¡Domestiquen a los nómades!

Nomadland, la ganadora de los Globos de Oro, sigue los pasos de una mujer y una comunidad de marginados que se lanzan a las rutas para escapar al estilo de vida estadounidense. 

Por Iván Zgaib

* Esta nota fue publicada en el marco de la entrega de premios de los Golden Globes, el 05/03/2021 en La Nueva Mañana,

Nomadland, el film que acaba de ganar los Globos de Oro, es (a primera vista) ligeramente libre, aparentemente desestructurado, más o menos experimental para el tipo de películas que tienden a celebrar las corporaciones de premios en el viejo Hollywood. Chloé Zhao, su directora, juega el juego natural del cine contemporáneo que sólo podría pasar por innovador en las ligas de la industria: lleva a la estrella Frances McDormand por las rutas de Estados Unidos y la mezcla con ciudadanos comunes y corrientes que viven en casas rodantes. La hace cagar junto a ellos, la hace comer guiso de la misma olla, la hace compartir historias alrededor de una fogata por las noches. Ficción y documental; una misma bestia que gira en círculos y se muerde la cola. 

La historia que funde aquellos pliegues es simple. Fern (McDormand) pierde todo. Pierde a su esposo, pierde su trabajo, pierde su cotidianeidad. Decide vender las pertenencias que le quedan para huir en una camioneta y así buscar empleo en cualquier rincón lejano del país. Lo que vemos, al menos en principio, es una sucesión de acciones minúsculas, de gestos completamente ordinarios (como Fern meando al costado de la ruta o intentando arreglar una radio vieja en medio de la oscuridad de su vehículo). 

La dirección de Zhao tiende a moverse sigilosamente, a la caza de algún aspecto vivo de la realidad. Hay un tiempo cotidiano y un tiempo histórico que sirven de barro para construir la ficción. Las escenas más interesantes, en especial durante los primeros minutos, aparecen en las conversaciones entre Fern y el resto de los vagabundos que cruza en la ruta. Cada uno de ellos cuenta su historia, con cierto aire testimonial, y ella los escucha pacientemente como si fueran entrevistados de un film documental. 

Lo que desborda la ficción es el ecosistema afectivo de una época; de un grupo de marginados que no vive en la ruta porque sí, más bien porque fue arrojado tras la crisis económica de 2008. El desplome de las especulaciones virtuales de Wall Street desplomó la vida real de las personas. Uno tras otro, los testimonios traman ese paisaje: personas cansadas de la fragilidad del trabajo, asfixiadas por la ambición del dinero, abrumadas por una vida de explotación que las ha enfermado o que ha matado a sus amores y amigos. Fugarse hacia la ruta: más que un castigo, por momentos se asemeja a un accidente virtuoso que les permite dejar atrás aquella vida.

Para ser una película que busca convencernos de los placeres que encuentran sus personajes en la ruta (o, como dice una de las mujeres nómadas, de “un estilo de vida de libertad, belleza y conexión con la tierra”), la aproximación de Zhao resulta algo torpe. Por sobre todo, poco terrenal. Es mucho más convincente a la hora de dejar hablar a sus personajes que al momento de mostrar efectivamente sus experiencias. Y cuando intenta hacerlo, los recursos rayan un sinfín de lugares comunes que la alejan de la presunta experimentación con la materia real. 

Las imágenes de las acciones cotidianas, por ejemplo, se suceden a partir de un montaje apresurado que diluye cualquier posibilidad de contemplación. El espacio natural (al que supuestamente se entregan felizmente los protagonistas) es presa de una mueca de embellecimiento barato: los planos abiertos que muestran a Fern siempre contra algún horizonte, siempre contra algún atardecer de estelas rosadas y una belleza automática ante la cual no podemos sino rendirnos de antemano. Y también está el uso forzoso de la música: una pista de piano solemne que se impone sobre el montaje clipeado de Fern atravesando campos secos; presionando un código dramático innecesario, subrayado, caprichoso. Algo llamativo: la película narra una experiencia de contacto carnal con la naturaleza, pero prácticamente nunca la escuchamos. No escuchamos el siseo del viento, ni el rumor de los búfalos,  ni el aullido de la soledad en un bosque profundo.

Zhao, que por momentos seduce con una exploración algo movida de los códigos dramáticos, termina corriendo hacia ellos, pidiéndoles su ayuda para moldear la forma en que apresa la película. Sus momentos de fuga, entonces, pierden fuerza y convicción. Es una criatura domesticada (a contramano de sus protagonistas), más parecida a una mascota de la temporada de premios que a una avis salvaje escapando a la industria. No por nada se ve bien junto al resplandor dorado de los Globos. 

Dulce y sensual Hong Kong

El foco de Wong Kar-wai en la plataforma de MUBI nos acerca a uno de los autores más singulares del cine contemporáneo: un poeta dedicado a capturar las almas solitarias y la energía de Hong Kong.

Por Iván Zgaib

* Esta nota fue publicada el 16/04/2021 en La Nueva Mañana

Si alguna vez dudaron de los médicos y gurús que celebran los treinta como la cúspide de la vida, Wong Kar-wai podría darles un argumento convincente para creer en ellos. En 1988, unos meses antes de volverse un treintañero, Wong estrenó As Tears Go By y no volvió a dar respiro por doce años. Siguió filmando tiempo después, pero nunca con el aliento y la destreza de aquella época: siete películas concebidas hasta el cambio de siglo, deslumbrantes por su ritmo vertiginoso pero sobre todo por haber marcado un trayecto tan claro, con movimientos tan sentidos y meticulosos. El refinamiento de un estilo personal que pegó un salto olímpico más allá de la isla de Hong Kong, logrando soplarle el cuello al cine de todo el planeta. 

Las películas jóvenes de Wong filmaban a la juventud. Gángsters incestuosos, policías con el corazón roto, chicas adictas a las canciones pop de la radio. Eran prisioneros de la noche, arrancados de sus sueños por ataques repentinos de soledad, por el anhelo febril de encontrar a alguien más, otro chico sudoroso, otra chica con insomnio, algún romántico fatal perdido en los relámpagos de neon de la ciudad. 

Wong exhibía una sensibilidad peculiar para conjugar esos melodramas pulp, pero la clave de su talento siempre fue más subrepticia: la capacidad de escurrir las acciones lineales y los hechos bombásticos de sus historias, para convertir las películas en objetos palpables, que uno sintiera que podía acariciar. 

Todo estaba ahí, en la superficie. La exacerbación de los colores (como el aura verde pantanoso que inunda las imágenes en la restauración de Con ánimo de amar), las composiciones pictóricas de los espacios (desde los departamentos grises a las calles abarrotadas de Hong Kong) y la aceleración o ralentización de los cuerpos, que transfieren la sangre de los actores y de la ciudad a la física de los films. Porque Wong es, en esencia, un gran regulador de intensidades. Él manipula todas las variables de la imagen y los sonidos para crear una forma especial de respirar. 

In the mood for love (2000)

Con ánimos de amar, la contorsión cúlmine en esa carrera noventosa, es ejemplar de la técnica del director. Se trata de un argumento que podría estar implosionado por la histeria dramática: Chow y Su viven en una pensión y descubren que sus respectivas parejas los están engañando. Pero Wong trata el drama como una delicada lámina de arroz. Más que giros y suspenso romántico, dirige la atención hacia un fetiche por el decorado, los objetos, las telas y colores que envuelven a sus personajes. Así utiliza todas las estrategias posibles para detenerse en esos detalles: desliza la cámara desde los amantes abrazados hasta una cortina roja que sopla el viento, trepa por la espalda de Su rozando la textura de cráteres pequeños que traman su vestido, frena la velocidad de los cuerpos cada vez que los vecinos se cruzan bajo los recovecos compartidos de la pensión. 

La poética de Wong consiste en un acto de sensualidad, una erótica que se descubre en la superficie de las imágenes y sonidos; en su manera de exhibirlas, como si emulara el ritual de un amante paciente. Se toma su tiempo para cada roce, para cada descubrimiento de la piel. La erótica de Wong significa justamente eso: que el cine se entiende como un cuerpo que nos toca y nos conmueve. Y esa filosofía es profundamente compatible con el drama del film, donde Su y Chow se acercan poco a poco, insinúan con entregarse uno a otro pero lo hacen lentamente y nunca hasta el fondo.

Las películas de Wong también se componen en base a motivos visuales y sonoros repetitivos, lo cual les otorga una cualidad musical (casi como los coros angelicales del pop que sobrevuela su obra). Con ánimos de amar lo exacerba al modo de un ritual, una danza de seducción y ocultamiento a la que se comprometen sus personajes. Están las rutinas en el trabajo justo antes que Chow y Su vuelvan a encontrarse. Están los rituales en la pensión donde Chow y Su deben fingir ante sus vecinos chismosos. Ahí, todos se mueven por vasos comunicantes: una casa cuyas distancias son demasiado cortas para tragarse el deseo sexual, los pasillos demasiado abarrotados para esconder un secreto. Wong los mira y nos pone a mirar de lejos, a través de cortinas floreadas y ventanas transparentes y rejas carcelarias. Somos otro vecino que espía las vidas de al lado.

La lucidez, entonces: entender que el cuerpo del cine libera las emociones. Pero también, que la lógica de la repetición siempre adquiere un sentido distinto para cada uso y para cada película. En Chungking Express, uno de sus logros maestros durante los ‘90, se escucha continuamente la canción California Dreamin’. En principio, cobija las imágenes con las voces soñadoras y su  promesa de calidez, pero pronto la repetición se torna insufrible. La excitación deviene en tedio, la música en ruido, el rito en rutina.

No es menor que esos sonidos burbujeantes se encadenen a toda una serie de signos urbanos: la piña enlatada, los carteles vibrantes de McDonalds, la omnipresencia divina de Coca Cola (¡en las luces de neon, en los vasos de plástico, en los sueños de la gente!). Las imágenes condensan, a su manera, las tensiones entre Oriente y Occidente; una vida moldeada por la cultura globalizada. Y semejante observación conlleva una pregunta, bajo la forma de una esperanza abierta: ¿pueden dos personas sentir el temblor de sus cuerpos, pueden enamorarse en una ciudad plastificada, en un mundo de emociones en lata?

Wong, un documentalista fantástico de las transformaciones de Hong Kong, es además un soñador que entrevé pequeños resquicios. Esquinas que crujen. Pequeñas grietas de oxígeno donde los jóvenes se pueden recostar. Encontrar consuelo, al menos por unos segundos. Como nosotros en su cine. ¡Adiós vida de conserva!

 * Las películas restauradas de Wong Kar-wai pueden verse en la plataforma de streaming MUBI. 

¡Sí, nos ama! 20 años en los brazos del Cineclub Municipal

El Cineclub Municipal Hugo del Carril cumple 20 años: un espacio singular, casi un oasis en la ciudad, que sigue creyendo que el cine aún es una brasa viva, capaz de convertirnos en una mejor comunidad.

Por Iván Zgaib

* Otra versión de esta nota fue publicada el 05/04/2021 en La Nueva Mañana

Mis amigos no paran de decir que soy un Grinch cuando se trata de Córdoba, ¡pero es que no puedo evitarlo! Hace ya un par de años que me da tanta alergia la ciudad. Odio esos spots babilónicos de la Provincia, que muestran los espacios verdes creados estos años, aunque en realidad están grises, deshidratados, marchitos. Me avergüenza ligeramente el discurso de supremacía local (en serio, no se sorprendan cuando algún nabo pida convertirnos en República separatista). Y también me dan acidez los autores autóctonos de bestsellers fascistas, los nenes de Nueva Córdoba que practican como deporte el linchamiento, la tormenta de Palermo Soho que se llevó Güemes. Y por si fuera poco, los policías: hay más milicos que árboles en las calles.

Soy un Grinch de Córdoba y quizás me digan que qué hartante, que por qué sigo chupando energía acá, que me vaya (“¡volvé al sur! desagradecido, después de todo lo que te dimos”, me jode una amiga). Y seguro tienen razón. Tengo que admitir que todavía hay cosas que me conmueven. Como el Shawarma baboso del Dirán, o los amigos que me enseñaron a trepar los techos de Ciudad Universitaria para ver el cielo, o el Cineclub Municipal. 

Recuerdo la primera vez que lo vi. Fue desde la ventanilla de un auto andando, apenas llegué con 17 años a la ciudad: ese edificio colosal, majestuoso, el tipo de arquitectura que fue pensada para quitar el aliento, ponernos en un trance hipnótico y arrodillarnos para rendirle culto. Nunca recé un padre nuestro al pasar por una iglesia, pero no me avergonzaría inventar una oración destinada al Cineclub. Y si lo piensan bien, hay algo religioso inscripto en toda su arquitectura. Al entrar, el Hombre-Máquina de Metropolis está mirándonos encima de la puerta, chispeando con su  resplandor metálico y dorado. Un mesías crucificado. Y justo antes de ingresar a la sala, se ven gigantografías de las estrellas del cine. Como los altares paganos en la ruta, una ofrenda a los santos que nos protegen: Marilyn Monroe, Marcello Mastroianni, Charles Chaplin.

Cuando empecé a ir regularmente con mi amiga Milena estábamos confundidos. Todos nuestros amigos se sentían un poco así: intentando descubrir qué queríamos hacer, con quiénes queríamos coger, cuándo se frenarían los ataques de pánico. No teníamos mucha seguridad de nada, salvo que queríamos prender fuego los apuntes de la universidad (y eso nos hacía ver un poco ridículos, como unos adolescentes tardíos). Pero en ese estado encontramos refugio en el Cineclub.

Ahí descubrimos lo que todavía no podíamos entender en nuestras propias vidas, como la fuerza intempestiva del cuerpo en los films de Claire Denis. O la estela fulgurosa de la Historia sobre las vidas pequeñas de las personas, tal cual nos enseñó Jia Zhangke. O los giros imprevisibles del deseo en las comedias de Hong Sang-soo (con sus propios héroes desorientados: cuanto más adultos, más pelotudos).

Íbamos a las funciones de trasnoche, incluso cuando sabíamos que no resistiríamos la película entera. Sabíamos que íbamos a terminar dormidos sobre las butacas, babeando y entre abriendo los ojos cada tanto, al punto que nuestros sueños y las películas se confundían. Y yo todavía pienso que esa es una de las formas más genuinas de experimentar el cine.

Acampábamos en el Cineclub. Y con el tiempo nos dimos cuenta que no estábamos solos. Reconocíamos a los otros, los espectadores anónimos que iban igual (o mucho más) que nosotros. En algún momento creí que ellos estaban ahí haciendo tiempo, como en un purgatorio; adentrándose a una función entre una obligación y otra. Pero ahora me gusta pensar que era al revés: que las obligaciones eran el entretiempo y sus vidas estaban ahí. En la oscuridad de la sala, en el encuentro con otras criaturas desconocidas y misteriosas. No estaban haciendo dedo para llegar a otra parte, porque no había ningún lugar a donde ir. 

Fotografía: Rodrigo Soria

Por aquellos años, el Cineclub ya demostraba un talento prodigioso para convertir las proyecciones en verdaderos eventos. Únicos e irrepetibles, como la visita de los directores que llegaban de distintos lados a presentar sus películas. En una de las funciones más desopilantes de las que tenga recuerdo, una señora despeinada le insistía a Santiago Mitre que ella había visto su película hacía tres años y que él no era el verdadero director, sino un farsante. Algunas filas más atrás, un peronista gritaba con espuma en la boca contra el gorilismo de Mitre y el profesor que nos enseñó sobre marxismo en la universidad le respondía desde la otra punta. 

No creo que sean sólo anécdotas pintorescas. El Cineclub es una prueba tangible de que el cine no está sólo en las películas, sino en lo que estas posibilitan: las vibraciones en el cuerpo, las ideas impensadas, los encuentros con otros que nunca hubiéramos conocido. La fuerza rabiosa que drenaron poco a poco las multisalas y que nunca tuvieron las plataformas de streaming. 

El Cineclub es una forma de esperanza activa. Quizás pasada de moda, quizás de un romanticismo inocente, pero concreta y real. La convicción de que el cine todavía puede invocar una comunidad. Que puede congregarnos incluso en los momentos donde parecemos despedazados y destinados a comernos unos a otros.  El Cineclub (y con esto quiero decir: sus trabajadores de carne, hollín y sudor) ven a las películas como una brasa viva, siempre en potencia. Y ellos están dispuestos a rasparla y soplarla hasta mostrarnos el fuego.

Pasé por esas puertas de distintas maneras: fui espectador, alumno de sus talleres, docente de algunos cursos, distribuidor de films en cartelera, crítico de películas que se proyectaron en su pantalla como bichos de luz . No soy exagerado si digo que algunas cosas en mi vida serían diferentes sin ese lugar.

Poco importa mi historia aislada. Si lo menciono, es porque resguarda una experiencia compartida para cualquier persona involucrada en el cine de Córdoba. El Cineclub convirtió su pantalla en un territorio de trinchera para los cineastas locales. Abrió lugar en su cartelera para que los programadores jóvenes pudieran trazar sus propios mapas. Develó caminos de la historia del cine que son ajenos a los ojos de catarata de la universidad. 

Es el 2021 y el Cineclub Municipal cumple veinte años. El mundo se volvió una película de catástrofes. La vida es un poco más incierta y yo por momentos me siento un quinceañero roto a pesar de tener treintaiún años. Pienso en el Cineclub y en ese slogan que popularizó todo este tiempo en las tapas de sus revistas: “¡Dime que me amas, Cineclub!”. Suena casi a una súplica. Un pedido piadoso de cariño en medio de una ciudad gris. Y lo cierto es que nos respondió. El Cineclub nos quiso. Todo este tiempo nos quiso.

Está bien, tienen razón. Hay veces que me quejo de más. Me invade una corriente de pesimismo irrespirable. Pero cuando veo a los trabajadores del Cineclub algo se calma. Veo la dedicación, los rostros nobles, los gestos de bondad que parecen haberse escurrido de una Córdoba paralela. Bienvenidos, cuánta suerte de tenerlos. Me recuerdan que todavía hay tantas cosas por hacer. Que el cine nos llama. Que quizás yo no estoy tan perdido. Que seguimos escribiendo la historia de esta ciudad.