Cine salvaje no conoce la guardería

El Cineclub La Quimera recuperó una película olvidada del armenio Agasi Babayan: Había una vez un lince ofrece una mirada dulce sobre la relación entre los humanos y la naturaleza, pero además recuerda qué puede el cine cuando se anima a filmar la pulsión incontrolable de los animales y del mundo.

Había una vez un lince (1971), Agasi Babayan

Por Iván Zgaib

* Esta crítica fue publicada el 18/06/2021 en La Nueva Mañana

Kunak, que podría sonar al nombre meteórico de algún Thundercat, es de hecho el nombre apacible que utilizaban los soviéticos de las montañas para llamar a sus “compinches”. Y es también el nombre que eligió el viejo Michailytsch para el lince que encontró perdido en un bosque. Un gatito huérfano, desamparado, de colmillos blancos. 

El momento más intrigante de ese encuentro, entre humano y felino reunidos en una burbuja verde, ocurre cuando el viejo se enoja con Kunak porque mató a una de sus gallinas. Y no es que sólo sea fascinante por encapsular las preocupaciones de este film de Agasi Babayan (las primitivas tensiones: entre las pulsiones mortíferas y la capacidad de abrazar a un otro), sino por amplificar lo que sucede a nivel molecular en los tejidos de la película. 

Había una vez un lince filma a los animales silvestres: a los osos que corren llorando por el bosque, a las cabras que vuelan por encima del río, a los puercoespines grises que se camuflan con el pasto del otoño. Y siempre sucede algo emocionante cuando un animal aparece frente a cámara. Se dispara una descarga eléctrica, porque se trata de una fuerza indómita, una vida que las mujeres y los hombres (y las directoras y los directores y sus cámaras) quizás no puedan controlar. Tal vez no las puedan domesticar, como a un lince del que uno se descuida un rato y se termina comiendo a la gallina que ponía los huevos para el almuerzo.

Los animales en el cine pueden desbordar el plano planificado. Pueden poner en peligro las estructuras carcelarias del guion. Pueden tragarse y hacer pedazos los cronogramas de rodaje y los presupuestos que resguarda como un tesoro cualquier productor. Aquí, en esta vieja película de Babayan, la figura estelar del lince representa el mundo desconocido de los animales, pero también esa zona misteriosa donde el cine descubre lo que puede: ni reflejo leal del mundo, ni engaño calculador para distraer a los niños. Más bien un pantano cubierto por la bruma gris: un punto medio de contacto, un encuentro entre el control y el azar, entre la composición y la contingencia, entre la mirada de lince y el accidente que nadie puede anticipar.    

Babayan, como un verdadero cineasta, trabaja con la vida (que no es más que la materia prima del cine). Él crea una historia dulce y hasta un poco convencional (un eco de Jack London y las fantasías de Disney sobre los vínculos entre personas y animales), pero utiliza criaturas reales. No sólo narra con sus siluetas. Aún más importante, captura con la cámara esas pulsiones que nunca se podrían fabricar y que le transfieren a la película su pulso vital, su sangre caliente y espumosa. 

Como cuando filma al bebé Kunak tomando por primera vez leche que no es de su madre. Se la da Michailytsch de un plato. Y el felino primero se resiste y llora un poco y luego se entrega. O cuando la cámara se pierde por el bosque junto al lince en su pubertad, parece cazar ese secreto enigmático: ¿qué hacen los animales cuando no los estamos observando? Y entonces lo descubrimos a Kunak, filmado desde lejos, corriendo libremente por el monte verde, estudiando y persiguiendo a las ardillas que practican saltos olímpicos de un árbol a otro. 

La película de Babayan protege esa promesa baziniana de que el cine puede arrebatarle un respiro a la realidad. Un gesto casi primitivo por estos días, considerando la corriente de películas adictas a los efectos especiales: ¿qué nos dicen del cine, sino, esos cachorros de manchas computarizadas en Cruella, o los felinos pixelados de la versión más reciente de El Rey León, o los elefantes con sonrisas de colágeno en el Dumbo del siglo de los simulacros? Se trata de un cine del ajuste: compulsión por los tiempos de filmación, por prevenir los accidentes, por ahorrar dinero y sostener el ritmo eficaz de conseguir lo que los humanos quieren de antemano. El registro de un mundo contenido: semejante a un lince o un oso angustiado, encerrado tras las rejas de un zoológico de guardería.  

Babayan filma con animales que rugen, que matan y que lamen en señal de amistad. Y eso quiere decir que les da espacio para ser animales de carne y no figuras de origami. Es casi un gesto ético, ya que la película se pregunta, justamente, por la posibilidad de una relación amorosa entre un viejo solitario y un lince del bosque que perdió a su mamá. Cada uno entregado a la diferencia del otro. Y  el cine, también, abriendo el lente. Adentrándose en esos senderos de pinos y suelos musgosos que no sabemos a dónde nos pueden llevar. 

The Call of the Wild (2020), Chris Sanders

* Había una vez un lince puede verse de forma online y gratuita hasta el jueves 24 de junio, en la web de La Quimera.  

¡Mazel tov, ya estás graduada!

En Shiva Baby, Emma Seligman logra una comedia vertiginosa sobre la crisis de ansiedad de una joven a punto de graduarse. Se estrena el 11 de junio en la plataforma MUBI. 

Shiva Baby (2020), Emma Seligman

Por Iván Zgaib

* Esta crítica fue publicada el 04/06/2021 en La Nueva Mañana

¡Oh, tener veintiún años de nuevo! ¿alguien recuerda ese hormigueo excitante en el cuerpo? La sensación de vivir en un estado flotante sin respiro, como ir borracho al almuerzo navideño de tu familia y enfrentarte a la tropa de tíos-abuelos, con sus tenedores clavados en el mantel floreado de la mesa, mientras te escupen ensalada de pollo y repiten preguntas para las cuales no tenés respuesta: ¿ya estás buscando trabajo? ¿cuánto se gana en eso? ¿y pareja tenés?

 Esa es la llaga que Emma Seligman rasguña hasta hacerla sangrar, con un sadismo que parece a la vez angustiante y gozoso. En su ópera prima, Shiva Baby, traza una constelación que la une a otras formaciones del cine independiente estadounidense, todas obsesionadas con la ansiedad desatada por el abismo post-universitario: la confusión balbuceante de Andrew Bujalsky en Funny Ha Ha; la adolescencia tardía de Joe Swanberg en Happy Christmas; el purgatorio de graduados de Noah Baumbach en Kicking and Screaming y Frances Ha

Pero la heroína nerviosa de Seligman no sólo debe acarrear sus traumas juveniles, sino esconderlos mientras camina en un laberinto social que posee sus propias trampas y pasadizos: Danielle acompaña a sus padres a un encuentro para hacer luto por una allegada que acaba de morir. Y el universo que se describe allí, en esa casa que reúne a familiares y amigos para llorar y comer bagels, empuja a la película al canal del cine que explora la afectividad en las comunidades judías de Estados Unidos: el arte de la incomodidad amorosa invocado por Elaine May en The Heartbreak Kid; los rituales celestinos de Joan Micklin Silver en Crossing Delancey; la comedia ominosa de los hermanos Coen en A serious man.

En la película de Seligman, los lazos estrechos de aquella comunidad se exploran bajo la forma de un reflejo distorsionado: lo que parece una red de contención amorosa se revela casi irrespirable, como un ataque de pánico compartido colectivamente. Y no es que ésta sea una óptica particularmente original, pero Seligman sí demuestra una mirada punzante para observar las situaciones sociales en detalle, más allá de sus apariencias. Como el momento en que Danielle llega a la reunión: apenas cruza la puerta de la casa, las charlas de pasillo se convierten en un interrogatorio policial (¿cuál es su campo de interés? ¿quiere seguir abogacía? ¿por qué perdió tanto peso? ¿¿¿está bien???). O la imagen de sus padres, cuya desesperación por conseguirle trabajo pervierte el velorio en otro engendro absurdo: un café de networking donde cada persona se vuelve un portal hacia posibles contactos para posibles empleos que hagan ascender de escala a su hija. 

La peculiaridad de Shiva Baby es que los latidos de su corazón oscuro y ansioso se registran siempre en un espacio reducido, por un tiempo acotado: los traumas de toda una etapa de la vida condensados en el perímetro de una casa residencial. Y la mayor destreza de Seligman es su capacidad para manipular la puesta en escena y escapar a las formas automatizadas de las sitcoms televisivas. Así, compone una sensación de lugar; utiliza el montaje para enlazar distintos personajes y situaciones paralelas; erige la comedia y la tensión dramática con la precisión de un reloj de bolsillo.

En una de la escenas más logradas, el film pone en juego todos sus nervios desde un ritmo exasperante: Danielle es acorralada por un grupo de señoras que quiere saber todo sobre su vida, pero ella no puede dejar de pensar en su amante secreto que apareció de sorpresa en la reunión. Y el montaje gira hacia todos lados, como si experimentara un trastorno de atención: la mirada perdida de Danielle, los primeros planos de las mujeres que la bombardean a preguntas (con sus cabezas monstruosas, infladas y flotantes), la imagen distante del amante sosteniendo a su bebé en la otra punta de la habitación. Todo mientras el niño entra en erupción y su llanto hace estallar la escena en un clímax dramático.  

Esa forma de comedia de la ansiedad, con sus bordes de suspenso, mueven la película por una zona que Seligman controla con comodidad. Se trata de una atmósfera del grotesco, casi pesadillesca, cuya saturación por momentos devora la posibilidad de empatizar con la vulnerabilidad de los personajes antes que regodearse en su humillación. 

Cuando logra correrse de esa propensión, el film descubre su costado más sensible: que Danielle, una millenial educada al ritmo de las redes sociales y de las marchas feministas, realmente quiere encontrar una forma de vida distinta a los modos más tradicionales de su familia y su comunidad religiosa. “No puedes mantenerte toda la vida trabajando como niñera”, le dice el padre, “tarde o temprano tendrás que elegir una cosa u otra”. Y Danielle quiere elegir algo, sólo que no sabe exactamente qué cosa. Esa es su tragedia silenciosa.