David Cronenberg: el traficante de sueños prohibidos

¿Quién es David Cronenberg? El cineasta canadiense acaba de estrenar Crímenes del futuro, su primera película después de ocho años, donde sigue explorando qué sucede cuando las personas estiran los límites de sus mentes y sus cuerpos. 

Por Iván Zgaib

*Este perfil fue publicado el 15/07/2022 en La Nueva Mañana

1.

Tenía apenas trece años cuando cruzó la frontera. David Cronenberg viajaba en colectivo desde Toronto hasta Nueva York, donde abrazaría a su tío. Saldría a caminar solo por la calle 42 y se metería en el cine, como un pequeño delincuente se adentra en las sombras de un mercado negro en busca de riñones. Su objetivo serían las películas prohibidas de Brigitte Bardot. Los pies descalzos asomándose en el césped del jardín. El cabello rubio girando como una rueda de la fortuna. Las sesiones de bronceado a plena luz del día, cuando los oficinistas y emprendedores podían verla desnuda mientras caminaban hacia sus trabajos. La imagen vedada para los canadienses sub-dieciocho: una mujer encendida como una llama incontrolable, a la cual ningún hombre podía arrimarse lo suficiente sin quemarse las manos. A menos que la viera desde la butaca de un cine.

2.

Durante la infancia se durmió escuchando los ecos de una máquina de escribir, al otro lado de la habitación, donde su padre cronicaba los robos y asesinatos que mantenían en vilo a la ciudad. Creció pensando que él mismo sería un novelista, pero a los dieciocho estaba en la Universidad de Toronto diseccionando fetos de chanchos. A los pocos meses se aburrió de sus compañeros y comenzó a pasar la mayor parte del tiempo en el campus del frente, con los estudiantes de literatura. Tenía veintidós años cuando el cine le dio una de las mayores sorpresas de su vida: sus amigos aparecieron en una película filmada por estudiantes acerca de la vida de los estudiantes durante el invierno de los años ‘60. Era un film hecho sin dinero, sobre una relación tímidamente gay (tan tímida como lo inducía el gobierno canadiense, que consideraba a la homosexualidad una actividad equivalente a robar un banco o asesinar a un cura). Pero sobre todo, era una película filmada en un país sin cine, en un momento en el cual David Cronenberg no había pensado que hacer películas fuera una posibilidad. Hasta que vio a sus amigos resplandeciendo en la pantalla, como el reflejo de la luna sobre un lago negro. 

3.

Apareció en todos los radares después de estrenar Escalofríos, la película que le sobrevino en sus sueños. Una mujer escupía arañas por la boca y se volvía una maniática-sexual. 

Si el cine se había convertido en una insignia de distinción para personas de buen gusto, Cronenberg se declaraba miembro de otro culto. Sus películas eran una cuestión de bajos instintos: un lugar de mala muerte, asociado a los placeres más vulgares cultivados por junkies, escritores frustrados, científicos obsesivos, matrimonios longevos y cazadores de insectos. En Videodrome, su película de 1983, una locutora de radio fantasea con protagonizar un reality show de torturas sexuales. En Crash, un director televisivo descubre una secta de hombres y mujeres que participan de accidentes automovilísticos para llegar al orgasmo. Y en Desayuno desnudo, la sexualidad aparece lentamente como un ciempiés que se escurre entre las grietas de una pared descascarada: la ciudad de Interzona está habitada por una tropa de muchachos sedientos que giran en círculos alrededor del protagonista, lanzándole miradas como si fueran dardos que lo derriban hasta develar su propio deseo homosexual. 

Las reacciones no tardaron en llegar. En 1975, la señora que le alquilaba su departamento se escandalizó cuando leyó en el diario que Cronenberg, un hombre de familia que consideraba respetable, se dedicaba a hacer pornografía sádica. Directamente le quitó la llave de su departamento. Y en 1983, cuando estrenaba Videodrome, un grupo liderado por una mujer policía cortó las calles de Ottawa en contra del sadomasoquismo exhibido en la película. Lograron que el dueño de un cine la bajara de la cartelera. “No soy particularmente paranoico o inseguro”, diría más tarde Cronenberg, “pero siempre pensé que tenía más chances de que me encarcelasen por artista que por judío”.

Crash (1996)

4.

Hacer cine en Canadá durante los años ‘70 significaba afiliarse al partido de los realistas: documentales informativos o ficciones de personas comunes y corrientes, labrando las tierras en el campo, migrando en la savana africana o sobreviviendo a las duras condiciones de vida. “No había cine de la imaginación”, dijo Cronenberg, y entonces él se embarcó a fundarlo en medio del desierto. Desde un principio, sus películas trabajaron con la crianza de imágenes viscerales, que pudieran asaltar al espectador de manera intempestiva. Muebles que se inflan como los omóplatos de una mujer durante el sexo. Máquinas de escribir que adquieren la forma de cucarachas peludas y que hablan a través de un agujero semejante a las cavernas de un culo. Zanjas de río seco que se abren en medio del abdomen de un hombre, donde se puede meter cintas que lo convierten en una videocasetera humana. “No sé de dónde provienen las imágenes extremas”, diría Cronenberg, “Es como enchufarse al tomacorriente de una pared. Uno busca el enchufe y cuando lo encuentra la electricidad está ahí”.

Las criaturas de sus películas fueron siempre personas dispuestas (o condenadas) a mover los límites de la percepción, y por accidente, trascendían las posibilidades de lo que sus propios cuerpos podían hacer y sentir. Los daños colaterales eran la locura, como le sucede a los astros apagados de Hollywood en Mapa a las estrellas, o la mutación de los organismos hacia un estadío más allá de lo humano. La mosca, el mayor éxito taquillero de Cronenberg, se desenvuelve como la crónica de una descomposición: registra la transformación de un hombre fundido con el ADN de un insecto, desde su capacidad superpoderosa para saltar, romper paredes y coger sin descanso, hasta su ocaso cuando pierde las uñas y escupe baba gelatinosa. El cuerpo se pudre. Deviene algo nuevo. ¿Cómo  nombrar lo desconocido? La basura también hace nacer larvas de sus entrañas muertas.

5.

David Cronenberg cumplió setenta y nueve años. Quedó viudo. Se operó las cataratas. 

Crímenes del futuro, su primera película después de casi una década, posee una serenidad perturbadora: la fotografía está cubierta por una cortina de sombras que deja entrar algunos atisbos de luz a la imagen. No se siente tanto como una noche pesadillesca, sino como las últimas horas de la madrugada, cuando despertamos y debemos lidiar con las consecuencias de nuestros sueños. Los personajes están todo el tiempo conversando sobre lo que le sucede a sus cuerpos, que no paran de crear órganos misteriosos. Ellos hablan y hablan, de tal forma que parecen haber incorporado las reflexiones erigidas sobre los cimientos de todo el universo cronenbergiano. 

Algún periodista le preguntó a David cómo se sentía con los cambios de su propio cuerpo, ahora que entraba en la vejez. Y él respondió que siempre se imaginó hablando con otros ancianos sobre las operaciones de cadera y sus kits de medicamentos. Pero después se dio cuenta que los jóvenes también se operan (los labios, las tetas, los muslos), así que puede entenderse tranquilamente con ellos. Sigue conectado al tomacorrientes de su tiempo.

 

* Crímenes del futuro se proyecta en distintas salas del país  y desde el 29 de julio se verá en la plataforma MUBI. 

Nacido en llamas: Adirley Queirós

¿Quién es Adirley Queirós, el director que filma a los negros marginados de Brasil como héroes meteóricos de luchas distópicas? Su último film, Era uma vez Brasilia, se verá este jueves a las 20:30 hs en el streaming del Cineclub La Quimera.

Once-There-Was-Brasilia-2-1600x900-c-defaultEra uma Vez Brasilia (2017), Adirley Queirós

Por Iván Zgaib

 *Una versión de esta nota fue publicada el 07/08/2020 en La Nueva Mañana

La vida de Adirley Queirós podría contarse como la vida en una ciudad. Cuando nació, en 1970, el país celebraba diez años desde que Juscelino Kubitschek y su séquito de arquitectos inauguraron Brasilia como la quimera del futuro: una ciudad con ánimos de armonía social, engendrada para que sus residentes respiraran aire puro entre edificios con forma de platos voladores y tostadoras eléctricas. Había un lago para combatir la sequedad y supercuadras parquizadas para que los padres pudieran soltar a sus hijos sin miedo a que fueran atropellados por conductores borrachos o distraídos. El suelo era un derecho de las personas. Al menos, en los planos del arquitecto.

Antes que Adirley cumpliera un año, Brasilia rebalsaba la franja de los 500 mil pobladores y los dictadores imaginaron su propia utopía urbana: poner en marcha la C.E.I (siglas llamativas, casi distópicas, para decir más rápido: “Campaña-de-Erradicación-de-las-Invasiones”). Los usurpadores fueron identificados con vista de halcón: empleadas domésticas, porteros y obreros que habían levantado sus propias viviendas en los bordes de la ciudad. Todos fueron arrastrados por una flota de camiones militares; arrancados de sus casas como los médicos extirpan tumores para devolver el cuerpo a su funcionamiento. 

A 30 km de Brasília nació Ceilândia. Adirley creció ahí desde los tres años. A los catorce se convirtió en jugador de fútbol profesional. A los veinticuatro se lesionó. A los veinticinco compró un libro de trigonometría y convirtió su cuarto en un aula para dar clases privadas. A los treinta comenzó a atender el mostrador de recepción en la Secretaría de Salud de Brasilia. Por esa época, fruto de los trayectos en colectivo que debía hacer para llegar hasta la oficina, vio su ciudad con nuevos ojos: “Ceilândia es un espejo quebrado de Brasília”, diría más tarde, “Ceilândia es la ahijada y Brasília es la madrastra. Una madrastra que la maltrata”.

Al filo del nuevo siglo, mientras Lula Da Silva se convertía en el primer obrero en ocupar el sillón presidencial, el cine no estaba en los planes de Adirley. Algo cambió cuando se movía por la ciudad, un lunes a las diez de la mañana camino al trabajo: la imagen fulgurante, semejante a un sueño o una película, de las estudiantes del Departamento de Comunicación tomando sol y fumando como ninfas en los parques de la Universidad. “Mierda, estoy como para seguir ese camino”, pensó. Y así comenzó a estudiar. 

La pulsión popular, combustible de sus recuerdos juveniles, seguía ardiendo cuando filmó sus propias películas. En los primeros cortos ya aparecían las marcas vitales: el rap y la música callejera. Después, cuando buscó hacer su ópera prima, las imágenes resquebrajadas de la ciudad se convirtieron en su brújula estética. Aplicó a un concurso estatal para conmemorar los cincuenta años de Brasília, pero evitó ovacionar la arquitectura fálica con la que se pavoneaban los guías turísticos. Pasó horas, días y meses encerrado en una biblioteca, hasta que entendió que su película sería diferente. Debía renunciar al didactismo para abrirse a la invención, dejar los libros para entregarse a  los callejones sucios de la periferia: filmaría la Historia con los pies desde Ceilândia. Codo a codo, junto a sus amigos y vecinos. 

Después de estrenar A Cidade é Uma Só?, Adirley quiso seguir rascando la memoria del pueblo. Recordó una noche sombría en que la policía pateó las puertas del boliche, empujó a los blancos afuera y molió a palos a los negros de adentro, hasta que su amigo Marquim quedó en silla de ruedas. Nunca más sintió la sangre de sus piernas hirviendo al calor del boogie-woogie. Pero el amigo le dijo que no, qué para qué iba a filmar eso: “Yo no quiero hablar de mi realidad”, le recriminó,  “¿Ustedes no hacen cine? En el cine se vuela y se dan tiros. Yo quiero volar y quiero disparar, pero no quiero hablar de mí.” 

Adirley escuchó. En Branco Sai, Preto Fica, Marquim recordaba el episodio traumático que lo dejó inválido, pero también se organizaba para atacar el Congreso. Era su propio gesto de venganza. La película no lo victimizaba. No lo miraba con piedad tranquilizadora ni le arrebataba sus recuerdos. Al contrario, el cine se convertía en una ofrenda: creaba un espacio fantasioso donde la propia catarsis de Marquim (una que era personal, pero también colectiva) podía estallar por los aires de Ceilândia. 

Los castigados de Brasil, los de la década del ‘70 y los del siglo XXI, no eran sólo víctimas: también eran héroes. Héroes meteóricos de acción, rodeados de puestas de luces azuloides y accesorios extraños como silbatos en forma de calaveras, listos para hacer sonar su canción redentora sobre la Historia de la cual intentaron ser borrados.

Antes de filmar Era uma vez Brasilia, la película siguiente, Adirley y su equipo se encerraron en un taller mecánico. Durante tres meses, empujaron y rearmaron un auto destartalado para asemejarlo a una nave espacial. El mecánico que los observaba se entusiasmó y empezó a trabajar en la película. Filmaron hasta las cinco de la mañana. La historia era más o menos simple: un tipo llegaba a Brasil desde el espacio. Atravesaba las capas de la historia (del futuro extraterrestre a nuestro presente desencantado), pero la paradoja era que se veía como si estuviera inmovilizado, todavía preso. 

Cubierto por un traje de látex, escupiendo humo de su cigarrillo y sosteniendo una escopeta, el héroe de Adirley parecía una reversión local de Kurt Russell en Escape de Nueva York: más embroncado, más roto pero también más vulnerable. Era un ex-convicto, como la mayor parte de los actores en esa película. “En Ceilândia siempre pasamos mucho tiempo hablando, horas y horas, porque no hay mucho que hacer”, explicó Adirley, “Es bailar, beber, jugar a la pelota y hablar. Y siempre en las conversaciones nocturnas alguien recuerda: ‘Ah, cuando yo estaba en la cárcel…’». 

La última película de Adirley está acechada por aquella poética de sombras. Siempre taciturna, mira los espacios abiertos como si fueran celdas claustrofóbicas. Sus criaturas se mueven bajo el gobierno de la luna. Intentan luchar, pero el triunfo no está asegurado. El régimen de Temer (antesala de la pesadilla bolsonarista en curso) se incorpora al film con un aliento de perdición. “El tiempo pasa y la noche llega, la noche que nunca acaba”, diría Adirley, “Después del golpe a Dilma, la noche nunca ha acabado para nosotros.”

Toda la película fue hecha para quemar un auto, contó. Un auto en llamas, derritiéndose como una vela.

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* Era uma vez Brasilia se verá gratis en el streaming del Cineclub La Quimera el jueves 08 de octubre a las 20:30 hs. La función será seguida por una conversación entre Adirley Queirós y el crítico de cine Victor Guimarães. 

Los argonautas en busca del semen perdido

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Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada en la edición de septiembre de 2019 de La vida útil

 

 

I.

Un tipo moribundo apenas puede hilar palabras coherentes, pero su último deseo es que Juliette Binoche le chupe la pija. Lo dice naturalmente, como la espuma febril que burbujea en su boca. “Por favor”, ruega en voz temblorosa. Y ella le inyecta morfina con la ternura de una madre protectora. Por lo que sabemos, el sexo se volvió algo misterioso. No es cuestión de andar satisfaciendo deseos junto a otros. Si el personaje de Binoche persigue hombres, es para juntar semen y conservarlo en cubeteras a prueba de tormentas radioactivas. Si busca chicas, es para cuidar sus óvulos y fabricar bebés platinados que gateen por los túneles de la nave sombría. ¿Quién dijo que es fácil vivir en el espacio? Todo lo que sucedería más o menos espontáneamente en la Tierra acá debe organizarse con cautela. Una máquina de goce está encargada de chuparse los fluidos de cada tripulante. Acabar es como asistir a una sesión periódica en una cama de bronceado: solitario, burocrático, artificioso. Es el mismo esmero que debe reunir Monte para conservar sus plantas; un invernadero flotando en la inmensidad del espacio, donde juntar la primer cosecha de fresas es igual de difícil que engendrar una niña. Vivir cuesta trabajo.

II.

La claridad no es el principio gobernante en High Life. Sus primeros veinticinco minutos (quizás los mejores y más hipnóticos en una película que está llena de ellos) son completamente elusivos. Claire Denis nos suelta la mano en el espacio, sin instrucciones amables ni precisiones dramáticas que expliquen por qué esos personajes están suspendidos en la oscuridad del cosmos. Monte y su hija bebé Willow parecen vivir aislados dentro de una nave voladora. Realizan acciones tan rutinarias como regar el jardín, mirar videos azarosos que llegan desde la Tierra o enviar reportes sobre su bienestar a alguna persona desconocida, en algún rincón borroso del mundo. Por más sensación de aislamiento que propaguen aquellas escenas, el montaje las quiebra como una navaja atravesando sus entrañas. Hay imágenes granulosas de un pasado que sobrevienen de manera fragmentaria: una piedra ensangrentada cayendo por un pozo ciego, unos niños gringos correteando por el bosque embarrado. Y luego, algo distinto: imágenes luminosas de personas que aparecen repentinamente en los recovecos de la nave, como si observaran a Monte mientras le enseña a caminar a su hija; como si Monte no pudiera dejar de sentirse rodeado por aquellas figuras. Cada vez que irrumpen, el fluir narrativo se disloca de un salto. Pierde continuidad con cuerpos que van y vienen a la fuerza de un parpadeo. Sugiere un pasado irresuelto al verse poseído por una puesta en escena acechante. El solapamiento de tiempos que articula esta primera parte es pura forma cinematográfica: una evocación sin peso en las acciones dramáticas, sino en la articulación del espacio visual y las miradas que viajan desde el pasado al presente narrativo. Los tripulantes espectrales advierten sobre una tragedia reciente. El viaje inicia como si Monte y Willow habitaran una nave fantasma.

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III.

Los argonautas alguna vez estuvieron vivos. Sus escasos destellos en la Tierra recuerdan otra forma de existencia. Bosques salvajes que hacen ver el jardín espacial de Monte como un paisaje de juguete encerrado en una esfera cristalina. Pibes subidos a un tren, con las ráfagas de viento soplando sus cabellos, parecen estar a años luz del aire acondicionado que utiliza Binoche para refrescarse en los recovecos estrechos de la nave. Pero sobre todo, planos abiertos: planos abiertos de la naturaleza (o en su defecto, del mismo espacio) que contrastan con los pasillos asfixiantes recorridos por la cámara adentro del vuelo. Claire Denis filma los pasajes de la nave como si fuera una prisión amenazante, lo cual tiene sentido considerando que Monte y el resto de los tripulantes son criminales. Como lo hará saber una voz en off más adelante, los argonautas de High Life recibieron la oportunidad de cambiar su sentencia en la Tierra por ir al espacio para extraer energías alternativas de un agujero negro.

Hay algo de humor amargo en la mirada de Denis, ya que la amplitud infinita del espacio (con todas sus metáforas de “nuevos comienzos” y “posibilidades abiertas”) parece estar flotando sobre la cabeza de unas criaturas confundidas, que viven estancadas, sin un horizonte certero. Pero, incluso con sus brotes de violencia revulsiva, la película sostiene una forma de ternura oculta: Denis no juzga de manera definitiva ni castiga a los protagonistas. Por el contrario, los observa como parias que aún acarrean cierta angustia originada en la Tierra (la obsesión del personaje de Binoche son los bebés, el ejemplo más claro). A pesar de que la atención sobre nuestro planeta sea casi nula, una breve conversación entre un profesor y una joven expresa más que una pieza de información narrativa. Que los protagonistas sean utilizados como conejillos de indias (sin saber que el viaje está destinado a una muerte segura), sugiere que la violencia no se restringe al cuerpo singular de los criminales castigados, sino que también proviene de aquellos que ejercen los castigos.

Monte y sus compañeros han sido utilizados, engañados y tratados como desechos. El aura de pesimismo distópico que plaga toda la película, sin embargo, toma la forma de una constelación de dudas antes que de sentencias seguras. Si los grupos humanos han designado y castigado parias, si los marginados viven con las marcas de la violencia esperando señales humanas y si el horizonte futuro parece cada vez más comprimido, ¿cuáles son las posibilidades de continuar creando vida? La insistencia en las experimentaciones con la fertilidad y la caza de esperma es, a primera vista, un motivo clásico de la ciencia ficción que indaga sobre las posibilidades biológicas de extender la especie. Bajo el prisma perverso y decadente de Denis, la pregunta se tuerce: ¿cómo y para qué continuar la reproducción? O, en todo caso, ¿somos capaces de formar otras comunidades?

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IV.

Claire Denis va hasta el espacio para filmar lo irrepresentable. La excusa puede ser un agujero negro, pero la conmoción latente es por la condición humana, al estilo de los ejercicios formales de ciencia ficción de los 60 y 70 como Solaris 2001: A Space Odyssey. Aunque el sendero que marca Claire es singular; responde a un programa diferente. Lo que tejía una pesadumbre metafísica en Tarkovski o un mito de alcances cósmicos en Kubrick acá adquiere una atención más terrenal y primitiva. La tensión dramática pende de los cuerpos. En ellos, la promesa de procrear, de desear y de establecer vínculos con otros; pero también de destruir, de avasallar, de pasar por encima a los demás como si se tratara de tierras planetarias a ser colonizadas. Si High Life fuera espejo de Alien, las bestias depredadoras y los humanos se unirían en una misma imagen distorsionada: son fuerzas que conviven en la sangre caliente y en la carne palpitante de cualquier persona. No hay divisiones claras, sino distintas pulsiones en pugna: el deseo y la violencia, la vida y la muerte. Aún frente a un futuro lúgubre y devastador, cada cuerpo viene a ofrecer una vitalidad promisoria, así como una amenaza.

Las imágenes dirigidas hacia la visceralidad están lejos de ser azarosas: la cascada de leche cayendo de los pezones brillantes de Boyce; las entrañas abiertas en los brazos lastimados de Monte; los charcos de semen que se vierten sobre el suelo de la nave y resplandecen como las estrellas. Todas responden al registro de los cuerpos encendidos, rotos, calientes, gastados, aislados. La película existe por para la ebullición de esos cuerpos. Su puesta en escena orbita en torno a ellos de tal forma que prepara el terreno para una suerte de pornografía sideral. Lo que caracteriza al film es el nivel de detalle empleado para cartografiar las corporalidades, componiendo encuadres que las recorta, las acerca y las capta con cada uno de los surcos, los lunares y los estremecimientos que trazan su geografía.

La expresión más acabada de este acercamiento aparece en la escena donde el personaje de Binoche ingresa al cuarto del goce. Ahí, inmersa en las sombras, ella se retuerce sobre la pija plateada de un toro mecánico. Cuando la cámara la observa desde arriba, su rostro ido queda fuera de foco, como si estuviera en trance. Parece el ritual de una bruja invocando espíritus paganos. Entonces los planos se dedican a fragmentar su cuerpo: se deslizan sobre la piel, se detienen en una cicatriz deforme debajo del ombligo y en el roce danzante de su mano sobre el cuero del toro peludo. En determinados momentos, la proximidad es tan extrema que la imagen adquiere una cualidad táctil: nuestra visión deviene en el roce mismo, como si estuviéramos refregándonos contra el toro.

Esta escena, como muchas otras (la que registra un intento de violación, la que muestra una cabeza explotando por la presión atmosférica o simplemente las que capturan lagunas de semen, leche y sangre), poseen un grado de efectismo morboso. Algún que otro espectador podrá mirarlas y cuestionarlas por su violencia gratuita, por su desesperación forzosa para shockear. Pero lo cierto es que High Life no puede pensarse únicamente con el kit de herramientas vetustas como la economía dramática o la producción semántica de la puesta en escena. Las imágenes de los cuerpos de Denis deben medirse por su fuerza. Lo que cuenta es el modo en que la vibración de las figuras se expande como ondas eléctricas sobre la superficie visual de la película. Esa forma de convulsión desmedida hace a la mirada de Denis sobre el cine y sobre el mundo. Ella nos fuerza a pasar por High Life como si se tratara de una experiencia que cala hondo en nuestras entrañas. Hasta que se revuelvan.

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V.

Ser prisionero es una forma de estar en el mundo. Sin lugar adonde ir, sin posibilidad de estirar las piernas por fuera del mismo pasillo deprimente que recuerda cuán ceñidos se han vuelto los sueños. El futuro es un privilegio, igual que la libertad de los cuerpos para sentirse en movimiento. Cada noche antes de dormir, Monte y Willow miran pasar el universo entero frente a la ventana de su dormitorio, aunque ellos apenas pueden recorrerlo. Ahí, su paradoja: en la inmensidad del cosmos que parece no tener principio ni fin, la espacialidad es un bien escaso. Y el montaje de Denis recuerda algo más: que ante el movimiento trunco de los cuerpos acontece una temporalidad expandida. El tiempo de la narración está quebrado, deforme, lleno de grietas. Se ha vuelto inasible, a tal punto que por momentos es imposible identificar dónde se ubica el presente. ¿Es cuando Willow aprende a caminar? ¿O es cuando ve las manchas frescas de su primera menstruación?

Algo de eso recuerda Monte en una voz soñolienta: “al 99% de la velocidad de la luz”, dice, “todo el cielo convergió ante nuestros ojos. La sensación de retroceder a pesar de que avanzamos, de alejarnos de aquello a lo que nos acercamos. A veces ya no lo soportaba”. En las penumbras del espacio, la experiencia de los cuerpos ha mutado. Ahora solo queda el tiempo. Uno que no es lineal ni progresivo, sino superpuesto; se dispara en todas las direcciones como la vida flameante del sol. Las oscilaciones del montaje no responden entonces a una decisión narrativa hecha de flashbacks y flashforwards convencionales. Erigen otro pilar de la puesta en escena que insiste sobre el orden de la experiencia. Bajo esas condiciones, ¿cuánto puede un cuerpo?

VI.

Un haz de luz azulada invade la habitación mientras Juliette Binoche se escurre a hurtadillas. Se acerca a una chica dormida y le mueve la panza. La acaricia suavemente. La acurruca para que el esperma llegue a destino. “Crece, crece”, susurra como si cantara una canción de cuna. Y de repente, la imagen cambia. Las montañas naranjas y gaseosas del espacio se aparecen como si fueran una ecografía. Los cuerpos celestes se enlazan misteriosamente a los cuerpos gestantes.

Puede que Claire Denis haya viajado hasta el espacio para filmar agujeros negros, paisajes distópicos y residuos arcaicos de la implosión que originó el universo. Pero el misterio más grande para ella sigue siendo otro. No es más que un cuerpo, punzante y desechable. Capaz de crear y destruir otros.

¿El futuro es ochentoso?

Ready Player One, la nueva película de Steven Spielberg, busca revivir la adrenalina de los blockbusters de los ’80. Pero su brote de nostalgia no resulta original, sino sintomático: este es el emblema del capitalismo zombie y la cultura pop sin sangre.

landscape-1500070002-untitledReady Player One (2018), Steven Spielberg

por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada originalmente el 03/04/2018 en La Nueva Mañana

 

Apenas se apagan las luces, es como una pesadilla. No llegamos a ver ni una imagen de la película que ya están sonando esos teclados de Van Halen. Alguien ve mi cara de espanto y me pregunta si acaso no se trata de una canción divertida ¿No se supone que Jump libera esa electricidad que uno siente cuando puede llevarse el mundo por encima? ¿No la escuchan los atletas para saltar más alto, los nadadores para dejar atrás a sus contrincantes, los empresarios para destruir a la competencia? Y yo diría que sí: hipotéticamente es correcto. Pero el nuevo film de Steven Spielberg hace del revival ochentoso un espectáculo tétrico que pone la piel de gallina. Así es como reproduce la culminación de una cultura que está enferma de nostalgia: en Ready Player One es el año 2045, pero todo suena, se ve y huele como si fueran los malditos ‘80. La sociedad completa vive inmersa en OASIS, un programa de realidad virtual donde los usuarios conviven con personajes de la cultura pop retro y compiten por ganar un premio.

Y yo quisiera decir esto: aunque Ready Player One se celebró por ser el regreso de Spielberg a sus raíces del cine de entretenimiento, la película se siente incómoda. La narración avanza como la mano temblorosa de un adolescente virgen que quiere agarrar todo al mismo tiempo. Esa es la excitación desbordante con la que el director cita hits de la cultura masiva: Chucky, Batman, El Resplandor, el Gigante de Hierro, Godzilla y Calabozos y Dragones son sólo algunos de los muertos-vivos que se reúnen en ese cementerio cinematográfico.

No quiero que me malinterpreten: pasaron sólo unos días desde que me emocioné en una fiesta cada vez que sonaba algún himno de Michael Jackson o Madonna. Me retorcí en la pista como si fuera una de esas estrellas pop prendiéndose fuego en el escenario de los premios MTV. Para bien o para mal, formo parte de esta generación que refrita el pasado con la melancolía de un enamorado que no supera una historia vieja. Y ni siquiera tengo 30 años. Pero no creo que Ready Player One sea un film que ofrezca las certezas para festejar el regreso del clásico Spielberg o de las películas de acción y aventuras “como se hacían antes”. Al contrario, el film debería abrir el camino para repensar críticamente las implicancias de una cultura masiva que está orgullosamente atrapada en alguna dimensión predecible del pasado. Quisiera parafrasear al crítico británico Simon Reynolds para trasladar su pregunta sobre la música pop hacia el mundo de las películas: ¿Qué va a pasar cuando esta  iconografía retro se agote? ¿Es posible rastrear alguna especie del cine masivo actual que sea lo suficientemente llamativa como para que algún director del futuro la desentierre?

ready_player_oneReady Player One (2018), Steven Spielberg

 

Como mínimo, un gesto de alerta siempre es saludable. Que Ready Player One retrate el año 2045 como si fuera una versión futurista de los ’80 no debería ser un detalle que resulte simpático, sino una huella que merece detenimiento. Hay algo curioso en un film que recupera cierta tradición de la ciencia ficción distópica sin distanciarse críticamente de las marcas de su tiempo. Lo que organiza a Ready Player One es un procedimiento siempre ovacionado (y del cual Stranger Things, hito de la psicosis nostálgica, es su mayor referente): la iconografía de la cultura pop se instituye en tanto limbo; una dimensión paralela de aspecto monstruoso donde no existe referente temporal alguno. Cuando la cultura del mercado se convierte en el único eje de reconocimiento, el capitalismo abraza silenciosamente su triunfo más perfecto. ¿Hace falta recordar que los ’80, la época más citada por la cultura contemporánea, es la era en que Reagan y Thatcher empujaron el mundo hacia los límites del neoliberalismo? Si el 2045 que imagina Ready Player One se ve como el pasado donde el capitalismo selló su poder hegemónico, el acto fallido de Spielberg se refleja en la pantalla: el futuro es una tierra distópica de sueños rotos.

 Con esto no quiero decir que la película sea completamente mala. El realizador suele ser un narrador prodigioso que conjuga los ritmos de la acción con cámara y montaje precisos; una parte de las casi dos horas y media se sostiene por la tensión que crea Spielberg para moverse entre los mundos virtuales y reales de sus personajes. Ahí aparece una búsqueda por recuperar cierta tradición del cine como espectáculo: el camino a seguir es el de los blockbusters ochentosos que se presentaban con la seguridad de ser un evento único. Era la adrenalina de crear un momento acotado en el espacio de las salas, con la confianza de marcar indefinidamente a millones de personas. Ese es el cine del cual el joven Spielberg fue un referente y que ahora viene a reivindicar como si fuera su trono.

Pero el resultado nostálgico y remixado de Ready Player One está lejos de traer una forma de cine en extinción: yo diría, más bien, que quizás represente la manifestación culminante y más acabada del momento actual de la historia, de la cultura pop y del cine masivo. Vivimos del pasado como los parásitos se prenden al cuero de una ballena. Y Ready Player One nunca lo cuestiona, sino que se dedica más de dos horas a celebrarlo desvergonzadamente.

Hasta acá hablé de muertos-vivos, de cementerios y fantasmas: son las figuras que parecen acechar esta película a cada momento. Pero no puedo despedirme sin recordar la imagen de Michael Jackson bailando como un zombie entre las lápidas de Thriller: quizás sea la imagen definitiva que marcó la memoria pop en los ’80 y que puede retornar como metáfora para interrogar nuestros tiempos. No vendría mal recordar que aquel zombie se inmortalizó en el cuerpo vivo de Jackson. Ese es el centro de vitalidad y deseo que ni el mercado podía arrebatarle. Pero lo que vuelve como una resaca de esa época ahora no tiene vida ni sangre que le corra entre las venas. Es apenas una sombra, una evocación posfotográfica cuyo aspecto lúgubre confundimos con el goce de una fiesta. ¿Estamos preparados para aceptar que el futuro de la cultura masiva y del cine-espectáculo van a estar tan vaciados de pulsión creativa? Desnaturalizar la nostalgia quizás sea el primer paso. Yo quiero creer que vamos a volver a bailar en una dimensión desconocida.