Reír, coger, gritar: una pequeña etnografía pandémica

Sexo desafortunado o porno loco, del rumano Radu Jude, filma entre los escombros de la pandemia y encuentra preguntas inquietantes: ¿está preparada la humanidad, después de todo, para seguir conviviendo? ¿y qué rol cumple el cine frente a esa realidad? Se estrena en el Cineclub Municipal. 

Bad Luck Banging or Loony Porn (2021), Radu Jude

Por Iván Zgaib

*Esta crítica fue publicada el 25/03/2022 en La Nueva Mañana

Un vaticinio recurrente durante los primeros meses de la pandemia decía que el cine terminaría filmando películas cavernícolas. El futuro iba a ser minimalista: personajes encerrados en los confines de sus hogares, matando las horas con las pantallas de sus celulares o siendo torturados por el zarpazo de sus pensamientos. Un intimismo demasiado cercano como para poder respirar.

 Imaginen entonces la sorpresa cuando Radu Jude filmó contra todos los augurios. El pasaje inaugural de Sexo desaforunado o porno loco transcurre casi completamente en el espacio exterior. Es decir en la calle, cuya extrañeza a veces la asemeja a una galaxia muy muy lejana. 

Las veredas abarrotadas son de Bucarest, donde los ciudadanos emergen de las cenizas que dejó la cuarentena. La mujer que se abre paso entre las multitudes se llama Emi, una profesora de historia. La vemos ir de local en local y por sus eventuales conversaciones (que escuchamos furtivamente, como si fuéramos un vecino apoyando un vaso de vidrio contra la pared), nos enteramos que se prepara para una inquietante batalla: los padres de la escuela donde trabaja convocaron a una reunión. Si todo sale como ellos quieren, van a echarla por la filtración de un video casero donde se la ve cogiendo. 

El hecho de que Jude haya sido uno de los primeros autores en filmar entre los escombros de la pandemia no es más que una curiosidad anecdótica. Lo verdaderamente llamativo es el comportamiento de la cámara para atender al pulso arrítmico de ese presente. Mientras Emi se mueve por la calle, Jude suele mirarla desde la vereda opuesta, como un espía. Estira los bordes de la imagen hasta acumular más elementos y los escanea uno a uno. El nervio óptico se desestabiliza: va hacia los costados, hacia arriba, hacia abajo. Su efecto más extraño es que abandona a la protagonista y se pierde en los detalles del entorno, de tal manera que las jerarquías del registro se trastabillan. El centro dramático deviene márgen y la periferia documental da un paso adelante.

Cuando Emi es relegada fuera del cuadro, lo que resalta es la curiosidad compulsiva de Jude. Su cámara se distrae como un gato: mira una vidriera donde promocionan libros religiosos y luego un cartel que flota sobre el rascacielos de algún gimnasio, mostrando a un hombre con sobredosis de proteínas. De la misma manera, cada vez que cruza la frontera hacia el interior de las farmacias o las cafeterías humeantes, suspende momentáneamente la historia de la protagonista y re-dirige sus energías hacia una observación que roza lo etnográfico: espía conversaciones casuales, choques y encuentros de extraños que funcionan como un raconto de pequeños hábitos culturales. 

Una escena en un supermercado, por ejemplo, registra a dos mujeres que se pelean porque una de ellas tarda mucho tiempo en pasar los productos por la caja. Hay algo del humor social que se filtra allí. Y Jude se encarga de cronicarlo exhaustivamente: filma a las personas como si fueran recipientes cargados de alcohol, proclives a prenderse fuego ante la menor chispa. Pero además, estudia los gestos mínimos que brotan de esos cuerpos: una mujer que permanece con el barbijo puesto cuando no habla y que se lo quita para gritarle a las personas que tiene al lado, incluso cuando otros le advierten que no lo haga. 

Jude se comporta a la manera de los antropólogos que en otra época visitaban tierras extrañas, con el anhelo de comprender a sus poblaciones. Aunque acá se trata de una conducta adaptada al presente. Todo parece estar filmado por alguien que permaneció mucho tiempo encerrado y sale a un mundo que ahora le resulta completamente misterioso. Allí, el gesto documental nace del deseo por capturar un momento único. Disparar la cámara antes que la frágil realidad se desvanezca en el aire. 

Así como los neorrealistas italianos se recostaron sobre los esqueletos que dejó la Segunda Guerra Mundial y los realistas contemporáneos (como Jia Zhangke o Apichatpong Weerasethakul) se pasearon entre los restos de un viejo mundo aplastado por el capitalismo, Radu Jude hace lo suyo con la pandemia. ¿Cómo registrar el regreso de las personas a la calle, al encuentro cercano con los otros, después del confinamiento? Si durante meses anhelamos la piel de un extraño, la voz impredecible de algún desconocido, ¿qué sucede si descubrimos que no estamos preparados para convivir con los otros?

La historia de Emi encaja perfectamente con aquellas preocupaciones. Y ni siquiera se trata de una cuestión meramente temática, sino profundamente formal. Intimidad, anonimato público y (des)encuentro colectivo: todo se encarna en el punto de vista de las imágenes. La escena inicial corresponde al registro en primera persona donde Eli es filmada por su marido mientras cogen. La cámara asume una perspectiva subjetiva, como si nosotros mismos tuviéramos sexo en aquel cuarto. Es una mirada ensimismada que entra en tensión con la óptica distante de las escenas en la calle, donde miramos la realidad desde lejos. Y luego, contrasta con la observación participante de la reunión en la escuela, cuya puesta nos sitúa en el espacio entre las personas. 

Hay un dolor latente durante todos esos pasajes: nos hacen percibir que la convivencia social se resquebraja apenas la recuperamos. Pero Jude procesa el trauma bajo la forma de una comedia absurda. El punto cúlmine: la reunión mojigata de la escuela se convierte en una función del video porno. Entre el escándalo y el ratoneo encubierto, los padres inquisidores son también el fresco estrambótico donde confluyen las pulsiones reaccionarias de Rumania. 

Sexo desenfrenado es un experimento: parte registro documental, parte comedia oscura. Por su estructura conceptual tiende a agotarse antes que cada una de las partes llegue a concluirse. Pero lo que resiste, a pesar de todo, son los momentos donde logra reunir un sinfín de elementos (cámara curiosa, espacios vibrantes, actores amaestrados, imágenes encontradas) que condensan las tensiones del presente. La película de Jude es el grito del cine reclamando su lugar como testigo de la historia. Pero no como un cazador que considera a la realidad su presa, ni tampoco como un iluminado que nos hace mirar al espejo. Sino como un entrenador: alguien que nos hace ejercitar los músculos atrofiados de nuestros sentidos. Sólo así lograremos ver el mundo de otra manera. 

* Sexo desafortunado o porno loco se ve hasta el miércoles 30 de marzo en el Cineclub Municipal.

Un fantasma (bohemio) recorre Córdoba

Todas las pistas fueron falsas, la ópera prima de Alejandro Cozza, filma el espejismo de una bohemia cordobesa que no encuentra su horizonte. Se ve desde el próximo jueves en el Cineclub Municipal. 

Todas las pistas fueron falsas (2022), Alejandro Cozza

Por Iván Zgaib

*Esta crítica fue publicada el 11/03/2022 en La Nueva Mañana

Alejandro Cozza, un incansable militante cultural de Córdoba (formador de cuadros cinéfilos en las unidades básicas del cineclubismo y del videoclub Séptimo Arte), está a punto de rayar otra baldosa en la ciudad: estrena Todas las pistas fueron falsas, su primera película como solista. 

En ella le dedica un protagonismo estelar a los adoquines cordobeses y, cada tanto, amenaza con mostrar la arena. Para un cine vernáculo que ha sido especialmente reacio a filmar las tensiones políticas de su ciudad, el film de Cozza se quita la mordaza de la boca para empezar a balbucear cierto malestar (un gesto más o menos compartido con otros films recientes: el Polk-ostumbrismo de Bandido, el realismo de papel de Las motitos y la paranoia fallida de El oso antártico, co-dirigido por el propio Cozza). La tercera escena de Todas las pistas ya enuncia esa pesadumbre en una conversación casual: Fernando le cuenta a una amante que su abuelo participó del golpe del ‘55. Dice que era un gorila; religioso y conspirador. “Viste cómo es Córdoba”, le responde ella, “tan docta, tan casta”. 

Los 70 minutos que siguen están destinados a revolver la basura de la calle, como un intento por rescatar algo perdido. Un contra-campo de aquella Córdoba come-hostia: el espejismo de la bohemia subterránea, habitada por artistas aficionados y borrachos profesionales. Allí se mueve Fernando. De librería en bar, de proyección en lectura, de reviente en resaca: un andariego baudelairiano, arañando los cuarenta años.  

Cozza registra ese merodeo como si estableciera una comunicación fantasmal con dos ancestros lejanos: Tiro de gracia de Richardo Becher y La mamá y la puta de Jean Eustache. Es decir, como si buscara un cine aferrado a la realidad más conocida; describiendo en detalle sus partículas. La posibilidad de hacer una etnografía con tus propios amigos: diálogos intrascendentes y paseos sin rumbo que amparan la promesa de un retrato generacional. 

Al perseguir el flujo de lo real, la narración de Todas las pistas se fuga. Está hecha de fragmentos y desvaríos que parecen conducir a ningún lado más que a una forma de experiencia. Andar por la noche: una juventud eterna. Cada escena es un instante que posee cierta autonomía, por lo cual su eficacia no depende tanto de la ingeniería narrativa, sino de la capacidad para transmitir una suerte de energía vital. Y la película de Cozza logra algunos hallazgos y otros los pierde en su deambular: una animada discusión sobre el cine de Jacques Tati expresa la conexión amorosa entre los personajes y el arte, pero una conversación incómoda afuera de la librería atenta contra todas las pretensiones naturalistas del film.   

Su mejor defensa es la capacidad descriptiva. El city-tour trasnochado de Fernando esconde una voluntad de registro que va expandiendo su universo cultural (algo bienvenido en el marco de un cine local enclaustrado en sus propios mundos bacteriales). Acá vemos presentaciones con directores hiperbólicos, fiestas adormecidas de electrónica, recitales de bandoneón vergonzosos. También hay una atención cuidada por filmar los objetos que nutren la afectividad de sus protagonistas (como los discos de vinilo que abrazan a Fernando en su soledad). Pero la decisión más radical no recae en la romantización de aquella cosmogonía bohemia, sino por el contrario, en el hecho de presentarla como los restos de una civilización en decadencia. Los artistas son insoportables o fallidos o frustrados. Los paseos de Fernando son constantes: un loop que gira sobre sí mismo. La abulia le gana a la salvación. 

Incluso si la composición dramática no siempre es precisa, el film deja algunas huellas reveladoras sobre esa bohemia en crisis (que es, al mismo tiempo, una crisis de la madurez). Fernando intenta dedicarse a escribir pero no puede; intenta tener una vida diferente pero se le resbala de los dedos. ¿La contra-cultura, después de todo, no fue lo suficientemente tenaz como para hacerle contra a Córdoba? 

Que las alcantarillas culturales no sean un refugio capaz de soportar (ni mucho menos dinamitar) a la Córdoba reaccionaria, significa que son un escondite al desnudo. La bohemia, en vez de un arma, es maquillaje. El merodeo, en vez de revolución situacionista, es caminata en círculos. Cozza no filma a sus criaturas como si estuvieran por encima del oscurantismo cordobés, sino imbuidos por sus sombras. Perdidos, sin saber con qué responder.  Allí está el dolor enterrado de la película. 

* Todas las pistas fueron falsas se estrena el jueves 17 de marzo en el Cineclub Municipal.