Pibes enojados, canciones de rock chispeantes y una radio clandestina que suena bajo la luz de la luna: Suban el volumen, de Allan Moyle, une la rebelión y la ternura en esta leyenda de adolescentes suburbanos. Se ve en el Cineclub Municipal.

Pump Up the Volume (1990), Allan Moyle
Por Iván Zgaib
* Esta crítica fue publicada el 13/08/2021 en La Nueva Mañana
Una voz que llega con el viento, a la velocidad rabiosa de la espuma adolescente: ¿no posee una fuerza abrumadora?
Suban el volumen empieza de esa forma: con las palabras de Mark que se desbarrancan de la radio; flotando en el aire mohoso y en el pico de las casitas perfectamente alineadas. Es una voz incorpórea, pero al mismo tiempo hace sentir su masa, como una espalda que nos presta el hombro. Está en todas partes y a la vez en ningún lado. Cada adolescente, aferrado al sonambulismo para no tropezar con el aljibe sedante de su barrio, está escuchando. Cada padre narcótico levanta al menos un párpado, desconfiado, porque esa voz no tiene un origen claro. Un susurro que sale de hasta abajo de la alfombra y de la baba nacarada que escupe la luna. Mark le dice a todos los adolescentes del pueblo: ¡Vuélvanse locos! Basta de ser chicos buenos, ¡este país es una mierda!
En muchos sentidos, la intriga que filmó Allan Moyle en los ‘90 está vertida sobre un molde donde caben todos los flujos del Hollywood adolescente. Parece calcado de Rebelde sin causa, ese mapa del imaginario púber-pop que lanzó sus primeras direcciones en 1955. Pero Moyle recalibra aquellas imágenes de hartazgo juvenil al incorporar la figura de la radio clandestina: cuando Mark empieza a hacer un programa oculto, entra en sintonía con los corazones desencantados de todos los adolescentes suburbanos.
En aquellas escenas, el instrumento de la narración es tan simple como brutalmente dulce e inmediato: nos arrastra del sótano radial de Mark hasta las cuevas donde cada oyente está escuchando. Todos se ven aislados en su propia fortaleza, solitarios o divididos: la rubia que aprueba con 10, las chicas experimentadas en el sexo, el gordito con cara de fiesta de pelotero, los pibes duros que se juntan a fumar en el descampado. Son adolescentes arquetípicos (a primera vista: incompatibles unos con otros) que de repente se ven unidos por aquella voz misteriosa. Quienes nunca cruzarían palabra en la escuela ahora tienen un refugio común: esa voz que vuela como un mensaje del demonio y dice lo que todos sienten antes que cualquiera haya podido decirlo con su propia boca.

En el crepúsculo de los años ‘90, lo que volvía seductora a Suban el volumen era cómo experimentaba genéticamente con otras películas que podrían resultar antitéticas: la depresión consumista de Rebelde sin causa, la piel de cocodrilo de Over the edge (1979), la ternura azucarada de El club de los cinco (1985). Moyle reúne esas variedades dispares y en el proceso se vuelve un perfecto equilibrista del tono emocional: sus chicos quieren salir a destruir todo, pero la paradoja es que ellos mismos son criaturas vulnerables que están rotas.
Nadie expresa mejor esa cualidad que el mismo Mark, escindido entre el día y la noche como los superhéroes que resguardan su identidad secreta. Anda por la escuela como una oveja en el matadero, apenas profiriendo palabras y enterrando los ojos en la tierra. Sólo se libera en las sombras de su propio cuarto; cuando el micrófono de la radio le permite desprenderse de la imagen que los otros se han hecho de él mismo. Entonces no es más que una voz, cruda y pulsional, encendiendo los restos perdidos de sus penas.
Esto nos recuerda Moyle: ¿no es el cine, en parte, como la danza de espejos empañados que se juega en los pasillos de la escuela? Una imagen, incluso cuando posee movimiento, puede fijar identidades. Esa es la peor de sus caras: la que fosiliza el cuerpo de una chica o los gestos de un pueblerino o los deseos sexuales de un estudiante de secundaria. Pero también están aquellas imágenes que apuestan a la liquidez, a aquello que cambia su forma cada vez que alguien busca encerrarlo entre los puños. Y Suban el volumen forma parte de esa segunda tradición. Entiende al cine (aquí: pop, mainstream y genérico) como una superficie para la evaporación.
Moyle es tan generoso que ofrece a cada uno de sus personajes la posibilidad de ser su propio reverso. El chico que no se anima a hablarle a las chicas en algún momento puede dirigirse e inspirar a todo un pueblo. La chica intrépida y sin miedos puede encontrar un momento para la ternura. La piba presionada a ser perfecta puede prender fuego todas sus perlas. Cada uno tiene la oportunidad de quitarse las amarraduras que los habían vuelto una imagen de piedra.
Siempre que miro Suban el volumen quisiera haberla visto antes. Y ojalá más adolescentes llegaran a verla hoy en día. ¿Será demasiado cursi decir que una película puede comportarse como si fuera tu mejor amigo? Algo de eso pone en juego Allan Moyle. Hace un film rabioso, suave y divertido que es una voz tirando abajo la pantalla. Pero además, es una imagen que se corre para hacernos un lugar. Nos devuelve ese anhelo remoto de la adolescencia: el derecho a ser vistos, bajo nuestros propios términos.
