En las vísceras, ternura

Sobre las nubes (2022), María Aparicio

Por Iván Zgaib

*Esta crítica fue publicada el 17/03/2023 en La Nueva Mañana

1.

Sobre las nubes, la película humanista de María Aparicio, comienza con una voz androide. Alguien que no vemos pero sí escuchamos. Una encuestadora que atropella las palabras de manera uniforme, como si el choque de “quiere” y “trabajar”, seguido de la interrogación, no tuvieran un significado particular, y como si ese significado no afectara a quienes reciben la pregunta. Es decir, a los personajes en pantalla. Lucía, una chica que acaba de empezar a atender en una librería. Nora, que hace guardias en un hospital. Ramiro, que cocina en un restaurante hasta que la ciudad se duerme. Y Hernán, un padre soltero que perdió su cargo en la empresa donde trabajó durante años. A cada uno de ellos, Aparicio los rodea de una puesta cariñosa: una cámara que se sostiene sobre el lienzo de sus cuerpos. Que atiende a la verdad de sus ojos, a los hilos que traban y destraban sus labios, a lo no-dicho que se resbala de la punta de sus dedos, mientras se refriegan las uñas o los anillos.  

En esta breve secuencia, Sobre las nubes ya adelanta dos de sus rasgos identitarios. Primero, su preocupación por el mundo de la economía: la intención de indagar cómo las personas luchan por caminar sobre el agua, donde los trabajos se pueden hundir de un momento a otro y las vacaciones pagas son un horizonte brumoso. E incluso cuando algo de eso se consigue, ¿cómo se conserva el deseo, las conexión con los otros y con lo Otro, con una experiencia para la cual aún no se inventaron palabras, si la rutina del dinero lo rige todo? En segundo lugar, aquella secuencia anticipa una forma de mirar. Esa cámara atenta que presta el ojo y hace lugar para que los personajes entren con sus anhelos y sus dudas. Un contraplano de empatía: ante la voz burocrática de los censistas, ante el mundo que saca el pecho y nos empuja por sus barrancos. 

Sobre aquellos dos pilares, la película de Aparicio es una especie perdida en el desierto de las ficciones argentinas. Habla la lengua que los intimistas (de Fernando Salem a Juan Villegas) nunca aprendieron: aquella que puede conjugar los amores y los desamores del singular con un contexto plural que los desborda. Y mira hacia un lugar al que los nihilistas (de Damián Szifrón a Cohn y Duprat) le corren la cara: el anhelo de que las personas desconocidas, aún dentro de un sistema árido, pueden renunciar a comerse unos a otros. Y en cambio se sientan, apaciblemente, a compartir una canción antes que se largue la tormenta.

2.

Sobre las nubes se organiza como una crónica de la vida de sus criaturas. Es el paso del tiempo y lo que podemos hacer con ese tiempo. Son los recorridos en la ciudad, que usualmente están estructurados por el trabajo: en ir hacia él o escaparle cuando la jornada ha terminado. Por eso la película necesita sus momentos minúsculos, como los viajes de Nora en colectivo, los de Ramiro en su bicicleta o los paseos de Lucía por el parque con su perro.  

Es cierto que el cine contemporáneo (de Agustina San Martín a Alex Piperno) suele repetir con los ojos cerrados esa forma de registro sereno. Pero acá tiene la virtud de evitar la abstracción. Es decir, la contemplación nunca se convierte en un gesto vacío, que tendría su aplicación idéntica en Córdoba, Filipinas o Tokio, como si cada espacio y cada persona fueran latas intercambiables de comida para perros. En Sobre las nubes, los fragmentos cotidianos adquieren un peso específico porque Aparicio ha mirado a sus personajes con precisión. Se comporta como alguien que no conoce a esas personas por sus tipologías genéricas ni sociológicas, sino por la cantidad de lunares que podrían esconder en el pecho.

En un momento pequeño, por ejemplo, Hernán está sentado junto a su hija Paulina en un banco, mientras esperan el colectivo. Entonces ve algo extraño: unas luces que se derraman sobre los balcones de algún edificio. Luego nota que es el reflejo de una pantalla gigante, anunciando la venta de celulares. ¿Por qué nos golpea ese instante que en cualquier película podría ser insignificante? Su triunfo es que ha sido anclado en un terreno dramático firme. Que en una ciudad donde el consumo se anuncia hasta en los cielos, hemos visto a un hombre sin trabajo. Y que lo hemos seguido por la mañana, cuando se levanta a desayunar con su hija, y luego cuando lo entrevistan por zoom mientras espera que ella vuelva de la escuela, sabiendo que necesita conseguir ese trabajo para sostener a su familia. Que sólo así podrá pagar las clases de Aikido que Paulina quiere hacer. Y sólo de esa manera, sus vidas podrán seguir siendo más o menos las mismas. 

Aparicio resguarda allí un secreto frágil. Y es que ha evitado confundir el ascetismo con un valle donde no corre el agua. Sobre las nubes inventa un paraíso verde: está listo para ser habitado. Lo cual significa que su directora ha logrado una hazaña tan modesta como sorprendente, propia del heroísmo tierno que predican sus personajes. Después de años que las ficciones independientes de Argentina desconfiaran de la emoción (de Martín Rejtman a Ezequiel Acuña), ella la ha protegido como a un fuego cubierto por las manos. La ha invocado, la ha cuidado, la ha invitado a ingresar a sus imágenes. ¡Bienvenida, nueva sinceridad!

3.

En el cine argentino reciente, la compañera de ruta de Sobre las nubes es El perro que no calla: otra fantasía realista que crea poemas con el movimiento resbaladizo del tiempo y el paisaje estático del neoliberalismo. Pero las temporalidades de cada film tienen dimensiones distintas. Mientras la película de Ana Katz se arma con la biografía de un único protagonista a través de los años, la de Aparicio divide la atención entre distintos personajes durante un tiempo acotado. 

Sobre las nubes encuentra allí tanto su vigor como su impotencia. Por un lado, logra reescalar la cartografía molecular al nivel de un organismo complejo: descubre cómo sus personajes individuales, con sus trabajos aplastantes y destartalados, forman una comunidad que a veces ni ellos pueden vislumbrar. Y por otra parte, se desbalancea entre protagonistas que no siempre fluyen con la misma ligereza. Nora, por ejemplo, pende de una historia matrimonial que se deshilacha y una serie de atributos que le dan una costura repetida a Eva Bianco (una actriz cuya fuerza el cine cordobés ha decidido guardar en el placard: permanece a la espera de un desafío a su altura). El contrapunto es el rol interpretado por Pablo Limarzi: sus ojos de roca lunar, sus pausas y silencios son aprovechados para trazar un paisaje emocional con bordes definidos. 

Como El perro que no calla, el film de Aparicio también posee una pulsión soñadora. Incluso con su descripción amarga del trabajo, la cámara está fascinada por capturar las actividades con las cuales las personas logran perforar muros. Abren grietas y resquicios. Respiran, finalmente, y descubren un recoveco donde pueden recostarse a inventar otras vidas. Al menos, por un momento. Que Ramiro aprenda trucos de magia o que Nora haga teatro, son acciones reencuadradas bajo ese prisma. No tanto como un pasatiempo, sino como la capacidad de inventar otro tiempo: fuera de la producción, al margen del consumo. 

El mismo efecto genera el retrato de las interacciones, que están hechas de gestos amorosos. Allí hay desconocidos que cruzan palabras a través de las mesas de un bar; transeúntes que se piden amablemente la hora; vecinos que se regalan bicicletas; compañeras de trabajo que se leen poesía. En parte, aquella red de ternura convierte a la crueldad en un atributo virtual: como si ésta sólo existiera en las reglas del sistema económico y no en las personas. Pero la forma más adecuada de concebir este procedimiento es como una fantasía. Aparicio busca encontrarle una forma a la esperanza, de la misma manera en que Frank Capra rescataba a su protagonista de la muerte o en que Aki Kaurismaki imaginaba una tropa de franceses cuidando a un inmigrante de la policía.

Sobre las nubes duplica, en ese sentido, los pasadizos que sus propios personajes escarban para sacar la cabeza afuera. Se inventa otro mundo. Que es una manera de decir: encuentra en la ternura un instinto de supervivencia.

Entonces, una lista para resistir:

Hacer teatro.

Regar las plantas.

Practicar Aikido.

Pasear con las mascotas.

Inventar trucos de magia.

Mirar Sobre las nubes, de María Aparicio. 

* El film se ve desde el jueves 23/3 en el Cineclub Municipal.

“Argentina, 1985” o volver a la melancolía

Argentina, 1985, una película sobre el amanecer de la democracia, se ha convertido en un acontecimiento sociológico de alcance masivo: ¿pero a qué aplaudimos y por qué lloramos cuando vemos la película de Santiago Mitre?

Argentina, 1985 (2022), Santiago Mitre

Por Iván Zgaib

*Esta crítica fue publicada el 14/10/2022 en La Nueva Mañana

Hablemos de casualidades. A menos de dos días que una pareja de neonazis gatillara a centímetros de la vicepresidenta en televisión abierta, Santiago Mitre estrenó Argentina, 1985, una película sobre el mito fundante de nuestra democracia que recibió el premio de los críticos, de los católicos y una ovación del público del Festival de Venecia cronometrada en nueve minutos. 

Pero el fervor global no tardó en volverse local. En las últimas dos semanas, mientras Javier Milei y el hijo del genocida Antonio Bussi hacían poguear a una plaza colmada de jóvenes tucumanos, los cines argentinos limpiaron sus telarañas para recibir a las multitudes que fueron a vitorear el film de Mitre. Vivimos un clima pesado, donde el aire ya no se respira pero se toca. Y en ese contexto, la película que recrea el juicio a las Juntas Militares ha cometido un acto tan legendario como anacrónico: convirtió al cine en un acontecimiento sociológico de alcance masivo, cuyas implicancias seguramente sean más complejas que el pensamiento consolador según el cual la democracia argentina y su cine están en orden.

Parte de aquella explosión masiva fue engendrada desde el mismo molde en que surge la película. Heredera del cine de época, de los dramas legales y del thriller político, Argentina, 1985 narra el amanecer democrático a través de una serie de riffs y motivos codificados por Hollywood; una filiación poco accidental, considerando que se trata de la maquinaria que mejor supo procesar y mitificar la Historia de su país en el siglo XX, tanto para propios como ajenos. 

Así, Mitre se mueve con comodidad y eficacia. Construye rápidamente una épica que nos hace sentir al filo de un abismo (“el caso más importante desde los juicios de Nuremberg”, dice Darín) y describe todo lo que allí se pone en juego (empezando por las recurrentes escenas de amenazas, donde el protagonista es bombardeado a llamadas que prometen acabar con su vida y la de su familia). A cada momento grandilocuente, cuyo peso es el del plomo, le corresponde su reverso, que es del humor con la ligereza de un valium. El retrato de los abogados que investigan el caso cumple justamente esa función: suaviza el tono con gags cómicos alrededor de ese grupo disfuncional, conformado por un fiscal apagado, el hijo optimista de una familia de milicos y una comitiva de jóvenes que apenas tiene edad para votar. Todo estos elementos (épica, suspenso, humor) forman parte del ritual de seducción que Mitre ha estudiado y memorizado para vincularse con su audiencia.

De ahí resulta la sensación de inmediatez, que es un arma de doble filo. Está el borde que le permite a la película abrirse paso y está el borde que la hace sangrar con su propio ritmo impaciente y atolondrado. La estética videoclipera que permea varios pasajes es prueba de ello: en las escenas del juicio, el montaje es expeditivo y recorta el testimonio de las víctimas como si se tratara de un asunto burocrático. No hay desarrollo exhaustivo ni tampoco un tiempo dedicado a atender la singularidad de los relatos, sino una lógica acumulativa. Lo que importa es que cada pieza subraye el sadismo de los milicos, que es la carta que el film saca de la manga una y otra vez, hasta doblarle las puntas cuando llega el grito de “Nunca Más” en el cierre.

Mitre confunde la ansiedad contemporánea con la pereza narrativa, y la efectividad con el efectismo. Pero esta decisión formal no sólo da cuenta de las limitaciones estéticas de la película, sino también de las políticas (acá, como siempre, forma y contenido no pueden cortarse a cuchillo). La versión mitrista del Juicio a las Juntas observa los crímenes de la dictadura estrictamente como un problema moral: es la violencia desbordada de los milicos la que los vuelve repudiables. Por perversos, por inhumanos, por injustos. Todo eso es tan veraz como insuficiente, porque la Historia que Mitre entiende apenas como una perversión de los afectos, casi animal, fue además un plan organizado (¡racional!). Hubo una violencia sistemática, comandada por un sector social que doblegó la estructura económica del país según sus intereses. La política entonces se vuelve una elipsis, y lo que queda es Argentina, 1985.

Esa lámina moral que recubre y ahoga la Historia también se completa con la simpleza de la estructura dramática. La manera en que Mitre se aferra al modelo hollywoodense del héroe individual hace que la película sobredimensione la figura del fiscal Strassera. Por eso no es casual que las escenas más logradas transcurran entre las paredes del templo familiar, donde se observan los tejidos amorosos que unen al protagonista con su esposa y sus hijos. Allí pesan los remordimientos (de lo que el fiscal no pudo hacer durante la dictadura, de lo que está en riesgo ahora); toda una serie de fibras emocionales que insisten en personalizar un proceso histórico que fue colectivo (y que la película apenas relega a momentos residuales, en los cuales las Madres son un simpático decorado). 

 Entonces, la contradicción: ¿usó Mitre los dispositivos narrativos de Hollywood para dialogar con los hechos históricos o, por el contrario, convirtió el Juicio a las Juntas en una anécdota intercambiable pero adaptable a esta aceitada ingeniería? Así y todo, con la profundidad de la orilla, la película que reivindica la consigna del “Nunca Más” se convirtió en un fenómeno que corta entradas más allá de las fronteras generacionales: llega a quienes vivieron en carne propia la dictadura, quienes escuchamos su experiencia y quienes recibieron el relato mediado, en tercera persona. 

Que las funciones se hayan vuelto un acto público, donde los asistentes aplauden la escena del alegato, sugiere la irrupción de un hecho performático: la memoria se reactualiza en las salas oscuras, una contraofensiva melancólica que recuerda otro tiempo. No sólo el del trauma de la dictadura, sino el de una Argentina que se unió para resguardar la democracia. Hoy, cuando los defensores de genocidas se sientan en el Congreso, cuando los salarios se pulverizan bajo la misma estructura económica de la dictadura, cuando la sangre no se ve pero se huele, el recuerdo de Argentina, 1985 es una evocación fantasmal. En el aire, flota una pregunta inquietante: si el retrato derretido de Mitre no hubiera devorado la política: ¿estaríamos todos aplaudiendo cuando se prenden las luces?  

Sé agua, amigo

El perro que no calla, el último film de Ana Katz, compite en los Premios Cóndor con la mayor cantidad de nominaciones. Y no es en vano: se trata de la ficción argentina más libre, conmovedora e imaginativa del último año. 

El perro que no calla (2021), Ana Katz

Por Iván Zgaib

*Esta crítica fue publicada el 30/09/2022 en La Nueva Mañana

Todo empieza con un llanto. Un llanto de perro que no escuchamos pero que comenta todo el mundo. Hay un vecino aferrado a su paraguas, temblando abajo de la lluvia. Se desmorona como un glaciar triste, porque recuerda aquel quejido. Dice que lo escucha desde hace cuatro años. Que debe ser la soledad. Que seguro se acuerda del hermano o la mamá. A este hombre se acerca una vecina más y después otro: todos preocupados por la perra que llora cada vez que su cuidador se va a trabajar. Seba (el vecino treintañero, diseñador, conviviente de esa perra) no dice mucho. Es más de escuchar. Si interviene, selecciona sus palabras con austeridad. Calmo, sintético, moroso. En cierto modo, parece callar lo que no calla su perra. Y cómo él, también se calla Ana Katz: la directora de esta película sigilosa, la ficción argentina más líquida y atenta al mundo que se haya estrenado este último año.

En El perro que no calla hay una angustia de púas y un pulso vital que están latiendo por lo bajo. Pero Katz no subraya significados ni utiliza a su protagonista para vocalizar lo que ella quisiera que entienda su audiencia. Por el contrario, trabaja esculpiendo una fuerza mucho más primal, como si limara los bordes de los diálogos y de los hechos dramáticos para llegar a una emoción. Entonces se mantiene ahí, acechando desde el suelo. Abre bien los ojos y convierte a la cámara en una esponja que absorbe todo: las conversaciones que se desbarrancan de su eje; las migajas que la gente deja en el colectivo; los gestos efímeros con los que las personas lanzan un destello de rubí. Captar eso requiere de una atención flotante, algo desviada. Siempre con cuidado, porque todo es perecedero. 

La película entonces observa a Seba. Lo vemos amoldándose y desmoldándose como el agua, siempre en busca de reorganizar su vida, que es también una forma de decir: inventar otro tipo de vida. Distinta de la oficina donde acumula horas de trabajo amarrado a un escritorio.  Diferente  a ese mundo aplastante donde existe el llanto de su perra o la congoja de sus vecinos o el Estado que pisotea los salarios de su madre y sus compañeras docentes. Ir al campo y ver crecer la cosecha. Pasear a un enfermo en silla de ruedas. Formar una cooperativa de verduras agroecológicas. Cada vuelta de timón ensaya una búsqueda por esa tierra virgen y desconocida. 

Lo que en ojos de cualquier otro cineasta podría ser una fábula adormecida por los sahumerios del new age, con la mirada de Katz se vuelve algo mucho más complejo y sentido. La clave quizás sea que las transformaciones en la vida de Seba no estén narradas de manera maniquea ni lineal, sino a través de anotaciones al margen de la hoja, de paréntesis y puntos suspensivos. Es decir: las escenas no están ahí para cumplir un objetivo predeterminado, sino para soltarse de las armaduras que caracterizan al cine teledirigido. Katz entrega su película al ritmo de la vida, que en el mejor de los casos fluye: más acá, más allá, en varias direcciones paralelas. Quién puede agarrar con las manos el torrente del río. 

Una de las estrategias más admirables es el uso de las elipsis: toda la película está hecha de fragmentos. Y entre ellos siempre hay escenas perdidas, como si lo que vemos llegara después de una noche de borrachera. Esto es peculiar porque, hasta esta altura en su carrera, Katz se había limitado a hacer un trabajo temporal microscópico, bastante usual para el cine contemporáneo. Se trataba de historias breves que transcurrían durante un quiebre en la rutina de las personas (las vacaciones en La novia errante y Sueño Florianópolis) o en un período acotado de la vida (los primeros meses de la maternidad en Mi amiga del parque). Y en El perro que no calla nos encontramos con un tiempo diferente. Es plástico y se estira: está cortado, pero cubre la vida de Seba a través de varios años.

Esa estructura resulta precisa y conmovedora justamente porque revela la naturaleza cambiante de la vida. No se trata de la definición de un momento, sino de la fragilidad de esos momentos que parecen sellados en la piedra. A contramano de la fijeza de nuestra percepción y del sistema que nos exige una existencia ordenada (¡y un cine ordenado!), el mundo que construye la película tiene como constante su forma maleable. Los afectos en la vida de Seba mutan. Sus trabajos son unos y después otros. Los lugares donde vive se suceden y dejan su estela. 

Parte de esa filosofía también adquiere forma por el peso dramático que Katz distribuye igualitariamente entre cada suceso. Uno de los pasajes más comentados es aquel que remite a la pandemia (y que la directora imaginó antes que el virus apareciera en nuestras vidas): un cambio en el oxígeno del planeta hace que las personas se vean obligadas a utilizar cascos con forma de pecera; el único método posible para respirar sin morir en el intento. Pero lo que no se ha dicho tanto sobre ese episodio distópico es que sea tratado de la manera más cotidiana posible. No se destaca, sino que comparte la misma densidad dramática que una mudanza al campo o un nacimiento.

En esas vidas de cristal nada es permanente. Una catástrofe planetaria, un trabajo chupasangre, un ser querido que se va: todo pasa, todo va a pasar. Y esa es, también, la esperanza fortuita que vislumbra Katz: en nuestras vidas de hierro siempre se puede abrir una grieta, una rendija, un canal que deje correr el agua. Algo nuevo puede pasar. 

* El perro que no calla posee diecisiete nominaciones a los Premios Cóndor, que serán entregados el lunes 3 de octubre.

Un deseo ornamental

Con Camila saldrá esta noche, Inés Barrionuevo le abre las puertas del cine argentino a las juventudes politizadas. Se ve hasta el miércoles en el Cineclub Municipal. 

Camila saldrá esta noche (2021), Inés Barrionuevo

Por Iván Zgaib

*Esta crítica fue publicada el 03/06/2022 en La Nueva Mañana

1.

En la primavera de 2017, los programas de la tarde ya tenían profesionales entrenados para gritar. Había padres con ataques de nervios y periodistas descascarados por la humedad. Si la televisión fuera un deporte, ganaba quien interrumpiera primero a sus compañeros, e interrumpía primero quien escupiera la frase más chisporroteante posible. La palabra era espuma rabiosa. Alzar la voz: un tackle capaz de tumbar a una persona a cambio de miles de likes.

Cuando Ofelia Fernández apareció en escena, la sorpresa fue que corrió la tela de ese espectáculo: una chica de diecisiete años, atendiendo móviles desde la puerta de una escuela tomada, empezó a explicar por qué los estudiantes se oponían a una reforma que hacía de la educación algo semejante a un autoservicio de comidas rápidas. Cuanto más explicaba, más forma tomaba su voz diamantina. Cuanto más gritaban del otro lado, más abstracto se volvía el ruido periodístico. Al fin, aire fresco.

2.

Los estudiantes encolumnados junto a Ofelia proyectaron la imagen de una juventud abriéndose paso por los estrechos pasillos del espacio público. Y ahora, con el estreno de Camila saldrá esta noche, esos adolescentes politizados empiezan a ocupar su rincón en las angostas veredas del cine argentino. La  protagonista del film, de hecho, inaugura su historia huyendo de la policía después de una marcha. Lleva un pañuelo verde atado a su mochila; luego insulta por lo bajo a su abuela gorila y mira de reojo los museos porque fueron inventados por los imperialistas. 

El film de Inés Barrionuevo, con ciertos logros y tropiezos propios de un adolescente que intenta controlar demasiado su cuerpo, se destaca al menos por dejar atrás a toda una generación de jóvenes que mojó al cine argentino en su merienda de clonazepam: desde los chicos de madera filmados por Ezequiel Acuña, hasta las criaturas de Martín Rejtman que intentaban suicidarse por estar aburridas o por sufrir mucho calor. La Camila de Barrionuevo, por el contrario, tiene algo para decir. Y tiene emociones bombásticas que podrían disparar las frecuencias del cine de adolescentes argentinos a niveles inusuales.

En medio de esa odisea, Barrionuevo emprende la dificultosa tarea de incorporar la política a las conversaciones cotidianas de sus personajes. Es una decisión que encuentra el punto justo cuando exprime la suficiente espontaneidad para que sus actores no den la impresión de estar leyendo el cartel de un centro de estudiantes. Y se choca con sus límites cuando los diálogos sobrecargados (que pasan desde el aborto hasta la colonización) asemejan la película a una agenda donde se van tildando los temas a tratar. 

Aquella tendencia declamatoria, emparentada lejanamente a las películas nacionales de los ‘80, tiene la particularidad de ser fusionada con la atracción noventosa del Nuevo Cine Argentino por los tiempos muertos. Ver a Camila calentando la comida en el microondas o espiando a su vecina que fuma en la ventana del edificio de enfrente (algo que hace ver a las torres de Buenos Aires como pequeñas prisiones de privilegios), señala una apropiación narrativa de la contemplación. Barrionuevo logra imprimirle vitalidad a la historia de esta adolescente, que no es sólo discurso sino también experiencia. 

3.

Una de las cualidades más admirables de Inés Barrionuevo es su capacidad para ejercer un control absoluto sobre los materiales con los cuales trabaja (virtud que dentro del cine de Córdoba, al cual pertenece, quizás sólo tenga su equivalente en Rosendo Ruiz). En el mejor de los casos, esto le permite crear películas que dan la impresión de fluir sin esfuerzo y convencer a los espectadores sobre la verdad ficcional que predican. Uno ve Camila y rápidamente puede sintonizar con la sensibilidad de su protagonista, que es lanzada hacia una nueva escuela donde la mayor parte de sus compañeros tienen guita, le rezan al crucifijo y rara vez salieron de la zona norte de Buenos Aires (todos atributos lejanos a la vida más austera que ella llevaba en La Plata).

En el peor de los casos (cuando el control cruza la raya hasta dejar de verla), Barrionuevo corre el riesgo de encorsetar sus películas. Ese traspié toma cuerpo en la belleza procesada de las imágenes de Camila. Hay encuadres abiertos, cuyo estatismo hace ver a la escuela secundaria como un lienzo y a Camila como su modelo; y hay escenas en una fiesta donde se exprime un fulgor rosado sobre toda la imagen, hasta darle una apariencia ornamental. El cálculo detrás de cada plano tiende a caer en un preciosismo azaroso que por momentos no quedaría fuera de lugar entre los posteos más likeados de un feed de instagram. 

Pero lo verdaderamente curioso es cómo esa inclinación por la belleza se traslada del mero gesto visual al tratamiento de algunas escenas dramáticas. Camila es una película que explora la iniciación sexual de las adolescentes (y por sobre todo, de una generación que hizo de la fluidez su bandera y de las clasificaciones cerradas su blanco de batalla). Y sin embargo, cada escena de sexo consentido es presentada bajo la misma forma pulida: los chicos y las chicas son tan preciosos que podrían protagonizar su propio spot publicitario. Suelen saber qué decir para levantarse a quien les gusta y cuando finalmente lo logran hacen ver al sexo como una pose planificada. Apenas alguna escena donde Camila se tambalea al ver a la persona que le atrae abre otro camino. Se convierte en un destello de incomodidad que es aislado en la película, pero una constante en la vida de cualquier adolescente. 

Barrionuevo sin dudas posee una sensibilidad especial para mirar con empatía a sus protagonistas. Es sólo que el deseo pristino y las imágenes calculadas de Camila tienden a perder el misterio en favor de la autoconsciencia. Y allí se produce el desfasaje: entre una juventud lista para romper las estructuras y una película que suele caer en ellas. 

Sinfonía de un cuerpo

El fulgor, la nueva película de Martín Farina, compone una misteriosa sinfonía que indaga la masculinidad y pone en jaque a los gestos más cómodos del documental argentino. Se estrena en el Cineclub Municipal. 

El fulgor (2021), Martín Farina

Por Iván Zgaib

*Esta crítica fue publicada el 13/05/2022 en La Nueva Mañana

Déjenme intentarlo, a riesgo de fallar. El fulgor, la película más reciente de Martín Farina, se comporta como una fuerza inquieta, difícil de tratar. No se deja domesticar por las palabras, porque sus imágenes poseen un poder resbaladizo (más cerca de la sensación que del concepto). Y tampoco acepta filiaciones dentro del ecosistema del cine argentino, porque se mueve por fuera de los senderos que los festivales y guías de turismo audiovisual han señalizado durante años. Sin luces de neon ni direcciones para la traducción, ¿qué hacemos ante una película como El fulgor; un llamado impreciso de la noche, por momentos llanto de lobo y por otros susurro del viento?

Reconocer aquello que reniega de categorías nos fuerza a veces situarnos en el punto justo donde sucede la fricción. Las escenas bucólicas que inauguran el film de Farina, con su paisaje rural habitado por hombres que carnean vacas y niños que cazan pájaros, podrá remitir efímeramente al escenario campestre de La libertad (la mítica película de Lisandro Alonso que consagró el minimalismo observacional y que sus herederos, conscientes o no, continuaron imitando aún después que él mismo reconociera su agotamiento). Pero a diferencia de aquellos que experimentan con la duración real del tiempo, Farina se inclina hacia una composición fragmentaria. 

Sus planos nos abandonan antes de tiempo, sin que podamos comprender por completo las acciones. Los cuerpos (de los hombres y animales) aparecen de a retazos (literalmente, descuartizados por los bordes del cuadro). Y la asociación entre las imágenes se produce de formas misteriosas, casi siempre evitando la causalidad o la alegoría transparente: los hombres y niños que estrujan la carne picada son seguidos por una pequeña araña que teje su tela sobre el horizonte. 

Esos primeros minutos van tramando la experiencia de una jornada en el campo. Hay un mundo humano que se funde con la naturaleza. Y hay una actividad corporal que se convierte en materia prima del registro: sostener la escopeta, cortar los pellejos de la carne cruda, escurrir la vaca muerta hasta llenar los baldes de sangre. Sin la dimensión del tiempo real, aquella experiencia no se presenta bajo un halo de objetividad. Condensa algo del orden subjetivo, que nada tiene que ver con la primera persona que domina una porción del documental argentino contemporáneo (desde sus expresiones más creativas, como Caperucita roja de Tatiana Mazú, hasta aquellas que descansan narcóticamente en los archivos familiares, como Esquirlas de Natalia Garayalde). En El fulgor la subjetividad corresponde al cuerpo. Y más concretamente, a los cuerpos masculinos: su actividad, su pulsión, su movimiento, su fuerza. Todos estos aspectos se apoderan de la materialidad de la  película e imprimen en ella una temporalidad singular (siempre dislocada, como un hueso que se sale: entre el sueño y la realidad, entre el campo y la ciudad).

Uno de los primeros saltos acontece cuando las imágenes rurales son interrumpidas por pequeñas escenas al interior de un baño de hombres. Ahí, los tipos se desvisten, se bañan y se vuelven a cambiar. De fondo, el crujido mecánico de las fábricas cede a una orquesta sinfónica. Toda la escena va develando la piel desnuda y los cuerpos esculturales de los hombres como si se tratara de un espectáculo de atracciones: ¡con ustedes la pierna pulposa! ¡el torso mojado! ¡el bulto movedizo!

Que estas imágenes luego desemboquen en la escena de un carnaval no sólo acentúa esa apariencia espectacular, sino que produce un contraste con los pasajes rurales, de los cuales parece diferenciarse como si se tratara de una dimensión paralela. Es casi un sueño, en el que los elementos del campo (desde los cuerpos monumentales hasta las plumas de las aves y la figura de los caballos) se desplazan y adquieren otro tipo de existencia. El éxtasis que Farina logra invocar en los bailes, con una ejecución que siempre está a la altura de su ambición apabullante, expande esa imagen del carnaval como lugar de subversión: un espacio-tiempo suspendido, en el que los cuerpos de los hombres se liberan, se sacuden, se rozan unos a otros.

El punto cúlmine de aquella conexión: la imagen de un hombre rasgando la carne cruda se enlaza a la de un hombre poniéndose un cinturón de perlas para el carnaval. En cada caso, Farina escenifica un tipo de producción: el de la carne y el de la fiesta popular, donde los cuerpos también producen distintas formas de masculinidad. La virilidad exacerbada del hombre que domina la naturaleza, primero. Y la masculinidad suave del hombre que se monta para un espectáculo, después: con sus ojos de lince delicadamente pintados, sus piernas carnosas cubiertas de crema, su espalda de titanio bañada en glitter.

Lo verdaderamente radical de esta observación consiste en no detenerse ante la distinción que separa estos mundos, sino en insistir en el carácter construido que ambos comparten. Así, la relación con la naturaleza y los ritos de dominación masculina se revelan como una pose (o, para decirlo cinematográficamente, como puesta en escena). Una especie de artificio que la misma película duplica: todo se erige desde una óptica estilizada, que por momentos es eco de la vanguardia soviética y destello del manierismo queer. Su aspecto decoroso, por eso mismo, se presta a una atmósfera de fantasía.

El film de Farina alcanza así un efecto hipnótico. Es la reivindicación del cine como una zona propicia, ya no para el reflejo ni para los dispositivos fríamente calculados, sino para la invención. El conjuro de una experiencia alimentada por el deseo, que convierte a las imágenes y sonidos en un cuerpo tan misterioso como el de los hombres que atrae su mirada. Hay algo de allí que siempre se escapa: una rendija entre los planos, una sensualidad encontrada en los ritmos y las texturas, un vacío que nos hace ver que aún hay un abismo. Mientras gran parte de las películas argentinas parecen seguras de lo que son, Farina abre una pregunta en peligro de extinción. Después de tantos años, después de tanta historia: ¿qué puede (ser) el cine argentino?

* El fulgor se ve desde el jueves 19/05 en el Cineclub Municipal Hugo del Carril.

Un fantasma (bohemio) recorre Córdoba

Todas las pistas fueron falsas, la ópera prima de Alejandro Cozza, filma el espejismo de una bohemia cordobesa que no encuentra su horizonte. Se ve desde el próximo jueves en el Cineclub Municipal. 

Todas las pistas fueron falsas (2022), Alejandro Cozza

Por Iván Zgaib

*Esta crítica fue publicada el 11/03/2022 en La Nueva Mañana

Alejandro Cozza, un incansable militante cultural de Córdoba (formador de cuadros cinéfilos en las unidades básicas del cineclubismo y del videoclub Séptimo Arte), está a punto de rayar otra baldosa en la ciudad: estrena Todas las pistas fueron falsas, su primera película como solista. 

En ella le dedica un protagonismo estelar a los adoquines cordobeses y, cada tanto, amenaza con mostrar la arena. Para un cine vernáculo que ha sido especialmente reacio a filmar las tensiones políticas de su ciudad, el film de Cozza se quita la mordaza de la boca para empezar a balbucear cierto malestar (un gesto más o menos compartido con otros films recientes: el Polk-ostumbrismo de Bandido, el realismo de papel de Las motitos y la paranoia fallida de El oso antártico, co-dirigido por el propio Cozza). La tercera escena de Todas las pistas ya enuncia esa pesadumbre en una conversación casual: Fernando le cuenta a una amante que su abuelo participó del golpe del ‘55. Dice que era un gorila; religioso y conspirador. “Viste cómo es Córdoba”, le responde ella, “tan docta, tan casta”. 

Los 70 minutos que siguen están destinados a revolver la basura de la calle, como un intento por rescatar algo perdido. Un contra-campo de aquella Córdoba come-hostia: el espejismo de la bohemia subterránea, habitada por artistas aficionados y borrachos profesionales. Allí se mueve Fernando. De librería en bar, de proyección en lectura, de reviente en resaca: un andariego baudelairiano, arañando los cuarenta años.  

Cozza registra ese merodeo como si estableciera una comunicación fantasmal con dos ancestros lejanos: Tiro de gracia de Richardo Becher y La mamá y la puta de Jean Eustache. Es decir, como si buscara un cine aferrado a la realidad más conocida; describiendo en detalle sus partículas. La posibilidad de hacer una etnografía con tus propios amigos: diálogos intrascendentes y paseos sin rumbo que amparan la promesa de un retrato generacional. 

Al perseguir el flujo de lo real, la narración de Todas las pistas se fuga. Está hecha de fragmentos y desvaríos que parecen conducir a ningún lado más que a una forma de experiencia. Andar por la noche: una juventud eterna. Cada escena es un instante que posee cierta autonomía, por lo cual su eficacia no depende tanto de la ingeniería narrativa, sino de la capacidad para transmitir una suerte de energía vital. Y la película de Cozza logra algunos hallazgos y otros los pierde en su deambular: una animada discusión sobre el cine de Jacques Tati expresa la conexión amorosa entre los personajes y el arte, pero una conversación incómoda afuera de la librería atenta contra todas las pretensiones naturalistas del film.   

Su mejor defensa es la capacidad descriptiva. El city-tour trasnochado de Fernando esconde una voluntad de registro que va expandiendo su universo cultural (algo bienvenido en el marco de un cine local enclaustrado en sus propios mundos bacteriales). Acá vemos presentaciones con directores hiperbólicos, fiestas adormecidas de electrónica, recitales de bandoneón vergonzosos. También hay una atención cuidada por filmar los objetos que nutren la afectividad de sus protagonistas (como los discos de vinilo que abrazan a Fernando en su soledad). Pero la decisión más radical no recae en la romantización de aquella cosmogonía bohemia, sino por el contrario, en el hecho de presentarla como los restos de una civilización en decadencia. Los artistas son insoportables o fallidos o frustrados. Los paseos de Fernando son constantes: un loop que gira sobre sí mismo. La abulia le gana a la salvación. 

Incluso si la composición dramática no siempre es precisa, el film deja algunas huellas reveladoras sobre esa bohemia en crisis (que es, al mismo tiempo, una crisis de la madurez). Fernando intenta dedicarse a escribir pero no puede; intenta tener una vida diferente pero se le resbala de los dedos. ¿La contra-cultura, después de todo, no fue lo suficientemente tenaz como para hacerle contra a Córdoba? 

Que las alcantarillas culturales no sean un refugio capaz de soportar (ni mucho menos dinamitar) a la Córdoba reaccionaria, significa que son un escondite al desnudo. La bohemia, en vez de un arma, es maquillaje. El merodeo, en vez de revolución situacionista, es caminata en círculos. Cozza no filma a sus criaturas como si estuvieran por encima del oscurantismo cordobés, sino imbuidos por sus sombras. Perdidos, sin saber con qué responder.  Allí está el dolor enterrado de la película. 

* Todas las pistas fueron falsas se estrena el jueves 17 de marzo en el Cineclub Municipal. 

Contra el cine-fósil

Adiós a la memoria (2020), Nicolás Prividera

Por Iván Zgaib

*Esta crítica fue publicada el 19/11/2021 en La Nueva Mañana

Adiós a la memoria es el equivalente cinematográfico de enterrar las uñas en un sarpullido molesto: da la instantánea sensación de un desahogo que pronto se vuelve desgarrador. En la segunda escena, mientras el crítico y cineasta Nicolás Prividera monta las imágenes que filmó su padre con una cámara Súper 8 en los años ‘70, se escucha el chirrido de un viejo proyector. Hay algo allí que coquetea con ofrecernos un refugio: la textura sedosa de la imagen analógica, las dulces escenas de la intimidad familiar, el sonido mecánico de una tecnología que remite al pasado glorioso del cine. Todo podría redundar en una experiencia tranquilizadora, y sin embargo, Prividera se dedica a destruir esas falsas promesas.  

Ante la masa de películas donde los directores miran con ojos empañados las imágenes arqueológicas de sus familias (sea por el rubor de la fotografía o por la cualidad espectral de esa vida, la del mismo director, que ya no es aquella perpetuada por la cámara), Prividera gira el lugar de la mirada, incluso el tono (¡sobre todo el tono!). Asume un gesto desangelado, al borde de la exageración, y se encarga de desactivar cualquier síntoma del síndrome nostálgico. Está emprendiendo su batalla. Irrita, provoca, desafía.

Él observa a su padre (un hombre que se dedicó a filmar su juventud y que ahora, en la vejez, está perdiendo la memoria) y antes que rendirle culto lo cuestiona. También vuelve al pasado (el de la dictadura que se llevó a su madre), pero no para monumentalizarlo como un embalsamador diseca el cadáver de una vieja mascota, sino para sacudirlo hasta que transforme la óptica del presente (dominada por la derecha que vuelve a azotar la Argentina). Y además repite las imágenes granulosas que grabó su padre muchas décadas atrás, con sus misteriosos registros de los gatos o de los reflejos de la ciudad que se deforman en el océano movedizo, pero las retruca con imágenes digitales que intentan capturar otros instantes enigmáticos del presente. El retrato de las multitudes abarrotadas tras las vidrieras de los bares, mientras sueñan c on ver los partidos de fútbol transmitidos adentro, condensan un fresco ominoso de los años macristas. 

Una apresurada lectura moral(ista) del film podrá caer en la obviedad: molestarse porque la voz narradora de Prividera está cubierta por un manto gélido, entre la soberbia y la desaprensión, detrás del cual se dedica a diseccionar y juzgar (¡y exponer!) a su padre que pierde la memoria, semejante al país donde vive. Pero lo cierto es que esa aproximación funciona en el marco de una poética (y una política) estructural. Si el ensayo de Prividera se comporta como un contra-manifiesto de su tiempo, nunca lo hace entendiendo al pasado o a la intimidad como significados abstractos ni absolutos: cuando se rebela, lo hace contra el rito que concibe esas figuras como fósiles inertes y no como “magmas en movimiento, un campo de batalla”.

Él desempolva los viejos archivos familiares y los trata como criaturas dormidas a las cuales es necesario volver a despertar, porque tienen algo importante que decirnos. Que el pasado no esté cerrado significa que perdura en el presente (¡y en el futuro!), y por lo tanto el ejercicio de la memoria es una fuerza activa en vez del bostezo al cual acostumbran ciertas películas argentinas. En sintonía con los textos del filósofo Walter Benjamin que cita intermitentemente, Prividera vislumbra un inconsciente enterrado en las imágenes de archivo, así como en el devenir de la Historia que está marcado por sus propias dinámicas de represión y reaparición. Todo vuelve, como los monstruos en las películas de terror. 

Cuando el film sugiere que el padre eligió la enfermedad del olvido por no poder procesar el dolor irresuelto de la dictadura, establece un paralelismo con la supervivencia de la derecha argentina, que regresa encolumnada detrás de Mauricio Macri, izando las banderas del sálvese quien pueda. Por eso mismo, el montaje de la película debe entenderse como una forma estética que es contra-campo de ese neoliberalismo (y se podría agregar, de las películas encerradas en su propia intimidad): se dedica a enhebrar imágenes perdidas, fragmentos que a primera vista podrían parecer desconectados, pero que vislumbran vasos comunicantes entre lo íntimo y lo colectivo. Como si iniciara una desesperada maniobra de reanimación cardiopulmonar, mantiene viva esa esfera de lo público; aquel fuego que el neoliberalismo sueña con extinguir y que el cine argentino suele asfixiar incluso sin ser completamente consciente de ello.

La película de Prividera es, por eso mismo, inescapable: nos busca y nos arrastra a todos (directores, críticos, espectadores) a ver el reflejo de nuestras propias contradicciones. Casi siempre estimulante, sus eventuales limitaciones se evidencian cuando la voz narradora practica sus propios rituales de auto-sacralización y determina de forma tajante el sentido de las imágenes. Rara vez se permite dudar de sí misma, pero las veces que lo hace abre nuevas posibilidades en la relación entre el sonido y los planos.

 Cuando Prividera deja correr un pequeño corto de amor filmado por sus padres, resulta conmovedor justamente por esa razón. Ahí se percibe una tensión entre las imágenes del padre y las del hijo. Entre la tendencia a aferrarse a esos atisbos de la vida conyugal y a la lucha obstinada por correrse de aquel linaje. Pero es una tensión irresuelta, completamente abierta, como la que sigue acechando al país. Y Adiós a la memoria llegó para que no la olvidemos.  

Adiós a la memoria se ve en el Cineclub Municipal desde el jueves 25 de noviembre.

Mujeres en la niebla

Caperucita Roja (2019), Tatiana Mazú González


Por Iván Zgaib

*Esta crítica fue publicada el 05/11/2021 en La Nueva Mañana

Caperucita Roja, la suave película de Tatiana Mazú González, prueba nuevos giros dentro de ese molde favorito que posee el documental argentino contemporáneo: el del cine familiar, que tantas veces se fabrica en piloto automático y en pocas ocasiones encuentra a cineastas torciendo sus aceitados engranajes. 

Una de las decisiones más encantadoras es que, al acercarse a filmar a la abuela, Mazú no sólo se preocupa por embalsamar sus recuerdos y las arrugas de su rostro, sino también por llevar al frente todos los objetos que la rodean en su departamento de Buenos Aires: las extrañas telas que cose durante el día y que deja reposar por la noche, como si fueran pócimas de bruja que maduran al resplandor de la luna. Allí hay tapados de hilo que se enhebran como una telaraña, bordados que brotan en forma de flores silvestres, carteras de lentejuelas que brillan como un anillo de oro en una caverna. Hay cabezas rotas de muñecas de porcelana y libros de cuentos con ilustraciones de otra época.

Mazú filma todos esos materiales con un nivel de atención que delata su fascinación por ellos. Y no es simplemente porque pertenezcan a su abuela, con quien demuestra una relación amorosa durante toda la película, sino porque son reliquias que le permiten liberar una atmósfera fantasiosa. Son tratadas como objetos mágicos, de otro tiempo y de otro lugar. Remiten a la infancia de su abuela, criada entre los cuerpos incinerados de la Guerra Civil Española. Pero además, el montaje los teje junto a otras imágenes curiosas que atentan contra las coordenadas transparentes del film: la aparición de unas praderas en el bosque, las cáscaras de manzanas húmedas o las vacas encerradas en un establo.

De pronto, la vida acorralada en el departamento porteño se confunde con los horizontes despejados del campo, y la forma realista del documental familiar (usualmente obnubilado por la castidad de los materiales de archivo y las voces en off de sus directores con ataques de melancolía) deriva hacia el imaginario de los cuentos de hadas que la abuela recita de memoria. Su propia historia está teñida por ese halo de oscuridad que se camufla con las fábulas: el recuerdo del día en que empezó la guerra, cuando ella tenía ocho años y debía llevar un burro de un pueblo a otro mientras escapaba de los tiros, podría ser una ilustración de aquellos libros que guarda en su biblioteca. Lo que hace Mazú es encontrar una forma precisa para encauzar esa experiencia: más poética que directa, menos terrenal que soñadora.

La ambigüedad de los tiempos y espacios (esa suerte de agujero negro donde el siglo XXI coexiste con el XX, la Buenos Aires macrista con la España del franquismo y las movilizaciones de mujeres con las viejas serenatas de anarquistas) es la piedra fundante sobre la cual se sostiene Caperucita Roja. Mazú hace un documental personal, es cierto. Está inspirado en la intimidad con su abuela, pero la pulsión que recorre su espina también tiene que ver con vislumbrar una constelación intergeneracional. Cada integrante está unida por la experiencia común de ser mujer en un mundo que las desprecia, y está distanciada por las maneras divergentes de interpretar esa realidad oscurantista. Los tiempos confusos de la película, como si estuviera cubierta por la niebla, se doblan y desdoblan, se confunden y se separan: corresponden al pasado y al presente de la abuela, y a las distintas camadas en el linaje de mujeres dentro de esa familia. 

Hay una sensibilidad muy singular que define este retrato, porque Mazú reconoce las diferencias generacionales sin encerrar a cada una de las mujeres en categorías cerradas. A lo largo de la película, la abuela repite ideas conservadoras con respecto al mundo del trabajo y de las mujeres (un imaginario que sus nietas le discuten abiertamente). Pero la directora siempre asume esa tensión en vez de destruirla. Mira dulcemente a aquella vieja; recupera con interés genuino las historias de su vida y marca los límites necesarios cada vez que las diferencias políticas se exponen como heridas viscosas. 

Si el mundo está hecho de sombras que nos desconciertan, Mazú se anima a adentrarse a la espesura del bosque. No ilumina: habita los grises. Con su abuela, con su hermana, con las mujeres, con el cine. Y ese es un gesto de valentía que difícilmente consiguen las películas.

* Caperucita Roja se ve desde 11 al 17 de noviembre en el Cineclub Municipal. La función del jueves 11 a las 20:30 hs contará con la presencia de la realizadora, Tatiana Mazú, en diálogo con el público. También se estrena en Buenos Aires, en las salas Gaumont y en el Cultural San Martín.

Paleontología imperfecta

En Un cuerpo estalló en mil pedazos, Martín Sappia erige un retrato sobre la figura elusiva de Jorge Bonino: el santo patrono que marcó la contracultura cordobesa, del cual casi no han quedado registros documentales. Se ve desde el jueves en el Cineclub Municipal.

Un cuerpo estalló en mil pedazos (2020), Martín Sappia

Por Iván Zgaib

*Esta crítica fue publicada el 08/10/2021 en La Nueva Mañana

Jorge Bonino: arquitecto, artista, terrorista del lenguaje. Un fantasma. ¿Quién lo recordará, después de tanto tiempo? Justo antes de morir, cuando se recluyó en Villa María en los años ‘80, prendió fuego las fotos y los programas y los fósiles de la obra que había creado durante toda su vida. Se volvió una figura elusiva, fantasmagórica; la fuerza resbalosa que Martín Sappia intenta perseguir y cazar en su ópera prima Un cuerpo estalló en mil pedazos.

Si todas las películas poseen un esqueleto, el de ésta se encuentra sostenido sobre planos estáticos y macizos, como si hubieran sido erigidos con plomo. Aquellas imágenes, que por momentos pueden parecer gratuitas, buscan palpar esa cualidad espectral que rodea a Bonino: lo que vemos posee la peculiaridad de acontecer en espacios secos, drenados de personas concretas e identificables. Cuando observamos a alguien, apenas se trata de caminantes anónimos que andan por la calle, que habitan los lugares donde Bonino podría haber pasado en algún momento de su vida. También está la voz flotante de una amiga que intenta reconstruir la historia del artista, pero lo más singular quizás sea que Sappia conciba a los espacios como testigos silenciosos: esos pastizales del interior cordobés o esos adoquines de París. Incluso el apoyabrazos en las sillas de la facultad de arquitectura. Todos seguramente vieron y tocaron a Bonino.

Sappia reencuentra a su protagonista ahí mismo: con cada plano parece decirnos que sí sigue allí, aunque no lo notemos, su recuerdo vivo o muerto-vivo, palpitando en la historia de la contracultura cordobesa. El ejercicio consiste justamente en agitar las cortinas para que se levante la mugre; entrever las partículas de Bonino flameando en el aire y evitar que su legado quede en el olvido. 

Cuando una persona ha borrado los rastros de su propia existencia, como sucedió con Bonino, el cine documental (en sí mismo, una forma de poesía sobre los índices del mundo) debe redoblar la apuesta. Toda la artillería desplegada acá parece dar cuenta de eso: entiende que recuperar a Bonino exige en parte un ejercicio de memoria, y como todo proceso vinculado al acto de recordar, se trata de uno que es impreciso, selectivo, lleno de grietas y cuartos oscuros. La estructura de los textos leídos por la escritora Eugenia Almeida apuntan a tantear en medio de esas sombras: la gente dice cosas sobre la vida de Bonino. Hay muchas historias y una enorme profusión de datos, pero lo que se dice suele ser contradictorio y por eso mismo inspira desconfianza. Sappia demuestra que debe reunir aquel coro, propositadamente desafinado, como si él fuera un paleontólogo juntando los huesos perdidos de un dinosaurio, cuyas piezas nunca encajan perfectamente. Lo que importa es el desajuste. 

Si bien reconstruir esa figura resulta un desafío por las fuentes vaporosas y los índices extraviados, la dificultad se debe también a la personalidad del artista. Se trata de alguien complejo, lleno de costados deformes que lo volvieron fascinante durante su época: como relatan quienes lo conocieron, Bonino fue un artista dedicado a desbaratar el sentido común de su cultura. Veía nuevos pliegues allí donde el resto sólo veía chatura. Encontraba irracionalidad en aquellas palabras que el resto consideraba llenas de sentido. Era un “despabilador de almas”, capaz de hacer jugar a los niños de primaria y a las monjas de un convento parisino. 

Todo el discurso de la película está ordenado para que esa peculiaridad quede a la vista: no hay ninguna duda sobre la personalidad extravagante de Bonino, pero el film raramente intenta apropiarse materialmente de esa energía caótica. La enuncia, más nunca la hace cuerpo. Seguramente, esa sea la decisión más cuestionable, en sí misma contradictoria: uno puede ver Un cuerpo estalló en mil pedazos y encontrarse una fotografía pictórica que no quedaría fuera de lugar en un museo; un texto literario que está escrito meticulosamente con una mano de artesano y un dispositivo estético diseñado con el cuidado de una perfecta ingeniería. La suma de esas decisiones desembocan en un sistema interno profundamente aceitado y coherente. 

No hay dudas de que Sappia demuestra una sabia conciencia sobre su manejo de la dirección ¿Pero no era Bonino, como recuerdan los testigos, un personaje que nos empujaba hacia el abismo, allá donde debíamos mirar de frente al desorden de lo desconocido? Cuando se piensa de esa manera, la relación entre la película y su protagonista pareciera ser el resultado de la combinación entre huesos de dos especies distintas. Un caso de paleontología imperfecta. 

* Un cuerpo estalló en mil pedazos se ve desde el jueves 14 al miércoles 20 de octubre en el Cineclub Municipal. 

Mamá, te corté los pétalos

Las siamesas, la nueva película de Paula Hernández, sigue a una madre y su hija en un viaje en colectivo que se convierte en pesadilla. Se ve en el Cineclub Municipal hasta el próximo miércoles. 

Las siamesas (2020), Paula Hernández

Por Iván Zgaib

*Esta crítica fue publicada el 24/09/2021 en La Nueva Mañana

Dos camisas floreadas sellan el juego dramático de Las siamesas. Clota y Stella, madre e hija, se ven espejadas y al mismo tiempo diferentes. La vegetación de seda que cubre sus cuerpos las hace camuflarse como si estuvieran en un bosque espeso, pero también las repele: entre las hojas selváticas que lleva una y las flores exóticas de la otra, se comportan como dos especies que compiten por poblar el mismo paisaje verde. 

En su nueva película, Paula Hernández imagina una familia que tiene ese aspecto de terreno incierto, lleno de trampas para conejos y pequeños oasis en medio de la sequía: no hay blancos ni negros, sino la tensión natural de estar hundido en un charco de sangre filial que puede ser bendición y castigo. A veces, al mismo tiempo. Cuando Stella y Clota viajan desde Junín hasta la costa, el proyecto de una utopía vacacional pronto se devela pesadillesco: estar encerradas en un colectivo, que es sinónimo de cárcel, que es sinónimo de madre. Al menos por momentos. 

Hernández elige esa espesura emocional como su tono y resulta el mayor acierto. Que recicle el prisma hueco del cine argentino es, al contrario, un acto fallido: después de transcurrir los primeros cuarenta minutos, la película sigue atrapada en las paredes del colectivo y delata todos los tics nerviosos de cierta ficción nacional contemporánea. La predilección por construir narraciones acotadas a un tiempo breve; las vueltas en círculos alrededor de una intimidad que se examina en los pequeños gestos (¡que muchas veces no expresan nada o siempre lo mismo!); la puesta en escena de una estética naturalista que ocasionalmente ensaya un guiño tímido hacia el extrañamiento, sin nunca conquistarlo por completo.  

Para poner en órbita esos ojos secos, Las siamesas demuestra una atracción por sus actrices, lo cual suele descartar todo aquello que hay a su alrededor: las rutas fantasmales, los bares grises de las estaciones de servicio, los baños públicos con olor a pis vencido; cada uno de esos espacios queda reducido apenas a un decorado-extra de cartón. Están allí, en un fondo olvidadizo, drenados de su fuego viviente y sin incidir en un drama que adopta la forma de una pequeña sala del teatro off porteño. 

Lo que adquiere peso en Las siamesas son los diálogos: los movimientos sigilosos dentro de las conversaciones bélicas de madre e hija, que sirven como situaciones mínimas en las que se advierte una grieta hacia problemas más profundos. Hernández se vale de ese tiempo cotidiano y lo trata como una banda elástica a la que puede estirar hasta encontrarle nuevas formas y tamaños. Pero lo paradójico es que esa conjunción (de diálogos y pequeños gestos) no abren la película hacia una forma liberadora, que rompa con las estructuras narrativas como si se tratara de una vieja tradición familiar. Por el contrario, las conversaciones están formateadas por una lógica de planificación efectista: van de la distensión a la irrupción de los conflictos no dichos, evitando el gasto y sometiéndose a un ajuste utilitarista donde la palabra siempre cumple una función predeterminada. 

Ni la delicada danza de Valeria Lois y Rita Cortese, las actrices que capitanean la película, alcanza para escapar al encorsetamiento. Quizás, las cosas encontrarían consuelo si hubiera una idea de cine que sirviera como control de daños para la teatralidad. Pero la aproximación formal desemboca en un callejón de caprichos sin salida: los encuadres desequilibrados, con las protagonistas empujadas a la esquina de la imagen, las hace ver envueltas en el aire vacío. Son una serie de planos corridos de lugar, que no hacen más que ensayar su metáfora forzada de la inestabilidad y las ausencias. El facilismo de la obviedad se come a las emociones complejas. Ah, pero qué linda era la idea de las camisas floreadas.