Netflix quiere flashear ser pobre

7 prisioneros, el nuevo film de Alexandre Moratto estrenado en Netflix, recupera el legado de Ciudad de Dios y convierte las experiencias de la clase trabajadora en una rápida guía turística por las miserias de Brasil. 

7 Prisioneiros (2021), Alexandre Moratto

Por Iván Zgaib

*Esta crítica fue publicada el 17/12/2021 en La Nueva Mañana

A nadie debería sorprenderle que Alexandre Moratto, un adolescente criado en Estados Unidos y recién llegado a São Paulo, haya alucinado cuando Fernando Meirelles fue a presentar Ciudad de Dios a su escuela. Esa tarde se acercó al director y le dijo que algún día él también iba a convertirse en cineasta (algo parecido a “cuando sea grande quiero ser como vos”). Y hoy, veinte años después, Meirelles no sólo es su productor, sino que la película que hicieron juntos para Netflix detenta la corona de espinas que exhibió Ciudad de Dios a comienzos del siglo XXI.

7 prisioneros continúa esa vieja tradición que hace mojar a productores, mecenas con insomnio, ciudadanos sensibles y programadores de películas en ómnibus y festivales: tratar la pobreza como si fuera un parque de diversiones para calmar conciencias. Encontrar consuelo en transformar al cine en un acto de beneficencia. Damas y caballeros: bienvenidos (¡otra vez!) al tráfico de miserias.

La película de Moratto permanece tan ajena a sus criaturas for export que uno puede imaginarlo en una sesión de pitching, intentando venderle su idea a un grupo de ejecutivos en el piso más alto de algún edificio ubicado en el corazón de la city. Entre palabras pomposas y latiguillos que harían arrugar hasta los caparazones occidentales más duros, él podría haber resumido su película así: Mateus, un joven de una familia trabajadora, abandona el campo bajo la promesa de conseguir un buen sueldo en la ciudad, pero cuando llega allí queda atrapado en el laberinto de corrupción, violencia y explotación del “sistema” brasileño.

Cada una de esas palabras en blanco (“sistema”, “corrupción”, “violencia”) posee la cualidad de funcionar como una superficie abstracta: significan todo y a la vez nada, una condición que Moratto se contenta con presentar de esa manera. Su película mira consternada cómo Mateus y otros chicos terminan siendo (literalmente) esclavizados por su jefe, pero rara vez demuestra una atención flotante a los detalles de ese universo: ¿quiénes son estos personajes, más allá de la pulsión que los mueve por hacerle llegar dinero a sus madres y noviecitas? O, en todo caso, ¿qué experiencias singulares (qué gestos, qué deseos, qué recuerdos) convierten a esos chicos en fuerzas vivas antes que en los bocetos de un ejercicio de escritura (poco) creativa? Así las cosas, uno de los prisioneros recuerda con nostalgia a su abuela, pero no cuenta nada sobre su relación con ella; y Mateus habla del trabajo inhumano que deben soportar en Sao Paulo, pero las escenas apenas describen cuidadosamente el andar quebrado o el sudor de sus cuerpos. 

Si hay alguna singularidad en 7 prisioneros, es que esa mirada desatenta no se restringe a la construcción dramática de los personajes y sus acciones, sino que incluye la actitud rutinaria con que Moratto los filma. A lo largo de la película, utiliza una cámara en mano cuya aparente crudeza queda diluída por todos los protocolos de estandarización técnica: la iluminación solemne, la alta definición y las composiciones discretas conjugan imágenes “de calidad” (¡no vaya a ser que alguien dude de su rigor profesional!). La dirección de Moratto apenas se empeña en llevar adelante una labor delicada sobre cada escena particular, aplicando un tratamiento homogéneo a la totalidad del film, como si las distintas situaciones dramáticas fueran intercambiables unas con otras.

Por eso, las escenas de 7 prisioneros no importan tanto en función de su valor intrínseco, sino por cómo se tejen unas a otras para confirmar un sentido único. La atracción magnética hacia los episodios de violencia (con ese cosquilleo afligido que une secretamente miedo y excitación) refleja aquella lógica. Cuando Mateus descubre un taller clandestino, por ejemplo, la cámara se regocija con pasearse entre un grupo de trabajadoras que tejen sin descanso y por un cuarto en el fondo, donde hay un grupo de prisioneras a punto de ser vendidas al mejor postor. A Moratto no le interesan demasiado esas mujeres ni ese taller, salvo por el hecho de que sirven como un espectáculo tétrico que se encadena a muchos otros. 

También hay pibes a los cuales su jefe les prohíbe ducharse, un prisionero que es torturado físicamente por un policía y otro que recibe su propio hostigamiento psicológico cuando le muestran fotos de su madre siendo atacada. El diseño de estas escenas está tramado a la manera de un golpe seco: se dirige a derribarnos, a ponernos de cuclillas para hacernos horrorizar, una y otra vez, ante cada desborde de violencia. Lo cual redunda en una experiencia paralizadora, una forma de angustia completamente improductiva. Como espectadores, nos vemos arrastrados de los pelos hasta confirmar (plano tras plano) lo mismo: ¡qué vidas terribles tienen estas personas! ¡qué difícil escapar de la miseria!

7 prisioneros se parece a esos tours guiados que se volvieron tan exitosos entre los extranjeros: el sueño de visitar las favelas de Brasil para conocer “la cruda realidad”, al menos por unos minutos. Y así es exactamente como Moratto nos acerca a la brutalidad: de reojo, al paso, llevados por algún colectivo desde el cual vemos las imágenes sucederse y mezclarse unas con otras. 

Hace veinte años, en vísperas del primer encuentro entre Moratto y Meirelles, la crítica Ivana Bentes había acuñado un término que no pierde vigencia con las tropas de la gravedad. El concepto de “cosmética del hambre” hacía referencia a una tendencia del cine brasileño: películas que ofrecían la desigualdad social como un adorno, atractivo y pasajero. Pero hoy, también, los márgenes del cine brasileño exhiben otras exploraciones estéticas en torno a las realidades sociales. 

En Arabia, por ejemplo, João Dumans y Affonso Uchoa ensayan una road movie melancólica que nos hace cruzar el país junto a un hombre que busca rearmar su vida después de salir de la cárcel. Toda la película se erige como un juego narrativo intrincado, con puntos de vista divergentes y personajes vivientes que entran y salen de la historia. Así componen un fresco en el que los sueños y las penas de un hombre son también los sueños y las penas de toda una clase social. Y en Quintal, del gran André Novais Oliveira, el paisaje mundano de un patio en la periferia de Minas Gerais es observado como un escenario fantástico: un lugar enigmático donde un viejo matrimonio puede tender la ropa y desaparecer por un portal hacia una dimensión perdida. 

Esas películas reavivan una confianza primitiva en el cine: que sus imágenes, antes que verificar todas nuestras certezas sobre el mundo, pueden mostrarnos el camino hacia zonas desconocidas. Un salto al abismo: el gesto que Moratto y Meirelles jamás hubieran concebido. Más cómodo es sentarse en las oficinas de Netflix. ¡Qué lindos sillones deben tener!

Quintal (2015), André Novais Oliveira

Una misteriosa aparición en la ribera

A margem (1967), Ozualdo Ribeiro Candeias

Por Iván Zgaib

* Una versión de esta crítica fue publicada el 30/07/2021 en La Nueva Mañana

Una noche de calor, cuando Ozualdo Candeias vivía al borde del ferrocarril, soñó con ser maquinista. No llegó a cumplirlo, pero pasó gran parte de su vida viajando por Brasil. Desde las profundidades verdes de Mato Grosso hasta la boca de la basura en Sao Paulo, lo hizo todo. Fue peón, oficinista, obrero en una fábrica de camas, estudiante de sargento de aviación. Compró su primera cámara por un antojo intempestivo, casi accidental, y la llevó por los parajes oscuros de la ruta. En aquel tiempo, durante los años ‘50, era camionero. Transportaba cargas y se asomaba por la ventanilla, mirando el cielo, con la esperanza de encontrar una nave extraterrestre.

Aunque no pudo filmar criaturas espaciales, su primera película estuvo habitada por las figuras que seguirían apareciendo en su cine como luces misteriosas: los obreros juguetones, las putas de caderas atrapantes, los loquitos dulces, los asesinos rabiosos. La irrupción de Candeias con A margem iluminó la ribera del cine en medio de la noche. No sólo tenía cuarenta años cuando todos los directores del Cinema Novo (con Glauber Rocha a la cabeza) ya eran treintañeros y habían revolucionado el cine antes que él, sino que provenía del universo popular que ellos no integraban pero siempre habían querido filmar. 

Hasta entonces, el imaginario espacial del cine brasileño había estado dominado por el legendario desierto del sertón y las burbujas sociales de la ciudad (desde los departamentitos de burgueses afiebrados en el cine de Khouri hasta las colinas de las favelas en Rio, 40 Graus de Pereira dos Santos y Couro de Gato de Joaquim Pedro de Andrade). Pero cuando Candeias estrenó A Margem en el  ‘67, estaba proyectando un paisaje desconocido: unas criaturas vagando en círculos por las orillas del Río Tiete, a las afueras de Sao Paulo. Estaban, literalmente, al costado de la ruta: entre los yuyos, los basureros, las guaridas de las putas, las iglesias con paredes descascaradas, el patio de recreo de los trabajadores.

Todos los lugares de la película poseen ese aspecto sucio e indeterminado, como si fueran una obra que no se sabe si sigue en construcción o si ha sido abandonada. Un paisaje de ruinas vivientes, cuyo impacto no importa sólo por su cualidad documental, sino por su carácter construido. Es decir, por lo que Candeias hace al acercarse a ese universo mitológico, que es el de su propia vida y al mismo tiempo otro. Está compuesto por una sincronía que teje hilos invisibles: une el ritmo andariego de la cámara, el cuerpo hermoso de los actores y la propia sinergia del lugar (la materia vital, como las calles donde los niños juegan al fútbol, que son fondo y también cuerpo del film)

A Margem no posee una historia, al menos no en el sentido clásico del término. Eso es lo que la hace transgresora: que erige el paisaje emocional de los perdedores del sueño desarrollista y  lo hace depurando la narración impostada. La primera escena, de una intriga seductora que nos pone en trance, comienza con la cámara navegando desde un bote. En frente, en las colinas que orillan con las aguas negras, puede notarse que los personajes empiezan a mirar directo a cámara. Su atención está cooptada por el extraño movimiento que atraviesa el río. Y a pesar de que no sabemos qué observan (¿qué o quién está moviendo aquel bote?), quedamos atrapados en esa perfecta arquitectura de miradas. Somos parte de lo que sucede. Estamos abducidos por el intercambio de gestos: nos transportan y nos ponen a habitar los márgenes en primera persona.

Incluso si el flujo del montaje nos acerca a experimentar íntimamente la ribera, Candeias nunca pretende crear una sensación de inmediatez absoluta. Él nos sumerge y al mismo tiempo crea imágenes enrarecidas que nos expulsan de la laguna. Por eso su forma es a la vez flotante y concreta, como si el realismo popular de Pereira dos Santos se uniera al legado de las vanguardias de los ‘30, despegándose de un tirón de su pose terrenal.

 A medida que A margem avanza, esa cualidad de doble filo se vuelve más punzante. Los personajes, que se persiguen y se seducen entre las ruinas, están entregados a una caminata placentera y tortuosa que no conduce a nada. A cada paso intentan generar algún tipo de conexión, pero siempre se trunca. Es como la coreografía de un sueño desesperante, donde el deseo del soñador amenaza con concretarse pero lo que se repite es su concreción frustrada. 

El desplazamiento convierte a la película en un objeto espectral. Su propio gesto de vanguardia: inventar una forma particular de movimiento; un ritmo volátil que hace redescubrir el lugar. Candeias sacudió la brújula del cine brasileño porque abrió las puertas del purgatorio. Y nos dijo: vengan, vamos a jugar desde los márgenes. Así se sienten los fantasmas. 

* A margem podrá verse el domingo 8 de agosto a las 20 hs en el Cineclub Municipal. 

Nacido en llamas: Adirley Queirós

¿Quién es Adirley Queirós, el director que filma a los negros marginados de Brasil como héroes meteóricos de luchas distópicas? Su último film, Era uma vez Brasilia, se verá este jueves a las 20:30 hs en el streaming del Cineclub La Quimera.

Once-There-Was-Brasilia-2-1600x900-c-defaultEra uma Vez Brasilia (2017), Adirley Queirós

Por Iván Zgaib

 *Una versión de esta nota fue publicada el 07/08/2020 en La Nueva Mañana

La vida de Adirley Queirós podría contarse como la vida en una ciudad. Cuando nació, en 1970, el país celebraba diez años desde que Juscelino Kubitschek y su séquito de arquitectos inauguraron Brasilia como la quimera del futuro: una ciudad con ánimos de armonía social, engendrada para que sus residentes respiraran aire puro entre edificios con forma de platos voladores y tostadoras eléctricas. Había un lago para combatir la sequedad y supercuadras parquizadas para que los padres pudieran soltar a sus hijos sin miedo a que fueran atropellados por conductores borrachos o distraídos. El suelo era un derecho de las personas. Al menos, en los planos del arquitecto.

Antes que Adirley cumpliera un año, Brasilia rebalsaba la franja de los 500 mil pobladores y los dictadores imaginaron su propia utopía urbana: poner en marcha la C.E.I (siglas llamativas, casi distópicas, para decir más rápido: “Campaña-de-Erradicación-de-las-Invasiones”). Los usurpadores fueron identificados con vista de halcón: empleadas domésticas, porteros y obreros que habían levantado sus propias viviendas en los bordes de la ciudad. Todos fueron arrastrados por una flota de camiones militares; arrancados de sus casas como los médicos extirpan tumores para devolver el cuerpo a su funcionamiento. 

A 30 km de Brasília nació Ceilândia. Adirley creció ahí desde los tres años. A los catorce se convirtió en jugador de fútbol profesional. A los veinticuatro se lesionó. A los veinticinco compró un libro de trigonometría y convirtió su cuarto en un aula para dar clases privadas. A los treinta comenzó a atender el mostrador de recepción en la Secretaría de Salud de Brasilia. Por esa época, fruto de los trayectos en colectivo que debía hacer para llegar hasta la oficina, vio su ciudad con nuevos ojos: “Ceilândia es un espejo quebrado de Brasília”, diría más tarde, “Ceilândia es la ahijada y Brasília es la madrastra. Una madrastra que la maltrata”.

Al filo del nuevo siglo, mientras Lula Da Silva se convertía en el primer obrero en ocupar el sillón presidencial, el cine no estaba en los planes de Adirley. Algo cambió cuando se movía por la ciudad, un lunes a las diez de la mañana camino al trabajo: la imagen fulgurante, semejante a un sueño o una película, de las estudiantes del Departamento de Comunicación tomando sol y fumando como ninfas en los parques de la Universidad. “Mierda, estoy como para seguir ese camino”, pensó. Y así comenzó a estudiar. 

La pulsión popular, combustible de sus recuerdos juveniles, seguía ardiendo cuando filmó sus propias películas. En los primeros cortos ya aparecían las marcas vitales: el rap y la música callejera. Después, cuando buscó hacer su ópera prima, las imágenes resquebrajadas de la ciudad se convirtieron en su brújula estética. Aplicó a un concurso estatal para conmemorar los cincuenta años de Brasília, pero evitó ovacionar la arquitectura fálica con la que se pavoneaban los guías turísticos. Pasó horas, días y meses encerrado en una biblioteca, hasta que entendió que su película sería diferente. Debía renunciar al didactismo para abrirse a la invención, dejar los libros para entregarse a  los callejones sucios de la periferia: filmaría la Historia con los pies desde Ceilândia. Codo a codo, junto a sus amigos y vecinos. 

Después de estrenar A Cidade é Uma Só?, Adirley quiso seguir rascando la memoria del pueblo. Recordó una noche sombría en que la policía pateó las puertas del boliche, empujó a los blancos afuera y molió a palos a los negros de adentro, hasta que su amigo Marquim quedó en silla de ruedas. Nunca más sintió la sangre de sus piernas hirviendo al calor del boogie-woogie. Pero el amigo le dijo que no, qué para qué iba a filmar eso: “Yo no quiero hablar de mi realidad”, le recriminó,  “¿Ustedes no hacen cine? En el cine se vuela y se dan tiros. Yo quiero volar y quiero disparar, pero no quiero hablar de mí.” 

Adirley escuchó. En Branco Sai, Preto Fica, Marquim recordaba el episodio traumático que lo dejó inválido, pero también se organizaba para atacar el Congreso. Era su propio gesto de venganza. La película no lo victimizaba. No lo miraba con piedad tranquilizadora ni le arrebataba sus recuerdos. Al contrario, el cine se convertía en una ofrenda: creaba un espacio fantasioso donde la propia catarsis de Marquim (una que era personal, pero también colectiva) podía estallar por los aires de Ceilândia. 

Los castigados de Brasil, los de la década del ‘70 y los del siglo XXI, no eran sólo víctimas: también eran héroes. Héroes meteóricos de acción, rodeados de puestas de luces azuloides y accesorios extraños como silbatos en forma de calaveras, listos para hacer sonar su canción redentora sobre la Historia de la cual intentaron ser borrados.

Antes de filmar Era uma vez Brasilia, la película siguiente, Adirley y su equipo se encerraron en un taller mecánico. Durante tres meses, empujaron y rearmaron un auto destartalado para asemejarlo a una nave espacial. El mecánico que los observaba se entusiasmó y empezó a trabajar en la película. Filmaron hasta las cinco de la mañana. La historia era más o menos simple: un tipo llegaba a Brasil desde el espacio. Atravesaba las capas de la historia (del futuro extraterrestre a nuestro presente desencantado), pero la paradoja era que se veía como si estuviera inmovilizado, todavía preso. 

Cubierto por un traje de látex, escupiendo humo de su cigarrillo y sosteniendo una escopeta, el héroe de Adirley parecía una reversión local de Kurt Russell en Escape de Nueva York: más embroncado, más roto pero también más vulnerable. Era un ex-convicto, como la mayor parte de los actores en esa película. “En Ceilândia siempre pasamos mucho tiempo hablando, horas y horas, porque no hay mucho que hacer”, explicó Adirley, “Es bailar, beber, jugar a la pelota y hablar. Y siempre en las conversaciones nocturnas alguien recuerda: ‘Ah, cuando yo estaba en la cárcel…’». 

La última película de Adirley está acechada por aquella poética de sombras. Siempre taciturna, mira los espacios abiertos como si fueran celdas claustrofóbicas. Sus criaturas se mueven bajo el gobierno de la luna. Intentan luchar, pero el triunfo no está asegurado. El régimen de Temer (antesala de la pesadilla bolsonarista en curso) se incorpora al film con un aliento de perdición. “El tiempo pasa y la noche llega, la noche que nunca acaba”, diría Adirley, “Después del golpe a Dilma, la noche nunca ha acabado para nosotros.”

Toda la película fue hecha para quemar un auto, contó. Un auto en llamas, derritiéndose como una vela.

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* Era uma vez Brasilia se verá gratis en el streaming del Cineclub La Quimera el jueves 08 de octubre a las 20:30 hs. La función será seguida por una conversación entre Adirley Queirós y el crítico de cine Victor Guimarães. 

Sirvieron spaghetti con sangre brasilera

Kleber Mendonça Filho y Juliano Dornelles beben de la fuente sangrienta del western spaghetti y del Hollywood setentoso para dar a luz a Bacurau: una alegoría política que retuerce los géneros clásicos desde el Brasil sombrío. 

Bacurau 4Bacurau (2019), Kleber Mendonça Filho & Juliano Dornelles

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada el 10/01/2020 en La Nueva Mañana

 

Quien sea que vea ahora a Sônia Braga, ¿recordará el temperamento tierno y rabioso de la periodista que interpretó en Aquarius? Con el estreno de Bacurau, pareciera que esa luchadora de plomo fue saqueada de su lujoso departamento con vista al mar, a la vez nevera de sus recuerdos familiares y museo de todas sus obsesiones (vinilos de Lennon desenterrados en tiendas de segunda mano, cassettes en vías de extinción y copas finamente seleccionadas para tomar vino por la noche). La Braga de Bacurau vive en un universo inversamente proporcional: succionado de cualquier privilegio, incluyendo el agua para que tomen los vecinos y el derecho a figurar en el mapa.

Sólo lleva unos minutos instalar la sensación de que algo está mal. Un largo viaje en camioneta, atravesando las llanuras verdes brasileras, sugiere que el pueblo de Bacurau es remoto. Para llegar allí hay que soportar el bombardeo comunicacional de un gobierno que difunde imágenes de sus enemigos. También hay pistoleros que cortan el camino y una montaña de ataúdes desparramados en medio de la ruta, presagio de un velorio multitudinario. Todo es objeto de una descripción minuciosa: así trabajan Kleber Mendonça Filho y Juliano Dornelles para dar forma a  su visión. Brasil luce como una herida viscosa y abierta, siempre expuesta a la crueldad del sol.

La misma precisión es equivalente para mostrar la vida social del pueblo. Una de las extrañas cualidades que eso produce, de hecho, es la ausencia de la intimidad. Todos los límites personales están desbordados. El velorio del inicio, por ejemplo, reúne al pueblo entero en una procesión musical que termina con los vecinos emocionados, alzando pañuelos lagrimeados al cielo. Más tarde, las actividades que usualmente son consideradas individuales quedan expuestas a la mirada ajena: un grupo de hombres y mujeres se duchan al aire libre, mientras en frente hay una vieja fumando un pucho y a la vuelta se monta una feria. 

La línea que divide lo personal de lo colectivo está estirada al borde de estallar. Pero no se trata sólo del nivel de especificidad que adquiere la descripción de la comunidad, sino del énfasis comunitario que define por completo a la película. En Bacurau no hay un protagonista central sobre el cual depositar el destino del relato y las emociones. En cambio hay una red compleja. En sus cruces se conforma un héroe colectivo, constituido a su vez por múltiples singularidades (la médica tosca de Braga, la joven liberada que vuelve al pueblo, el viejo que es voz de autoridad para los niños y también para los adultos).

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El rasgo común que convierte al pueblo de Bacurau en Bacurau tiene raíz en la clase y el territorio. Vivir y morir en los márgenes. Tener que luchar para subsistir en la propia parcela. Defenderse del enemigo externo, también, porque siempre está la amenaza de una invasión violenta (de políticos rufianes o yankees brutos). Ese motivo que alimenta la rabia frenética del film se convierte en la excusa perfecta para su ascendencia formal y narrativa. Mendonça Filho y Dornelles están obnubilados ante la fuente sangrienta del western spaghetti y del Hollywood setentoso. 

Una de sus hermosas escenas comienza con la cámara dentro de un vivero, donde un tipo riega sus plantas desnudo, y luego se desplaza hacia afuera hasta llegar a los invasores yankees que se esconden detrás de una colina. El tiempo de los planos entre una situación y otra crea un hervidero de tensión; el brutal duelo que se dispara después (con rostros estallados como bombuchas de sangre en carnaval) evoca las peleas bestiales que filmaba Corbucci (Django) o Carpenter (cuyo Assault on Precinct 13 es la reversión de un viejo western de Hawks). La película incluso rinde culto explícito al mismísimo Carpenter en otra escena, cuando traspone los sintetizadores siniestros de su música sobre una danza de capoeira. 

Otras reminiscencias emergen en el montaje enrarecido de la primer mitad, cuya linealidad se rompe con imágenes salidas del presente y lanzadas hacia los sueños.  Son momentos que hacen eco de las secuencias lisérgicas del Easy Rider dirigido por Hopper (el cual es, a su propia manera, un western que reemplaza caballos por motocicletas.). Todo ese universo, todo ese manantial mortífero de influencias, conforma una referencia en la historia del cine y unos códigos que Mendonça Filho y Dornelles  van a distorsionar con los pies embarrados en el desierto brasilero.

Por eso la figura de los yankees (un grupo de blancos armados que parecen salidos de la línea de juguetes de Max Steel) pone ligeramente en tensión ese legado. Si el arquetipo del western eran los gringos de buenas costumbres defendiendo sus tierras de los salvajes, Bacurau invierte las posiciones. Los extranjeros del primer mundo son construidos desde el absurdo y la caricatura; su nivel de idiotez chata se asemeja al retrato que hace Spike Lee del Ku Klux Klan en BlacKkKlansman: lo que importa entonces no es el verosímil realista, sino exagerar la irracionalidad que mueve a la pulsión depredadora del colonialismo. Por momentos esa composición es un arma de doble filo, sobre todo considerando que los enemigos parecen desposeídos de intereses materiales concretos.

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Recuperar desde el presente un género como el western, cuyos orígenes lo ponían a relatar los mitos fundantes de las naciones, implica sin dudas una intención de reescritura. ¿Estaba sellada la historia de poder con aquella conquista de los territorios? Si algo hace Bacurau es restituir la pregunta y señalar que la sangre derramada sigue caliente y burbujeando, como un mar de lava. En el caso de su pueblo-protagonista, ya ni siquiera se trata de una disputa por hambre de poder (como solía suceder en el western spaghetti): es el simple derecho de existir, de disponer de recursos fundamentales como el agua y la comida. 

En ese punto, no es menor que una de las preocupaciones reiteradas en la película es la que tienen los protagonistas por encontrar su pueblo en el mapa. También por eso el museo de Bacurau ocupa un lugar dramático privilegiado. Cuando la cámara finalmente ingresa allí, vemos los objetos colgados en las paredes: fotografías históricas y recortes de diarios, todos congelando un grito de revueltas pasadas, de una comunidad que resguarda su propia memoria ante las estampidas amnésicas. 

El conflicto central, ese que late con los torrentes de sangre desparramados por las colinas, es tan simple como eso: resistir, permanecer, negarse a ser borrados (de una cartografía, de un territorio o de la Historia). Es el mismo impulso que Bacurau canaliza desde la ficción. Y es la declaración que dejan deslizar Mendonca Filho y Dornelles. Existir requiere algo tan básico como tomar agua, pero también es ser visible. Y el cine tiene todo que ver con eso último. 

Un maldito policía

Siete años en mayo, del brasilero Affonso Uchoa, compone una mirada sensible y justa para retratar un Brasil sombrío, donde los sectores populares son castigados por la brutalidad policial.

87f98b5d0aa4b361fbaed90e9bae4699Sete anos em Maio (2019), Affonso Uchoa

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada el 29/11/2019 en La Nueva Mañana

 

¿Qué sucede con Siete años en mayo? El nuevo film lúgubre de Affonso Uchoa se apaga en 41 minutos dejando la impresión de una simpleza abrumadora: empieza y termina con un juego de policías, pero esas escenas son separadas por un plano de diecisiete minutos (sin corte, sin interrupción alguna) donde Rafael relata cómo su vida se desbarrancó luego de ser perseguido por la cana. 

Ahí se teje una cuerda delgada que Uchoa camina con delicadeza. Trama una película conceptual sin faltar a la fuerza afectiva que demanda su protagonista. Organiza una economía de planos sin caer en el vacío o la falta de profundidad. En todo caso, lo que impresiona es su precisión; la manera justa con que dispone de elementos mínimos para poner en escena el salvajismo policial y el padecimiento de los sectores populares en Brasil. El padecimiento, pero también su resistencia; la voluntad de sostenerse en pie y de andar firme entre nubes negras.

Esa sensación de fatalidad acecha a la película. No se evoca sólo con las situaciones angustiantes (unos adolescentes que se hacen pasar por policías y atacan a Rafael), sino con la propia puesta en escena. Las imágenes son difíciles de ver claramente desde el comienzo, cuando el héroe camina por una ruta oscura hasta que la espesura de las sombras lo devora. El clima de perdición se concentra ahí mismo; en un terreno desolado, en el aspecto frío y bestial de una arquitectura fabril, en la fogata que arroja una luz frágil sobre la mirada cristalina de dos amigos. “Estamos rodeados de gente muerta”, dice uno de ellos, “Y (esa pila) es tan alta que tapó el cielo. Por eso el mundo es tan oscuro”.

¿Cómo filmar la sensación de destino amargo si no es así, valiéndose de rostros que persisten a una luz en peligro de extinción, de rostros amenazados con ser borrados, apagados, sofocados? Rostros, en fin, que se niegan a esfumarse por completo. No en vano la pieza central del film tiene asidero en una cara: un plano extenso sostenido en las facciones de Rafael, en sus breves silencios, en su voz rasposa; todos elementos que conjuran una atmósfera de tristeza.

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Las implicancias que se desprenden son diversas. La más evidente puede leerse como un gesto que funde estética y política de manera consciente. Si la policía no quiso escuchar a Rafael, si los oficiales brutos eligieron palos y tortura antes que empatía, Uchoa decide componer su reverso. El cine crea un espacio negado: el del plano, el de la posibilidad de exponer un rostro a lo largo del tiempo, el de ubicar en primer plano un cuerpo castigado y un relato silenciado. La decisión formal, aparentemente sencilla, crea además una condición de recepción particular. Los espectadores somos invocados a asumir una actitud abierta, de atención al otro. En otras palabras, se habilita un modo de ver y escuchar que es anti-policíaco.

Allí no importa sólo el acto de “hacer visible” una parcela del mundo, sino el modo adecuado de aproximarse a ella: cómo filmar al otro, cómo registrar a los pueblos que no son únicamente tapados, sino que incluso cuando se los muestra resultan bastardeados. Esta preocupación toma cuerpo en Siete años en mayo y resuena como un eco proveniente de la filmografía entera de Uchoa  (especialmente A Vizinhança do Tigre y Arabia).

Algo de eso verbalizaba el mismo director hace unos años, a raíz del estreno de su film previo: “A mí me incomodan mucho las representaciones de los pobres brasileños que hacen films como Cidade de deus y Tropa de Elite. En esos films la favela es siempre un lugar de degradación social y moral, donde reina la violencia y la crueldad. Tengo verdadero rechazo a quienes representan la favela o los lugares pobres como cuadriláteros de lucha rodeados de miseria, donde las personas necesitan comportarse de manera casi animalesca para sobrevivir”. 

 Por eso resulta notable el giro que propone la escena más larga del film. Después de diecisiete minutos donde Rafael parece estar hablando solo, el contraplano muestra que a su lado siempre hubo un amigo escuchando. Esa expansión del campo visual no representa un mero golpe de efecto. Es un gesto afectivo: reconoce que, incluso en aquella tierra arrasada, sigue habiendo un otro, una compañía, alguien que acarrea la misma pesadumbre. Son dos amigos reunidos en un campamento melancólico, recordando que sus sueños quebrados son los de una población entera.

Si hay miseria y brutalidad en el film, corresponde a la figura de los policías. Tanto el inicio como el final rebotan entre sí de modo irónico y alegórico: un cana queda emparentado a unos pibes que juegan a ser escuadrones de la fuerza represiva. Pero el juego del policía matón tiene lugar desde la cancha del poder; desde la comodidad cobarde de aquel que ostenta balas impunes. Por eso, la escena final (algo retorcida, algo extraña) abre una despedida incómoda. La pila de muertos que tapan el cielo, después de todo, se acumuló por un juego de niños perversos. 

 

* Siete años en mayo puede verse de forma gratuita y online en la Sección Oficial del Festival Márgenes: https://www.margenes.org/  (disponible hasta el 8 de diciembre) 

Orgasmos terroristas

Bixa Travesty, el documental que retrata a la cantante trans Linn da Quebrada, se une a otros films brasileros que exploran la diversidad sexual en medio de la misión evangelizadora del bolsonarismo. Se ve hasta el miércoles en el Cineclub Municipal.

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Bixa Travesty (2018), Kiko Goifman & Claudia Priscilla

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada el 13/09/2019 en La Nueva Mañana

 

Es casi imposible ver Bixa Travesty sin reconocer su fuerza contestataria. En sólo tres minutos, después de pasearnos por las cavernas de São Paulo y escupirnos una canción volcánica en la boca, Linn da Quebrada mira directo a cámara. Le habla a los machos sin temblar, casi sin rendirse a cerrar los ojos. Hace olas invisibles con los dedos, como una bruja que lanza su conjuro. El castillo de los privilegios masculinos se está por derrumbar. “Vamos a invadir esos espacios”, ronronea con la seguridad de una felina que desafía y seduce en simultáneo. 

Su confrontación juguetona no aparece aislada; se repite en el mapa del cine brasilero contemporáneo. La fantasía política imaginada por Sol Alegría, de Tavinho Teixeira, exhibe la expresión más creativa de esa ola: un festejo camp y tropicalista de jóvenes y monjas que usan el sexo como una ametralladora para hacer acabar a un gobierno fascista. Pero algo similar podría decirse de películas como Lembro Mais dos Corvos, Música para quando as luzes se apagam o Doce Amianto. Todas formas de explorar la diversidad sexual que brotan en las tierras arrasadas por la misión evangelizadora del bolsonarismo. 

El cine puede crear espacios comunes para esa resistencia y Linn da Quebrada ofrece algo semejante: una cantante trans que se chupa los dedos metálicos mientras canta sobre “maricas afeminadas”. Ella es “la reina negra y loca de las favelas”, una terrorista de género que asusta exhibiendo el goce. Un placer sin vergüenza. Linn es la protagonista gigante que  buscan retratar Kiko Goifman y Claudia Priscilla en Bixa Travesty. Es su mayor atracción, y a la vez, su mayor problema.

Bixa Travesty 5

Resultaría difícil negar que Linn expone prácticas e ideas interesantes. Se apropia del funk y lo despoja de la misoginia. Abraza la identidad queer y hace pie en los barrios periféricos de pobres y negros brasileros. Es decir, su energía subversiva pone en sintonía reivindicaciones de género, clase y raza. Son ideas tan potentes que la película parece quedar obnubilada frente a ellas: gran parte de Bixa Travesty está destinada a captar ese imaginario, pero hace pocos esfuerzos por construir una mirada nueva sobre ellos. 

Eso se pone de manifiesto en el contraste superficial entre las escenas donde Linn habla a la cámara y aquellas donde tiene conversaciones aparentemente espontáneas con sus amigas. En los dos casos, la película se limita a reproducir las declaraciones de principios que tiene su protagonista. Lo que cambia es la puesta en escena (la cámara se evidencia primero y se invisibiliza después), pero los resultados son los mismos. La película está al servicio de las afirmaciones de Linn. Lo mismo sucede cuando pone a la protagonista a mirar fotos viejas para relatar su pasado; un recurso de manual que desentona con la vitalidad de los  archivos. 

 Las salidas más interesantes se abren cuando el film construye otros procedimientos. En ciertas escenas, por ejemplo, se vale de las virtudes performáticas de la cantante para crear pasajes oníricos: pone a las protagonistas a luchar en medio de la selva, con una voz en off que parece salida de un documental sobre especies raras. Ese extrañamiento permite que el film se corra del ensimismamiento fiel (y desmedido) con la protagonista.

En otros pasajes, la película insiste con éxito sobre el registro de los cuerpos. No dejan de ser peculiares las escenas de baños, que vuelven como un sueño recurrente. Linn bañándose con su madre, sola o con sus amigas al filo de una terraza. Cada uno de esos momentos escenifican corporalidades diferentes y desinhibidas, pero también otras maneras (más libres) en que se esos cuerpos se relacionan y en que se (de)construye la intimidad entre ellos. 

Nada de eso es en vano. Después de todo, la protagonista de Bixa Travesty lucha por empujar una concepción distinta de entender la corporalidad; reacia a las categorías cerradas de género y movilizada por el torrente del deseo. Pero Linn sigue siendo una figura demasiado original, demasiado fuerte para el documental convencional que busca retratarla. Es un problema de distintas frecuencias: el de un personaje más grande que su propia fiesta-homenaje. 

 

 

* Bixa Travesty se ve hasta el miércoles en el Cineclub Municipal Hugo del Carril.

El extraño caso de Cosquín

Con su novena edición, el Festival de Cine Independiente de Cosquín elevó las apuestas y propuso una programación rebelde que confirma su lugar central en el mapa de festivales cinéfilos del país.

Sol-Alegria_BangBangSol Alegria (2018), Tavhino Texeira

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada  el 10/05/2019 en La Nueva Mañana

 

Las risas se avivan cuando el proyectorista apaga la luz. Hay un spot del INCAA que se reproduce como el mensaje lava-cerebros de un gobierno policial, enemigo arquetípico de una intriga distópica. Los oficiales no dejan de anunciar la panacea del cine argentino, aunque los realizadores afirman todo lo contrario; que filmar es cada vez más difícil. Por eso la tensión. Los espectadores de Cosquín empiezan las funciones con risas y resoplidos sarcásticos. Pero saben, con cierto alivio, que en estas salas van a encontrar un refugio.

Eso es el Festival de Cine Independiente de Cosquín (FICIC): guarida para los cinéfilos, trinchera de resistencia contra las artimañas que buscan asfixiar al cine. No hay peor enemigo para un gobierno de cínicos que la cultura, porque su potencial transformador pertenece a una zona desconocida donde los slogans de autoayuda mercantil se evaporan. Acá se habla otro idioma.

“Vivimos en un momento de domesticación para evitar las asociaciones con los otros”, dijo Roger Koza sobre el escenario de apertura, rodeado de ojos centelleantes, “y este festival no es un lugar de consumo audiovisual, sino un lugar de encuentro con la otredad”. ¿Una declaración de principios? Esa es una síntesis posible de la novena edición del FICIC producida por Carla Briasco, programada por Koza y empujada a cuerpo por una tribu de voluntarios multi-funciones.

Que no se malinterprete. Los principios del FICIC no se reducen a discursos de cócteles por la noche. Son palpables en una política de programación que reconoce la materia espesa del cine como un prisma para volver a mirar el mundo. También se manifiestan como una discusión implícita: una selección de películas que propone otro itinerario posible (años luz del BAFICI, uno de los festivales nacionales más importantes cuya calidad lleva años en decadencia). Con recursos más acotados, el FICIC reconfirma su lugar con una mirada propia.

baixocentro_exposicao-11-922x300Baixo Centro (2018), Ewerton Belico & Samuel Marotta

 

Caso ejemplar es el de las películas brasileras que integran su programación y que no llegarían a Argentina de otra manera. Hace unos años fue la irreverente Jóvenes infelices o un hombre que grita no es un oso que baila. Esta vez, una de las destacadas fue Bajo centro de Ewerton Belico y Samuel Marotta; ficción que observa las calles de Belo Horizonte de manera documental y también onírica.

Por un lado, registra los espacios reales que recorren los protagonistas. Por otra parte, utiliza el fuera de campo, los lugares vacíos y un montaje librado de acciones causales para conjugar una visión espectral de la ciudad. Todo parece indicar, quizás misteriosamente, que una comunidad entera desapareció en manos del Estado. Esa forma de enrarecimiento construye un lugar político desde el cual filmar el paisaje urbano: lo que se crea es una temporalidad diferente, donde los espacios cotidianos no son mero telón de fondo presentista. Están cargados de una historia antigua y acechados por fantasmas que no los sueltan. El pasado quema. La película entera se despliega, en ese sentido, como el espacio de un duelo colectivo que no termina.

Sol alegría, de Tavinho Teixeira, es el otro largometraje brasilero que se alzó (merecidamente) con el premio principal de la competencia. En algún que otro medio se la destacó sólo por los méritos políticos de su historia: un grupo radicalizado de padres, hijos y monjas cachondas busca acabar con un gobierno reaccionario (evocación de la dictadura militar, pero también premonición de la pesadilla bolsonarista).

El film de Teixeira es eso y mucho más. Una fantasía camp que invoca el legado del tropicalismo, del posporno y del cine sesentoso representado por Glauber Rocha y Joaquim Pedro de Andrade. Un llamado a la conformación de una comunidad utópica que desconoce géneros (sexuales y cinematográficos). Una puesta en escena estridente, donde los zooms y travellings coreográficos juegan con un descubrimiento potencial constante: adentro de la casa, cada movimiento de la cámara puede dar con la aparición de un acto sexual nuevo (que entra y sale del cuadro). La expansión del campo visual hace eco de un deseo sexual colectivo sin límites.

En vez de seguir la noción de “necesidad dramática” que suelen enseñar las escuelas de dramaturgia, los personajes de Sol alegría se mueven por una fuerza diferente: la necesidad de placer, entendida siempre como un acto político. Incluso el aspecto visual del film, brillante y opulento en su iluminación y colores, hace hincapié en las texturas de ese universo antes que en la psicología de los personajes.

fabb557e-b48d-4ae6-90c3-145dc4bee8e5Lluvia de jaulas (2019), César González

 

Breve historia del planeta verde, la película del argentino Santiago Loza que abrió el festival, también recurre a cierto encantamiento visual para mirar con amor y dignidad a sus protagonistas marginados. Allí hay, en principio, dos aspectos que resultan llamativos. El primero es el gesto sirkiano que ensaya Loza: se apropia de géneros tipificados como las películas de aventuras o los melodramas, que usualmente están reservados para protagonistas masculinos y  heterosexuales (la referencia que hace a ET no es azarosa). Pero acá, los motivos de aquellos films son subvertidos con heroínas femeninas, trans y gays que se identifican con un extraterrestre perdido y moribundo, alejado de su planeta.

El segundo gesto parece vislumbrar una grieta emergente en el cine argentino independiente. Si durante años se ha señalado la preponderancia del realismo, empiezan a verse incursiones en otras formas estéticas y narrativas que manipulan los géneros clásicos (ese es el caso reciente de Muere, monstruo muere, Vendrán lluvias suaves e incluso de Los hipócritas, el suspenso cordobés que sirvió de clausura durante este FICIC).

Otro camino posible para el cine argentino aparece con Lluvia de jaulas: una aproximación ensayística que sostiene un punto de vista constante sobre Buenos Aires. Cuando el director César Gónzalez nos guía de los barrios populares hacia el núcleo urbano está marcando un tránsito desordenado de las relaciones verticales entre el centro y la periferia. Pero además, está componiendo una manera particular de vivenciarlo: sin registro observacional ni declaraciones expositivas, sino con un montaje sensorial y poético. La ralentización y el rebobinado de ciertos planos, la discordancia entre imagen y sonido y el eco hipnótico de los sintetizadores componen un tiempo suspendido. Allí, las formas de habitar la ciudad se corresponden con un orden desigual de clases. “Pienso. Soy turista en mi ciudad”, dice la voz en off.

Que el cine de César González no tenga lugar en otros festivales expresa, más que una curiosidad, el espíritu del FICIC. Casi todos los films de su programación (en sí mismos, pero aún más en diálogo) proponen una hoja de ruta alternativa. Derriban los cánones hegemónicos de otros festivales. La idea de “programa” acá no sugiere simplemente una lista de películas impresa en un papel bonito; señala un proyecto, una mirada filosa que discute “el cine que no vemos, el cine que no se estrena”. Con esa rebeldía insolente el festival despide su noveno año. Y se prepara, más convencido que nunca, para el décimo aniversario.

Poesía melancólica para el héroe trabajador

Arábia, la película de Affonso Uchôa y João Dumas que se ve en el Cineclub Municipal, ofrece un acercamiento a algunas exploraciones del cine brasilero contemporáneo. El film construye una épica melancólica sobre un obrero que recorre Brasil.

Arabia 3Arábia (2017), Affonso Uchôa & João Dumans

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada el 22/02/2019 en La Nueva Mañana

 

 

Los conflictos brasileros no se siguen sólo en las noticias. La crisis política y social del país vecino, desnudada en su versión más grotesca con la asunción presidencial de Jair Bolsonaro (aunque configurada desde antes), es un motivo recurrente en el cine brasilero contemporáneo. Pero al margen de las temáticas, quizás no haya aspecto más fascinante que la diversidad con que estos realizadores se aproximan a lo real; una prueba contundente de sus exploraciones cinematográficas.

El carácter despojado y contemplativo que construye A Vizinhança do Tigre para observar a las clases populares, por ejemplo, parece un mundo aparte del realismo más narrativo de Aquarius, donde Kleber Mendonça Filho filma la pelea entre una mujer y una empresa inmobiliaria. Esa misma tensión entre clases sociales es abordada desde un artificio exacerbado en As Boas Maneiras, un ejemplar magistral del cine fantástico con reminiscencias a los films de Jacques Tourneur. Y las películas de Adirley Queirós también retoman los géneros clásicos, en este caso para observar el espacio urbano en clave distópica: Branco sai, preto fica y Era uma vez Brasilia son experimentaciones dentro de la ciencia ficción, donde lo ficticio y lo documental coexisten de manera misteriosa. Allí, las clases populares son imaginadas como si organizaran una resistencia frente a los poderosos. Se trata de una mirada utópica inusual que encuentra su compañera en Jóvenes infelices o un hombre que grita no es un oso que baila¸ la película lúdica de Thiago B. Mendonça que sueña con una juventud rabiosa.

En medio de aquella oleada renovadora, Affonso Uchôa se presenta como una de sus figuras fundamentales. A Vizinhança do Tigre, la opera prima, podría leerse como una suerte de contra-campo de Ciudad de Dios, una de las películas brasileras más famosas (y conservadoras) de este siglo. Frente a la visión miserabilista y explotadora de la pobreza que engendra ésta última, Uchôa crea una mirada intimista de la vida en las favelas, lejos de la espectacularización y de la condescendencia. Y Arábia, su último film co-dirigido junto a João Dumans, continúa ahondando sobre un universo marginal semejante, pero desde una apuesta diferente. Las cualidades minimalistas son ahora reemplazadas por una narración con tintes épicos, que cambia de puntos de vistas, viaja en el tiempo y atraviesa las profundidades del territorio brasilero con la melancolía arrolladora de un canto de música folk.

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La primera particularidad de esta película aparece con su estructura narrativa quebrada. Sobre el comienzo, la atención está puesta en André, un adolescente que tiene a los padres de viaje y pasa los días recorriendo las calles industriales de Ouro Petro. La serenidad de esa rutina, hecha de paseos en bici y meriendas en su casa, se interrumpe con el accidente de un vecino. La película entonces se fractura y muta: André encuentra los diarios íntimos de Cristiano, el hombre accidentado, y la narración toma un atajo. El foco de atención se corre completamente hacia la primera persona que guía aquellos escritos; un viaje durante ocho años, en el cual Cristiano relata cómo pasa de estar en la cárcel a recorrer el país en busca de trabajo y terminar enamorado.

Este giro en el punto de vista (del adolescente solitario al obrero misterioso) no es sólo una estrategia narrativa curiosa, sino una propuesta orgánica a la mirada de la película entera. En ella, los directores sugieren constantemente que los lazos sociales se han dirimido, a tal punto que Cristiano termina inconsciente en el hospital y ninguno de sus vecinos sabe mucho sobre su vida. Que la única manera de acceder a él sea a través de esos diarios viejos parece un efecto espejado de nuestra posición como espectadores: las imágenes que criminalizan y estigmatizan a la otredad pueden encontrar su contrapunto en un cine diferente. Y Arábia convoca a preguntarnos sobre el modo en que conocemos y miramos a esos otros. Por eso, lo que emprende es una disputa. Intenta elaborar una aproximaxión empática hacia su protagonista marginal, un tipo que sufre pero también desea.

Considerando que el film se desenvuelve como una road movie, esa movilidad constante se convierte en una fuente de energía narrativa. Cuando Cristiano cambia de ciudad y su entorno se esfuma y reorganiza, la película accede a historias nuevas. Los personajes que van emergiendo (muchos de ellos apareciendo apenas por una o pocas escenas) acompañan el trayecto solitario del protagonista: el viejo que recuerda cómo cambió la tierra donde creció; el compañero de trabajo que es despedido de un día para otro; las cartas de familiares que llegan desde rincones lejanos del país, trayendo noticias sobre mascotas perdidas, hermanas embarazadas y vecinos arrestados por la policía. Las dificultades de Cristiano, quien encarna el centro narrativo y emocional del film, adquieren una nueva escala a partir de aquellos personajes transitorios. Las penas y sueños individuales son las penas y los sueños de una comunidad entera. Eso conforma un eje dramático que se consolida continuamente, en tanto las escenas que muestran al protagonista recorriendo las rutas solitarias contrastan con los planos que comparte junto a sus compañeros de trabajo.

Arábia elabora, en ese punto, una experiencia de clase: un relato en primera persona que nos ubica en la posición de aquel obrero que recorre Brasil. El alcance expansivo de la película, que va de lo individual a lo colectivo, también se ajusta para retratar ese territorio que acoge a los personajes. Los planos que emulan el movimiento en la ruta o las panorámicas del paisaje utilizan la narración como una vía para registrar visualmente el país. Desde las colinas verdes que se llenan de mandarinas y de trabajadores explotados hasta las montañas de cemento en polvo que se levantan en las ciudades, Arábia recuerda su carácter localizado. Como las canciones de folk melancólico que cantan sus personajes, busca capturar los eventos de un héroe y una nación. Y en ese proceso, se alza como un poema de nuestros tiempos.

 

* Arábia se verá hasta el miércoles 27 de febrero en el Cineclub Municipal.

La nostalgia de ver París dada vuelta

En el intenso ahora es el nuevo film del director brasilero João Moreira Salles: un ensayo sobre el Mayo Francés y la utopía revolucionaria hecho a base de materiales de archivo, donde el realizador reflexiona sobre la naturaleza política de las imágenes. Se ve hasta el miércoles en el Cineclub Municipal.

intensoagora1No intenso agora (2017), João Moreira Salles

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada originalmente el 23/07/2018 en La Nueva Mañana

 

 1. Niños ricos

Mi amigo dice que ya no va a poder mirar En el intenso ahora sin pensar que fue hecha por un billonario. Él esperaba la película hacía tiempo, pero le acabo de contar este dato que parece hacerle ruido: João Moreira Salles es heredero de una familia de banqueros brasileños. Si uno googlea su nombre, los primeros dos resultados serán biografías que lo catalogan como uno de los cineastas más importantes de Brasil, mientras que el tercer link llevará a un ranking mundial de empresarios hecho por Forbes ¿Importa realmente aquella información para apreciar o dejar de apreciar una película? En el caso del nuevo film de Salles, quizás resulte incómodo ver un documental sobre la utopía revolucionaria que fue dirigido por un tipo lleno de plata. Pero su filmografía, lejos de confirmar aquel prejuicio, no deja de mostrar una hazaña fascinante: las tensiones de clase no permanecen ocultas ni adormecidas, sino que se incorporan hacia el interior de las imágenes. Se piensan y se exponen, sin vuelta atrás.

2. No siempre sabemos lo que estamos filmando

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Sobre el final de Santiago, la película anterior de Salles, hay un pasaje maravilloso. Después de haber filmado durante semanas al hombre que trabajó como mayordomo de su familia, el director repite las imágenes y reflexiona en voz alta: la distancia de la cámara, que dejaba al protagonista sobre el fondo de los planos, no era una simple decisión estética. Ahí había, como un desliz inconsciente que lograba filtrarse en la cámara, un cortocircuito abriendo vacíos en la imagen. Lo que Salles intentaba volver consciente era una relación de poder inquebrantable entre el sujeto que filma y el sujeto filmado, entre el niño rico y su mayordomo. Es un gesto que se repite al comienzo de En el intenso ahora, cuando revisa un video casero de una bebé que da sus primeros pasos en la calle. Pero la voz del director, que suena por encima de las imágenes, llama la atención sobre la figura marginal de la niñera; primero camina junto a la nena y la madre y después queda a un costado hasta desaparecer entre la multitud, como si no tuviera nada que ver con aquella familia. Sin quererlo, la cámara ha elaborado plásticamente una zona oscura que encierra aquellas relaciones; entre la afectividad y el trabajo, entre una nena que camina sin conocer mucho el mundo y la desigualdad social que ya la está rodeando.

3. Bajo los adoquines, la playa

En el intenso ahora no es sólo una película sobre el Mayo Francés, la China comunista y la utopía revolucionaria. Es también un ejercicio de reflexión acerca de la naturaleza de las imágenes. Todos los materiales que llegan a la pantalla corresponden a videos de otra época que el director desentierra con cariño. Pero los archivos de noticieros, videos caseros y películas olvidadas no sirven para ilustrar acontecimientos históricos, como ocurriría en cualquier documental clásico. El procedimiento que pone en juego Salles entiende aquellas imágenes como organismos vivos que respiran: ellas mismas, en su configuración aparentemente azarosa, nos hablan de su dimensión política. 

Un registro que podría servir sólo para mostrar el apoyo de los estudiantes a los obreros adquiere sentidos más profundos. La voz en off de Salles insiste sobre la distancia y la altura entre los dos grupos. Mientras la cámara filma desde abajo donde están los universitarios, los obreros permanecen arriba, en el balcón de un edificio. Nunca se ubican en el mismo nivel ni en el mismo plano; están separados, como si la diferencia de sus realidades y la desconfianza fuera palpable, aunque los discursos digan lo contrario. Es a través de aquellos procedimientos que Salles observa cómo los modos de estar con los otros se hacen imagen: se materializan de forma imprevista en un juego de disposiciones espaciales, movimientos, proximidades y alejamientos. Si muchas veces se hace referencia a la capacidad del cine de visibilizar o asumir distintos puntos de vista, En el intenso ahora vendría a proponer otra alternativa. Los archivos recuperados, filmados por otros, encontrados por una investigación o por accidente, también proponen una manera de organizar sensiblemente una comunidad.

4. Fuimos jóvenes y felices

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Salles desentierra las imágenes; les quita las telarañas para mostrarnos que están vivas, que hablan. Esa es la organización de lo sensible que se ubica en el corazón de la película. El mismo Mayo Francés y la China comunista, con todos sus matices, aparecen como una ruptura del orden perceptible establecido. Por un tiempo acotado se abre el horizonte hacia algo que antes parecía imposible. Y gran parte de la película está sostenida sobre esa idea del tiempo: la intensidad, la juventud, el presente que arde ante la aparición de lo impensable, lo innombrable, lo que se presenta con la fugacidad luminosa de un relámpago. Cuando Salles interrumpe la temporalidad de las imágenes no hace otra cosa que jugar sobre aquella noción. Entonces los rostros jóvenes que nunca van a ser los mismos se congelan. Los cuerpos llenos de vida se desaceleran para extender visualmente un instante de vida, de posibilidad y resistencia. Un pibe tirando una piedra en la ciudad de París se repite en cámara lenta. El movimiento de ese cuerpo intervenido por el montaje hace presente una memoria de la transformación política. Salles comprende, en cada uno de sus gestos conmovedores, que el cine también puede participar para desorganizar la percepción y proponer nuevas formas. En el intenso ahora es, a su manera, una expresión de la utopía.

Mayo del ’18

El Cineclub La Quimera inició su temporada 38 con Jóvenes Infelices o un hombre que grita no es un oso que baila, del brasilero Thiago B. Mendonça. Adelantando el clima de descontento en Latinoamérica, la película mira a un grupo de jóvenes rebeldes a través de una puesta en escena radical que difumina los límites entre el artificio y lo real.

637871402_1280x720Jovens Infelizes ou Um Homem que Grita não é um Urso que Dança (2016), Thiago B. Mendonça

 

Por Iván Zgaib

*Esta nota fue publicada originalmente el 14/05/2018 en La Nueva Mañana

 

No debo ser el único que lo notó, pero hace varios días que la ciudad está inundada en agua turbia. Desde que Macri anunció su acuerdo con el FMI, para ser más exacto. Es mayo del 2018 y el invierno llegó antes de tiempo. Afuera llueve sin parar. Hay un cielo nublado que se asoma como la mano viscosa del tarifazo: cae sobre las luces amarillas de la calle y les aplasta el brillo. Hay una atmósfera apocalíptica que justifica más que nunca la película programada por el Cineclub La Quimera.

El título es extraño: Jóvenes Infelices o un hombre que grita no es un oso que baila, de Thiago B. Mendonça. Pero aún más extrañas son sus imágenes llenas de furia y deseo, donde vemos a un grupo de teatreros que confronta el presente desencantado de Brasil. No es casual entonces que los programadores de La Quimera también sean jóvenes que encuentran en el cine un acto de resistencia colectiva, como lo aclaran cuando presentan la película. Y parece todavía menos arbitrario que estemos en el mes de mayo, a 50 años de la revuelta francesa; o que Macri haya apretado el acelerador a su plan de neoliberalismo mezquino, un alarido de hienas que resuena en otros rincones de Latinoamérica. Ni qué decir de Brasil, el país vecino que vive (literalmente) en dictadura. Por todo esto, el film de Mendonça es urgente. Que se proyecte en este momento no hace más que rescatar una potencia cinematográfica que tuvo desde un inicio.

El comienzo de la película ya parece una declaración de principios estéticos y políticos. Un plano fijo muestra a una chica que mira directo a cámara. Está sentada en una silla de tal manera que se le ven las piernas y los brazos como si los tuviera cortados; un cuerpo aparentemente deforme que anuncia el fluir de un deseo disidente, al margen de las lógicas capitalistas. Hay incluso un momento en el que interpela explícitamente a la audiencia: “Ay, estoy tan curiosa por saber cuál es la utopía de ustedes”, dice entre gemidos de placer descontrolado. Y así es cómo el film de Mendonça empieza a vislumbrar un horizonte revolucionario posible. Los jóvenes protagonistas salen enojados a la calle, acercan el arte a la vida y ponen en escena situaciones ficticias que provocan a las clases acomodadas.

Hay, en principio, varias peculiaridades que le dan forma a aquella mirada política. Podría empezar diciendo que los personajes de Mendonça no son jóvenes slackers, esas figuras clásicas que re-aparecen constantemente en el cine de la era neoliberal: chicos sin futuro que se hunden en la alienación como si fuera un pozo ciego sin salida. Al contrario, estos jóvenes accionan y se enfrentan al orden hegemónico instituido. Todos los personajes se proyectan como si formaran un gran organismo vivo y colectivo. Lo que observa el director es entonces una praxis política que está organizada socialmente, lejos de la resistencia individual y de la vida íntima (como puede verse, por ejemplo, en Aquarius, otra película brasilera reciente). Más impresionante quizás sea que la película fue filmada en el año 2014, antes de que Dilma Rousseff fuera destituida inconstitucionalmente de la presidencia. El descontento social del film no sólo anticipa lo que sucedería con el posterior golpe de Estado, sino que también pone en jaque las contradicciones del gobierno progresista del PT. Acá no hay binarismos ni lecturas reduccionistas, sino un grito descarnado contra una sociedad estructurada en clases sociales. Desigual, racista y patriarcal.

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Pero Mendonça entiende que su película no está anclada a un discurso panfletario ni a diálogos declamatorios, sino que lo político habita la misma forma cinematográfica. Por eso nada del film se ve ni se cuenta como ocurriría en una narración propia del mainstream y del mercado. La radicalidad de los personajes se plasma en un relato desordenado, resquebrajado en episodios que olvidan la linealidad y la cronología. Jóvenes Infelices (…) está narrada de adelante hacia atrás y se abre a interrupciones continuas, con escenas improvisadas o brotes musicales que atentan contra cualquier manual de guion convencional. La película no es expositiva para expresar su posición política, no sigue una lógica causal para narrar la historia ni mira a sus personajes desde un registro observacional: pero es, por sobre todas las cosas, un acto performático continuo. Una puesta en escena donde las personas actúan de manera artificiosa, donde la cámara compone planos calculados y sin embargo nunca se pierde el hilo misterioso de lo real.

Esa es quizás la tensión que se resuelve en la poética de Mendonça: artificio y realidad, unidos en una misma pulsión de deseo que interroga el presente histórico. Esta película puede tener un aspecto ensoñador, con imágenes teñidas en blanco y negro que hacen juegos de luces para presentar o oscurecer a sus actores. Esta película puede verse como las actuaciones armadas de los jóvenes teatreros, pero también puede salir a las calles para abrir la ficción a un pulso documental. En algunas escenas, por ejemplo, los protagonistas aparecen en movilizaciones reales contra el gasto público destinado al Mundial de Fútbol del 2014. Mendonça filma la insurrección popular y la represión policial de una manera que emula la filosofía de sus personajes: el arte y la vida se estrechan en un mismo abrazo sudoroso.

Sobre el comienzo del film, el cabaret que frecuentan los protagonistas anuncia que va a cerrar. “Después de muchos sueños y muchas luchas”, dice el dueño, “no aguantamos más”. Habla de la presión de la alcaldía y de la especulación inmobiliaria. Otra coincidencia extraña de la noche, ya que el Cineclub La Quimera es un espacio colectivo que se sostiene hace 10 años en el Teatro La Luna. Sus integrantes dicen que ahora, más que nunca, van a continuar. Lo que seguirá el resto del mes será una programación acorde a los tiempos y al film de Mendonça: Working Class Hero, un ciclo dedicado a películas que retratan las clases trabajadoras. La utopía, como dejan en claro los Jóvenes Infelices, es lo último que se suelta. Si la llama se apaga en las casas por el tarifazo, que se prenda afuera. En las calles, en el cine y en la crítica.  

 

* Las funciones del Cineclub La Quimera serán todos los jueves a las 20:30 hs en el Teatro La Luna (Ramón Escuti 915). Entrada libre, contribución voluntaria.