Almodóvar juega a las muñecas

Madres paralelas, la nueva película de Pedro Almodóvar, compone un melodrama escurridizo que interroga sobre los orígenes familiares y de todo un país. Se ve en Netflix. 

Madres paralelas (2021), Pedro Almodóvar

Por Iván Zgaib

*Esta crítica fue publicada el 17/02/2022 en La Nueva Mañana

1. 

A cuatro décadas del amanecer de su carrera, Pedro Almodóvar ha filmado una película sobre los orígenes. Allí la imagina a Janis, la heroína de Madres paralelas: una mujer que observa los viejos retratos colgando en las paredes de su casa, como si fueran las reliquias de un museo familiar. Su madre, que la crió entre harapos floreados y sonajeros de Woodstock. Su abuela, que la adoptó un verano caluroso, cuando las jóvenes morían con sólo 27 años. Su bisabuela, que quedó viuda después que el franquismo le hiciera cavar su propia tumba al marido. Todas ellas, madres solteras. Como Janis, que está decidida a aceptar un embarazo aunque su amante no reclame la paternidad. Y el linaje, ¿es condena perpetua o un túnel de descubrimiento, la posibilidad de escapar al tic nervioso que repiten con el ojo las abuelas, las madres y las hijas hasta quedarse ciegas? 

Preguntarse de dónde venimos, recordar y hurgar la tierra hasta llegar a acariciar los huesos, quizás sea una exploración arqueológica de nuestras emociones. Encontrar los muertos entre los vivos y viceversa. ¿Cómo puede estar sepultado el pasado, si a Janis se le quiebra el cristal de la voz cada vez que recuerda a su bisabuelo?

2.

Almodóvar filma a sus criaturas como si estuvieran atrapadas en las páginas de una revista de diseño. El color de los departamentos hace chillar a las paredes, que se distinguen a su vez del  griterío de los almohadones mostaza, las fundas insoladas de los celulares y las lámparas de piel de durazno. Ni siquiera el hospital donde Janis tiene a su hija es blanco. Toda la imagen adquiere allí una apariencia artificiosa, no tan estilizada como sí de plástico. Se asemeja a los objetos que Janis fotografía en su trabajo para una revista de moda: los tacones de tachas o las carteras firmadas por Louis Vuitton. Cada una de esas mercancías se multiplica en la vida de los personajes bajo la forma de cuadros expresionistas, flores de feria y monitores para vigilar a los bebés mientras duermen en la cuna. El desafío de Almodóvar es perforar aquellas imágenes saturadas; encontrar emociones genuinas en un mundo de siliconas. 

Por eso la importancia de sus actrices, que son carne viva: cuerpos que se acercan unos a otros, que se sostienen mutuamente (como la amiga de Janis que la toma de la mano cuando está a punto de parir; o como la misma Janis, que ayuda a caminar por los pasillos del hospital a Ana, una adolescente embarazada y sin compañía). Y también importan los rostros que se transforman frente a la cámara: el semblante del éxtasis amoroso que deviene sorpresa y luego desilusión. Todo eso conforma un lienzo cambiante frente a la imagen artificiosa, como si la pintura de los cuadros de repente empezara a transpirar. ¿Y qué queda cuándo cambian las apariencias?

3. 

El melodrama, con sus épicas de mujeres afiebradas por el amor, puede ser una fiesta para el verdugo o su sentencia. A veces las películas glorifican el sentido común y otras veces vislumbran la falsedad de las normas sociales que moldean nuestros sentimientos y conductas. Y Madres paralelas responde a ese segundo grupo (en una tradición que la conecta a la distancia con otras películas superiores, como Té y simpatía de Vincente Minnelli, Más poderoso que la vida de Nicholas Ray y Sólo el cielo lo sabe de Douglas Sirk). Para Almodóvar, la vida emocional de las personas no es estática, sino que fluye. Y si hubiera una figura que expresara la cosmovisión de Madres paralelas sería la del torrente de un río que corre y no se seca. 

Los personajes allí son complejos; están llenos de texturas sedosas y bordes oxidados. Escena tras escena, sus acciones cambian la percepción que tenemos de ellos, evitando las clasificaciones más asfixiantes del género: no hay tóxicos ni saludables, mentirosos ni sinceros, inmaduros ni experimentados, heteros ni homosexuales. Janis expresa claramente esa ética de la composición dramática: una mujer que encuentra a la joven Ana, a quien ve como un venado perdido en la pradera, y sin conocerla la acoge y le propone mantenerse en contacto para acompañarse en la crianza de sus bebés. Pero también es el reverso: una mujer que luego le miente a Ana sobre la identidad de sus hijas y le oculta secretos que podrían cambiarle la vida. 

Algo similar sucede con los giros de la narración: hay saltos bruscos que toman impulso tanto del melodrama cinéfilo como de las telenovelas en lata. La película conforma un artefacto ficcional flexible porque se transforma al revelar cada información nueva o al exponer las decisiones abruptas que toman sus personajes. El resultado es una estructura algo deforme (por momentos parecida a la naturaleza mutante de los melodramas de los ‘30, como Huracán de John Stahl o Cena de medianoche de Frank Borzage). 

La singularidad de esas vueltas de tuerca es que bordea los límites del inverosímil, pero no se agota en el mero golpe de efecto (el clásico cliffhanger que utiliza la televisión para mantener secuestrados  a sus espectadores). Lo que hace es cavar más hondo en el drama hasta abrir nuevos pasadizos: las protagonistas se vuelven más elásticas, el deseo escurridizo, la narración deshinibida. Almodóvar huye al drama matemático que convierte a las personas en fórmulas estadísticas. 

4. 

La vuelta a los orígenes de Madres paralelas es una vuelta a descubrir que no hay naturaleza dada en los hombres y mujeres: que lo que Janis y su entorno sienten sobre la maternidad o sobre los afectos se ha soldado al calor de la historia (la de su propia intimidad y la de toda una sociedad). Almodóvar descubre lo verdadero en lo falso y lo falso en lo verdadero. Allí tampoco hay dicotomías.

Si hay otra curiosidad en la película, es la de establecer un paralelismo que salta explícitamente de la escala personal a la histórica, reconociendo las sinergias entre una esfera y otra. Cuando el film comienza, Janis está intentando lograr que un equipo de antropólogos forenses inicie una excavación para recuperar el cuerpo de su bisabuelo y otros nueve opositores asesinados por el franquismo. El Estado ha permanecido indiferente y el ejercicio de memoria que encarnan Janis y el resto de los familiares posee una potencia escurridiza: volver a los orígenes para no olvidar, para trastocar algo del presente. Reconocer (de nuevo) que no todo está dado ¿Qué son las películas sin memoria? Un cine que ha perdido la invención. 

Me quiere, no me quiere, ¿lo quiero?

Les choses qu’on dit, les choses qu’on fait (2020), Emmanuel Mouret

Por Iván Zgaib

*Esta crítica fue publicada el 04/02/2022 en La Nueva Mañana

Cualquier distribuidor ansioso por el corte de entradas hubiera visto la nueva película de Emmanuel Mouret como si fuera un calmante: la aparición de un espectáculo afrancesado inmediatamente reconocible, listo para aspirar la billetera de los cinéfilos más artistique de la ciudad. Protagonizada por un grupo de parisinos de adoquín, con nostalgia por el canto de las aves de campo y un paladar entrenado en los sabores de la filosofía y del sexo extra-marital, Las cosas que decimos, las cosas que hacemos hasta incluye un pasaje donde una chica se entera que su novio fue infiel y le tira uno a uno los libros de su biblioteca mientras grita: “¡Tomá tu Tolstoi! ¡Tomá tu Derrida! ¡Tu Sartre! ¡Tu Balzac!”… ¿Puede una película ser más estereotipadamente francesa?

Y aún así, el film de Mouret es un pequeño objeto de una sensibilidad sobrecogedora, más ajeno al cine de postal francés que al realismo deseante de Eric Rohmer, a los romances de vidrio molido de Philippe Garrell o los relatos de iniciaciones maduras de Olivier Assayas. La película comienza con una declaración de principios que revela su autoconciencia: Maxime, un treintañero que sueña con ser escritor, dice que le gustaría escribir “historias sobre sentimientos”. Lo cual nos sugiere que es Mouret quien está hablando a través de su antihéroe, exhibiendo los hilos de su película (y, también, de su tradición): éste es un cine de los sentimientos, y al igual que las emociones, está hecho de rodeos, de pasos en falso, de caminatas por la niebla. 

Las criaturas de Mouret hablan mucho. Maxime le cuenta a Daphne su historia de desamor con Sandra, que está enamorada de su mejor amigo, y Daphne le cuenta su historia de amor con François, que estaba casado cuando se conocieron. Todos ensayan monólogos que, incluso cuando están dirigidos a otros, poseen la intensidad del fluir de la consciencia. Se pierden en sus propios razonamientos intrincados; expulsan sus pensamientos hasta acumularlos como las piezas perfectas de un jenga a punto de caer. Pero lo que vuelve tangible aquella erupción emocional es la gracia con que Mouret filma los rodeos: él hace deslizar la cámara como por una pendiente de hielo. Cambia de dirección y salta de un personaje a otro, abandonando las figuras del plano hasta trazar un movimiento incierto: uno cuyo objetivo cambia constantemente, tanto como sus protagonistas pasan de un amante a otro, inseguros sobre sus propios sentimientos.

Similar a los sismógrafos que siguen los movimientos de la tierra, Mouret sigue el de las emociones, pero entendiendo que estas no siempre poseen un suelo firme que las contenga. Lo que atrae a su mirada, entonces, no es la pulsión psicoanalítica por reponer el sentido de las emociones, sino el esfuerzo por capturar las fuerzas que se escapan al razonamiento: aquello que resiste al sentido. Incluso el lenguaje que utilizan Maxime y sus amigos para expresar aquello que les está sucediendo pierde eficacia. Por eso cobra importancia la tensión perpetuada en el título de la película: el vacío entre las acciones y las palabras. Lo que decimos…¿es lo mismo que hacemos? y si no fuera así, ¿cómo pueden tener tanto peso de verdad ambos, el cuerpo y el lenguaje?

Los matices que Mouret encuentra en el camino son alcanzados también por la estructura caleidoscópica con que construye la narración. En el film, Daphne le cuenta a Maxime cómo conoció a François cuando éste estaba casado, pero luego cambia al relato de François y luego al de su ex esposa. Cada perspectiva agrega un punto singular desde el cual acercarnos a los hechos que se relatan (muchas veces poniendo en tensión la narración que escuchamos anteriormente). Entonces, no se trata sólo de que cada personaje tiene dificultades para procesar sus propios sentimientos, sino que muchas veces no pueden descifrar qué le sucede al amante que duerme a su lado: la ex esposa de François se pregunta cómo pudo engañarla y Maxime se pregunta cómo Sandra puede abandonarlo y volver a él en una danza interminable. 

El caleidoscopio sentimental de Mouret parece revisitar aquel hermoso pasaje de Jean Renoir en su film Las reglas del juego, donde uno de los personajes decía sombríamente: “Lo terrible de la vida es esto: todos tienen sus razones”. Y aquí, en Las cosas que decimos…, todos tienen sus razones: aunque nunca lleguen a comprenderlas por completo. E incluso si la película logra exponer la marea emocional de cada personaje, nunca arriesga una respuesta final, ni clasifica víctimas y victimarios, ni fabrica hipótesis iluminadoras. Hasta su final permanece abierto, quizás como la vida:  el rostro de una chica, donde conviven la desilusión en sus ojos y la felicidad en su sonrisa. ¿Quién podría vender algo semejante?