La restauración de Born in Flames hecha luz sobre una película clave de la escena underground de Nueva York en los años ’80: rabia punk, futurismo queer y rebeliones feministas dentro de una ficción distópica que sigue haciendo escuchar sus gritos en la actualidad. Se ve en MUBI.

Born in Flames (1983), Lizzie Borden
Por Iván Zgaib
* Esta crítica fue publicada el 02/07/2021 en La Nueva Mañana
Cualquier final estrepitoso, como un apocalipsis que resetea los relojes de la humanidad, presenta un desafío desesperante para la imaginación: se asemeja a una zona desconocida, una fuerza movediza difícil de representar. Un punto elástico que se escurre del lenguaje como una rata aplastándose para cruzar la rendija de una puerta.
¿Qué hay después de la revolución? El fin, la nada, lo nuevo: un horizonte de nubes eléctricas, un paraíso de abstracción. Lizzie Borden luchaba contra esa ambigüedad tormentosa al amanecer de los años ochenta. Era joven, una aspirante a pintora en los barrios bajos de Nueva York. Leía a Marx y estaba enojada. Caminaba por las calles con olor a moho, sexo y grafitis frescos. Conocía a artistas consagrados y descubría que todos eran hombres. Veía transcurrir los primeros años del gobierno de Ronald Reagan, un confeso creyente en los poderes sacrosantos del mercado, e intentaba imaginar un futuro alternativo: si una ola socialista fuera a inundar los Estados Unidos, ¿se acabarían las injusticias? ¿sería todo finalmente mejor?
Cuando estrenó Born in Flames, su película del año ’83, aquellas especulaciones futuristas habían encontrado una forma precisa: hacía girar la utopía como un trompo, y en los círculos imparables y deformes descubría su apariencia distópica. El espíritu optimista de la primera escena, que muestra a un noticiero celebrando los diez años de “la revolución más pacífica del mundo”, es pronto desmentido: las radios piratas transmiten canciones incendiarias contra los ricos; las mujeres en las calles se defienden de acosadores seriales; los funcionarios tras las sombras vigilan cada paso de las guerrilleras. “Nuestro gobierno, que se jacta de ser el primer socialismo democrático, no es ni democrático ni socialista”, dice la voz suave de una chica rasposa.
El triunfo de una revolución es el comienzo de otra. Las brasas de la resistencia no se extinguen, sugiere Borden. Por eso su película inventa imágenes para aquella fantasía pirómana; una llamarada de rabia que nunca se apaga. La actitud agitadora recuerda a Ice de Robert Kramer, pero las variaciones de Borden parecen comentar también sobre ese cine de izquierda de los ’60 y ’70. Allí, las utopías cinematográficas estaban soldadas por manos masculinas. Y Born in Flames viene a redistribuir los sueños para hacerle lugar a las rezagadas de todas las revoluciones magnánimas: las mujeres, especialmente si son negras y lesbianas.

Borden filma a esas rebeldes bajo la apariencia de un documental que nos visita del futuro. Tiene un aspecto bruto, con imágenes sucias que no parecen planificadas sino robadas, como si fueran el botín de un asalto en la calle. Incluso las charlas son a la vez erráticas y fascinantes, y por eso dan la impresión de haber sido capturadas apenas salieron de la boca de las mujeres, mientras discuten afuera de las fábricas o en los livings de sus casas.
Los registros están poseídos por una entidad caótica que hace distintiva a la película. Es una ficción, una distopía del futuro y una fantasía de rebeliones queers y feministas, pero no bajo la forma de una historia convencional. Se trata, en todo caso, de un collage armado a partir de materiales dispares que se rebelan contra una forma pura y armónica (es decir, la forma predilecta de Hollywood). “Contra” es la disposición que privilegia Born in Flames: contra-forma, contra-información, contra-cultura.
Que las escenas estén llenas de conversaciones podría disparar una lectura apresurada: la película manipula a las protagonistas para que digan lo que quiere decir la directora. Pero lo cierto es que el collage visual de Born in Flames es también un collage de voces. Las mujeres critican un sistema donde son explotadas y a la vez tienen ideas diferentes sobre cómo enfrentarse a él. Allí, la zona gris del film. De hecho, la mayor parte de las veces no pesa tanto lo que se dice, sino el acto mismo de decir en comunidad. Se trata de registrar el tejido sensible por el cual fluyen los torrentes de la comunicación. No es uniforme, pero aún así contiene a esa comunidad que va construyendo sus lazos y sus prácticas políticas desde el intercambio.


Los recuerdos de Borden acerca de la filmación también espejan esa comunidad diversa. Dice que hizo actuar a sus amigas blancas (como Kathryn Bigelow, quien estudiaba a Marx antes de caminar por la alfombra de los Oscar). Cuenta también que se acercó a sus vecinos punkis para que cantaran en la película. Y que cuando se cansó de ese ambiente blanco y clase mediero, salió a explorar la ciudad en busca de otras historias. En las afueras del centro, conoció a mujeres negras que tenían hijos. A una de las actrices la encontró luego de bailar una noche en un bar lésbico, y a otra después de pasar caminando por una canchita de básquet. A muchas de ellas las reunió: blancas, negras, hetero, lesbianas, artistas, trabajadoras, madres, sin hijos. Todas discutiendo acerca de sus experiencias de ser mujeres en la ciudad.
Hay algo hermoso de los registros finales, que siempre oscilan misteriosamente entre la ficción y el documental. Allí, Borden imagina un futuro donde todas esas mujeres se levantan. Pero a su vez nos ofrece los huesos de un pasado remoto: es el encuentro de esas mujeres en una época perdida de la ciudad. Cuando el centro no había sido uniformizado por los negocios inmobiliarios. Y en vez de hipsters de mamá había punkis enojados. Y en vez de directores adictos al perfeccionismo había cineastas subterráneos que soltaban el control remoto. Hacían películas sucias, como la ciudad.

* La película puede verse en la plataforma de streaming MUBI.