Mamá, te corté los pétalos

Las siamesas, la nueva película de Paula Hernández, sigue a una madre y su hija en un viaje en colectivo que se convierte en pesadilla. Se ve en el Cineclub Municipal hasta el próximo miércoles. 

Las siamesas (2020), Paula Hernández

Por Iván Zgaib

*Esta crítica fue publicada el 24/09/2021 en La Nueva Mañana

Dos camisas floreadas sellan el juego dramático de Las siamesas. Clota y Stella, madre e hija, se ven espejadas y al mismo tiempo diferentes. La vegetación de seda que cubre sus cuerpos las hace camuflarse como si estuvieran en un bosque espeso, pero también las repele: entre las hojas selváticas que lleva una y las flores exóticas de la otra, se comportan como dos especies que compiten por poblar el mismo paisaje verde. 

En su nueva película, Paula Hernández imagina una familia que tiene ese aspecto de terreno incierto, lleno de trampas para conejos y pequeños oasis en medio de la sequía: no hay blancos ni negros, sino la tensión natural de estar hundido en un charco de sangre filial que puede ser bendición y castigo. A veces, al mismo tiempo. Cuando Stella y Clota viajan desde Junín hasta la costa, el proyecto de una utopía vacacional pronto se devela pesadillesco: estar encerradas en un colectivo, que es sinónimo de cárcel, que es sinónimo de madre. Al menos por momentos. 

Hernández elige esa espesura emocional como su tono y resulta el mayor acierto. Que recicle el prisma hueco del cine argentino es, al contrario, un acto fallido: después de transcurrir los primeros cuarenta minutos, la película sigue atrapada en las paredes del colectivo y delata todos los tics nerviosos de cierta ficción nacional contemporánea. La predilección por construir narraciones acotadas a un tiempo breve; las vueltas en círculos alrededor de una intimidad que se examina en los pequeños gestos (¡que muchas veces no expresan nada o siempre lo mismo!); la puesta en escena de una estética naturalista que ocasionalmente ensaya un guiño tímido hacia el extrañamiento, sin nunca conquistarlo por completo.  

Para poner en órbita esos ojos secos, Las siamesas demuestra una atracción por sus actrices, lo cual suele descartar todo aquello que hay a su alrededor: las rutas fantasmales, los bares grises de las estaciones de servicio, los baños públicos con olor a pis vencido; cada uno de esos espacios queda reducido apenas a un decorado-extra de cartón. Están allí, en un fondo olvidadizo, drenados de su fuego viviente y sin incidir en un drama que adopta la forma de una pequeña sala del teatro off porteño. 

Lo que adquiere peso en Las siamesas son los diálogos: los movimientos sigilosos dentro de las conversaciones bélicas de madre e hija, que sirven como situaciones mínimas en las que se advierte una grieta hacia problemas más profundos. Hernández se vale de ese tiempo cotidiano y lo trata como una banda elástica a la que puede estirar hasta encontrarle nuevas formas y tamaños. Pero lo paradójico es que esa conjunción (de diálogos y pequeños gestos) no abren la película hacia una forma liberadora, que rompa con las estructuras narrativas como si se tratara de una vieja tradición familiar. Por el contrario, las conversaciones están formateadas por una lógica de planificación efectista: van de la distensión a la irrupción de los conflictos no dichos, evitando el gasto y sometiéndose a un ajuste utilitarista donde la palabra siempre cumple una función predeterminada. 

Ni la delicada danza de Valeria Lois y Rita Cortese, las actrices que capitanean la película, alcanza para escapar al encorsetamiento. Quizás, las cosas encontrarían consuelo si hubiera una idea de cine que sirviera como control de daños para la teatralidad. Pero la aproximación formal desemboca en un callejón de caprichos sin salida: los encuadres desequilibrados, con las protagonistas empujadas a la esquina de la imagen, las hace ver envueltas en el aire vacío. Son una serie de planos corridos de lugar, que no hacen más que ensayar su metáfora forzada de la inestabilidad y las ausencias. El facilismo de la obviedad se come a las emociones complejas. Ah, pero qué linda era la idea de las camisas floreadas. 

Decadentismo noventoso

Esquirlas, la ópera prima de Natalia Garayalde, mira la explosión de la fábrica militar de Río Tercero en los ‘90 como una catástrofe personal e histórica. Se ve en el Cineclub Municipal hasta el miércoles 15 de septiembre. 

Esquirlas (2020), Natalia Garayalde

Por Iván Zgaib

* Esta crítica fue publicada el 10/09/2021 en La Nueva Mañana

Esquirlas, la película de Natalia Garayalde que se interna en las profundidades rocosas de los años ‘90, es también una versión mutante de las películas de aquella época. Una suerte de film de catástrofes, a la manera de Twister o El día de la independencia, pero reconstruida a partir de los registros que hizo una niña con la cámara 8 milímetros de su familia, mientras explotaba la fábrica militar de Río Tercero en 1995.

 Hay algo inquietante en aquel desfasaje: en pensar en un género derrochador, erigido a la fuerza maquínica del dinero y de la planificación aceitada del rodaje, que ahora es evocado en un gesto austero y azaroso. Se trata de un giro sintomático del cine contemporáneo: el del acceso a las cámaras que multiplica la producción de imágenes, pero también el de la actividad arqueológica de aquellos hombres y mujeres que tantean y corren la tierra entre los archivos acumulados, hasta descubrir allí las señales de algún movimiento misterioso que había pasado desapercibido, un punto medio entre la fantasía y la realidad social. 

Los materiales de los que nace Esquirlas son esos viejos videos caseros que pertenecen a Garayalde, las filmaciones completamente mundanas junto a sus padres y hermanos: ella de pequeña trepándose a los árboles o su mamá leyendo el diario bajo la luz dorada de un domingo. Son los pequeños atisbos de una vida cotidiana, que de repente se ven arrollados por el ventarrón de la Historia: la explosión trágica que sacude a toda una comunidad, en primer plano, y el crepitar de la corrupción menemista que empieza asomarse por atrás.

El momento más impactante de la película ocurre en un plano secuencia filmado desde el asiento trasero de un auto, mientras la familia Garayalde escapa del accidente y ayuda a una mujer que corre con su bebé en brazos, envuelta por una nube negra. Hay algo tan potente en aquella imagen. En cierta manera, resguarda los mejores atributos de la película: es el registro en primera persona; la posibilidad de hacernos sentar a ver la catástrofe por la ventanilla, a experimentar un evento histórico desde el cuerpo y las emociones. No reconstruyéndolo simplemente con datos o discursos, sino entreviendo su  cualidad vivencial. 

El relato compuesto desde el montaje es central para afianzar ese golpe de la tragedia. Durante los primeros minutos, la introducción de cada uno de los personajes expone una familia momificada de los ‘90: cada uno con sus funciones en la casa (padres e hijos y hermanas), son fijados en la imagen a través del filtro saturado del VHS y de las melodías esponjosas que se escapan de MTV. Hay algo idílico en aquel retrato inicial, como si Garayalde asemejara su familia a una hermosa bola de nieve, un mundo de miniatura perfecto e intocable, que luego va a ser lanzado contra la pared hasta hacer estallar esa felicidad infantil en miles de cristales filosos. 

La calma de la vida íntima implosiona junto a la fábrica militar. Hay un antes y un después que se trama allí desde un juego doble de perspectivas. Mientras los registros caseros muestran a Garayalde de niña, filmando los escombros como si jugara alegremente a ser corresponsal de guerra, la narración del presente la exhibe de adulta, con su voz drenada de entusiasmo y  mirando en retrospectiva. Es la pérdida de la inocencia que va cubriendo todo el film como un manto de noche: la confirmación de que, tras aquel suceso, nada fue lo mismo. Que la gente allegada fue perdiendo su vida por los efectos de la explosión y que la investigación sobre la causa del accidente terminó siendo obstruida. 

Lo que resulta generoso de ese trabajo es cómo la película intenta subvertir la tendencia vanidosa de los documentales familiares que han plagado el cine argentino como una invasión de termitas. El ejercicio de Garayalde va de la intimidad de un juego entre hermanos a la escala rutilante de una conspiración presidencial. Pero eso que se asoma como su mayor arma se vuelve también la piedra que no le permite ir a fondo en su segunda mitad del film. Allí, tiende a girar en círculos sobre escenarios repetitivos (como los juegos periodísticos de la niña) y a mirar de reojo los rincones oscuros que no se terminan de explorar (como el testimonio del operador acusado o la figura de Menem en el entramado político).

La articulación entre esas esferas, las de la familia y la Historia, sufre a causa de esa imprecisión: por momentos nos lleva de la mano a mostrarnos lugares escondidos y por otros nos carga de frustración, como si nos enfrentara ante un hallazgo potencial que se le resbala de los dedos y termina enterrado en algún agujero. Más allá de la resonante memoria afectiva, Esquirlas parece retratar sugestivamente el colapso de una imagen icónica para la cultura menemista: la de la familia tipo, esa especie natural de la democracia del consumo, cuyo rostro brillante ocultaba el reverso opaco de toda una época.

Es por eso que, después de la explosión, los registros de las ruinas destilan ese efecto de atracción hipnótica. La casa familiar hecha pedazos acerca la película a una obra decadentista del siglo XIX, como si los escombros remitieran al pasado glorioso de una civilización. Ese es el secreto que Esquirlas parece guardarse entre las manos, sin darle rienda suelta por completo: que la tragedia de Río Tercero funciona como el ruido estruendoso que despierta a sus personajes del largo sueño de los ‘90. Y que ahí, ante el silencio que deja todo episodio traumático, finalmente podía verse de frente a los ojos.