Fantasías de laboratorio

Chico ventana también quisiera tener un submarino, el film de Alex Piperno, imagina una cabaña misteriosa cuyas puertas unen la selva filipina, la ciudad de Montevideo y un crucero que atraviesa la Patagonia. Se ve en el Cineclub Municipal. 

Chico ventana también quisiera tener un submarino (2020), Alex Piperno

Por Iván Zgaib

* Esta crítica fue publicada el 23/07/2021 en La Nueva Mañana

Una cabaña enigmática, que aparece de la noche a la mañana en la cúspide de alguna montaña en Filipinas, esconde más de lo que deja ver a primera vista. Es el pulmón verde que airea la imaginación de Alex Piperno para su ópera prima, donde fantasea que el mundo está conectado por puertas secretas. La casilla perdida en medio de la selva asiática posee una escalera que desciende infernalmente hasta los depósitos de un crucero patagónico, y luego hacia unos corredores que abren paso (como un túnel mágico) hacia el armario desde el que se puede espiar a una chica en su pequeño departamento de Montevideo. 

Pero el misterio más grande es que esa cabaña musgosa se comporta como la parábola impensada del cine contemporáneo: un espacio hecho de refinados conductos que unen herméticamente a los países en su propio Fondo Estético Internacional. Los créditos iniciales del film ya anuncian la pertenencia a esas redes mundiales: el sello del Programa Ibermedia que fomenta el trabajo mancomunado entre países iberoamericanos; la fiera benefactora del Fondo Hubert Bals que dona dinero a los directores tercermundistas con buen-gusto; el apoyo de la FUC que bautiza el ingreso de los mejores alumnos a su fraternidad secreta.

Todos los logos intimidantes del film de Piperno (cuyo título pretencioso funciona como una sincera tarjeta de negocios: Chico ventana también quisiera tener un submarino) subrayan los mecanismos financieros del llamado cine-arte actual, pero también señalizan la puerta de al lado: la de las poéticas que se plastifican y monumentalizan desde esas coordenadas globalizantes.

Las primeras escenas de la película adelantan algo de eso. Allí, Piperno se entretiene diseñando encuadres más o menos dislocados (con composiciones descentradas, donde la acción de los campesinos filipinos suele ocurrir a los bordes, como si estuvieran a punto de caerse del plano). Cada imagen está calculada con la precisión matemática de un ingeniero que no admite el desplazamiento milimétrico de ningún ladrillo en su estructura. Antes de acariciar los diez minutos, por ejemplo, se exhibe a un campesino frente a su pequeño pantano de arroz: él está de cuclillas, rigurosamente ubicado a los pies de un sendero de piedras que parte el agua (y la imagen) y deja en primer plano la figura de una flor escultural. Se la ve tiesa, potente, fálica; mucho más grande que la frágil silueta humana que le sirve de reflejo-minatura. El plano es tan hipnótico que produce un efecto de atracción magnética: ¿quién podría resistirse ante su belleza sintética de laboratorio?

Todos los protagonistas de Chico ventana…cruzan esa puerta que los lleva de un rincón del mundo a otro. Pero lo paradójico, casi espeluznante, es que el viaje que emprende la película nunca descubre nada diferente ni misterioso en esos universos. Piperno los filma de la misma manera, a través del mismo ojo clínico que uniformiza la relación de las personas con los objetos diversos que los rodean (sean las plantaciones en el campo, los pasadizos robustos dentro del barco o la calidez de las velas aromáticas y los libros viejos en un departamento).

La crítica francesa Claire Allouche acuñó el término de “artyalización” para referirse a un fenómeno semejante: una cierta tendencia de los cineastas contemporáneos a reproducir modos de estetización forzada. Una predilección festivalera por la fabricación de atmósferas, cuyo registro de las culturas y los espacios resulta en un mero gesto superficial. Ya no importa lo que estemos viendo, porque la singularidad ha sido barrida como una montaña de basura molesta: sólo queda la predisposición mecánica de la cámara (como si la realidad que Piperno contempla estuviera inexorablemente separada de él, en un plano de existencia diferente; inaccesible y escurridizo). 

Es por esto que uno puede sentir una corriente de aire helado escapándose de la pantalla, como si se hubiera abierto la puerta de un congelador que guarda embutidos refrigerados. Cada decisión de la imagen repite un tic compulsivo (de contemplación, distancia, tonos desafectados y composiciones estáticas y geométricas): ¿por qué debería afectarnos, después de todo, el encuentro entre el chico que baldea los pisos del crucero y la chica que vive sola en Montevideo, si la película nos ha mantenido abstraídos de las experiencias peculiares que hacen valioso aquel vínculo?

Las imágenes de Piperno guardan esa cualidad desesperante: son extrañas y estériles al mismo tiempo. Nos seducen con la idea de liberar nuestra percepción mecánica, pero rara vez logran ellas mismas escapar a su propia estética global domesticada. Lo que producen es un espacio achatado, abstracto, impenetrable. Miran a los lugares vibrantes y los procesan hasta convertirlos en no-lugares: el tipo de escenario donde las particularidades y las relaciones entre las personas se cosifican en pos de una arquitectura automáticamente deslumbrante.

¡Por favor, basta de ingenieros en el cine! Habría que dejar que el edificio se derrumbe un poco. A veces está bien sentir que caminamos entre escombros. 

* La película se ve hasta el miércoles 28/7 en el Cineclub Municipal Hugo del Carril.

Orgullo y futuro

 La restauración de Born in Flames hecha luz sobre una película clave de la escena underground de Nueva York en los años ’80: rabia punk, futurismo queer  y rebeliones feministas dentro de una ficción distópica que sigue haciendo escuchar sus gritos en la actualidad. Se ve en MUBI.

Born in Flames (1983), Lizzie Borden

Por Iván Zgaib

* Esta crítica fue publicada el 02/07/2021 en La Nueva Mañana

Cualquier final estrepitoso, como un apocalipsis que resetea los relojes de la humanidad, presenta un desafío desesperante para la imaginación: se asemeja a una zona desconocida, una fuerza movediza difícil de representar. Un punto elástico que se escurre del lenguaje como una rata aplastándose para cruzar la rendija de una puerta.

¿Qué hay después de la revolución? El fin, la nada, lo nuevo: un horizonte de nubes eléctricas, un paraíso de abstracción. Lizzie Borden luchaba contra esa ambigüedad tormentosa al amanecer de los años ochenta. Era joven, una aspirante a pintora en los barrios bajos de Nueva York. Leía a Marx y estaba enojada. Caminaba por las calles con olor a moho, sexo y grafitis frescos. Conocía a artistas consagrados y descubría que todos eran hombres. Veía transcurrir los primeros años del gobierno de Ronald Reagan, un confeso creyente en los poderes sacrosantos del mercado, e intentaba imaginar un futuro alternativo: si una ola socialista fuera a inundar los Estados Unidos, ¿se acabarían las injusticias? ¿sería todo finalmente mejor?

Cuando estrenó Born in Flames, su película del año ’83, aquellas especulaciones futuristas habían encontrado una forma precisa: hacía girar la utopía como un trompo, y en los círculos imparables y deformes descubría su apariencia distópica. El espíritu optimista de la primera escena, que muestra a un noticiero celebrando los diez años de “la revolución más pacífica del mundo”, es pronto desmentido: las radios piratas transmiten canciones incendiarias contra los ricos; las mujeres en las calles se defienden de acosadores seriales; los funcionarios tras las sombras vigilan cada paso de las guerrilleras. “Nuestro gobierno, que se jacta de ser el primer socialismo democrático, no es ni democrático ni socialista”, dice la voz suave de una chica rasposa.

El triunfo de una revolución es el comienzo de otra. Las brasas de la resistencia no se extinguen, sugiere Borden. Por eso su película inventa imágenes para aquella fantasía pirómana; una llamarada de rabia que nunca se apaga. La actitud agitadora recuerda a Ice de Robert Kramer, pero las variaciones de Borden parecen comentar también sobre ese cine de izquierda de los ’60 y ’70. Allí, las utopías cinematográficas estaban soldadas por manos masculinas. Y Born in Flames viene a redistribuir los sueños para hacerle lugar a las rezagadas de todas las revoluciones magnánimas: las mujeres, especialmente si son negras y lesbianas.

Borden filma a esas rebeldes bajo la apariencia de un documental que nos visita del futuro. Tiene un aspecto bruto, con imágenes sucias que no parecen planificadas sino robadas, como si fueran el botín de un asalto en la calle. Incluso las charlas son a la vez erráticas y fascinantes, y por eso dan la impresión de haber sido capturadas apenas salieron de la boca de las mujeres, mientras discuten afuera de las fábricas o en los livings de sus casas.

Los registros están poseídos por una entidad caótica que hace distintiva a la película. Es una ficción, una distopía del futuro y una fantasía de rebeliones queers y feministas, pero no bajo la forma de una historia convencional. Se trata, en todo caso, de un collage armado a partir de materiales dispares que se rebelan contra una forma pura y armónica (es decir, la forma predilecta de Hollywood). “Contra” es la disposición que privilegia Born in Flames: contra-forma, contra-información, contra-cultura.  

Que las escenas estén llenas de conversaciones podría disparar una lectura apresurada: la película manipula a las protagonistas para que digan lo que quiere decir la directora. Pero lo cierto es que el collage visual de Born in Flames es también un collage de voces. Las mujeres critican un sistema donde son explotadas y a la vez tienen ideas diferentes sobre cómo enfrentarse a él. Allí, la  zona gris del film. De hecho, la mayor parte de las veces no pesa tanto lo que se dice, sino el acto mismo de decir en comunidad. Se trata de registrar el tejido sensible por el cual fluyen los torrentes de la comunicación. No es uniforme, pero aún así contiene a esa comunidad que va construyendo sus lazos y sus prácticas políticas desde el intercambio.  

Los recuerdos de Borden acerca de la filmación también espejan esa comunidad diversa. Dice que hizo actuar a sus amigas blancas (como Kathryn Bigelow, quien estudiaba a Marx antes de caminar por la alfombra de los Oscar). Cuenta también que se acercó a sus vecinos punkis para que cantaran en la película. Y que cuando se cansó de ese ambiente blanco y clase mediero, salió a explorar la ciudad en busca de otras historias. En las afueras del centro, conoció a mujeres negras que tenían hijos. A una de las actrices la encontró luego de bailar una noche en un bar lésbico, y a otra después de pasar caminando por una canchita de básquet. A muchas de ellas las reunió: blancas, negras, hetero, lesbianas, artistas, trabajadoras, madres, sin hijos. Todas discutiendo acerca de sus experiencias de ser mujeres en la ciudad.

Hay algo hermoso de los registros finales, que siempre oscilan misteriosamente entre la ficción y el documental. Allí, Borden imagina un futuro donde todas esas mujeres se levantan. Pero a su vez nos ofrece los huesos de un pasado remoto: es el encuentro de esas mujeres en una época perdida de la ciudad. Cuando el centro no había sido uniformizado por los negocios inmobiliarios. Y en vez de hipsters de mamá había punkis enojados. Y en vez de directores adictos al perfeccionismo había cineastas subterráneos que soltaban el control remoto. Hacían películas sucias, como la ciudad.

* La película puede verse en la plataforma de streaming MUBI.