igual que las emociones, está hecho de rodeos, de pasos en falso, de caminatas por la niebla. 

Las criaturas de Mouret hablan mucho. Maxime le cuenta a Daphne su historia de desamor con Sandra, que está enamorada de su mejor amigo, y Daphne le cuenta su historia de amor con François, que estaba casado cuando se conocieron. Todos ensayan monólogos que, incluso cuando están dirigidos a otros, poseen la intensidad del fluir de la consciencia. Se pierden en sus propios razonamientos intrincados; expulsan sus pensamientos hasta acumularlos como las piezas perfectas de un jenga a punto de caer. Pero lo que vuelve tangible aquella erupción emocional es la gracia con que Mouret filma los rodeos: él hace deslizar la cámara como por una pendiente de hielo. Cambia de dirección y salta de un personaje a otro, abandonando las figuras del plano hasta trazar un movimiento incierto: uno cuyo objetivo cambia constantemente, tanto como sus protagonistas pasan de un amante a otro, inseguros sobre sus propios sentimientos.

Similar a los sismógrafos que siguen los movimientos de la tierra, Mouret sigue el de las emociones, pero entendiendo que estas no siempre poseen un suelo firme que las contenga. Lo que atrae a su mirada, entonces, no es la pulsión psicoanalítica por reponer el sentido de las emociones, sino el esfuerzo por capturar las fuerzas que se escapan al razonamiento: aquello que resiste al sentido. Incluso el lenguaje que utilizan Maxime y sus amigos para expresar aquello que les está sucediendo pierde eficacia. Por eso cobra importancia la tensión perpetuada en el título de la película: el vacío entre las acciones y las palabras. Lo que decimos…¿es lo mismo que hacemos? y si no fuera así, ¿cómo pueden tener tanto peso de verdad ambos, el cuerpo y el lenguaje?

Los matices que Mouret encuentra en el camino son alcanzados también por la estructura caleidoscópica con que construye la narración. En el film, Daphne le cuenta a Maxime cómo conoció a François cuando éste estaba casado, pero luego cambia al relato de François y luego al de su ex esposa. Cada perspectiva agrega un punto singular desde el cual acercarnos a los hechos que se relatan (muchas veces poniendo en tensión la narración que escuchamos anteriormente). Entonces, no se trata sólo de que cada personaje tiene dificultades para procesar sus propios sentimientos, sino que muchas veces no pueden descifrar qué le sucede al amante que duerme a su lado: la ex esposa de François se pregunta cómo pudo engañarla y Maxime se pregunta cómo Sandra puede abandonarlo y volver a él en una danza interminable. 

El caleidoscopio sentimental de Mouret parece revisitar aquel hermoso pasaje de Jean Renoir en su film Las reglas del juego, donde uno de los personajes decía sombríamente: “Lo terrible de la vida es esto: todos tienen sus razones”. Y aquí, en Las cosas que decimos…, todos tienen sus razones: aunque nunca lleguen a comprenderlas por completo. E incluso si la película logra exponer la marea emocional de cada personaje, nunca arriesga una respuesta final, ni clasifica víctimas y victimarios, ni fabrica hipótesis iluminadoras. Hasta su final permanece abierto, quizás como la vida:  el rostro de una chica, donde conviven la desilusión en sus ojos y la felicidad en su sonrisa. ¿Quién podría vender algo semejante?

El amor en tiempos de apocalipsis

El último ciclo del Cineclub La Quimera prende un fogón cinéfilo para despedir el año con un maratón de cinco películas magistrales, entre la comedia romántica luminosa y un romance en la víspera del fin del mundo. 

Miracle Mile (1988), Steve De Jarnatt

Por Iván Zgaib

* Esta crítica fue publicada originalmente el 11/12/2020 en La Nueva Mañana

La tarea de un cineclubista en pandemia quizás parezca insignificante ante el sacrificio descollante de un médico atendiendo hospitales desbordados, pero eso no quita que tenga su propia dosis de heroísmo austero. En principio, debe donar su tiempo al rescate de películas menospreciadas para recomponer su valor perdido. Acto seguido, debe hacer transfusiones de calidez humana por los canales glaciales de fibra óptica; transmitir sus señales cinéfilas a las almas que terminaron desamparadas tras el cierre de las salas de cine. 

Entrega y simpatía. Así sintetizaría la labor del Cineclub La Quimera en su temporada 40 (¡después de 40 años!). Ahora, en la era de las catástrofes distópicas y con la presencia de una nueva generación que rejuveneció su curaduría, La Quimera prepara el ciclo final del 2020. Una sesión maratónica de cinco películas transmitidas durante todo el sábado, cuya apertura y clausura amalgaman el programa como un sandwich pegajoso, con dos condimentos acordes a estos tiempos: amor y apocalipsis. 

Un diván en Nueva York (1996), el primero de esos films, encuentra a la cineasta Chantal Akerman bebiendo de la fuente de las comedias screwballs de los años ‘30 y ‘40. Fiel a esa tradición, la película utiliza el raqueteo de los diálogos como el ritmo que moviliza su sentido del humor (con los “mmm-hmm” y las palabras claves de psicoanalistas que se recitan musicalmente adentro de las salas de terapia). El argumento es tan transparente como enredado: un psicólogo intercambia su departamento de Nueva York con una mujer de París por unas semanas, pero cuando regresa descubre que ella está atendiendo a sus pacientes a escondidas y él mismo empieza a hacerse tratar. Pero se hace pasar por otra persona. 

Para una directora que cimentó su nombre con experimentaciones desafiantes en el arte de encuadrar, la incursión de Akerman en un género de masas como la comedia romántica podría considerarse (¡superficialmente!) una combinación incompatible. Aunque lo cierto es que ella se acerca a la fórmula desde su propia sensibilidad, limando los bordes con su obsesión arrolladora por la edificación pictórica de los planos y la atención especial por las duraciones de los mismos. 

Tomemos, por ejemplo, la segunda escena del film, donde la cámara empieza a acercarse pacientemente al doctor Harriston desde afuera de su departamento. Una de las ventanas refleja los edificios colosales del exterior y la otra sirve como resquicio cristalino para ingresar a la guarida de la intimidad, que encuentra al protagonista siendo invadido por llamadas de sus pacientes. Lo que prevalece (acá y en toda la película) es esa sensación palpable de lugar; pero quizás más importante, la percepción de una frontera delgada entre lo público y lo privado que se impulsa hasta un abismo. Que se pone a prueba sistemáticamente. 

Todas las criaturas lúgubres y luminosas de Akerman se definen, en cierto sentido, por su reacción ante esos límites sinuosos. 

El psicólogo que quiere recluirse en su palacio pudiente de la Quinta Avenida (o incluso, en el departamento al que huye en París, donde el martillazo de los obreros que trabajan afuera aplasta sus ritos refinados de cocina gourmet y música clásica). 

Los pacientes que se debaten entre abrir o cerrar la compuerta de sus traumas en la biblioteca de una terapeuta desconocida. 

Los habitantes de una manzana multicultural en Brooklyn que ocupan cada baldosa, desde los pibes que juegan a la pelota y las pibas que bailan hasta los viejos que se broncean bajo la luz de luna.

Toda tensión, todo enredo, está tramado por esa intersección que se plasma espacialmente (entre las clases sociales, los vecinos, los terapeutas y los pacientes, las madres y los hijos, los hombres y las mujeres). Si ese espectáculo de confusiones tiene un ángel guardián es el director Ernst Lubitsch, en especial su película El bazar de las sorpresas (de la cual también tomaría inspiración Nora Ephron para hacer Tienes un e-mail, tan solo dos años más tarde que Un diván en Nueva York). 

Igual que Lubitsch y Ephron, Akerman filma un enamoramiento construido sobre la base de confusiones; sobre los cimientos de trampas y ficciones que llevan a que los personajes vayan desnudando sus capas, abriéndose lentamente los unos a los otros. Por eso es particularmente conmovedora la escena de la terapia entre Harriston y Béatrice. Akerman filma sus interacciones sin interrupciones de montaje, tan solo usando el movimiento flotante de la cámara (desde el diván a la silla de la terapeuta) como el conducto para volver corpóreo un fenómeno imperceptible: el momento justo en que dos personas logran abrir un camino etéreo de conexión, un espacio de intimidad compartida.

Miracle Mile (1988), la película que cierra el ciclo de La Quimera, se presenta como si también danzara en ese terreno soñador de la comedia romántica. 

Chico conoce chica en un Museo de Historia Natural. 

Chico y chica se enamoran frente a una laguna negra de alquitrán. 

Chico y chica se ven amenazados por la sombra de algún obstáculo que podría separarlos: un ataque nuclear, para ser exacto. Una lluvia de misiles que caerá sobre Los Ángeles para lavar las pisadas de las estrellas en el pavimento, el fulgor de los carteles de neon y las cafeterías rimbombantes que permanecen abiertas para los sonámbulos de la ciudad.

Lo curioso, entonces, es cómo ese obstáculo perturbador desvía toda la película hacia una carretera alternativa: la zona apremiante del cine de catástrofes (con los personajes corriendo por sus vidas), pero también del thriller político alimentado con las ansiedades maniáticas de la Guerra Fría (las pesadillas colectivas con la bomba atómica y las conspiraciones sobre gobiernos que ocultan la verdad a sus ciudadanos). 

Apenas se contagia del caos, la película de Steve De Jarnatt asume la forma anárquica de un desvarío onírico. Es decir, los personajes intentan escapar de la ciudad, pero todos sus intentos, todas sus acciones y proyectos de supervivencia se desvanecen y se frustran constantemente; como si no tuvieran efecto en la realidad y las lógicas causales estuvieran vencidas por completo. Los espacios se suceden uno atrás de otro, los entornos cambian y los personajes continúan corriendo por las calles de un escenario apocalíptico donde ya no parece haber un orden posible.

Si hay algo sorprende, por sobre todas las cosas, es el abrazo reconciliador con esa destrucción inminente. El amor entre dos personas (esa llama que parece consumirlo todo y ocuparlo todo en la consciencia de la comedia romántica) acá queda reencuadrada, reescalada a la estatura de un microbio insignificante. A pesar de que los protagonistas se ven desbordados por su encuentro, esas emociones son apenas una nota-al-pie en la historia de la humanidad. Una existencia frágil y transitoria, como la de los huesos de dinosaurio que se exhiben en el museo. 

Cuando la película alcanza ese punto, De Jarnatt deja de construir el fin del mundo como una maquinaria para asustar niños. Lo expone como un espectáculo hipnótico. La aceptación de nuestra propia nimiedad, convertida en una secuencia hermosa de las cual no podemos quitar nuestros ojos.

Y así se despide La Quimera en el 2020.  

* La Quimera transmitirá las películas este sábado, entre las 15 y las 23 hs. Más información:  https://laquimera.wordpress.com/ 

El club de las bailarinas rotas

Los hijos de Isadora, la película de Damien Manivel premiada en el Festival de Locarno, es un retrato de precisión quirúrgica sobre cómo los cuerpos purgan un viejo trauma a través de la danza. Se ve en MUBI. 

Les Enfants d’Isadora (2019), Damien Manivel

Por Iván Zgaib

*Esta nota fue publicada el 25/09/2020 en La Nueva Mañana

Isadora Duncan, usualmente apodada la “madre de la danza moderna”, también fue la madre de una tragedia: dos hijos que se ahogaron en la primavera de 1913, cuando el auto en el que paseaban con su niñera salió disparado hacia la boca del Sena. Aplastada por el dolor, Isadora se encerró en su estudio. Se abrazó a sí misma. Buscó hacer posible lo imposible. Que su cuerpo paralizado por la angustia se moviera; que el gesto de sus brazos lanzados al vacío convirtieran el accidente en una manifestación de la belleza.

Su danza del duelo llevó el nombre de La madre, y los diarios que documentaron ese grito coreográfico son en el pozo ciego del cual sale Los hijos de Isadora, la nueva película de Damien Manivel. 

En ella, tres episodios consecutivos observan a distintas mujeres francesas. Cada una se conecta de maneras peculiares con el legado de Isadora, lo cual vuelve al film una ouija de conversaciones con muertos: las mujeres contemporáneas siguen los pases catárticos que ideó Isadora, mientras esa pieza coreográfica recuerda a la bailarina haciendo la despedida para sus hijos.

Todo eso (en definitiva, la crónica de los cuerpos actualizando un trauma) transcurre bajo la forma intimista de un diario. Entre escena y escena, las placas anuncian el paso de los días. El lapso de cada jornada retrata los rituales de ensayo que emprenden las protagonistas. En cierta manera, es una estructura espejada: hace eco del libro que lee una bailarina en el primer episodio, donde Isadora narra su proceso de duelo (que es, también, su proceso artístico).

Pero la forma narrativa coincide además con su materialidad. Manivel construye todo a partir de una observación enfermiza de los detalles mínimos, con una precisión casi quirúrgica: cada plano estudia el cuerpo y los gestos de las protagonistas, del mismo modo en que éstas estudian microscópicamente las palabras de Isadora y los dibujos que grafican sus movimientos. 

La composición de los planos, en especial durante el primer episodio, van focalizando la atención sobre fragmentos que luego se conectan. Primero puede ser el recorrido de la cámara sobre la hoja de un cuaderno desbordado de anotaciones. Luego, un deslizamiento que nos transporta desde las páginas jeroglíficas a las manos que las sostienen, mientras replican la purga corporal de Isadora. Y finalmente, un salto final: desde el encuadre parcial de las extremidades (manos y brazos acunando bebés fantasmas) hacia los rostros en trance de las bailarinas. Cada plano está allí por una razón; ese es el rigor formal de Manivel. Y cada elemento que se suma a la cadena visual representa un continuum afectivo: entre las escrituras de Isadora, el cuerpo de las bailarinas y sus gestos.

El episodio que oficia de apertura es curiosamente silente. La única voz que se escucha proviene de los diarios ultratumba de Isadora. Pero la atención de Manivel está lanzada exclusivamente al cuerpo de esa bailarina joven que estudia a una bailarina muerta. Su decisión radical pasa por depurar la narración de cualquier elemento excesivo, volviendo a la figura femenina el único móvil de expresión. Se trata de un acercamiento que en general cumple sus promesas, aunque por momentos tiñe a la película de cierta solemnidad clínica (sin contar la duda subyacente: ¿por qué importa seguir los ensayos de esta joven, de la cual conocemos muy poco?).

Pero los procedimientos del film se basan en movimientos delicados, casi secretos, cuyas recompensas se descubren con el transcurso de la experiencia completa. Aquel primer episodio signado por la introspección, por ejemplo, es luego resignificado por un segundo acto que comienza a abrir la observación hacia afuera. En este caso, se trata de dos mujeres que ensayan los pasos de Isadora, mientras sus coreografías se asemejan a un campo soleado donde ellas se sienten a gusto para conversar. Aquí, una danza que antes había sido presentada de manera ensimismada (Isadora ahuyentando sus miedos, la bailarina joven ensayando en soledad) se convierte en un vínculo, una proyección hacia fuera, con los otros. En una de las escenas, incluso, la joven confiesa que es la mirada del público la que funciona como un motor para potenciar su baile.

Y el poder de la audiencia cierra la película; es el centro vital del cual se alimenta el último episodio. Justo antes, cuando las mujeres del segundo acto presentan su coreografía, Manivel construye una transición hermosa: la cámara recorre con ternura el rostro atento de la audiencia, sin mostrarnos lo que sucede en el escenario (éste es el contra-plano a una escena anterior, cuando la bailarina observa las butacas vacías y vemos sus gestos soñadores, mientras imagina a sus espectadores del futuro). Así, la danza de Isadora revivida por las bailarinas se vuelve una ofrenda. Es un duelo sentido en el cuerpo danzante, ahora transferido al cuerpo expectante de una comunidad que observa.

Pero aquella transición (la que acaricia los rostros del público) termina registrando a una mujer cualquiera, una más entre el público que ovaciona a la bailarina. Repentinamente, esa señora asume el rol protagónico del episodio final: la vemos salir de la sala, caminar por las calles desiertas, comer spaghettis en un restaurante con carteles de neon resplandeciente. A su manera, la mujer es un doble espectral de la primer bailarina: silenciosa, meditativa, impenetrable. La única manera de acceder a ella es a través de su figura: el andar pesado, con su cuerpo macizo y roto, queda capturado en los planos extensos que la ven cruzar como sonámbula las calles en penumbras.

El cierre final es de una emoción descarnada que no merece revelarse. Lo que sí resulta atinado, quizás, es adelantar algo sobre su resonancia poética y dramática: cómo Isadora, su trauma, su duelo y su arte vuelven a hacerse presente en el cuerpo de una anciana desconocida, en un barrio de las afueras, más de cien años después que un chofer olvidara poner un freno de mano y el auto se desbarrancara con dos niños adentro. Cada momento de intimidad acuciante (un ensayo de baile, o una mujer levantándose del duelo) de repente traza un espacio compartido. Una comunidad oculta de corazones rotos, unida más allá del paso del tiempo. Todo, a través de un simple gesto: acunar al dolor y soltarlo, con los brazos abiertos. 

* Los hijos de Isadora puede verse en MUBI. 

Un abrazo de perfectos desconocidos: Festival de Cine en Mar del Plata

La nueva edición del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata congrega cinéfilos de todo el mundo en torno al conjuro colectivo del cine: películas de autores legitimados, nuevos realizadores escondidos y viejos directores de la historia del cine se proyectan sin interrupciones.

joan_of_arc_jeanne_stillJeanne (2019), Bruno Dumont

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada el 15/11/2019 en La Nueva Mañana

 

I.

Cientos de molinetes pequeños están girando con el aliento de la playa: juntos forman la figura de un lobo marino. Alrededor suyo circulan tropas de viejas vivaces, amantes que se roban folletines de películas, pandillas de chicos con zapatos relucientes que discuten febrilmente sobre cine en un acento americano, siempre dramático.

 El viento cambia, el cielo borrascoso despierta y se apaga, pero el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata sigue cobijando a sus fieles cinéfilos. Todos peregrinando de pantalla en pantalla, como si en cada función prendieran velas y rindieran culto a un gesto de amor en decadencia. El cine, conjurador de voluntades multitudinarias.

A cada hora se siente el roce accidental; algún espectador desconocido contiene suspiros desde la butaca contigua. En esta nueva congregación del Festival, el equipo tripulado por Cecilia Barrionuevo exhibe su destreza para sortear las mareas del mundo cinéfilo, conjugando una programación que incluye autores ya legitimados, nuevas obras escondidas  y otras viejas excavadas de la profunda historia del cine. 

Una de las primeras funciones trae Il traditore, el film más reciente del director italiano Marco Bellocchio. Se trata de una película sobre mafiosos que se despliega adecuadamente, aunque quizás de manera demasiado pulida e impersonal como para dejar una marca duradera en la filmografía de un realizador ya mítico. 

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Sus destellos de lucidez aparecen al filmar la desintegración de un clan de criminales desde un espectro emocional oscilante. Las escenas dentro de un juicio toman por momentos la forma de un circo absurdo: acusados que tienen ataques de epilepsia, que exigen su derecho a fumar por recomendación médica o que se desnudan mientras gritan histéricamente. Pero el humor extravagante también se empalma con un malestar latente. Antes que criminales apáticos, son familiares que observan cómo se prende fuego su red de códigos fraternos. Las discusiones entre matones gritones parece el tire y afloje de la cuerda emocional (de resentimientos y desilusiones) que tensa los dramas de divorcios.  

Más radical que la entrega de Bellocchio es Jeanne; una crónica deforme del juicio que empuja a Juana de Arco al conservadurismo recalcitrante de una hoguera. La heroína ha sido vampirizada incesantemente en las fauces de la cultura (por Bresson, Rivette y Besson en el cine; por Patti Smith, Madonna y los Smiths en el pop), pero pocas veces de una manera tan heterodoxa como lo hace aquí Bruno Dumont: el film es trágico y a la vez cómico; tiene como centro palpitante a Juana y además se fuga a los personajes marginales que rodean su cacería. 

Cada vez que la mirada se bifurca hacia aquellos clérigos, sus discusiones circulares y sus posiciones titubeantes exponen la cobardía de los hombres del poder. El contrapeso lo ofrece el rostro inmutable de una joven Juana: Dumont le dedica planos extensos donde ella sostiene la mirada, firme e inclaudicable. Esa operación formal (de una emoción arrolladora) vuelve palpable la resiliencia de la heroína, al mismo tiempo que la mitifica. Aquí y allá, el pulso visual de Dumont se confunde con la mirada del Dios que Juana escucha en su cabeza.

II.

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No paran de llegar noticias de Bolivia. Antes que empiece Venezia, Evo Morales denuncia el golpe de Estado. Antes que se proyecte O que arde, el presidente argentino repasa su ligero diccionario personal para nunca decir “golpe”. El mundo quema: a veces, encerrarse en una sala de cine puede parecer inútil.

Ninguna película del Festival de Mar del Plata conjuga de manera más elocuente aquella tensión que Just Don’t Think I’ll Scream, de Frank Beauvais: un ensayo tramado a base a planos de otras películas y a la voz del director, que relata su vida en un pueblo pequeño. La relación con su novio acaba de terminar y lo único que hace, aislado y solitario, es mirar cine: son las imágenes fragmentarias de esas mismas películas las que se apropian y reordenan dentro de su narración.

La reclusión del director entra en tensión con un mundo exterior convulsionado: multitudes que ocupan las calles para celebrar un partido de fútbol, otras que lo hacen para reclamar sus derechos y otras que huyen agobiadas de súbitos ataques terroristas. El mundo quema y Beauvais no hace más que ver películas: ¿es el cine, entonces, sólo un desfile de vanidades?

La clarividencia emotiva del film yace justamente en explicitar aquella tensión y en rebatir respuestas absolutas. Pero la conexión íntima de Beauvais con las películas devela otra cosa: una terapia de rehabilitación emocional que el director emprende con y gracias a los films. El cine lo acompaña, lo sostiene y lo recompone en un período de turbulencia. Cuando Beauvais está listo, vuelve a salir a ese mundo que lo espera. 

El cine restaura, produce, estremece las capas tectónicas de nuestro roce con el mundo. Es distanciamiento con la vida, pero también otra manera de volver a relacionarse con ella. Que Beauvais haya convertido aquella experiencia en una película duplica el cordón que une el cine y lo real: ha reorganizado las imágenes desperdigadas de distintas películas al ritmo de sus afectos. Ahora están a disposición de nosotros, en vínculo con otros. Centelleando en la pantalla de una sala repleta de perfectos desconocidos. 

Los argonautas en busca del semen perdido

high-life-review                                                             High Life (2018), Claire Denis

 

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada en la edición de septiembre de 2019 de La vida útil

 

 

I.

Un tipo moribundo apenas puede hilar palabras coherentes, pero su último deseo es que Juliette Binoche le chupe la pija. Lo dice naturalmente, como la espuma febril que burbujea en su boca. “Por favor”, ruega en voz temblorosa. Y ella le inyecta morfina con la ternura de una madre protectora. Por lo que sabemos, el sexo se volvió algo misterioso. No es cuestión de andar satisfaciendo deseos junto a otros. Si el personaje de Binoche persigue hombres, es para juntar semen y conservarlo en cubeteras a prueba de tormentas radioactivas. Si busca chicas, es para cuidar sus óvulos y fabricar bebés platinados que gateen por los túneles de la nave sombría. ¿Quién dijo que es fácil vivir en el espacio? Todo lo que sucedería más o menos espontáneamente en la Tierra acá debe organizarse con cautela. Una máquina de goce está encargada de chuparse los fluidos de cada tripulante. Acabar es como asistir a una sesión periódica en una cama de bronceado: solitario, burocrático, artificioso. Es el mismo esmero que debe reunir Monte para conservar sus plantas; un invernadero flotando en la inmensidad del espacio, donde juntar la primer cosecha de fresas es igual de difícil que engendrar una niña. Vivir cuesta trabajo.

II.

La claridad no es el principio gobernante en High Life. Sus primeros veinticinco minutos (quizás los mejores y más hipnóticos en una película que está llena de ellos) son completamente elusivos. Claire Denis nos suelta la mano en el espacio, sin instrucciones amables ni precisiones dramáticas que expliquen por qué esos personajes están suspendidos en la oscuridad del cosmos. Monte y su hija bebé Willow parecen vivir aislados dentro de una nave voladora. Realizan acciones tan rutinarias como regar el jardín, mirar videos azarosos que llegan desde la Tierra o enviar reportes sobre su bienestar a alguna persona desconocida, en algún rincón borroso del mundo. Por más sensación de aislamiento que propaguen aquellas escenas, el montaje las quiebra como una navaja atravesando sus entrañas. Hay imágenes granulosas de un pasado que sobrevienen de manera fragmentaria: una piedra ensangrentada cayendo por un pozo ciego, unos niños gringos correteando por el bosque embarrado. Y luego, algo distinto: imágenes luminosas de personas que aparecen repentinamente en los recovecos de la nave, como si observaran a Monte mientras le enseña a caminar a su hija; como si Monte no pudiera dejar de sentirse rodeado por aquellas figuras. Cada vez que irrumpen, el fluir narrativo se disloca de un salto. Pierde continuidad con cuerpos que van y vienen a la fuerza de un parpadeo. Sugiere un pasado irresuelto al verse poseído por una puesta en escena acechante. El solapamiento de tiempos que articula esta primera parte es pura forma cinematográfica: una evocación sin peso en las acciones dramáticas, sino en la articulación del espacio visual y las miradas que viajan desde el pasado al presente narrativo. Los tripulantes espectrales advierten sobre una tragedia reciente. El viaje inicia como si Monte y Willow habitaran una nave fantasma.

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III.

Los argonautas alguna vez estuvieron vivos. Sus escasos destellos en la Tierra recuerdan otra forma de existencia. Bosques salvajes que hacen ver el jardín espacial de Monte como un paisaje de juguete encerrado en una esfera cristalina. Pibes subidos a un tren, con las ráfagas de viento soplando sus cabellos, parecen estar a años luz del aire acondicionado que utiliza Binoche para refrescarse en los recovecos estrechos de la nave. Pero sobre todo, planos abiertos: planos abiertos de la naturaleza (o en su defecto, del mismo espacio) que contrastan con los pasillos asfixiantes recorridos por la cámara adentro del vuelo. Claire Denis filma los pasajes de la nave como si fuera una prisión amenazante, lo cual tiene sentido considerando que Monte y el resto de los tripulantes son criminales. Como lo hará saber una voz en off más adelante, los argonautas de High Life recibieron la oportunidad de cambiar su sentencia en la Tierra por ir al espacio para extraer energías alternativas de un agujero negro.

Hay algo de humor amargo en la mirada de Denis, ya que la amplitud infinita del espacio (con todas sus metáforas de “nuevos comienzos” y “posibilidades abiertas”) parece estar flotando sobre la cabeza de unas criaturas confundidas, que viven estancadas, sin un horizonte certero. Pero, incluso con sus brotes de violencia revulsiva, la película sostiene una forma de ternura oculta: Denis no juzga de manera definitiva ni castiga a los protagonistas. Por el contrario, los observa como parias que aún acarrean cierta angustia originada en la Tierra (la obsesión del personaje de Binoche son los bebés, el ejemplo más claro). A pesar de que la atención sobre nuestro planeta sea casi nula, una breve conversación entre un profesor y una joven expresa más que una pieza de información narrativa. Que los protagonistas sean utilizados como conejillos de indias (sin saber que el viaje está destinado a una muerte segura), sugiere que la violencia no se restringe al cuerpo singular de los criminales castigados, sino que también proviene de aquellos que ejercen los castigos.

Monte y sus compañeros han sido utilizados, engañados y tratados como desechos. El aura de pesimismo distópico que plaga toda la película, sin embargo, toma la forma de una constelación de dudas antes que de sentencias seguras. Si los grupos humanos han designado y castigado parias, si los marginados viven con las marcas de la violencia esperando señales humanas y si el horizonte futuro parece cada vez más comprimido, ¿cuáles son las posibilidades de continuar creando vida? La insistencia en las experimentaciones con la fertilidad y la caza de esperma es, a primera vista, un motivo clásico de la ciencia ficción que indaga sobre las posibilidades biológicas de extender la especie. Bajo el prisma perverso y decadente de Denis, la pregunta se tuerce: ¿cómo y para qué continuar la reproducción? O, en todo caso, ¿somos capaces de formar otras comunidades?

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IV.

Claire Denis va hasta el espacio para filmar lo irrepresentable. La excusa puede ser un agujero negro, pero la conmoción latente es por la condición humana, al estilo de los ejercicios formales de ciencia ficción de los 60 y 70 como Solaris 2001: A Space Odyssey. Aunque el sendero que marca Claire es singular; responde a un programa diferente. Lo que tejía una pesadumbre metafísica en Tarkovski o un mito de alcances cósmicos en Kubrick acá adquiere una atención más terrenal y primitiva. La tensión dramática pende de los cuerpos. En ellos, la promesa de procrear, de desear y de establecer vínculos con otros; pero también de destruir, de avasallar, de pasar por encima a los demás como si se tratara de tierras planetarias a ser colonizadas. Si High Life fuera espejo de Alien, las bestias depredadoras y los humanos se unirían en una misma imagen distorsionada: son fuerzas que conviven en la sangre caliente y en la carne palpitante de cualquier persona. No hay divisiones claras, sino distintas pulsiones en pugna: el deseo y la violencia, la vida y la muerte. Aún frente a un futuro lúgubre y devastador, cada cuerpo viene a ofrecer una vitalidad promisoria, así como una amenaza.

Las imágenes dirigidas hacia la visceralidad están lejos de ser azarosas: la cascada de leche cayendo de los pezones brillantes de Boyce; las entrañas abiertas en los brazos lastimados de Monte; los charcos de semen que se vierten sobre el suelo de la nave y resplandecen como las estrellas. Todas responden al registro de los cuerpos encendidos, rotos, calientes, gastados, aislados. La película existe por para la ebullición de esos cuerpos. Su puesta en escena orbita en torno a ellos de tal forma que prepara el terreno para una suerte de pornografía sideral. Lo que caracteriza al film es el nivel de detalle empleado para cartografiar las corporalidades, componiendo encuadres que las recorta, las acerca y las capta con cada uno de los surcos, los lunares y los estremecimientos que trazan su geografía.

La expresión más acabada de este acercamiento aparece en la escena donde el personaje de Binoche ingresa al cuarto del goce. Ahí, inmersa en las sombras, ella se retuerce sobre la pija plateada de un toro mecánico. Cuando la cámara la observa desde arriba, su rostro ido queda fuera de foco, como si estuviera en trance. Parece el ritual de una bruja invocando espíritus paganos. Entonces los planos se dedican a fragmentar su cuerpo: se deslizan sobre la piel, se detienen en una cicatriz deforme debajo del ombligo y en el roce danzante de su mano sobre el cuero del toro peludo. En determinados momentos, la proximidad es tan extrema que la imagen adquiere una cualidad táctil: nuestra visión deviene en el roce mismo, como si estuviéramos refregándonos contra el toro.

Esta escena, como muchas otras (la que registra un intento de violación, la que muestra una cabeza explotando por la presión atmosférica o simplemente las que capturan lagunas de semen, leche y sangre), poseen un grado de efectismo morboso. Algún que otro espectador podrá mirarlas y cuestionarlas por su violencia gratuita, por su desesperación forzosa para shockear. Pero lo cierto es que High Life no puede pensarse únicamente con el kit de herramientas vetustas como la economía dramática o la producción semántica de la puesta en escena. Las imágenes de los cuerpos de Denis deben medirse por su fuerza. Lo que cuenta es el modo en que la vibración de las figuras se expande como ondas eléctricas sobre la superficie visual de la película. Esa forma de convulsión desmedida hace a la mirada de Denis sobre el cine y sobre el mundo. Ella nos fuerza a pasar por High Life como si se tratara de una experiencia que cala hondo en nuestras entrañas. Hasta que se revuelvan.

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V.

Ser prisionero es una forma de estar en el mundo. Sin lugar adonde ir, sin posibilidad de estirar las piernas por fuera del mismo pasillo deprimente que recuerda cuán ceñidos se han vuelto los sueños. El futuro es un privilegio, igual que la libertad de los cuerpos para sentirse en movimiento. Cada noche antes de dormir, Monte y Willow miran pasar el universo entero frente a la ventana de su dormitorio, aunque ellos apenas pueden recorrerlo. Ahí, su paradoja: en la inmensidad del cosmos que parece no tener principio ni fin, la espacialidad es un bien escaso. Y el montaje de Denis recuerda algo más: que ante el movimiento trunco de los cuerpos acontece una temporalidad expandida. El tiempo de la narración está quebrado, deforme, lleno de grietas. Se ha vuelto inasible, a tal punto que por momentos es imposible identificar dónde se ubica el presente. ¿Es cuando Willow aprende a caminar? ¿O es cuando ve las manchas frescas de su primera menstruación?

Algo de eso recuerda Monte en una voz soñolienta: “al 99% de la velocidad de la luz”, dice, “todo el cielo convergió ante nuestros ojos. La sensación de retroceder a pesar de que avanzamos, de alejarnos de aquello a lo que nos acercamos. A veces ya no lo soportaba”. En las penumbras del espacio, la experiencia de los cuerpos ha mutado. Ahora solo queda el tiempo. Uno que no es lineal ni progresivo, sino superpuesto; se dispara en todas las direcciones como la vida flameante del sol. Las oscilaciones del montaje no responden entonces a una decisión narrativa hecha de flashbacks y flashforwards convencionales. Erigen otro pilar de la puesta en escena que insiste sobre el orden de la experiencia. Bajo esas condiciones, ¿cuánto puede un cuerpo?

VI.

Un haz de luz azulada invade la habitación mientras Juliette Binoche se escurre a hurtadillas. Se acerca a una chica dormida y le mueve la panza. La acaricia suavemente. La acurruca para que el esperma llegue a destino. “Crece, crece”, susurra como si cantara una canción de cuna. Y de repente, la imagen cambia. Las montañas naranjas y gaseosas del espacio se aparecen como si fueran una ecografía. Los cuerpos celestes se enlazan misteriosamente a los cuerpos gestantes.

Puede que Claire Denis haya viajado hasta el espacio para filmar agujeros negros, paisajes distópicos y residuos arcaicos de la implosión que originó el universo. Pero el misterio más grande para ella sigue siendo otro. No es más que un cuerpo, punzante y desechable. Capaz de crear y destruir otros.

A tiempos tiranos, amantes con calentura

El Cineclub La Quimera inició un nuevo ciclo llamado “Amantes por un día”: tres películas donde los enamorados se aferran a un deseo efímero y los directores luchan contra la tiranía del tiempo narrativo.  

vendredisoir01Vendredi Soir (2002), Claire Denis

 

Por Iván Zgaib

*Una versión de esta nota fue publicada el 10/09/2018 en La Nueva Mañana

 

El nuevo ciclo del Cineclub La Quimera tiene un título sencillo que parece explicarse a sí mismo: “Amantes por un día”, una colección de tres películas donde las historias románticas transcurren en apenas unas horas, tan fugazmente como las mareas se alzan y corroen la forma de las piedras arenosas. Pero la particularidad de esta programación no es simplemente el tema del amor o de los amantes irregulares, sino la atención que presta al tiempo en tanto sustancia de exploración cinematográfica. A la temporalidad causal que se impone con toda su tiranía, las películas le responden con desobediencia. La reconocen como una materia manipulable que van a intentar estirar y doblegar a su propio antojo.

En El buen amor, por ejemplo, el director español Francisco Regueiro sigue a José y Carmen, una pareja que viaja hacia la ciudad de Toledo: esa fuga aparece como un paréntesis. Un salto al abismo, más allá de la rutina acartonada. Lo que deviene es la necesidad de instalar un presente continuo que disuelva las obligaciones. Para los personajes, se trata de escapar a las presiones de sus familias. Para la película, consiste en responder a su propia configuración narrativa: atenta contra las lógicas del tiempo lineal, de acción-reacción y causa-consecuencia. La concatenación de las grandes acciones dramáticas queda desarticulada por una progresión errante, como si buscara emular el andar azaroso de sus protagonistas.

Considerando que la película fue lanzada en el ‘63, las operaciones formales que emplea están movilizadas por la actitud renovadora de las nuevas olas cinematográficas. Pero la lección que más claramente ha aprehendido Regueiro es la del neorrealismo italiano; una marca que se evidencia cuando abre los mecanismos ficcionales para dejarse desbordar por lo real. Nada expresa mejor aquel gesto que su afán por cristalizar un clima de deseo sexual contenido. En una de las escenas iniciales, el viaje en tren sirve como un espacio que es contemplado con curiosidad antropológica: los pasillos angostos crean un ambiente asfixiante, al mismo tiempo que los flujos de atracción sexual entre los protagonistas son montados en oposición a las miradas juzgadoras de los otros pasajeros. Se trata de un microcosmos donde el entorno social importa tanto como los dos amantes.

elbuenamor02El buen amor (1963), Francisco Regueiro

 

Más adelante, José le reprocha a Carmen que no se deja besar ni cuando están solos en Toledo, a donde habían viajado para expresar su amor libremente. Y Regueiro asume acá un lugar de registro que resulta fascinante: filma a los personajes desde el balcón del frente, generando una distancia enrarecida. Pero esa posición también expresa la presencia de una mirada omnipresente que espía a los amantes. El lugar de la cámara contradice las palabras del protagonista, sugiriendo que en realidad no están solos; que aun habiendo huído de su ciudad, la mirada que pesa sobre ellos está en todas partes. Es de orden social y compone el espectro de un país que ha sido aplastado bajo la sombra conservadora del franquismo.

La verborragia que tienen los amantes en El buen amor encuentra su opuesto en Vendredi Soir, la película más enigmática del ciclo. Ahí, Claire Denis casi se despoja de los diálogos para componer con sensibilidad y precisión una situación mínima: Laure intenta llegar a la casa de sus amigos cuando queda varada en las calles de París por un embotellamiento. La chica está a punto de mudarse con su pareja, pero no tenemos mucha información al respecto; apenas una comunicación breve por teléfono insinúa que ella no termina de aceptar la idea. Y el centro dramático del film se tuerce después de que Laure decide levantar a un hombre misterioso en su auto.  

Pero incluso cuando los dos llegan a tener sexo, la película no va a preocuparse por ahondar en las repercusiones: no habrá crisis existenciales verbalizadas ni preguntas sobre qué decisión tomará la chica con respecto a su pareja. Los planes de la protagonista se esfuman, porque el amor sobrevuela en forma de tiempo suspendido. Lo que parece guiar a la directora es una aproximación lírica que se desliza sobre los detalles: todo lo que importa es el encuentro entre los amantes, narrado exclusivamente a través de sus cuerpos. La transformación de Laure se evidencia en el estremecimiento de su pecho o en la sonrisa luminosa que ralentiza el montaje.

Algo de eso se expresa en una escena adentro del auto, donde Denis casi no usa planos abiertos para mostrar a los amantes en conjunto. Esta modalidad es peculiar porque el punto de percepción se apega encima de los cuerpos: los ojos adormecidos de Laure, las manos peludas del hombre que abre su camisa y se frota el pecho, los suspiros de ambos que resuenan como si soltaran el aire sobre nuestros oídos. Los personajes acaban de conocerse y casi no hablan, pero Denis construye una sensación de intimidad extrema que sobreviene repentinamente.

El nivel de detalle que aparece en aquellos planos es una huella propia de Vendredi Soir; los gestos y las miradas transmutan en una suerte de imán visual. Son elementos fragmentados por la cámara y enlazados a través del montaje. Todo se compone como una coreografía corporal donde el deseo se va destrabando para alcanzar su punto de fuga.

theclock01The Clock (1945), Vincente Minnelli

 

Aquella experimentación moderna termina de contrastar con The Clock, el film que cierra el ciclo. Profundamente clásica, la película de Vincente Minnelli señala una etapa del cine donde la narración respondía a los parámetros de claridad. La dirección delicada, sin embargo, la carga de una belleza genuina: los planos se extienden de manera inusual para Hollywood y reúnen a sus estrellas en la misma imagen. Judy Garland y Robert Walker interpretan a una pareja que se conoce por accidente y explicitan la pregunta silenciada en Vendredi Soir: ¿pueden dos personas enamorarse en apenas un día?

El conflicto que va marcando la pulsión del film tiene que ver con aquella pregunta. Si el sentimiento es real, los personajes van a buscar extenderlo más allá del presente; proyectar el amor accidental y azaroso hacia el futuro. Esa necesidad revela una inocencia encantadora: los protagonistas son tan tímidos y sinceros que su creencia en el amor se vuelve repentinamente verdadera. Incluso la ciudad de Nueva York, que en un comienzo es filmada de manera amenazante, se muestra bajo esa óptica esperanzadora. El personaje del lechero, su esposa, un hombre en el bar y hasta los policías forman una red de personajes que se ayudan entre sí. El ilusionismo de Minnelli lanza un conjuro. Se presenta bajo la forma de una creencia enternecedora, tanto en las relaciones humanas como en la capacidad creadora de las películas.

Y la última parte de este film podría servir de imagen para todo el ciclo: un par de amantes corren de un lado a otro para resguardar su amor, mientras la figura de un reloj se sobreimprime en sus rostros. Los enamorados de Minnelli luchan contra el tiempo opresor, que amenaza con resquebrajar sus sueños. Esa es, en algún punto, la misma batalla del cine.

 

 

* El ciclo continuará los jueves 13 y 27 de septiembre, 20:30 hs en Pasaje Escuti 915. Entrada a la gorra.

Chicos cool juegan a enfrentar el capitalismo («Nocturama»)

Esta semana, el Cineclub Municipal estrena Nocturama, filme francés enfocado en un grupo de jóvenes que quiere atentar contra el capitalismo. A la vez fascinante y superficial, la película de Bertrand Bonello abre preguntas acerca de las dificultades del cine para imaginar vías de escape a un capitalismo global que parece inmiscuirse en cada rincón de lo cotidiano.

nocturama_05Nocturama (2016), de Bertrand Bonello

por Iván Zgaib

*Esta nota fue publicada originalmente el 29/06/2017 en Hoy Día Córdoba

 

París no va a ser la postal que solemos ver en el cine. No va a ser la ciudad mágica, con los paseos a orillas del río Sena ni el resplandor de las luces cayendo sobre el rostro de algún enamorado. En Nocturama, el nuevo filme de Bertrand Bonello, la fantasía acerca de la ciudad parisina es deconstruida hasta convertirla en un nido de pesadillas: la imagen inicial que se toma desde un helicóptero, abre el encuadre cada vez más hasta capturar la trama urbana en toda su imponencia. Es una magnitud subrayada que se completa cuando la película comienza a mirar a sus anti-héroes, unos jóvenes que parecen cada vez más diminutos en una ciudad encarnada a imagen y semejanza del capitalismo.

 Sobre ese escenario, el comienzo de Nocturama crea una narración elíptica con texturas oscuras y misteriosas: los protagonistas que se mueven entre distintos puntos de la ciudad sin que sepamos bien a dónde, los pasadizos de un subte que se envuelven en sombras y zumbidos embotellados, los alaridos secos de vehículos y bocinazos que suenan en cada calle. El director sostiene los primeros treinta minutos de película mediante una aproximación formal que compone el universo espacial de París y la relación ambigua entre sus personajes. Pronto descubriremos que estos jóvenes se conocen, están organizados y tienen un plan secreto, ¿pero qué van a hacer?

Nocturama es un filme peculiar por los modos en que (a veces explícitamente y otras veces no) remite al presente histórico. En su primera mitad se sugieren algunos rastros de la crisis económica mundial más reciente, mostrando jóvenes que no tienen futuro ni trabajo y multinacionales que despiden masivamente a sus trabajadores. Y aparece, además, la omnipresencia del terrorismo, un aspecto casi cotidiano en la vida de quienes habitan las grandes ciudades europeas: desde su estreno en Francia en el mes de julio de 2016, a Nocturama le siguieron al menos once atentados en Europa que hacen eco del espíritu epocal que representa. En el caso de este filme, el descontento social se materializa con los protagonistas que deciden explotar bombas en monumentos y zonas emblemáticas de París, como un intento de hacerle frente al capitalismo.

 Cuando la ciudad se prende fuego, Bonello decide jugar con una paradoja tan obvia como ridícula: los rebeldes anti-sistema deciden que el único lugar donde pueden esconderse durante la noche es un shopping. Ahí surgen algunos hallazgos, como los continuos juegos y cambios de perspectiva, que mutan desde un montaje paralelo hacia el registro de una cámara de seguridad que registra (¿vigila?) sin cortes las acciones de cada personaje.  O el pasaje donde la cámara sigue a uno de los chicos hasta que se ve enfrentado con un maniquí que reproduce su apariencia: remera azul de Nike y zapatillas que le hacen juego.

 Este solo momento es un gran ejemplo de lo fascinante que puede llegar a ser Nocturama cuando Bonello trabaja el poder de las imágenes para sugerir y hacer preguntas: ¿cuáles son las posibilidades de forjar una identidad propia en un sistema que (aun rechazándolo) nos bombardea de imágenes-mercancía y deseos estandarizados? Pero hay otra pregunta clave que aparece en Nocturama, o al menos una discusión necesaria que se desprende de la película: ¿qué tanto podemos imaginar formas de enfrentar este sistema capitalista que lo acapara todo? Y es ahí donde el filme de Bonello suele hundirse en una mirada política torpe y vacía.

Las escenas en el shopping se vuelven claves ya que terminan de abandonar la naturaleza evocativa de la primera mitad de la película y descienden hasta dejar en evidencia la falta de ideas que Bonello esconde detrás de sus habilidades estéticas. Así, el desarrollo narrativo expone la superficialidad con que están concebidos los protagonistas: “después de este atentado nada va a ser lo mismo”, dice uno de ellos mientras sus compañeros se pasean por el shopping desierto, juegan con autos a control remoto y se prueban vestimentas de última moda. En una de las decisiones narrativas más irritantes, uno de los rebeldes deja entrar al shopping a dos mendigos como un acto de caridad que (posteriormente) va a costarles la vida.

Qué va a cambiar con el accionar “político” de los protagonistas, parece ser una pregunta que nunca habita la película. La construcción de los personajes queda tan desdibujada que terminan reducidos a la figura de marginales cool; unos “rebeldes sin causa” en el peor de los sentidos que puede adoptar esa etiqueta. Y Nocturama, en el trayecto, llega a mimetizarse con las ideas frívolas de sus criaturas. Es la revolución hípster en bajas calorías.