7 prisioneros, el nuevo film de Alexandre Moratto estrenado en Netflix, recupera el legado de Ciudad de Dios y convierte las experiencias de la clase trabajadora en una rápida guía turística por las miserias de Brasil.

7 Prisioneiros (2021), Alexandre Moratto
Por Iván Zgaib
*Esta crítica fue publicada el 17/12/2021 en La Nueva Mañana
A nadie debería sorprenderle que Alexandre Moratto, un adolescente criado en Estados Unidos y recién llegado a São Paulo, haya alucinado cuando Fernando Meirelles fue a presentar Ciudad de Dios a su escuela. Esa tarde se acercó al director y le dijo que algún día él también iba a convertirse en cineasta (algo parecido a “cuando sea grande quiero ser como vos”). Y hoy, veinte años después, Meirelles no sólo es su productor, sino que la película que hicieron juntos para Netflix detenta la corona de espinas que exhibió Ciudad de Dios a comienzos del siglo XXI.
7 prisioneros continúa esa vieja tradición que hace mojar a productores, mecenas con insomnio, ciudadanos sensibles y programadores de películas en ómnibus y festivales: tratar la pobreza como si fuera un parque de diversiones para calmar conciencias. Encontrar consuelo en transformar al cine en un acto de beneficencia. Damas y caballeros: bienvenidos (¡otra vez!) al tráfico de miserias.
La película de Moratto permanece tan ajena a sus criaturas for export que uno puede imaginarlo en una sesión de pitching, intentando venderle su idea a un grupo de ejecutivos en el piso más alto de algún edificio ubicado en el corazón de la city. Entre palabras pomposas y latiguillos que harían arrugar hasta los caparazones occidentales más duros, él podría haber resumido su película así: Mateus, un joven de una familia trabajadora, abandona el campo bajo la promesa de conseguir un buen sueldo en la ciudad, pero cuando llega allí queda atrapado en el laberinto de corrupción, violencia y explotación del “sistema” brasileño.
Cada una de esas palabras en blanco (“sistema”, “corrupción”, “violencia”) posee la cualidad de funcionar como una superficie abstracta: significan todo y a la vez nada, una condición que Moratto se contenta con presentar de esa manera. Su película mira consternada cómo Mateus y otros chicos terminan siendo (literalmente) esclavizados por su jefe, pero rara vez demuestra una atención flotante a los detalles de ese universo: ¿quiénes son estos personajes, más allá de la pulsión que los mueve por hacerle llegar dinero a sus madres y noviecitas? O, en todo caso, ¿qué experiencias singulares (qué gestos, qué deseos, qué recuerdos) convierten a esos chicos en fuerzas vivas antes que en los bocetos de un ejercicio de escritura (poco) creativa? Así las cosas, uno de los prisioneros recuerda con nostalgia a su abuela, pero no cuenta nada sobre su relación con ella; y Mateus habla del trabajo inhumano que deben soportar en Sao Paulo, pero las escenas apenas describen cuidadosamente el andar quebrado o el sudor de sus cuerpos.
Si hay alguna singularidad en 7 prisioneros, es que esa mirada desatenta no se restringe a la construcción dramática de los personajes y sus acciones, sino que incluye la actitud rutinaria con que Moratto los filma. A lo largo de la película, utiliza una cámara en mano cuya aparente crudeza queda diluída por todos los protocolos de estandarización técnica: la iluminación solemne, la alta definición y las composiciones discretas conjugan imágenes “de calidad” (¡no vaya a ser que alguien dude de su rigor profesional!). La dirección de Moratto apenas se empeña en llevar adelante una labor delicada sobre cada escena particular, aplicando un tratamiento homogéneo a la totalidad del film, como si las distintas situaciones dramáticas fueran intercambiables unas con otras.

Por eso, las escenas de 7 prisioneros no importan tanto en función de su valor intrínseco, sino por cómo se tejen unas a otras para confirmar un sentido único. La atracción magnética hacia los episodios de violencia (con ese cosquilleo afligido que une secretamente miedo y excitación) refleja aquella lógica. Cuando Mateus descubre un taller clandestino, por ejemplo, la cámara se regocija con pasearse entre un grupo de trabajadoras que tejen sin descanso y por un cuarto en el fondo, donde hay un grupo de prisioneras a punto de ser vendidas al mejor postor. A Moratto no le interesan demasiado esas mujeres ni ese taller, salvo por el hecho de que sirven como un espectáculo tétrico que se encadena a muchos otros.
También hay pibes a los cuales su jefe les prohíbe ducharse, un prisionero que es torturado físicamente por un policía y otro que recibe su propio hostigamiento psicológico cuando le muestran fotos de su madre siendo atacada. El diseño de estas escenas está tramado a la manera de un golpe seco: se dirige a derribarnos, a ponernos de cuclillas para hacernos horrorizar, una y otra vez, ante cada desborde de violencia. Lo cual redunda en una experiencia paralizadora, una forma de angustia completamente improductiva. Como espectadores, nos vemos arrastrados de los pelos hasta confirmar (plano tras plano) lo mismo: ¡qué vidas terribles tienen estas personas! ¡qué difícil escapar de la miseria!
7 prisioneros se parece a esos tours guiados que se volvieron tan exitosos entre los extranjeros: el sueño de visitar las favelas de Brasil para conocer “la cruda realidad”, al menos por unos minutos. Y así es exactamente como Moratto nos acerca a la brutalidad: de reojo, al paso, llevados por algún colectivo desde el cual vemos las imágenes sucederse y mezclarse unas con otras.
Hace veinte años, en vísperas del primer encuentro entre Moratto y Meirelles, la crítica Ivana Bentes había acuñado un término que no pierde vigencia con las tropas de la gravedad. El concepto de “cosmética del hambre” hacía referencia a una tendencia del cine brasileño: películas que ofrecían la desigualdad social como un adorno, atractivo y pasajero. Pero hoy, también, los márgenes del cine brasileño exhiben otras exploraciones estéticas en torno a las realidades sociales.
En Arabia, por ejemplo, João Dumans y Affonso Uchoa ensayan una road movie melancólica que nos hace cruzar el país junto a un hombre que busca rearmar su vida después de salir de la cárcel. Toda la película se erige como un juego narrativo intrincado, con puntos de vista divergentes y personajes vivientes que entran y salen de la historia. Así componen un fresco en el que los sueños y las penas de un hombre son también los sueños y las penas de toda una clase social. Y en Quintal, del gran André Novais Oliveira, el paisaje mundano de un patio en la periferia de Minas Gerais es observado como un escenario fantástico: un lugar enigmático donde un viejo matrimonio puede tender la ropa y desaparecer por un portal hacia una dimensión perdida.
Esas películas reavivan una confianza primitiva en el cine: que sus imágenes, antes que verificar todas nuestras certezas sobre el mundo, pueden mostrarnos el camino hacia zonas desconocidas. Un salto al abismo: el gesto que Moratto y Meirelles jamás hubieran concebido. Más cómodo es sentarse en las oficinas de Netflix. ¡Qué lindos sillones deben tener!

Quintal (2015), André Novais Oliveira