David Cronenberg: el traficante de sueños prohibidos

¿Quién es David Cronenberg? El cineasta canadiense acaba de estrenar Crímenes del futuro, su primera película después de ocho años, donde sigue explorando qué sucede cuando las personas estiran los límites de sus mentes y sus cuerpos. 

Por Iván Zgaib

*Este perfil fue publicado el 15/07/2022 en La Nueva Mañana

1.

Tenía apenas trece años cuando cruzó la frontera. David Cronenberg viajaba en colectivo desde Toronto hasta Nueva York, donde abrazaría a su tío. Saldría a caminar solo por la calle 42 y se metería en el cine, como un pequeño delincuente se adentra en las sombras de un mercado negro en busca de riñones. Su objetivo serían las películas prohibidas de Brigitte Bardot. Los pies descalzos asomándose en el césped del jardín. El cabello rubio girando como una rueda de la fortuna. Las sesiones de bronceado a plena luz del día, cuando los oficinistas y emprendedores podían verla desnuda mientras caminaban hacia sus trabajos. La imagen vedada para los canadienses sub-dieciocho: una mujer encendida como una llama incontrolable, a la cual ningún hombre podía arrimarse lo suficiente sin quemarse las manos. A menos que la viera desde la butaca de un cine.

2.

Durante la infancia se durmió escuchando los ecos de una máquina de escribir, al otro lado de la habitación, donde su padre cronicaba los robos y asesinatos que mantenían en vilo a la ciudad. Creció pensando que él mismo sería un novelista, pero a los dieciocho estaba en la Universidad de Toronto diseccionando fetos de chanchos. A los pocos meses se aburrió de sus compañeros y comenzó a pasar la mayor parte del tiempo en el campus del frente, con los estudiantes de literatura. Tenía veintidós años cuando el cine le dio una de las mayores sorpresas de su vida: sus amigos aparecieron en una película filmada por estudiantes acerca de la vida de los estudiantes durante el invierno de los años ‘60. Era un film hecho sin dinero, sobre una relación tímidamente gay (tan tímida como lo inducía el gobierno canadiense, que consideraba a la homosexualidad una actividad equivalente a robar un banco o asesinar a un cura). Pero sobre todo, era una película filmada en un país sin cine, en un momento en el cual David Cronenberg no había pensado que hacer películas fuera una posibilidad. Hasta que vio a sus amigos resplandeciendo en la pantalla, como el reflejo de la luna sobre un lago negro. 

3.

Apareció en todos los radares después de estrenar Escalofríos, la película que le sobrevino en sus sueños. Una mujer escupía arañas por la boca y se volvía una maniática-sexual. 

Si el cine se había convertido en una insignia de distinción para personas de buen gusto, Cronenberg se declaraba miembro de otro culto. Sus películas eran una cuestión de bajos instintos: un lugar de mala muerte, asociado a los placeres más vulgares cultivados por junkies, escritores frustrados, científicos obsesivos, matrimonios longevos y cazadores de insectos. En Videodrome, su película de 1983, una locutora de radio fantasea con protagonizar un reality show de torturas sexuales. En Crash, un director televisivo descubre una secta de hombres y mujeres que participan de accidentes automovilísticos para llegar al orgasmo. Y en Desayuno desnudo, la sexualidad aparece lentamente como un ciempiés que se escurre entre las grietas de una pared descascarada: la ciudad de Interzona está habitada por una tropa de muchachos sedientos que giran en círculos alrededor del protagonista, lanzándole miradas como si fueran dardos que lo derriban hasta develar su propio deseo homosexual. 

Las reacciones no tardaron en llegar. En 1975, la señora que le alquilaba su departamento se escandalizó cuando leyó en el diario que Cronenberg, un hombre de familia que consideraba respetable, se dedicaba a hacer pornografía sádica. Directamente le quitó la llave de su departamento. Y en 1983, cuando estrenaba Videodrome, un grupo liderado por una mujer policía cortó las calles de Ottawa en contra del sadomasoquismo exhibido en la película. Lograron que el dueño de un cine la bajara de la cartelera. “No soy particularmente paranoico o inseguro”, diría más tarde Cronenberg, “pero siempre pensé que tenía más chances de que me encarcelasen por artista que por judío”.

Crash (1996)

4.

Hacer cine en Canadá durante los años ‘70 significaba afiliarse al partido de los realistas: documentales informativos o ficciones de personas comunes y corrientes, labrando las tierras en el campo, migrando en la savana africana o sobreviviendo a las duras condiciones de vida. “No había cine de la imaginación”, dijo Cronenberg, y entonces él se embarcó a fundarlo en medio del desierto. Desde un principio, sus películas trabajaron con la crianza de imágenes viscerales, que pudieran asaltar al espectador de manera intempestiva. Muebles que se inflan como los omóplatos de una mujer durante el sexo. Máquinas de escribir que adquieren la forma de cucarachas peludas y que hablan a través de un agujero semejante a las cavernas de un culo. Zanjas de río seco que se abren en medio del abdomen de un hombre, donde se puede meter cintas que lo convierten en una videocasetera humana. “No sé de dónde provienen las imágenes extremas”, diría Cronenberg, “Es como enchufarse al tomacorriente de una pared. Uno busca el enchufe y cuando lo encuentra la electricidad está ahí”.

Las criaturas de sus películas fueron siempre personas dispuestas (o condenadas) a mover los límites de la percepción, y por accidente, trascendían las posibilidades de lo que sus propios cuerpos podían hacer y sentir. Los daños colaterales eran la locura, como le sucede a los astros apagados de Hollywood en Mapa a las estrellas, o la mutación de los organismos hacia un estadío más allá de lo humano. La mosca, el mayor éxito taquillero de Cronenberg, se desenvuelve como la crónica de una descomposición: registra la transformación de un hombre fundido con el ADN de un insecto, desde su capacidad superpoderosa para saltar, romper paredes y coger sin descanso, hasta su ocaso cuando pierde las uñas y escupe baba gelatinosa. El cuerpo se pudre. Deviene algo nuevo. ¿Cómo  nombrar lo desconocido? La basura también hace nacer larvas de sus entrañas muertas.

5.

David Cronenberg cumplió setenta y nueve años. Quedó viudo. Se operó las cataratas. 

Crímenes del futuro, su primera película después de casi una década, posee una serenidad perturbadora: la fotografía está cubierta por una cortina de sombras que deja entrar algunos atisbos de luz a la imagen. No se siente tanto como una noche pesadillesca, sino como las últimas horas de la madrugada, cuando despertamos y debemos lidiar con las consecuencias de nuestros sueños. Los personajes están todo el tiempo conversando sobre lo que le sucede a sus cuerpos, que no paran de crear órganos misteriosos. Ellos hablan y hablan, de tal forma que parecen haber incorporado las reflexiones erigidas sobre los cimientos de todo el universo cronenbergiano. 

Algún periodista le preguntó a David cómo se sentía con los cambios de su propio cuerpo, ahora que entraba en la vejez. Y él respondió que siempre se imaginó hablando con otros ancianos sobre las operaciones de cadera y sus kits de medicamentos. Pero después se dio cuenta que los jóvenes también se operan (los labios, las tetas, los muslos), así que puede entenderse tranquilamente con ellos. Sigue conectado al tomacorrientes de su tiempo.

 

* Crímenes del futuro se proyecta en distintas salas del país  y desde el 29 de julio se verá en la plataforma MUBI. 

Cine o rivotril

La rodilla de Ahed, el nuevo film del israelí Nadav Lapid, explora la ansiedad de un artista ante la salud de su madre y la realidad de un país hundido en la violencia. Se ve en MUBI.

Ahed’s Knee (2021), Nadav Lapid

Por Iván Zgaib

*Esta crítica fue publicada el 01/07/2022 en La Nueva Mañana

Hace ya un tiempo que no puedo pensar en una sola cosa a la vez. Leo libros pensando en películas, miro películas pensando en escribir. Voy a los cumpleaños y le sonrío a la gente mientras mi cerebro repasa nimiedades como no olvidarme de sacar la basura o imaginar la próxima catástrofe que acabe con todas nuestras fiestas. Me inflamo de culpa por esta incontinencia cerebral, pero pronto descubro que mis amigos padecen el mismo hábito: todos hemos sincronizado el ritmo de nuestras cabezas a la simultaneidad de Google. Abrimos ventanas, multiplicamos datos y somos seducidos por imágenes cuya promesa se esfuma como el amorío de una noche. Estamos en todas partes y a la vez en ningún lado.

La ansiedad también alcanzó al cine de la forma más distópica y esperable posible: cuando miramos Netflix, Netflix mira más profundo adentro de nosotros. Sabe cuándo nos dormimos, cuando pausamos o abandonamos los visionados para asistir a las funciones de Instagram o TikTok. Su tercer ojo ha diseñado una ingeniería dónde cualquier imagen (cine, series, publicidades: las fronteras ya no importan) debe cumplir el mandato de colonizar nuestra lábil atención. Las películas ahora son el resultado de un gran estudio sociológico cuya escala hubiera hecho sonrojar en igual medida a Goebbels y Marx. ¿Qué es, sino, un film hiperactivo como Todo en todas partes al mismo tiempo? Una artillería de estímulos inagotables que hacen de la imagen un caso severo de ADD.

El film más reciente del israelí Nadav Lapid, La rodilla de Ahed, es llamativo porque parece ensayar otro sendero: se trata de una apropiación formal de la ansiedad y de la atención volátil, pero que lejos de ser condescendiente con la percepción empastillada de nuestro tiempo, la desafía constantemente. El protagonista es un director (como Lapid), alérgico a los dotes totalitarios del gobierno de Israel (como Lapid) y amarrado al cordón umbilical que lo une a su madre moribunda, con quien siempre realizó sus películas (¡como Lapid!). Acá no importa tanto el carácter autobiográfico del film, pero sí la manera en que esa huella subjetiva hace pulso en las imágenes, por encima de los detalles anecdóticos.

Toda la narración consiste en una crónica que sigue a Y, el director-protagonista, mientras viaja a presentar su última película en un pueblo perdido en el desierto. Transcurre durante el correr de ese largo día, aunque Lapid no intenta recrear la sensación del tiempo real (una contraofensiva común para cierto cine que buscó resistir a los embates de los tanques hollywoodenses del nuevo siglo). De hecho, si hay un rasgo que define a La rodilla de Ahed es que sus escenas nunca se desenvuelven de manera focalizada. El protagonista conversa con una funcionaria del Ministerio de Cultura, pero su cabeza se fuga hacia el desierto; sale a caminar por el desierto, pero se imagina caminando por las calles abarrotadas de la ciudad; escucha música en el auto con el chofer, pero piensa en el mismo hombre llegando a su casa y estallando en un baile lisérgico.

La historia minimalista del film está recargada por cada uno de los procedimientos que utiliza Lapid para implosionar su sistema perceptivo: cada decisión de la puesta en escena corresponde a la efervescencia emocional de su protagonista, que no puede dejar de pensar en la muerte de su madre. Tomemos, por ejemplo, el momento en que conoce a la funcionaria de Cultura, mientras ella le muestra el departamento donde va a pasar la noche. Allí hay dos registros en disputa. Uno de ellos suelta el ancla en la situación dramática del aquí-y-ahora: se vale de planos subjetivos que nos ubican en la corta distancia que separa a los personajes, llenando la imagen de una tensión sexual sin descarga (la cámara parece, por momentos, subida encima de los rostros, al punto que casi podemos sentir la nariz de la chica rozando nuestras pestañas).  Y el otro registro interrumpe esa inmediatez con una actitud esquiva: la cámara tiembla y salta hacia afuera del departamento. En vez de hacernos sentir allí, nos hace escapar del presente por la ventana.

Por eso, la edificación caótica de los planos no ofrece un colchón de sobreestimulación en el cual podamos recostarnos confortablemente, sino que nos descoloca. En vez de construir una serie de episodios dramáticos que nos tomen de la mano para guiarnos a lo largo de la película, hay una sensación (per)turbada que se imprime sobre fuego en las imágenes. Ansiedad, sí: pero no del tipo que alimenta nuestra propia emocionalidad compulsiva.

Quizás, el hallazgo más ocurrente en toda la película tenga que ver con su insistencia por mostrar que esas emociones no sólo tienen una raíz personal (el pavor ante una madre que está a dos suspiros de la muerte). Son también políticas: el protagonista está cansado de un país inmerso en un estado de constante ebullición. Militarizado, obsecuente con la violencia descarnada e intolerante con cualquier atisbo de diferencia (en especial, si se trata del tipo de arte que Y promulga).

El manejo que Lapid logra en aquel punto no es siempre regular. Dedica la segunda mitad del film a relatar un hecho del pasado que resulta impostado y por momentos incongruente con Y. Pero en sus momentos más lúcidos pone toda la orquestación al servicio de una emocionalidad rabiosa. Hay una intensidad invocada a través de los cuerpos, las composiciones de los planos y las explosiones musicales; todos dispuestos para escenificar el hastío de un hombre que se siente expulsado de su propia tierra. Allí, de nuevo, la pertinencia de una estética que no puede hacer pie en un solo lugar.

Me acerco al punto final con mi propia dosis de ansiedad: no logré escribir estas palabras sin soltar el teléfono, que me estimula con un sadismo particular. Avisa que el dólar entra en erupción junto a los precios del pan. Que un candidato presidencial viene a proponernos un sueño (¡libre comercio de niños! ¿quién pide más?). Y que Putin ya imagina cortarle la luz a alguna ciudad para inaugurar la Tercera Guerra Mundial.

La ansiedad: certeza final de nuestros tiempos. ¿Podrá alguna imagen rescatarnos de ella?