Contra el cine-fósil

Adiós a la memoria (2020), Nicolás Prividera

Por Iván Zgaib

*Esta crítica fue publicada el 19/11/2021 en La Nueva Mañana

Adiós a la memoria es el equivalente cinematográfico de enterrar las uñas en un sarpullido molesto: da la instantánea sensación de un desahogo que pronto se vuelve desgarrador. En la segunda escena, mientras el crítico y cineasta Nicolás Prividera monta las imágenes que filmó su padre con una cámara Súper 8 en los años ‘70, se escucha el chirrido de un viejo proyector. Hay algo allí que coquetea con ofrecernos un refugio: la textura sedosa de la imagen analógica, las dulces escenas de la intimidad familiar, el sonido mecánico de una tecnología que remite al pasado glorioso del cine. Todo podría redundar en una experiencia tranquilizadora, y sin embargo, Prividera se dedica a destruir esas falsas promesas.  

Ante la masa de películas donde los directores miran con ojos empañados las imágenes arqueológicas de sus familias (sea por el rubor de la fotografía o por la cualidad espectral de esa vida, la del mismo director, que ya no es aquella perpetuada por la cámara), Prividera gira el lugar de la mirada, incluso el tono (¡sobre todo el tono!). Asume un gesto desangelado, al borde de la exageración, y se encarga de desactivar cualquier síntoma del síndrome nostálgico. Está emprendiendo su batalla. Irrita, provoca, desafía.

Él observa a su padre (un hombre que se dedicó a filmar su juventud y que ahora, en la vejez, está perdiendo la memoria) y antes que rendirle culto lo cuestiona. También vuelve al pasado (el de la dictadura que se llevó a su madre), pero no para monumentalizarlo como un embalsamador diseca el cadáver de una vieja mascota, sino para sacudirlo hasta que transforme la óptica del presente (dominada por la derecha que vuelve a azotar la Argentina). Y además repite las imágenes granulosas que grabó su padre muchas décadas atrás, con sus misteriosos registros de los gatos o de los reflejos de la ciudad que se deforman en el océano movedizo, pero las retruca con imágenes digitales que intentan capturar otros instantes enigmáticos del presente. El retrato de las multitudes abarrotadas tras las vidrieras de los bares, mientras sueñan c on ver los partidos de fútbol transmitidos adentro, condensan un fresco ominoso de los años macristas. 

Una apresurada lectura moral(ista) del film podrá caer en la obviedad: molestarse porque la voz narradora de Prividera está cubierta por un manto gélido, entre la soberbia y la desaprensión, detrás del cual se dedica a diseccionar y juzgar (¡y exponer!) a su padre que pierde la memoria, semejante al país donde vive. Pero lo cierto es que esa aproximación funciona en el marco de una poética (y una política) estructural. Si el ensayo de Prividera se comporta como un contra-manifiesto de su tiempo, nunca lo hace entendiendo al pasado o a la intimidad como significados abstractos ni absolutos: cuando se rebela, lo hace contra el rito que concibe esas figuras como fósiles inertes y no como “magmas en movimiento, un campo de batalla”.

Él desempolva los viejos archivos familiares y los trata como criaturas dormidas a las cuales es necesario volver a despertar, porque tienen algo importante que decirnos. Que el pasado no esté cerrado significa que perdura en el presente (¡y en el futuro!), y por lo tanto el ejercicio de la memoria es una fuerza activa en vez del bostezo al cual acostumbran ciertas películas argentinas. En sintonía con los textos del filósofo Walter Benjamin que cita intermitentemente, Prividera vislumbra un inconsciente enterrado en las imágenes de archivo, así como en el devenir de la Historia que está marcado por sus propias dinámicas de represión y reaparición. Todo vuelve, como los monstruos en las películas de terror. 

Cuando el film sugiere que el padre eligió la enfermedad del olvido por no poder procesar el dolor irresuelto de la dictadura, establece un paralelismo con la supervivencia de la derecha argentina, que regresa encolumnada detrás de Mauricio Macri, izando las banderas del sálvese quien pueda. Por eso mismo, el montaje de la película debe entenderse como una forma estética que es contra-campo de ese neoliberalismo (y se podría agregar, de las películas encerradas en su propia intimidad): se dedica a enhebrar imágenes perdidas, fragmentos que a primera vista podrían parecer desconectados, pero que vislumbran vasos comunicantes entre lo íntimo y lo colectivo. Como si iniciara una desesperada maniobra de reanimación cardiopulmonar, mantiene viva esa esfera de lo público; aquel fuego que el neoliberalismo sueña con extinguir y que el cine argentino suele asfixiar incluso sin ser completamente consciente de ello.

La película de Prividera es, por eso mismo, inescapable: nos busca y nos arrastra a todos (directores, críticos, espectadores) a ver el reflejo de nuestras propias contradicciones. Casi siempre estimulante, sus eventuales limitaciones se evidencian cuando la voz narradora practica sus propios rituales de auto-sacralización y determina de forma tajante el sentido de las imágenes. Rara vez se permite dudar de sí misma, pero las veces que lo hace abre nuevas posibilidades en la relación entre el sonido y los planos.

 Cuando Prividera deja correr un pequeño corto de amor filmado por sus padres, resulta conmovedor justamente por esa razón. Ahí se percibe una tensión entre las imágenes del padre y las del hijo. Entre la tendencia a aferrarse a esos atisbos de la vida conyugal y a la lucha obstinada por correrse de aquel linaje. Pero es una tensión irresuelta, completamente abierta, como la que sigue acechando al país. Y Adiós a la memoria llegó para que no la olvidemos.  

Adiós a la memoria se ve en el Cineclub Municipal desde el jueves 25 de noviembre.

Mujeres en la niebla

Caperucita Roja (2019), Tatiana Mazú González


Por Iván Zgaib

*Esta crítica fue publicada el 05/11/2021 en La Nueva Mañana

Caperucita Roja, la suave película de Tatiana Mazú González, prueba nuevos giros dentro de ese molde favorito que posee el documental argentino contemporáneo: el del cine familiar, que tantas veces se fabrica en piloto automático y en pocas ocasiones encuentra a cineastas torciendo sus aceitados engranajes. 

Una de las decisiones más encantadoras es que, al acercarse a filmar a la abuela, Mazú no sólo se preocupa por embalsamar sus recuerdos y las arrugas de su rostro, sino también por llevar al frente todos los objetos que la rodean en su departamento de Buenos Aires: las extrañas telas que cose durante el día y que deja reposar por la noche, como si fueran pócimas de bruja que maduran al resplandor de la luna. Allí hay tapados de hilo que se enhebran como una telaraña, bordados que brotan en forma de flores silvestres, carteras de lentejuelas que brillan como un anillo de oro en una caverna. Hay cabezas rotas de muñecas de porcelana y libros de cuentos con ilustraciones de otra época.

Mazú filma todos esos materiales con un nivel de atención que delata su fascinación por ellos. Y no es simplemente porque pertenezcan a su abuela, con quien demuestra una relación amorosa durante toda la película, sino porque son reliquias que le permiten liberar una atmósfera fantasiosa. Son tratadas como objetos mágicos, de otro tiempo y de otro lugar. Remiten a la infancia de su abuela, criada entre los cuerpos incinerados de la Guerra Civil Española. Pero además, el montaje los teje junto a otras imágenes curiosas que atentan contra las coordenadas transparentes del film: la aparición de unas praderas en el bosque, las cáscaras de manzanas húmedas o las vacas encerradas en un establo.

De pronto, la vida acorralada en el departamento porteño se confunde con los horizontes despejados del campo, y la forma realista del documental familiar (usualmente obnubilado por la castidad de los materiales de archivo y las voces en off de sus directores con ataques de melancolía) deriva hacia el imaginario de los cuentos de hadas que la abuela recita de memoria. Su propia historia está teñida por ese halo de oscuridad que se camufla con las fábulas: el recuerdo del día en que empezó la guerra, cuando ella tenía ocho años y debía llevar un burro de un pueblo a otro mientras escapaba de los tiros, podría ser una ilustración de aquellos libros que guarda en su biblioteca. Lo que hace Mazú es encontrar una forma precisa para encauzar esa experiencia: más poética que directa, menos terrenal que soñadora.

La ambigüedad de los tiempos y espacios (esa suerte de agujero negro donde el siglo XXI coexiste con el XX, la Buenos Aires macrista con la España del franquismo y las movilizaciones de mujeres con las viejas serenatas de anarquistas) es la piedra fundante sobre la cual se sostiene Caperucita Roja. Mazú hace un documental personal, es cierto. Está inspirado en la intimidad con su abuela, pero la pulsión que recorre su espina también tiene que ver con vislumbrar una constelación intergeneracional. Cada integrante está unida por la experiencia común de ser mujer en un mundo que las desprecia, y está distanciada por las maneras divergentes de interpretar esa realidad oscurantista. Los tiempos confusos de la película, como si estuviera cubierta por la niebla, se doblan y desdoblan, se confunden y se separan: corresponden al pasado y al presente de la abuela, y a las distintas camadas en el linaje de mujeres dentro de esa familia. 

Hay una sensibilidad muy singular que define este retrato, porque Mazú reconoce las diferencias generacionales sin encerrar a cada una de las mujeres en categorías cerradas. A lo largo de la película, la abuela repite ideas conservadoras con respecto al mundo del trabajo y de las mujeres (un imaginario que sus nietas le discuten abiertamente). Pero la directora siempre asume esa tensión en vez de destruirla. Mira dulcemente a aquella vieja; recupera con interés genuino las historias de su vida y marca los límites necesarios cada vez que las diferencias políticas se exponen como heridas viscosas. 

Si el mundo está hecho de sombras que nos desconciertan, Mazú se anima a adentrarse a la espesura del bosque. No ilumina: habita los grises. Con su abuela, con su hermana, con las mujeres, con el cine. Y ese es un gesto de valentía que difícilmente consiguen las películas.

* Caperucita Roja se ve desde 11 al 17 de noviembre en el Cineclub Municipal. La función del jueves 11 a las 20:30 hs contará con la presencia de la realizadora, Tatiana Mazú, en diálogo con el público. También se estrena en Buenos Aires, en las salas Gaumont y en el Cultural San Martín.