¡Liberen las películas! Sueños, sangre y ternura con Tarantino

Quentin Tarantino renace: más calmo en su tono, más digresivo en su narración, más emotivo con sus personajes. Había una vez en Hollywood es su manifiesto sobre la fuerza del cine para forjar sueños, incluso cuando las tragedias humanas sugieran lo contrario.

Brad Pitt - Once Upon a TimeOnce Upon a Time in Hollywood (2019), Quentin Tarantino

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada  el 30/08/2019 en La Nueva Mañana

 

Le robó la voz a su actriz, torció la historia estadounidense y ensució el recuerdo angelical de Bruce Lee y muchos más héroes. ¡Sacrilegio! Ese es Quentin Tarantino enfrentando acusaciones en 2019: algo irreverente y algo soberbio, como un rockstar sin dormir que sale de gira con su novena película y amenaza con renunciar a los escenarios en cualquier momento. 

Pero igual que toda estrella de la vieja escuela, acumula groupies. Hordas de seguidores dispuestos a quitarse los calzones percudidos y tirarlos hacia la pantalla cada vez que los estremezca un movimiento sensual de cámara o una línea de diálogo punzante. Quentin es, por eso, una rara avis, una gran bestia pop en peligro de extinción. Quizás, el único cineasta que logra pilotear lo vientos del zeitgeist cultural sin discriminación alguna. Reúne a las masas, los críticos, los publicistas, los festivales, el streaming y la historia del cine en un mismo viaje.

Con el arribo cósmico de Había una vez en Hollywood, Quentin parece compartir la lectura de varios predicadores que llenan las filas del oficialismo y de la oposición tarantinesca: que cada pieza de su carrera se había acomodado, quizás sin saberlo, para este momento. Que ésta es la culminación del destino, una suerte de síntesis mesiánica donde confluyen Pulp Fiction, Bastardos sin gloria y todas sus películas. 

¿Pero es así exactamente? Incluso si el nuevo film de Tarantino exhibe su oda usual a los géneros clásicos, su recuperación de la historia estadounidense (como en Django o Los ocho más odiados), su violencia sádica y sus diálogos destinados a las remeras universitarias o imanes de heladera, algo ha mutado. La primer señal será que en Había una vez en Hollywood llegan a pasar 20, 40 o 60 minutos y resulta difícil saber dónde desembocará la historia. No hay un drama causal que otorgue certezas a quien la mira.

Quizás se trate, en parte, del espíritu terrenal que sostiene la película. Sus dos horas y cuarenta minutos no hacen más que seguir la vida ordinaria de personas involucradas en el mundo poco ordinario de hacer películas durante el verano del ‘69: Rick (Leonardo Dicaprio, histérico y hermoso), un actor en descenso que lucha por aferrarse a la relevancia en Hollywood; Sharon (Margot Robbie, dulce y hermosa), una actriz que se codea con los chicos cool de la industria en las fiestas pomposas de la Mansión Playboy; y Cliff (Brad Pitt, simplemente hermoso), un doble de acción que cruza miradas con una hippie del club de los Manson.

Desde las colinas soleadas de Hollywood, Tarantino encuentra un tono suave y de perfil bajo. Está a años luz de los gestos exagerados y grandilocuentes que plagan toda su obra (como las lagunas de venganza sangrienta que decoran los paisajes en Kill Bill  o en Perros de la calle). Acá se toma su tiempo. No apresura el relato, no interrumpe el presente narrativo (apenas algunos momentos paródicos que parecen forzados) y compone escenas extensas, donde lo que prima es la acumulación de detalles para dar cuerpo a ese universo.

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Junto a esa estructura deforme y digresiva, el director despliega una puesta en escena cuidada, digna de contagiar suspiros. La creación de un espacio cinematográfico cohesivo es probablemente el aspecto formal más admirable, como puede verse en una escena que empieza con Rick (solo, borracho y deprimido) en su casa y termina con la cámara saltando el techo hacia la mansión vecina, donde Sharon y su novio se visten para ir a una fiesta. 

Los vecinos casi no se cruzan pero el director los une a partir de ese gesto plástico. De un modo semejante al que empleaba Jacques Tati para reencuadrar a los ciudadanos anquilosados de las ciudades modernas, Tarantino utiliza la puesta en escena para cristalizar los pequeños mundos que coexisten dentro de su fauna hollywoodense. Ahí, un actor al borde del ataque de nervios sueña con tener la vida de su vecina. Sueña con conocer a esas personas exitosas, con decirles “buenos días” en las mañanas frescas y con compartir los atardeceres al lado de sus piletas cristalinas. 

Hay algo extremadamente dulce y melancólico detrás de ese anhelo. Y Había una vez en Hollywood es todo lo tierna que puede llegar a ser una película que termina con una pelea sádica y sangrienta, y es sorpresivamente emotiva para los guiños más irónicos a los que acostumbra Tarantino. Algo así se materializa en la escena donde Sharon va al cine a mirar una comedia en la que actúa. El único punto ahí es capturar el placer hipnotizante de su rostro mientras ve cómo el público se divierte con su película.

Tal vez Tarantino insista demasiado en esa belleza inmaculada de Sharon (en oposición al peligro que destilan las chicas hippies y liberadas), pero su inocencia es el pilar sobre el cual se erige la película. El director juega con un suspenso construido por fuera del film: el hecho de que la protagonista existió en la vida real y que ese mismo año murió asesinada por la banda de Manson. Sobre el final, un giro inesperado es utilizado para quebrar esas expectativas.

Si gran parte de la obra de Tarantino estuvo dirigida a reescribir la historia del cine, Había una vez en Hollywood puede pensarse como una reescritura de la historia americana. Pero el film no expresa nada muy profundo sobre Estados Unidos (de hecho, sus personajes hippies no pueden usarse de parábola para pensar todo el movimiento contracultural porque se circunscriben sólo al círculo de Manson). La paradoja es que esa reescritura de la historia no hace otra cosa que sellar la visión tarantinesca del cine: un espacio autónomo y con leyes propias, donde los hechos de la vida real pueden corregirse. 

El último chispazo de Quentin es, por eso, un manifiesto sobre los sueños. Sobre un actor desesperado que fantasea con hacer películas. Pero por sobre todas las cosas, sobre la fuerza del cine para forjar fantasías y arrebatarle las tragedias al mundo.

 ¿Qué puede hacer una película según Tarantino? Regalarnos otro final posible, donde la inocencia de Sharon siga encendida. 

Campamento de boy scouts y represores

El hijo del cazador, la película co-dirigida por Germán Scelso y Federico Robles, concibe un retrato incómodo del hijo de un represor militar. Se ve hasta el miércoles en el Cineclub Municipal.

AFICHE-HDC_retocadoEl hijo del cazador (2018), Federico Robles & Germán Scelso

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada  el 31/05/2019 en La Nueva Mañana

 

Luis Quijano sueña con ver a Cristina Fernández colgada de una soga, pero cree que debe contenerse. “No puedo pensar eso”, dice. “Tengo que hacer un esfuerzo para no pensar así”, y mira a cámara sin parpadear. Para él, es otra manera de decir que no puede ser como su viejo. “No puedo ser un sádico”, piensa. Y su voz no tambalea. Incluso cuando describe cómo el padre le enseñaba a cazar montoneros, las palabras suenan igual que un susurro de cascabel.

Las emociones encontradas forman un estado permanente en El hijo del cazador. De hecho, Federico Robles y Germán Scelso dirigen así; desde un lugar que está corrido de la comodidad, pero no exento de tropiezos. Quijano participó de las cacerías represoras de su padre cuando era adolescente durante la dictadura y luego hizo la denuncia. ¿Cómo se filma a un personaje de este tipo?

La primer particularidad del film es la elección por mirar a ese hombre. A contracorriente de las líneas más exploradas en el cine argentino sobre la dictadura, los protagonistas acá no son desaparecidos, militantes sobrevivientes ni familiares de las víctimas (un rasgo que puede verse en películas tan disímiles como Los rubios de Albertina Carri, La noche de los lápices de Héctor Olivera, Buen Pastor: una fuga de mujeres de Lucía Torres y Matías Herrera Córdoba e incluso La sensibilidad del mismo Germán Scelso). En esta película, la atención está dedicada a un tipo que creció reprimiento junto a un represor, del mismo modo en que algunos chicos abandonan la infancia jugando al fútbol o pescando con sus padres los primeros domingos de primavera.

Otro rasgo llamativo: el modo de mirar a ese protagonista no se construye sobre denuncias ni bajadas de línea, lo cual no quiere decir que haya una exaltación de su figura. Tampoco se trata de una vaga neutralidad. Por el contrario, el retrato se compone desde el desconcierto: oscila con asombro ante la imposibilidad de encasillar a un tipo que denuncia la violencia al mismo tiempo que la encarna en su historia y su discurso.

hijo del cazador 8

El procedimiento narrativo se sostiene sobre aquella incongruencia. Quijano recorre La Perla y recuerda el olor de los cadáveres con la tranquilidad de un guía que acompaña turistas por Disneylandia. Pero el mismo hombre inmutable luego aparece quebrado; sus ojos bañados en lágrimas mientras sigue el juicio a los militares desde una plaza repleta. Cuando habla a cámara, su cuerpo se ve tosco: la cabeza filosa como los costados de un cuadrado, la espalda ancha como la de un rugbier. Y en otros momentos se lo descubre delicado: abraza a su esposa con el cariño de un novio primerizo o acaricia las heridas deformes de su gato con tres patas.

El hijo del cazador encuentra sus mayores aciertos cuando logra sostener ese balance; el de una mirada que se desconcierta y duda de lo que ve (¿duda de sí misma?). Pero también están los momentos en que exhibe sus rasgaduras, como cuando contradice aquella apuesta: las imágenes del protagonista cuidando sus animales, por ejemplo, son clausuradas con la interpretación de la esposa (que fija sentidos al respecto en vez de confiar en la lectura de los espectadores, a la cual apela el film constantemente).

Una escena sobre el final, quizás la más controvertida, abre preguntas diferentes: el mismo hombre que denunció a su padre reivindica la teoría de los dos demonios mirando directo a nuestros ojos, con la cámara ensimismada. Se trata de un discurso peligroso que merece, al menos, cierta duda. El hecho de que aparezca sobre el final, prácticamente desligado de contextualización y registrado del mismo modo que los otros momentos asienta la película en un terreno pantanoso.

Esto no supone necesariamente que el discurso no debería tener lugar: en el cine, siempre es una cuestión de cómo filmar, qué lugar darle al material en el montaje, cuáles son los límites éticos de esa mirada. Y en ese punto, El hijo del cazador aparece como un objeto complejo semejante a su protagonista. Está llena de riesgos (muchos de ellos bienvenidos), con los hallazgos y peligros que eso implica.

Los amantes apocalípticos vuelven al futuro

El Cineclub La Quimera arrancó su nueva temporada con Machine gun or typewriter?, el film de Travis Wilkerson que observa una relación amorosa marcada por la historia de una ciudad. La aproximación ensayística abre preguntas sobre las posibilidades políticas del cine en la actualidad.

samopal-nebo-psaci-strojMachine gun or typewriter?  (2015), Travis Wilkerson

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada el 22/03/2019 en La Nueva Mañana

 

La voz rasposa de Travis Wilkerson se está escurriendo por un canal de radio pirata. Su entonación hace cuerpo dos gestos que a primera vista parecerían ir en direcciones opuestas. Nos susurra al oído con la promesa de una comunión esperanzadora (después de todo, quizás podamos fundar una comunidad o una pareja transformadora), y al mismo tiempo arrastra sus palabras con un andar adormecido, digno de alguien que ya no cree que pueda cambiar la sociedad. El nihilismo que se apodera de la voz detectivesca en los policiales negros acá entra en tensión con una pregunta por la utopía: bajo las sombras de un siglo XXI escéptico donde parece no haber salida al capitalismo, ¿es posible cambiar el mundo con las ideas? ¿pueden rebelarse los ciudadanos? Y finalmente, ¿le queda al cine algún potencial político?

Machine gun or typewriter? (en español, ¿Ametralladora o máquina de escribir?) es la película inquietante de Travis Wilkerson que abrió la nueva temporada del Cineclub La Quimera. Como una suerte de encantamiento que obliga a sostener la mirada y la escucha, la voz del director guía este ensayo ficcional que se construye al estilo de un romanticismo dislocado. Hay un tipo que relata su historia de amor desde una radio clandestina, con la esperanza de alcanzar el oído de la amante que se borró de la ciudad, como si nunca hubiera existido. Pero el encuentro inicial entre esos dos personajes (que se conocen mientras pasean por la ciudad de Los Ángeles) invierte el modelo de los enamorados que logran detener el tiempo con su deseo apabullante. El film de Wilkerson corre la cara y pone la otra mejilla; hace lucir aquello que parece quedar fuera de campo en películas como Antes del amanecer de Linklater o El reloj de Minnelli. No hay burbuja hermética que haga de refugio para los amantes, porque éstos son lanzados fuera de sí y confrontados con la historia de la ciudad que los rodea. La intimidad cobijada es desbordada por lo público.

Mientras la voz en off de Wilkerson narra las andanzas amorosas, los planos estáticos se detienen en rincones dispersos de la ciudad: un bar lleno de libros que nadie lee o el edificio de un diario que arroja sombras sobre el municipio. En cada parada, los protagonistas recuerdan una historia pasada de Los Ángeles, como la bomba que se detonó en el centro y por la cual culparon a los sindicatos, o la patota de 500 gringos que torturó y linchó a 18 inmigrantes en el Barrio Chino. “Y así, la violencia quedó inscripta en los cimientos de la ciudad”, dice el narrador con una voz de pozo de alcantarilla. Para ese momento, la manera en que la composición visual y el montaje se disparan sobre los espacios vacíos, prácticamente sin presencia humana, acapara la atención sobre viejas construcciones arquitectónicas; le atribuyen protagonismo y visibilidad. Devuelven cierta curiosidad para recordar que la organización espacial de una ciudad incide en la organización social de los vínculos, así como la organización sensible de los sonidos y las imágenes incide sobre la mirada política que ofrece una película.

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Todos los edificios emblemáticos que aparecen en los folletines turísticos y todas las calles que cruzan cada día los ciudadanos se convierten entonces en espacios dignos de ser redescubiertos. Lo de Wilkerson es un ejercicio de memoria, en el que una narración ficcional (la de los enamorados) parece apenas un disparador para articularse con registros documentales que insisten en volver al pasado, en recuperar la historia de una ciudad como una zona misteriosa donde aparecen síntomas de las rebeliones truncas del presente. En ese sentido, el director filma el espacio urbano al modo de un laberinto a ser recorrido, pero también concibe el tiempo como un territorio con senderos olvidados que es necesario transitar. Un pasaje dedicado enteramente a un cementerio de judíos pobres, donde las imágenes se detienen en lápidas viejas con fotos reventadas de los fallecidos, expresa de manera más extrema aquella búsqueda: escarbar hasta en las tumbas, correr las telarañas para que se vean las inscripciones y no se olviden las luchas de poder entre clases dominantes y dominadas. El pasado no se clausura.

Tarea inusual la de Wilkerson, que está obsesionado con explorar la temporalidad por fuera del presentismo deshistorizado y del pasado como fuente nostálgica (lo hace en este film, pero también en el resto de su filmografía, como An injury to one o la más reciente, Did you wonder who fired the gun?). Por eso, su trabajo lleva una marca peculiar también compartida con otros artistas contemporáneos que investigan la temporalidad en formas semejantes, como Chris Marker y Peter Watkins en el cine, e incluso figuras de otras disciplinas artísticas como Voluspa Jarpa, Santiago Porter y Bleda y Rosa. En el film de Wilkerson, lo que aparece de manera más opaca es la idea de futuro como horizonte de la transformación utópica: mientras la relación de los personajes se va resquebrajando por sus distintas visiones políticas, la película asume esa tensión con respecto a sí misma. Dónde empiezan y dónde terminan los límites políticos del cine en un sistema que, desde Margaret Thatcher hasta los nuevos bufones del poder, insiste: “no hay otro camino”.

Wilkerson, que le debe mucho al cine político de los ’60, sabe que su tiempo es otro, donde las visiones utópicas se han dirimido, pero eso no implica resignarse. El cine puede seguir aportando formas plásticas que reelaboren la mirada sobre el mundo, puntos de vistas nuevos que al menos instalen la pregunta antes de asumir la derrota. El carácter abierto de esta película, y en general de su obra entera, se sostiene más sobre esa tensión que sobre afirmaciones conclusivas. “Las problemáticas del optimismo y del pesimismo son temas que nunca he podido resolver en mi trabajo”, dijo recientemente en una entrevista, “(…) también pienso que encontrar optimismo dentro de la realidad es un objetivo tan hermoso que no he logrado y que quisiera lograr. Entonces, es uno de los vacíos más grandes: ¿cómo puedo producir una película que sea sobria, rigurosa, seria y crítica, pero que de alguna manera lleve a la gente a una conclusión, que los dirija de una forma que les permita empezar a pensar que existen otras posibilidades?”. Mientras tanto, los caminos siguen abiertos para las exploraciones de Wilkerson. El viajero que se lanza al pasado, para volver al futuro.

 

 

 

* La Quimera continuará su programación con un ciclo de películas sobre linchamientos. Todos los jueves a las 20:30 hs en el Teatro La Luna (Pasaje Escuti 915). Contribución voluntaria.

La nostalgia de ver París dada vuelta

En el intenso ahora es el nuevo film del director brasilero João Moreira Salles: un ensayo sobre el Mayo Francés y la utopía revolucionaria hecho a base de materiales de archivo, donde el realizador reflexiona sobre la naturaleza política de las imágenes. Se ve hasta el miércoles en el Cineclub Municipal.

intensoagora1No intenso agora (2017), João Moreira Salles

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada originalmente el 23/07/2018 en La Nueva Mañana

 

 1. Niños ricos

Mi amigo dice que ya no va a poder mirar En el intenso ahora sin pensar que fue hecha por un billonario. Él esperaba la película hacía tiempo, pero le acabo de contar este dato que parece hacerle ruido: João Moreira Salles es heredero de una familia de banqueros brasileños. Si uno googlea su nombre, los primeros dos resultados serán biografías que lo catalogan como uno de los cineastas más importantes de Brasil, mientras que el tercer link llevará a un ranking mundial de empresarios hecho por Forbes ¿Importa realmente aquella información para apreciar o dejar de apreciar una película? En el caso del nuevo film de Salles, quizás resulte incómodo ver un documental sobre la utopía revolucionaria que fue dirigido por un tipo lleno de plata. Pero su filmografía, lejos de confirmar aquel prejuicio, no deja de mostrar una hazaña fascinante: las tensiones de clase no permanecen ocultas ni adormecidas, sino que se incorporan hacia el interior de las imágenes. Se piensan y se exponen, sin vuelta atrás.

2. No siempre sabemos lo que estamos filmando

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Sobre el final de Santiago, la película anterior de Salles, hay un pasaje maravilloso. Después de haber filmado durante semanas al hombre que trabajó como mayordomo de su familia, el director repite las imágenes y reflexiona en voz alta: la distancia de la cámara, que dejaba al protagonista sobre el fondo de los planos, no era una simple decisión estética. Ahí había, como un desliz inconsciente que lograba filtrarse en la cámara, un cortocircuito abriendo vacíos en la imagen. Lo que Salles intentaba volver consciente era una relación de poder inquebrantable entre el sujeto que filma y el sujeto filmado, entre el niño rico y su mayordomo. Es un gesto que se repite al comienzo de En el intenso ahora, cuando revisa un video casero de una bebé que da sus primeros pasos en la calle. Pero la voz del director, que suena por encima de las imágenes, llama la atención sobre la figura marginal de la niñera; primero camina junto a la nena y la madre y después queda a un costado hasta desaparecer entre la multitud, como si no tuviera nada que ver con aquella familia. Sin quererlo, la cámara ha elaborado plásticamente una zona oscura que encierra aquellas relaciones; entre la afectividad y el trabajo, entre una nena que camina sin conocer mucho el mundo y la desigualdad social que ya la está rodeando.

3. Bajo los adoquines, la playa

En el intenso ahora no es sólo una película sobre el Mayo Francés, la China comunista y la utopía revolucionaria. Es también un ejercicio de reflexión acerca de la naturaleza de las imágenes. Todos los materiales que llegan a la pantalla corresponden a videos de otra época que el director desentierra con cariño. Pero los archivos de noticieros, videos caseros y películas olvidadas no sirven para ilustrar acontecimientos históricos, como ocurriría en cualquier documental clásico. El procedimiento que pone en juego Salles entiende aquellas imágenes como organismos vivos que respiran: ellas mismas, en su configuración aparentemente azarosa, nos hablan de su dimensión política. 

Un registro que podría servir sólo para mostrar el apoyo de los estudiantes a los obreros adquiere sentidos más profundos. La voz en off de Salles insiste sobre la distancia y la altura entre los dos grupos. Mientras la cámara filma desde abajo donde están los universitarios, los obreros permanecen arriba, en el balcón de un edificio. Nunca se ubican en el mismo nivel ni en el mismo plano; están separados, como si la diferencia de sus realidades y la desconfianza fuera palpable, aunque los discursos digan lo contrario. Es a través de aquellos procedimientos que Salles observa cómo los modos de estar con los otros se hacen imagen: se materializan de forma imprevista en un juego de disposiciones espaciales, movimientos, proximidades y alejamientos. Si muchas veces se hace referencia a la capacidad del cine de visibilizar o asumir distintos puntos de vista, En el intenso ahora vendría a proponer otra alternativa. Los archivos recuperados, filmados por otros, encontrados por una investigación o por accidente, también proponen una manera de organizar sensiblemente una comunidad.

4. Fuimos jóvenes y felices

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Salles desentierra las imágenes; les quita las telarañas para mostrarnos que están vivas, que hablan. Esa es la organización de lo sensible que se ubica en el corazón de la película. El mismo Mayo Francés y la China comunista, con todos sus matices, aparecen como una ruptura del orden perceptible establecido. Por un tiempo acotado se abre el horizonte hacia algo que antes parecía imposible. Y gran parte de la película está sostenida sobre esa idea del tiempo: la intensidad, la juventud, el presente que arde ante la aparición de lo impensable, lo innombrable, lo que se presenta con la fugacidad luminosa de un relámpago. Cuando Salles interrumpe la temporalidad de las imágenes no hace otra cosa que jugar sobre aquella noción. Entonces los rostros jóvenes que nunca van a ser los mismos se congelan. Los cuerpos llenos de vida se desaceleran para extender visualmente un instante de vida, de posibilidad y resistencia. Un pibe tirando una piedra en la ciudad de París se repite en cámara lenta. El movimiento de ese cuerpo intervenido por el montaje hace presente una memoria de la transformación política. Salles comprende, en cada uno de sus gestos conmovedores, que el cine también puede participar para desorganizar la percepción y proponer nuevas formas. En el intenso ahora es, a su manera, una expresión de la utopía.

Mayo del ’18

El Cineclub La Quimera inició su temporada 38 con Jóvenes Infelices o un hombre que grita no es un oso que baila, del brasilero Thiago B. Mendonça. Adelantando el clima de descontento en Latinoamérica, la película mira a un grupo de jóvenes rebeldes a través de una puesta en escena radical que difumina los límites entre el artificio y lo real.

637871402_1280x720Jovens Infelizes ou Um Homem que Grita não é um Urso que Dança (2016), Thiago B. Mendonça

 

Por Iván Zgaib

*Esta nota fue publicada originalmente el 14/05/2018 en La Nueva Mañana

 

No debo ser el único que lo notó, pero hace varios días que la ciudad está inundada en agua turbia. Desde que Macri anunció su acuerdo con el FMI, para ser más exacto. Es mayo del 2018 y el invierno llegó antes de tiempo. Afuera llueve sin parar. Hay un cielo nublado que se asoma como la mano viscosa del tarifazo: cae sobre las luces amarillas de la calle y les aplasta el brillo. Hay una atmósfera apocalíptica que justifica más que nunca la película programada por el Cineclub La Quimera.

El título es extraño: Jóvenes Infelices o un hombre que grita no es un oso que baila, de Thiago B. Mendonça. Pero aún más extrañas son sus imágenes llenas de furia y deseo, donde vemos a un grupo de teatreros que confronta el presente desencantado de Brasil. No es casual entonces que los programadores de La Quimera también sean jóvenes que encuentran en el cine un acto de resistencia colectiva, como lo aclaran cuando presentan la película. Y parece todavía menos arbitrario que estemos en el mes de mayo, a 50 años de la revuelta francesa; o que Macri haya apretado el acelerador a su plan de neoliberalismo mezquino, un alarido de hienas que resuena en otros rincones de Latinoamérica. Ni qué decir de Brasil, el país vecino que vive (literalmente) en dictadura. Por todo esto, el film de Mendonça es urgente. Que se proyecte en este momento no hace más que rescatar una potencia cinematográfica que tuvo desde un inicio.

El comienzo de la película ya parece una declaración de principios estéticos y políticos. Un plano fijo muestra a una chica que mira directo a cámara. Está sentada en una silla de tal manera que se le ven las piernas y los brazos como si los tuviera cortados; un cuerpo aparentemente deforme que anuncia el fluir de un deseo disidente, al margen de las lógicas capitalistas. Hay incluso un momento en el que interpela explícitamente a la audiencia: “Ay, estoy tan curiosa por saber cuál es la utopía de ustedes”, dice entre gemidos de placer descontrolado. Y así es cómo el film de Mendonça empieza a vislumbrar un horizonte revolucionario posible. Los jóvenes protagonistas salen enojados a la calle, acercan el arte a la vida y ponen en escena situaciones ficticias que provocan a las clases acomodadas.

Hay, en principio, varias peculiaridades que le dan forma a aquella mirada política. Podría empezar diciendo que los personajes de Mendonça no son jóvenes slackers, esas figuras clásicas que re-aparecen constantemente en el cine de la era neoliberal: chicos sin futuro que se hunden en la alienación como si fuera un pozo ciego sin salida. Al contrario, estos jóvenes accionan y se enfrentan al orden hegemónico instituido. Todos los personajes se proyectan como si formaran un gran organismo vivo y colectivo. Lo que observa el director es entonces una praxis política que está organizada socialmente, lejos de la resistencia individual y de la vida íntima (como puede verse, por ejemplo, en Aquarius, otra película brasilera reciente). Más impresionante quizás sea que la película fue filmada en el año 2014, antes de que Dilma Rousseff fuera destituida inconstitucionalmente de la presidencia. El descontento social del film no sólo anticipa lo que sucedería con el posterior golpe de Estado, sino que también pone en jaque las contradicciones del gobierno progresista del PT. Acá no hay binarismos ni lecturas reduccionistas, sino un grito descarnado contra una sociedad estructurada en clases sociales. Desigual, racista y patriarcal.

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Pero Mendonça entiende que su película no está anclada a un discurso panfletario ni a diálogos declamatorios, sino que lo político habita la misma forma cinematográfica. Por eso nada del film se ve ni se cuenta como ocurriría en una narración propia del mainstream y del mercado. La radicalidad de los personajes se plasma en un relato desordenado, resquebrajado en episodios que olvidan la linealidad y la cronología. Jóvenes Infelices (…) está narrada de adelante hacia atrás y se abre a interrupciones continuas, con escenas improvisadas o brotes musicales que atentan contra cualquier manual de guion convencional. La película no es expositiva para expresar su posición política, no sigue una lógica causal para narrar la historia ni mira a sus personajes desde un registro observacional: pero es, por sobre todas las cosas, un acto performático continuo. Una puesta en escena donde las personas actúan de manera artificiosa, donde la cámara compone planos calculados y sin embargo nunca se pierde el hilo misterioso de lo real.

Esa es quizás la tensión que se resuelve en la poética de Mendonça: artificio y realidad, unidos en una misma pulsión de deseo que interroga el presente histórico. Esta película puede tener un aspecto ensoñador, con imágenes teñidas en blanco y negro que hacen juegos de luces para presentar o oscurecer a sus actores. Esta película puede verse como las actuaciones armadas de los jóvenes teatreros, pero también puede salir a las calles para abrir la ficción a un pulso documental. En algunas escenas, por ejemplo, los protagonistas aparecen en movilizaciones reales contra el gasto público destinado al Mundial de Fútbol del 2014. Mendonça filma la insurrección popular y la represión policial de una manera que emula la filosofía de sus personajes: el arte y la vida se estrechan en un mismo abrazo sudoroso.

Sobre el comienzo del film, el cabaret que frecuentan los protagonistas anuncia que va a cerrar. “Después de muchos sueños y muchas luchas”, dice el dueño, “no aguantamos más”. Habla de la presión de la alcaldía y de la especulación inmobiliaria. Otra coincidencia extraña de la noche, ya que el Cineclub La Quimera es un espacio colectivo que se sostiene hace 10 años en el Teatro La Luna. Sus integrantes dicen que ahora, más que nunca, van a continuar. Lo que seguirá el resto del mes será una programación acorde a los tiempos y al film de Mendonça: Working Class Hero, un ciclo dedicado a películas que retratan las clases trabajadoras. La utopía, como dejan en claro los Jóvenes Infelices, es lo último que se suelta. Si la llama se apaga en las casas por el tarifazo, que se prenda afuera. En las calles, en el cine y en la crítica.  

 

* Las funciones del Cineclub La Quimera serán todos los jueves a las 20:30 hs en el Teatro La Luna (Ramón Escuti 915). Entrada libre, contribución voluntaria.

¿El futuro es ochentoso?

Ready Player One, la nueva película de Steven Spielberg, busca revivir la adrenalina de los blockbusters de los ’80. Pero su brote de nostalgia no resulta original, sino sintomático: este es el emblema del capitalismo zombie y la cultura pop sin sangre.

landscape-1500070002-untitledReady Player One (2018), Steven Spielberg

por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada originalmente el 03/04/2018 en La Nueva Mañana

 

Apenas se apagan las luces, es como una pesadilla. No llegamos a ver ni una imagen de la película que ya están sonando esos teclados de Van Halen. Alguien ve mi cara de espanto y me pregunta si acaso no se trata de una canción divertida ¿No se supone que Jump libera esa electricidad que uno siente cuando puede llevarse el mundo por encima? ¿No la escuchan los atletas para saltar más alto, los nadadores para dejar atrás a sus contrincantes, los empresarios para destruir a la competencia? Y yo diría que sí: hipotéticamente es correcto. Pero el nuevo film de Steven Spielberg hace del revival ochentoso un espectáculo tétrico que pone la piel de gallina. Así es como reproduce la culminación de una cultura que está enferma de nostalgia: en Ready Player One es el año 2045, pero todo suena, se ve y huele como si fueran los malditos ‘80. La sociedad completa vive inmersa en OASIS, un programa de realidad virtual donde los usuarios conviven con personajes de la cultura pop retro y compiten por ganar un premio.

Y yo quisiera decir esto: aunque Ready Player One se celebró por ser el regreso de Spielberg a sus raíces del cine de entretenimiento, la película se siente incómoda. La narración avanza como la mano temblorosa de un adolescente virgen que quiere agarrar todo al mismo tiempo. Esa es la excitación desbordante con la que el director cita hits de la cultura masiva: Chucky, Batman, El Resplandor, el Gigante de Hierro, Godzilla y Calabozos y Dragones son sólo algunos de los muertos-vivos que se reúnen en ese cementerio cinematográfico.

No quiero que me malinterpreten: pasaron sólo unos días desde que me emocioné en una fiesta cada vez que sonaba algún himno de Michael Jackson o Madonna. Me retorcí en la pista como si fuera una de esas estrellas pop prendiéndose fuego en el escenario de los premios MTV. Para bien o para mal, formo parte de esta generación que refrita el pasado con la melancolía de un enamorado que no supera una historia vieja. Y ni siquiera tengo 30 años. Pero no creo que Ready Player One sea un film que ofrezca las certezas para festejar el regreso del clásico Spielberg o de las películas de acción y aventuras “como se hacían antes”. Al contrario, el film debería abrir el camino para repensar críticamente las implicancias de una cultura masiva que está orgullosamente atrapada en alguna dimensión predecible del pasado. Quisiera parafrasear al crítico británico Simon Reynolds para trasladar su pregunta sobre la música pop hacia el mundo de las películas: ¿Qué va a pasar cuando esta  iconografía retro se agote? ¿Es posible rastrear alguna especie del cine masivo actual que sea lo suficientemente llamativa como para que algún director del futuro la desentierre?

ready_player_oneReady Player One (2018), Steven Spielberg

 

Como mínimo, un gesto de alerta siempre es saludable. Que Ready Player One retrate el año 2045 como si fuera una versión futurista de los ’80 no debería ser un detalle que resulte simpático, sino una huella que merece detenimiento. Hay algo curioso en un film que recupera cierta tradición de la ciencia ficción distópica sin distanciarse críticamente de las marcas de su tiempo. Lo que organiza a Ready Player One es un procedimiento siempre ovacionado (y del cual Stranger Things, hito de la psicosis nostálgica, es su mayor referente): la iconografía de la cultura pop se instituye en tanto limbo; una dimensión paralela de aspecto monstruoso donde no existe referente temporal alguno. Cuando la cultura del mercado se convierte en el único eje de reconocimiento, el capitalismo abraza silenciosamente su triunfo más perfecto. ¿Hace falta recordar que los ’80, la época más citada por la cultura contemporánea, es la era en que Reagan y Thatcher empujaron el mundo hacia los límites del neoliberalismo? Si el 2045 que imagina Ready Player One se ve como el pasado donde el capitalismo selló su poder hegemónico, el acto fallido de Spielberg se refleja en la pantalla: el futuro es una tierra distópica de sueños rotos.

 Con esto no quiero decir que la película sea completamente mala. El realizador suele ser un narrador prodigioso que conjuga los ritmos de la acción con cámara y montaje precisos; una parte de las casi dos horas y media se sostiene por la tensión que crea Spielberg para moverse entre los mundos virtuales y reales de sus personajes. Ahí aparece una búsqueda por recuperar cierta tradición del cine como espectáculo: el camino a seguir es el de los blockbusters ochentosos que se presentaban con la seguridad de ser un evento único. Era la adrenalina de crear un momento acotado en el espacio de las salas, con la confianza de marcar indefinidamente a millones de personas. Ese es el cine del cual el joven Spielberg fue un referente y que ahora viene a reivindicar como si fuera su trono.

Pero el resultado nostálgico y remixado de Ready Player One está lejos de traer una forma de cine en extinción: yo diría, más bien, que quizás represente la manifestación culminante y más acabada del momento actual de la historia, de la cultura pop y del cine masivo. Vivimos del pasado como los parásitos se prenden al cuero de una ballena. Y Ready Player One nunca lo cuestiona, sino que se dedica más de dos horas a celebrarlo desvergonzadamente.

Hasta acá hablé de muertos-vivos, de cementerios y fantasmas: son las figuras que parecen acechar esta película a cada momento. Pero no puedo despedirme sin recordar la imagen de Michael Jackson bailando como un zombie entre las lápidas de Thriller: quizás sea la imagen definitiva que marcó la memoria pop en los ’80 y que puede retornar como metáfora para interrogar nuestros tiempos. No vendría mal recordar que aquel zombie se inmortalizó en el cuerpo vivo de Jackson. Ese es el centro de vitalidad y deseo que ni el mercado podía arrebatarle. Pero lo que vuelve como una resaca de esa época ahora no tiene vida ni sangre que le corra entre las venas. Es apenas una sombra, una evocación posfotográfica cuyo aspecto lúgubre confundimos con el goce de una fiesta. ¿Estamos preparados para aceptar que el futuro de la cultura masiva y del cine-espectáculo van a estar tan vaciados de pulsión creativa? Desnaturalizar la nostalgia quizás sea el primer paso. Yo quiero creer que vamos a volver a bailar en una dimensión desconocida.

Se asoma en la pantalla: abriendo espacios de resistencia política en la Berlinale  

 

 Notes-on-an-Appearance-2-1600x900-c-default Notes on an Appearance (2018), Ricky D’ Ambrose

 

por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada originalmente el 24/02/2018 en Otros Cines

 

El año es 2018. La ciudad es Berlín y sus calles están llenas de gente. Alguien quiere entrar a la estación de subte Hallesches-tor, pero está completamente cerrada. Afuera, la policía interviene en los disturbios entre un grupo de Neo-nazis y otras personas que organizan una contra-marcha. Desde ahí hacen falta solo dos estaciones del metro para llegar a la Berlinale, donde la alfombra roja impecable, las estrellas vestidas delicadamente y los flashes de las cámaras parecen salidas de algún mundo paralelo. Pero si uno indaga un poco más, otras historias políticas semejantes son reveladas por los extranjeros que visitan el festival: fuerzas de seguridad del Estado chileno que se mueven con impunidad, recortes económicos en Argentina, brotes discriminatorios contra refugiados en Rumania y  partidos de derecha vendiendo slogans de desarrollo neoliberal en India.

Si los sucesos del presente histórico tienden a trazar el retrato de un mundo desbordado, la cultura contemporánea responde con un imaginario lleno de reflejos distorsionados. Las ficciones sobre apocalipsis que amenazan la humanidad y las imágenes sobre estrellas pop que bailan hasta que se acaba el mundo son apenas algunos ejemplos. Se trata de visiones que suelen aparecer como síntomas de una imposibilidad; la de imaginar una práctica política contra el capitalismo. Si el sistema económico se sostiene bajo la ilusión cultural según la cual no hay otra alternativa, es válido preguntarse cómo las películas elaboran aquel paisaje histórico. Porque, después de todo, el cine puede constituir un dispositivo expresivo que propone nuevas visiones del mundo bajo formas audiovisuales. ¿Cuáles son las posibilidades que ofrece el cine contemporáneo para imaginar lo inimaginable? O, en otras palabras, ¿cómo hacen las películas para abrir un espacio que represente la resistencia política?

La idea de un movimiento político emergente y la dificultad para entenderlo aparece en el centro de NOTES ON AN APPEARANCE, el nuevo film de Ricky D’Ambrose programado en la competencia Forum. La turbulencia dramática de la película se mueve sobre una sensación de incertidumbre, cruzando dos hechos simultáneos. Por un lado, la misteriosa desaparición de David, un joven que es contratado para catalogar los trabajos de un filósofo. Por otra parte, la muerte de este último, un pensador ficticio llamado Steven Taubes. Son dos desapariciones que sostienen el tejido dramático del film y con las cuales juega D´Ambrose: lo que sigue es un desarrollo críptico donde lo político (¿cuál era el mensaje teórico de Taubes?) y lo personal (¿qué sucedió con David?) quedan unidos a través de una poética de índices.

Gran parte de la narración en NOTES ON AN APPEARANCE sigue a Todd, quien intenta descubrir qué le sucedió a su amigo David. Se trata de una búsqueda que genera la estructura de una historia noir llena de pistas detectivescas. El paradero de David y la visión sobre el estado político del mundo se representan como inalcanzables; no son más que signos incompletos que sugieren una realidad desdibujada. Incluso la apuesta formal del film pone al frente una lucha empecinada y frustrante por descifrar aquel misterio. De ahí la importancia que ocupan los planos donde se muestran objetos. La desaparición de David y los pensamientos de Taubes son rastreados a través de mapas, videos caseros, libros, postales y recortes de diarios. Es un carácter indicial que trama la poética del film y que se repite en la misma composición evocativa de los planos: la imagen de la cama de David, con las sábanas blancas arrugadas, ponen de manifiesto un espacio vacío. Así se anuncian las huellas de alguien que estuvo presente y ya no está más.

365902The Rare Event (2018), Ben Russell & Ben Rivers

Los pocos datos que aparecen sobre la filosofía de Taubes son confusos. Un libro llamado “Abandonando el capitalismo y lo que sigue después” sugiere un posicionamiento en contra de las desigualdades del sistema. Algunos recortes de diarios mencionan seguidores que consideran que el filósofo es un visionario mientras otros artículos lo acusan de reaccionario y anti-semita. Es a través de estos detalles y elipsis que NOTES ON AN APPEARANCE ensaya una aproximación estética y narrativa ajustada al estado fragmentario de la sociedad contemporánea; nos muestra un mundo que no puede terminar de armar una idea más abarcadora y completa sobre su propio tiempo presente.

Otro camino filosófico es adoptado por THE RARE EVENT, una de las películas programadas en el Forum Expanded. Codirigido por Ben Russell y Ben Rivers, el film construye una puesta en escena al servicio del debate político. ¿Cuáles son las posibilidades de resistir en el mundo actual? Ese es el interrogante central que reúne a un grupo de pensadores en un foro de ideas. Mientras tanto, los directores introducen a un hombre extraño que los rodea, su cuerpo completamente cubierto por un traje verde. Así, la exploración de Russel y Rivers abre una dimensión sensorial sobre los procesos del pensamiento. Sucede muy a menudo que las discusiones entre las personas son interrumpidas, distorsionadas con ecos o filmadas desde ángulos que dejan fuera del cuadro sus rostros. En ese sentido, no son tan importantes las afirmaciones sobre la noción de resistencia, sino las estrategias estéticas para dar forma al proceso de debate e imaginación en torno al accionar político.

La aproximación sensorial en THE RARE EVENT trabaja sobre un enrarecimiento de lo cotidiano. Cada tanto, el traje del Hombre Verde se convierte en la ventana a través de la cual abandonamos el “foro de ideas” y accedemos a un espacio visual más abstracto. Teñida de verde, aquella dimensión está compuesta por un coro de voces inidentificables y por el soplido resquebrajado del viento. También hay figuras geométricas que vuelan, se fusionan y reforman. Es así como Russell y Rivers construyen un espacio visual y sonoro que alude a las posibilidades de discusión sobre la resistencia en el mundo contemporáneo. Se trata de una intervención sobre la materialidad de la imagen que hace de la abstracción un componente sugestivo, como si fuera una pantalla vacía donde el espectador puede proyectar sus propias ideas sobre el accionar político. La reacción contra el capitalismo no adquiere acá un aspecto concreto, sino uno difuso que pone en escena la imaginación como posibilidad.

Si NOTES ON AN APPEARANCE elabora una poética indicial sobre las prácticas políticas atrapadas en el capitalismo, la dimensión verde en THE RARE EVENT abre un espacio cinematográfico sensorial, como si fuera un laboratorio de potencialidades transformadoras en reconstrucción continua. Entre el nihilismo de D’ Ambrose y la posición más esperanzadora de Russell y Rivers, ambas películas recuperan el lenguaje cinematográfico para plasmar una parte de la sociedad actual. Así expresan un espíritu aventurero que no se limita a reflejar problemas sociales, sino a crear composiciones estéticas que los expresan. El accionar político y el pensamiento sobre el capitalismo se reelaboran dentro de un espacio de posibilidades o imposibilidades; funcionan como un fresco que materializa un estado del mundo inacabado y en movimiento. Ese carácter expansivo es el que las hace más potentes. Con estos intersticios, el cine puede volverse un lugar más liberador.

 

Instantáneas de Córdoba y del mundo en el Festival de Berlín

Por segundo año consecutivo, el director cordobés Darío Mascambroni estrena su nueva película en el Festival Internacional de Cine de Berlín. Adoptando una mirada social sobre la infancia, el film expresa los intereses del festival por mostrar escenas de las sociedades contemporáneas.

 Facundo Underwood - Gerardo Pascual - Franco Grazzia - Ignacio Alvares - Geremias Britos - DoP Nadir MedinaMochila de Plomo (2018), Darío Mascambroni

 

Por Iván Zgaib

*Esta nota fue publicada originalmente el 25/2/2018 en La Voz del Interior

 

Cerca del pasillo, unas adolescentes pecosas se asoman por atrás de las butacas. La sala está oscureciendo poco a poco y Mascambroni se sienta al fondo. Las chicas lo espían; se ríen nerviosas como si fueran un grupo de fanáticas hechizadas. Esta escena extraña, donde el cine independiente se cruza con una experiencia del espectáculo, ocurre en la Berlinale: uno de los festivales internacionales más importantes que tiene lugar cada febrero helado en Alemania.

Mochila de plomo es la segunda apuesta de Mascambroni que se ve en la Berlinale. Los eventos glamorosos del festival habrán cruzado a este director con famosos como Wes Anderson y Bill Murray caminando por la alfombra roja, pero su filme está muy lejos de aquella espectacularidad. Mochila de plomo es una película de presupuesto modesto, filmada en Villa María. Los primeros planos, en los que un grupo de chicos recorre las calles en bicicletas, ya sugieren parte de su espíritu: el de una ficción que no deja de lado su relación con lo real.

Una de las críticas que ha recibido el cine cordobés ha sido su reclusión en los espacios de la intimidad. Pero Mochila de plomo transcurre mayormente en el ámbito público, mientras sigue a un niño que deambula por las calles el mismo día que el asesino de su padre sale de la cárcel. Al trabajar con una estructura narrativa clásica, el filme presentaba el desafío de evitar un guión hermético. “Me preocupaba que se convirtiera en algo artificial y en lo que supuestamente debe ser una película sobre un nene que lleva un arma en la mochila”, dice el director. “Esa premisa podía convertirse fácilmente en una peli de venganza y tiros. Entonces busqué mantener una cuestión ordinaria y cotidiana sobre estos personajes, sus formas de vida y el tipo de lugares que habitan”, agrega.

La mirada sobre la infancia en Mochila de Plomo está definida por una sensación de abandono. Se trata de una temática que reaparece constantemente a lo largo de la historia del cine. Con ese trasfondo, el filme de Mascambroni seguramente despierte preguntas: ¿hasta qué punto puede escaparse de una mirada universal que repita los mismos motivos de otras películas? “Creo que hay cosas detrás de este tipo de películas que tienen que ver con la vida real de los niños que actúan. Entonces en un filme como Los 400 golpes habrá habido características de los niños que vivieron en Francia en ese momento y en Kes, que está filmada en Inglaterra, habrá otros detalles. En nuestra película hay muchos aportes de la realidad de los actores, como el hecho de que hacen beat box, que no estaban en el guion. Al acercarnos a esa verdad empapamos la película de una realidad particular”.

En el ojo de la tormenta

eldorado-31Eldorado (2018), Markus Imhoof

 

Mochila de plomo está centrada en personajes de clases trabajadoras. Por eso hay un costado social del filme que expresa los intereses de la Berlinale: un festival que suele preocuparse por los problemas del mundo contemporáneo. Así, la competencia principal se mueve entre las nuevas ficciones de directores renombrados como Wes Anderson, Gus Van Sant y Steven Soderbergh, y documentales con temáticas sociales.

Eldorado del suizo Markus Imhoof fue uno de los últimos títulos en estrenarse esta semana. Enfocada en la vida de los refugiados africanos que llegan a Europa, la película representa uno de los mayores errores que puede cometer un documental con buenas intenciones: presentar los conflictos sociales como si fueran problemas universales. El realizador toma la cuestionable decisión de cruzar dos líneas narrativas de temporalidades diferentes. Sin reconocer ninguna particularidad histórica, la película iguala la situación de los refugiados italianos de la Segunda Mundial con la de los africanos en la actualidad. Los problemas de desigualdad del Tercer Mundo son observados entonces como si fueran el resultado de la mala suerte.

El filme de Imhoof parece interesado en denunciar las condiciones de vida de estas personas, pero su mirada sobre ellas sólo las representa como víctimas. La primera parte de la película, por ejemplo, filma a los refugiados de manera impersonal: los planos tratan a los sujetos como si fueran parte de una gran masa homogénea donde sufren todos por igual. Dado que casi no se les da voz a los inmigrantes, el documental se presenta como un discurso políticamente correcto que no reconoce su propia mirada europea. Sobre el cierre del festival, la película reaviva debates sobre los modos en que el cine observa el presente. El lugar desde el cual se filma define la política de un filme.

Breaking through the screen: opening spaces of political resistance in the Berlinale  

 

 365902 The Rare Event (2018), Ben Russell & Ben Rivers

 

by Iván Zgaib

 *This article was originally published in the Talent Press and FIPRESCI websites on 23/02/2018 

 

The year is 2018. The city is Berlin and its streets are crowded. Someone wants to enter the Hallesches-tor metro station, but it is closed off. Outside, the police intervenes in the conflict between a group of Neo-Nazis and other people who organize a counter-protest. From there it is only two subway stations to the Berlinale, where the impeccable red carpet, delicately dressed stars, and the camera flashes seem to come from some parallel universe. But if you dig a little deeper, other similar political stories are revealed by foreigners visiting the festival: the Chilean state’s security forces acting with impunity, economic public cuts in Argentina, discriminatory outbreaks against refugees in Romania and right wing parties selling slogans of neoliberal development in India.

If the events of the historical present draw a picture of a world on edge, contemporary culture responds with images full of distorted reflections. The fictions about apocalypse that threaten humanity and the images of pop stars dancing until the world ends are only a few examples. These visions usually appear as symptoms of an impossibility; the one of imagining a political practice against capitalism. If the economic system is sustained under the cultural illusion according to which there is no other alternative vision, it is valid to ask: how can films elaborate that historical landscape? Because, after all, cinema is an expressive device that proposes new visions of the world in an audiovisual form. What are the possibilities offered by contemporary cinema to imagine the unimaginable? Or, in other words, how are films opening spaces for political resistance in representation?

The idea of an emerging political movement and the difficulty to understand it appears in the center of NOTES ON AN APPEARANCE, by Ricky D’Ambrose in the Forum. The dramatic turbulence of the film is developed through a feeling of uncertainty, at the intersection of two simultaneous events. On the one hand, the mysterious disappearance of David, a young man who is hired to research the work of a philosopher, and on the other, the death of the latter, a fictional political theorist, Steven Taubes. Both disappearances sustain the drama with which D’Ambrose plays: what follows is a cryptic narrative inquiry where the political (what was the theoretical message of Taubes?) and the personal (what happened to David?) are connected through a poetic use of indexes.

NOTES ON AN APPEARANCE mostly follows Todd, who tries to find out what happened to David. It is a quest that creates the structure of a noir detective story full of clues. Both David’s whereabouts and the outlook on the political state of the world are represented as unattainable; they are only presented as incomplete signs suggesting a blurred reality. The formal approach of the film puts forward a persistent and frustrating struggle to decipher that mystery, hence the importance of the frames where objects are displayed. David’s disappearance and Taubes’ thoughts are tracked through maps, home videos, books, postcards and newspaper clippings. These introduce an indexical quality that weaves the poetics of the film. It is an aspect that is also repeated in the frames’ evocative composition: the image of David’s bed, covered by wrinkled white sheets, reveals an empty space which announces the trace of someone who was present and is no longer there.

Notes-on-an-Appearance-1-1600x900-c-defaultNotes on an Appearance (2018), Ricky D’ Ambrose

 

There is very little legible information about Taubes’ philosophy. The presence of a book called «Flight from Capital and After» is the first clue to hint at a stance against the inequalities of the system. Some newspaper clippings mention followers who consider the philosopher a visionary while other articles accuse him of being a reactionary anti-Semite. It is through these details and ellipses that NOTES ON AN APPEARANCE stages an aesthetic and narrative exploration that adopts the fragmentary state of contemporary society; it shows us a world that cannot manage to put together a cohesive narrative about its own time.

Another philosophical path is offered by THE RARE EVENT, screening in the Forum Expanded section. Co-directed by Ben Russell and Ben Rivers, the movie builds a mise-en-scène around a political and philosophical debate, and asks: what are the possibilities of resisting in today’s world? That is the central interest that brings together a group of thinkers in a “forum of ideas”. The filmmakers introduce a strange man, who orbits them in a green suit, which also cloaks his face. Russell and Rivers’ exploration thus opens a sensorial dimension into the processes of reflection. Discussions between people are often interrupted, distorted with echoes, or filmed from angles that leave their faces offscreen. In this sense, the statements about the notion of resistance are not the only focus, concentrating instead on the aesthetic strategies that shape the debates and imaginations of political action.

The sensory approach in THE RARE EVENT works on a rarefying effect of the everyday. From time to time, the Green Man’s suit becomes the window through which we leave the «forum of ideas» and access a more abstract visual space. Rendered in green, this dimension is composed of a chorus of unidentifiable voices and the blowing of a cracked wind. There are also geometric figures that fly, merge and reform. This is how Russell and Rivers construct a visual and sound space that alludes to the possibilities of discussing resistance in the contemporary world. It is an intervention into the materiality of the image that makes a suggestive component out of abstraction, as if it were a blank screen where the audience can project their own ideas on political practice. The reaction against capitalism does not attain a concrete result here, but a diffuse one that stages imagination as a possibility.

If NOTES ON AN APPEARANCE elaborates a poetics of indexes about political practices that are trapped within capitalism, the green dimension in THE RARE EVENT opens up a sensory cinematographic space that functions as a laboratory of transformative potentiality in continuous reconstruction. Between D ‘Ambrose’s nihilism and a more hopeful position in Russell and Rivers, both films recover the cinematographic language to capture a part of today’s society. They express an adventurous spirit that does not limit itself to reflect social problems, but to create aesthetic compositions that convey them. Political action and thinking about capitalism are reworked within a space of possibilities or impossibilities. They work like a fresco that reveals a state of the world that is not finished, but in movement. That expansive quality is what makes them more powerful in both political and cinematic terms. It is those interstices that can turn cinema into a liberating space.

Esos malditos paranoicos

The Post, el nuevo filme de Steven Spielberg nominado al Oscar, actualiza algunos elementos del cine estadounidense marcado por la paranoia. Al mismo tiempo desconfiada y esperanzadora, la película filma con delicadeza a un grupo de periodistas que quiere destapar las mentiras del gobierno en los ’70.

 

Screen-Shot-2018-01-12-at-10.59.22-AMThe Post (2017), Steven Spierlberg

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada originalmente el 5/2/2018 en La Nueva Mañana

 

¿Qué les pasa a algunos yankys que siempre se muestran con desconfianza? Un capítulo de su historia reciente podría estar dedicado al imaginario cultural de la paranoia, un sentimiento de sospecha tan descontrolado que plagó la consciencia colectiva de recuerdos oscuros. Hubo pobres comunistas perseguidos y comunistas invasores infiltrados, extraterrestres grises ocultos y guerras cínicamente planificadas, héroes políticos asesinados y políticos fraudulentos escrachados. La nebulosa pasivo-agresiva que extendió la Guerra Fría fue la cortina para este espectáculo; la desesperación causada por una amenaza oculta a punto de estallar, pero que nunca se desnuda por completo.

Quizás pocas películas hayan expresado aquella atmósfera histórica como lo hizo Dr. Insólito… (1964), donde Stanley Kubrick satirizó un mundo resignado a aceptar el estado de incertidumbre absoluta. Es decir: sí, la bomba nuclear podía estallar en cualquier momento. Y este mismo lente de la paranoia podría utilizarse para leer un lado B en el cine estadounidense de la segunda mitad del siglo XX. Pensemos en El embajador del miedo (1964), que tejía una narración enmarañada donde el enemigo de la población parecía casi inidentificable, volviendo locos a quienes intentaban perseguirlo. Y también está La conversación (1974), el filme de Coppola según el cual todos los ciudadanos comunes podían ser víctimas del espionaje.

Tras el asesinato de Kennedy y los escándalos del presidente Nixon, la década del 70 terminó de consolidar las manifestaciones del thriller paranoico. En esa burbuja de peligro escurridizo se movieron The Parallax View y Todos los hombres del presidente,  filmes de Alan J. Paluka que seguían hombres empecinados en conectar los puntos de un mapa invisible: la constelación del mal se gestaba en las sombras, a espaldas de la ciudadanía. Y hay algo de todo esto que aparece cuatro décadas más tarde en The Post, la nueva película de Steven Spielberg nominada al Oscar. Con Meryl Streep y Tom Hanks a la cabeza, el filme recupera un hecho real de los ’70 para mostrar a los periodistas del Washington Post investigando documentos secretos del Pentágono. Las fuentes misteriosas les van a susurrar: hay una verdad en el fondo de aquel laberinto. Podría probar que Nixon y otros presidentes han mentido a la población estadounidense.

The Post mantiene una actitud de desconfianza hacia el gobierno, pero se aferra a una creencia romántica en el periodismo. Y Spielberg compone con precisión una puesta en escena que expresa ese punto de vista. Por eso hay planos similares que se repiten a lo largo de la película: la cámara se mete entre los escritorios de la sala de redacción y sigue sin cortes a un periodista caminando de una punta a otra, rodeado de otros colegas que trabajan. El modo en que Spielberg filma cómo un papel pasa de mano en mano exige que la cámara se mueva con la urgencia de un periodista corriendo tras la primicia. Pero el director también sabe cuándo calmarse para aprovechar la versatilidad de sus actores. Así, la cámara se detiene o se acerca al rostro de su mayor estrella, explorando la fragilidad y la convicción que combina Streep cuando debe tomar una decisión importante.

Más allá de algunas declaraciones subrayadas que aparecen al final, el director no necesita verbalizar la importancia del periodismo. Por el contrario, crea una aproximación estética que habla por sí misma; se acopla con el fin de registrar un grupo de reporteros luchando contra reloj para exponer las mentiras del gobierno. Es esa delicadeza la que parece convertir a The Post en una reivindicación del cine clásico. Spielberg nos recuerda que construir una narración transparente no equivale a tratar de idiota a la audiencia y que centrarse en el relato no implica quedar atrapado en un guión literario.

El filme está lleno de pequeños detalles que parecen insignificantes, pero que esconden una genialidad subrepticia. Como la escena donde los periodistas están estudiando unos documentos en la casa del editor del diario. Ahí, Spielberg interrumpe la situación de trabajo con el plano de un ama de casa observando a los reporteros. Es una imagen que no entenderemos hasta más tarde, cuando nos enteramos que la esposa del editor estaba calculando la comida para los periodistas.

En ese sentido, hay una mirada atenta sobre el lugar de las mujeres, exponiendo un mundo de hombres que las subestima constantemente. No es casual que Spielberg decida comenzar otras escenas con la cámara del lado de Streep, mientras la vemos ingresar a reuniones llenas de tipos que no la escuchan. El director presta el ojo para visibilizar a esas mujeres ninguneadas que se plantan de la manera que mejor pueden. La cámara que empieza filmando a Streep desde su altura y luego flota por encima de ella no hace otra cosa que expresar eso: la presión que siente la protagonista por tener que tomar decisiones cuando pocos la creen capacitada.

El rol activo de las mujeres pertenecía al fuera de campo en Todos los hombres del presidente, filme de 1976 que se basaba en otra investigación del Washington Post. Como si se tratara de una precuela realizada cuatro décadas más tarde, The Post muestra una mirada del ’70 anclada en el 2018. Incluso la sensación de sospecha parece menos nihilista que la mayor parte de los thrillers paranoicos de los ’60 y ’70, depositando una creencia reivindicadora en el periodismo. Se trata de una mirada optimista que Todos los hombres del presidente compartía, pero que parece aún más idealista ahora, cuando los límites entre los medios, los gobiernos y el mercado son cada vez más difusos. La mirada desconfiada y esperanzadora de The Post funciona bajo la orquesta de artilugios cinematográficos que Spielberg despliega para construir su mundo ilusorio. Como una fábula antigua, el filme toma la forma de una fantasía política que viajó en el tiempo. Viene a preguntarnos por qué su visión del periodismo sólo existe en un mundo ficticio.