Los árboles no te reconocieron

First Cow (2019), Kelly Reichardt

Por Iván Zgaib

* Esta crítica fue publicada originalmente el 28/12/2020 en La Nueva Mañana

El año termina. Estoy encerrado y con las persianas bajas (como casi todos los últimos meses que pasé confinado y a oscuras), apenas iluminado por el centelleo fabril de las pantallas, mientras pienso en First Cow, una película que retrata todo lo opuesto a mi propia escena distópica. Cookie y King-Lu, dos hombres del siglo XIX, están lanzados a la aventura de recorrer tierras misteriosas; pobladas por aborígenes, hongos amarillos, bosques salvajes, europeos melancólicos y cazadores borrachos en busca de oro. 

Paradojas: en el año de las catástrofes sanitarias y ambientales (del tipo de especulaciones avaras que alzan llamas y reducen montes verdes a cenizas espurias), la mejor película es una que viaja al pasado para vislumbrar una vida en tierras vírgenes. Como dice King-Lu mientras recorre los suelos otoñales del noroeste yanky: “Casi todos los lugares han sido tocados, pero este es nuevo”. Es más puro o más armonioso: una porción de naturaleza indomable, justo antes de ser manipulada por las manos y los cuadernos contables del hombre occidental. Eso es lo que está filmando (casi soñando) la directora Kelly Reichardt en First Cow.

Hay algo curioso que podría deducir de ese giro; algo que trastoca la propia identidad del cine y el cordón umbilical que lo une a nuestro mundo humano: cuando las primeras películas del siglo XX comenzaban a filmarse, la fuerza maquinaria de las cámaras y la intensidad carbónica del flujo de imágenes coincidía con la energía de un planeta en expansión, con Estados-Nación que marcaban o ensanchaban fronteras mientras extendían su brazo por los confines del mundo. Pero las relaciones globales, tal cual las conocemos hoy, todavía no existían. No por nada un grupo importante de films se ofrecía a los espectadores comunes como un viaje hacia lo desconocido; la posibilidad de transportarse a tierras lejanas y escondidas que guardaban secretos (pensemos en el gesto inaugural de Nanook, el esquimal al llevarnos hasta el Ártico, o los mundos ocultos vislumbrados por películas de terror como La isla de las almas perdidas).

Pero este, el tiempo en que nace First Cow, representa el tiempo donde la humanidad parece haber alcanzado cada rincón del planeta; donde cada caverna perdida, cada callejón fiestero de la ciudad y cada pasión de dormitorio ha sido procesado por alguna tecnología satelital, convertido en dato y distribuido en forma de imágenes que aparecen en nuestras pantallas como renacuajos saltando en una laguna cristalina. ¿Queda alguna zona inmaculada? El cine, más bien, se ha fugado hacia los mundos virtuales (pensemos en Días extraños o Matrix o, para ser más actuales, Ready Player One). Y después quedan las vueltas al pasado, como First Cow, una fuente de nostalgia en cuyas aguas puede distinguirse otro mundo. 

Antes de inmiscuirse en la historia de Cookie y King-Lu, la primera escena tiene lugar en el presente y observa a una chica que descubre los esqueletos de aquellos hombres. Lo que hace especial a ese prólogo es que adelanta la filosofía de toda la película: los fósiles nos arrojan una huella. El índice de dos personas que ya no están, claro. Pero también, el índice de un mundo y unas formas de vida en extinción. Los primeros planos que transcurren en 1820 ya demuestran los engranajes formales que mueve Reichardt para invocar ese pasado: la cámara desplegada a la altura del suelo, registrando la aparición de las botas de un hombre que avanza pacientemente. Y después la aparición de sus manos. Las manos que tantean el piso, que rozan las hojas marchitas, que rascan la tierra húmeda en busca de hongos o cualquier comida.

La película está llena de imágenes paisajísticas, casi salidas de alguna muestra de museo sobre frescos del romanticismo. Pero los planos donde Reichardt alinea todas sus chakras son aquellos que eluden las vistas panorámicas más obvias. Se trata de imágenes casi detallistas, ancladas en la tierra. Composiciones que ponen énfasis en las extremidades humanas, sean manos o pies de exploradores, acercándose a la naturaleza de manera apacible (Cookie recogiendo hongos, Cookie ayudando a una lagartija a ponerse de pie, Cookie eligiendo arándanos entre los arbustos). Y desde ahí, también, brota la atención estoica sobre los procesos de trabajo, siempre continuos e integrales. Lo que toma una persona de la tierra lo trabaja ella misma hasta las últimas consecuencias (las manos de Cookie cocinando los frutos que recoge del suelo o las manos de las aborígenes aplastando el cultivo de almendras con una piedra).

Con todo esto no quiero decir que Reichardt produzca una imagen idílica del pasado, ya que a cada una de esas imágenes frágiles le corresponde su contra-campo, su reverso conflictivo: la creación de situaciones dramáticas invadidas por las raíces del colonialismo (que no es otra cosa que los vestigios primitivos de una organización capitalista de la economía; es decir, una explotación salvaje y desigual de la naturaleza que Reichardt filma con tanta delicadeza). 

La escena en la que el capitán inglés trae la primera y única vaca a la aldea es deslumbrante por el lugar desde el cual vemos esa llegada: la cámara está junto a las mujeres aborígenes que se sientan a orillas del río. Y eso funciona como una alarma (sutil, pero inquietante) que nos recuerda cómo esas tierras fueron apropiadas. Y por defecto, dispara una señal que reverbera hacia nuestro presente: cómo los Estados Unidos contemporáneos están sostenidos sobre aquellos cimientos de crueldad. 

Incluso reconociendo esas tensiones, la mirada de Reichardt erige capas diversas, llenas de observaciones y emociones complejas. Entra y sale de esa burbuja social, asumiendo distintas distancias con las cuales evita las denuncias o apologías más unidimensionales. En la escena donde los personajes toman té en la casa del capitán inglés, por ejemplo, todos los hombres salen al jardín y la cámara se detiene unos segundos en las mujeres aborígenes que quedan solas. No son personajes centrales (de hecho, ni siquiera conocemos sus nombres), pero Reichardt les otorga un pequeño espacio dentro de la película: las vemos silenciosas y obedientes cuando están los hombres, y juguetonas y alegres cuando se van.

Al fin, los protagonistas de First Cow no son indios ni mujeres, pero también son figuras marginales en aquel paisaje: un cocinero sin dinero y un inmigrante chino que sueñan con un futuro más próspero, fundando un hotel modesto que les permita vivir mejor. La óptica desde la que Reichardt erige toda su película está ahí: en los costados, el lugar embarrado de los perdedores y estafados que deben inmiscuirse en la noche espesa para sacarle leche a la única vaca que está en manos de un señor inglés.

Reichardt compone ese universo con calma, como en toda su obra. Es su película más narrativa y estructurada, pero no por eso arriesga su toque personal. Hay un cuidado especial por los tiempos, los planos, los tejidos afectivos que atraen como imanes a sus personajes. El trabajo es casi artesanal. Reichardt teje las imágenes con la misma labor cuidadosa que Cookie recoge frutos y prepara sus bollos de canela.

El año termina, finalmente. Y la mejor película es un drama sobre amigos desposeídos, bosques verdes, propietarios mezquinos, búhos lanzando cantos hipnóticos en medio de la noche. Una película fuera de época. Casi. 

El amor en tiempos de apocalipsis

El último ciclo del Cineclub La Quimera prende un fogón cinéfilo para despedir el año con un maratón de cinco películas magistrales, entre la comedia romántica luminosa y un romance en la víspera del fin del mundo. 

Miracle Mile (1988), Steve De Jarnatt

Por Iván Zgaib

* Esta crítica fue publicada originalmente el 11/12/2020 en La Nueva Mañana

La tarea de un cineclubista en pandemia quizás parezca insignificante ante el sacrificio descollante de un médico atendiendo hospitales desbordados, pero eso no quita que tenga su propia dosis de heroísmo austero. En principio, debe donar su tiempo al rescate de películas menospreciadas para recomponer su valor perdido. Acto seguido, debe hacer transfusiones de calidez humana por los canales glaciales de fibra óptica; transmitir sus señales cinéfilas a las almas que terminaron desamparadas tras el cierre de las salas de cine. 

Entrega y simpatía. Así sintetizaría la labor del Cineclub La Quimera en su temporada 40 (¡después de 40 años!). Ahora, en la era de las catástrofes distópicas y con la presencia de una nueva generación que rejuveneció su curaduría, La Quimera prepara el ciclo final del 2020. Una sesión maratónica de cinco películas transmitidas durante todo el sábado, cuya apertura y clausura amalgaman el programa como un sandwich pegajoso, con dos condimentos acordes a estos tiempos: amor y apocalipsis. 

Un diván en Nueva York (1996), el primero de esos films, encuentra a la cineasta Chantal Akerman bebiendo de la fuente de las comedias screwballs de los años ‘30 y ‘40. Fiel a esa tradición, la película utiliza el raqueteo de los diálogos como el ritmo que moviliza su sentido del humor (con los “mmm-hmm” y las palabras claves de psicoanalistas que se recitan musicalmente adentro de las salas de terapia). El argumento es tan transparente como enredado: un psicólogo intercambia su departamento de Nueva York con una mujer de París por unas semanas, pero cuando regresa descubre que ella está atendiendo a sus pacientes a escondidas y él mismo empieza a hacerse tratar. Pero se hace pasar por otra persona. 

Para una directora que cimentó su nombre con experimentaciones desafiantes en el arte de encuadrar, la incursión de Akerman en un género de masas como la comedia romántica podría considerarse (¡superficialmente!) una combinación incompatible. Aunque lo cierto es que ella se acerca a la fórmula desde su propia sensibilidad, limando los bordes con su obsesión arrolladora por la edificación pictórica de los planos y la atención especial por las duraciones de los mismos. 

Tomemos, por ejemplo, la segunda escena del film, donde la cámara empieza a acercarse pacientemente al doctor Harriston desde afuera de su departamento. Una de las ventanas refleja los edificios colosales del exterior y la otra sirve como resquicio cristalino para ingresar a la guarida de la intimidad, que encuentra al protagonista siendo invadido por llamadas de sus pacientes. Lo que prevalece (acá y en toda la película) es esa sensación palpable de lugar; pero quizás más importante, la percepción de una frontera delgada entre lo público y lo privado que se impulsa hasta un abismo. Que se pone a prueba sistemáticamente. 

Todas las criaturas lúgubres y luminosas de Akerman se definen, en cierto sentido, por su reacción ante esos límites sinuosos. 

El psicólogo que quiere recluirse en su palacio pudiente de la Quinta Avenida (o incluso, en el departamento al que huye en París, donde el martillazo de los obreros que trabajan afuera aplasta sus ritos refinados de cocina gourmet y música clásica). 

Los pacientes que se debaten entre abrir o cerrar la compuerta de sus traumas en la biblioteca de una terapeuta desconocida. 

Los habitantes de una manzana multicultural en Brooklyn que ocupan cada baldosa, desde los pibes que juegan a la pelota y las pibas que bailan hasta los viejos que se broncean bajo la luz de luna.

Toda tensión, todo enredo, está tramado por esa intersección que se plasma espacialmente (entre las clases sociales, los vecinos, los terapeutas y los pacientes, las madres y los hijos, los hombres y las mujeres). Si ese espectáculo de confusiones tiene un ángel guardián es el director Ernst Lubitsch, en especial su película El bazar de las sorpresas (de la cual también tomaría inspiración Nora Ephron para hacer Tienes un e-mail, tan solo dos años más tarde que Un diván en Nueva York). 

Igual que Lubitsch y Ephron, Akerman filma un enamoramiento construido sobre la base de confusiones; sobre los cimientos de trampas y ficciones que llevan a que los personajes vayan desnudando sus capas, abriéndose lentamente los unos a los otros. Por eso es particularmente conmovedora la escena de la terapia entre Harriston y Béatrice. Akerman filma sus interacciones sin interrupciones de montaje, tan solo usando el movimiento flotante de la cámara (desde el diván a la silla de la terapeuta) como el conducto para volver corpóreo un fenómeno imperceptible: el momento justo en que dos personas logran abrir un camino etéreo de conexión, un espacio de intimidad compartida.

Miracle Mile (1988), la película que cierra el ciclo de La Quimera, se presenta como si también danzara en ese terreno soñador de la comedia romántica. 

Chico conoce chica en un Museo de Historia Natural. 

Chico y chica se enamoran frente a una laguna negra de alquitrán. 

Chico y chica se ven amenazados por la sombra de algún obstáculo que podría separarlos: un ataque nuclear, para ser exacto. Una lluvia de misiles que caerá sobre Los Ángeles para lavar las pisadas de las estrellas en el pavimento, el fulgor de los carteles de neon y las cafeterías rimbombantes que permanecen abiertas para los sonámbulos de la ciudad.

Lo curioso, entonces, es cómo ese obstáculo perturbador desvía toda la película hacia una carretera alternativa: la zona apremiante del cine de catástrofes (con los personajes corriendo por sus vidas), pero también del thriller político alimentado con las ansiedades maniáticas de la Guerra Fría (las pesadillas colectivas con la bomba atómica y las conspiraciones sobre gobiernos que ocultan la verdad a sus ciudadanos). 

Apenas se contagia del caos, la película de Steve De Jarnatt asume la forma anárquica de un desvarío onírico. Es decir, los personajes intentan escapar de la ciudad, pero todos sus intentos, todas sus acciones y proyectos de supervivencia se desvanecen y se frustran constantemente; como si no tuvieran efecto en la realidad y las lógicas causales estuvieran vencidas por completo. Los espacios se suceden uno atrás de otro, los entornos cambian y los personajes continúan corriendo por las calles de un escenario apocalíptico donde ya no parece haber un orden posible.

Si hay algo sorprende, por sobre todas las cosas, es el abrazo reconciliador con esa destrucción inminente. El amor entre dos personas (esa llama que parece consumirlo todo y ocuparlo todo en la consciencia de la comedia romántica) acá queda reencuadrada, reescalada a la estatura de un microbio insignificante. A pesar de que los protagonistas se ven desbordados por su encuentro, esas emociones son apenas una nota-al-pie en la historia de la humanidad. Una existencia frágil y transitoria, como la de los huesos de dinosaurio que se exhiben en el museo. 

Cuando la película alcanza ese punto, De Jarnatt deja de construir el fin del mundo como una maquinaria para asustar niños. Lo expone como un espectáculo hipnótico. La aceptación de nuestra propia nimiedad, convertida en una secuencia hermosa de las cual no podemos quitar nuestros ojos.

Y así se despide La Quimera en el 2020.  

* La Quimera transmitirá las películas este sábado, entre las 15 y las 23 hs. Más información:  https://laquimera.wordpress.com/