¿Quién quiere tocar el futuro? (Festival de Cine de Mar del Plata 2020)

La nueva edición del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata se realiza con proyecciones gratuitas en la web. Mientras el cine se precipita hacia una experiencia individual y virtual, varias películas elaboran maneras distintas de enfrentar el anhelo por una experiencia directa.

Al morir la Matinèe (2020), Maximiliano Contenti

Por Iván Zgaib

* Esta crítica fue publicada originalmente el 27/11/2020 en La Nueva Mañana

1.

La dulce noticia de que el Festival de Mar del Plata se haría de todas maneras también tuvo su cuota de extrañeza. Digamos que afuera hay un virus y nuestro único escudo protector es la web. Un espacio incorpóreo, paradójicamente, con sus gráficas abstractas, sus bóvedas de almacenamiento fantasmáticas, sus apps y video-reproductores impersonales a los que nos enfrentamos desamparados, como lobos aullando en los pasillos de nuestras casas. 

Durante las conversaciones grabadas con los directores, el equipo del Festival se aferra a un optimismo de sobreviviente; junta aliento para convencerse y seguir adelante con la vida. Estas sesiones de zoom, dicen, pueden ser tan hermosas, tan memorables, tan conmovedoras como las que alguna vez acontecieron en el auditorio Astor Piazzola, bajo los techos colmados de caracoles gigantes y las mil butacas habitadas por espectadores de sangre caliente.

2.

Cuando recibo audios de amigos que discuten las películas del Festival, no puedo dejar de pensar en esta ola de melancolía arrolladora: incluso sabiendo que la virtualidad se convirtió en el refugio para cuidarnos, la añoranza por una experiencia directa está al acecho. Nos persigue, nos perturba, nos empuja a inventar rituales frágiles e intrincados que más o menos preserven alguna red afectiva. Y las películas también son presa de ese síntoma. No es que haya despertado con la pandemia, sino que ahora está exhibido de manera descarnada y viscosa. Es como un flashforward; los fantasmas de Navidad de Dickens llevándonos del brazo a observar un futuro lúgubre del que ya teníamos huellas: una existencia cada vez más abstracta, más anquilosada, menos directa. Quizás ahora podemos verlo claramente.

3.

Al morir la Matineé, un desinspirado film uruguayo que compite en el Festival, proyecta esa corriente de forma nítida: la nostalgia por el género muerto del cine giallo (furor italiano de los ‘70), es también la nostalgia por una manera de experimentar el cine en otra época. Todo transcurre en una gran sala donde los personajes (un niño solitario, algunos viejos cascarrabias y un grupo de adolescentes borrachos) forman una comunidad silenciosa, nacida al calor de un proyector de fílmico que lanza imágenes terroríficas sobre la pantalla platinada. Se reúnen a ver películas ahí, como una tribu alrededor de una fogata, pero el asesino serial que logra infiltrarse desata un espectáculo sanguinario que lo tiñe todo. Mata a cada espectador, y junto a ellos parece morir el cine que tanto homenajea la película.

Mamà, mamà, mamà (2020), Sol Berruezo Pichon-Riviére

4.

Más allá de las narraciones, la ola de nostalgia por una  experiencia directa también se encarna en la materialidad de ciertos films. ¿Qué podemos decir, sino, de la superpoblación de películas filmadas con material analógico? Como Heliconia de Paula Rodríguez Polanco, que usa el grano de la imagen para potenciar la visión empañada por el calor en las playas colombianas. O Mamá, mamá, mamá, en la que Sol Berruezo Pichon-Riviére descubre la superficie extrañada del fílmico como una superficie propicia para invocar los sueños, campo liberado del régimen realista. O incluso películas como La historia de lo oculto, que usa trucos de postproducción para quebrar a la imagen digital prístina y dotarla de errores, de pequeñas manchas.

Si algo hacen estos ejercicios es crear un espacio opuesto a la tecnología digital; es decir,  opuesto a la prédica de la alta-definición, que no logra más que producir imágenes chatas, monótonas, automáticas. Nos dan la impresión de mostrarlo todo, pero lo que nos ofrecen es frío y uniforme. “Se mira y no se toca”, sería una vieja reprimenda que actualiza esa parte del cine contemporáneo. Las películas que recurren al analógico (o que manipulan el digital), en cambio, parecen invocar la capacidad del cine por movilizar otros sentidos: el ruido visual, los granos, los poros, los rayos y las convulsiones de la imagen. Todo eso es táctil. Imprime una textura particular a los planos y nuestro nervio óptico se vuelve sensible al roce. Nos acaricia la piel rasposa de las películas.

Pero esto (la fascinación por tocar; o sea, otra forma de experiencia directa, semejante a enterrar los pies en la arena o a abrazar a un amigo) no es necesariamente consciente o valioso en sí mismo, ni tampoco exclusivo al cine. Seguramente encontremos el mismo fetiche por las imágenes escamosas en lugares impensados; como en las historias con filtros nostálgicos de algún conocido en instagram, o en el último video de tu estrella pop favorita (Lana del Rey o Dua Lipa, por nombrar algunas). La melancolía es también una fuerza colectiva inconsciente. Está brotando en una laguna virtual que añora una laguna de la naturaleza.

Homenaje a la obra de Philip Henry Gosse (2020), Pablo Weber

5.

Homenaje a la obra de Philip Henry Gosse, de Pablo Weber, es la película del festival que remueve los basurales del presente para hacernos ver el futuro. O viene a mostrarnos que el futuro ya está entre nosotros, por si alguno andaba distraído. 

Weber logra algo fascinante. Trama un paralelismo impensado entre la colección de corales de un investigador del siglo XIX con su propio archivo de imágenes diseminadas por los conductos subterráneos de internet. Videos del ejército sirio, registros de un teleobjetivo capturando el sol, reflejos de la ciudad de Córdoba en charcos podridos de lluvia y rostros creados automáticamente por máquinas. Lo que vemos (un pozo ciego de imágenes, agotador e inabarcable) se presenta como una materia manipulable, plástica. 

En los planos de un campo de margaritas, por ejemplo, las flores se desfiguran. Parecen moverse con el soplido natural del viento, pero al mismo tiempo se esfuman, pierden su definición visual. Los pétalos tiemblan, se derriten, se escapan de los bordes de la figura. Todo adquiere un aspecto verdaderamente monstruoso, entre la virtualidad abstracta y el paisaje concreto,  esculpiendo la visión de un mundo que nos recuerda más o menos al nuestro (o lo que alguna vez fue o lo que creímos que era).

Decir que la película de Weber cruza un umbral sinuoso más allá de la humanidad no es un gesto retórico. Es un hecho: produce imágenes de lo no-humano, tan bellas como aterradoras, cuyo efecto cautivante se sostiene por una sospecha. Nos hacen preguntar, una y otra vez, qué es lo que estamos viendo. Si nos podemos emocionar con sus engendros marítimos nadando en una laguna de partículas sintéticas. Y por sobre todas las cosas, si este terreno minado de registros visuales y satelitales puede considerarse una huella de lo real. 

Como nos enseñó Harun Farocki (un fantasma que recorre a Weber): hay que “desconfiar de las imágenes”, chiques. 

* El Festival de Cine de Mar del Plata continúa de manera online y gratuita hasta el domingo 29/11. Más info: https://www.mardelplatafilmfest.com/ 

El cisne negro del pop

¿Quién es Dev Hynes? Compuso la exquisita banda de sonido de la serie We are who we are y lleva diez años creando un pop de inadaptados. Bajo el seudónimo de Blood Orange, su música melancólica y sensual fluye como la identidad de las comunidades negras y gays que lo adoptaron en Nueva York. 

Dark & Handsome (2019), Blood Orange

Por Iván Zgaib

* Esta nota es un pequeño desvío del cine hacia la música. Un perfil de Dev Hynes, publicado el 14/11/2020 en La Voz del Interior.

1.

Todo empezó en Londres. Cada mañana que Dev Hynes emprendía el rumbo a la escuela, la golpiza se repetía a un ritmo burocrático: su cara pisoteada contra el cemento escarchado de Longridge Road, mientras la sangre roja de su nariz se desparramaba sobre el esmalte rojo espumoso de sus uñas. Los matones lo miraban con orgullo. Le habían inventado un coro personal, a tono con cada empujón y escupitazo: ¡maricón! ¡maricón! ¡maricón!

Cuando la madre de Dev descubrió los moretones, lo inscribió en clases de karate para que pudiera defenderse, pero él tenía sus propios planes. Se compró una patineta para evitar las paradas de colectivo; robó un disco de Kanye West para pasar el encierro; se exilió en la oscuridad de su cuarto y se dedicó a tocar el violonchelo. 

A los 17, en medio de la reclusión, descubrió la película Paris is Burning y sintió el fuego embriagador que quema a quien se enamora de un perfecto desconocido. En su caso era Nueva York, pero no cualquier Nueva York. Era la versión vivaz filmada por Jennie Livingston en su película de fines de los ‘80: la de los clubs escondidos como cavernas de la noche, donde los negros y los putos y las drag queens salían de sus guaridas para bailar bajo una lluvia de purpurina incandescente. Y Dev soñó con bautizarse en el mismo santuario sucio.

2.

Tenía 21 años cuando llegó a Nueva York. Dev durmió en sillones prestados hasta que aterrizó en la zona del East Village, donde lo adoptaron las aves huérfanas de la ciudad. Los chicos negros, las prostitutas trans, los bohemios en peligro de extinción.

En el bajo Manhattan, se inventó un alias secreto para engendrar el pop de los raritos; una obra atmosférica completamente liberada de las melodías clínicas que diseñaban los cirujanos en el valle soleado de L.A. Dev Hynes se convirtió en Blood Orange y Blood Orange era como un portal que succionaba todas las energías errantes de Nueva York. En su disco Freetown Sound, por ejemplo, With Him empezaba con la grabación de una cantante de ópera que Dev escuchó bajo el puente del Central Park. Hands Up cerraba con los gritos de una marcha de afroamericanos puteando a la policía. Hope, del colérico disco Negro Swan, interrumpía un coro de voces balsámicas con el chillido alarmante de una sirena, como si anunciara un viejo edificio prendiéndose fuego entre Broadway y la iglesia St. Mark. 

La interrupción quizás sea su regla de continuidad. Los versos de su pop anti-electrónico, anti bombástico, pegan un salto con la aparición de monólogos hechos por sus amigos. Van de la teatralidad poética a la espontaneidad accidental (como si fueran capturados en el living de Dev, entre tragos amargos y humo de cigarrillo). Siempre con un tono testimonial. Así lo hace Janet Mock en Negro Swan, que confiesa sobre la alfombra de un saxo melancólico: “me preguntaste que es la familia, y yo pienso en la familia como una comunidad.”.

3.

Los padres y los vecinos estaban tan convencidos de su homosexualidad, que Dev también llegó a creerlo. Se lanzó a coger con sus amigos, pero cuando lo hizo no le gustó. Los periodistas le preguntaron si entonces podían publicar que era hetero, pero él tampoco estaba seguro de eso.

Su espíritu andrógino lo alimenta todo: la música y la imagen que define a Blood Orange como el torrente de un río que corre, sin control posible. En el video de Jewlery, la imagen ralentizada captura a Dev saltando y chocándose con un grupo de cámaradas negros. Es el punto de ambigüedad justa, entre un pogo bruto de amigos y la tensión sexual en un baño de gimnasio. La misma opacidad la traduce emocionalmente en la música: sus cánticos de R&B cruzan la sensualidad hipnótica de Prince con la fragilidad rota de Marvin Gaye. La voz de seda que encarna Dev es inestable. Puede ser el llamado de un adonis provocando desde el otro lado de la pista, o la caricia de un chico solitario que suplica arrodillado por una noche de cariño. 

4. 

Mientras el mundo colapsaba por un virus mortífero, Dev se encerró a componer música en su estudio. Durante meses craneó la banda sonora para We Are Who We Are, una serie de HBO que tiene mucho más de Hynes que sólo sus partituras. En cierto sentido, es un homenaje afectuoso. 

Los protagonistas son dos adolescentes enfrentando el burbujeo del deseo. No saben exactamente qué quieren ser, qué hacer ni a quiénes besar. Trump está por trepar a la presidencia justo cuando los chicos se escapan de sus casas y toman un tren para ver a Blood Orange en vivo. Están solos y confundidos. Sus padres ya están lejos, pero ellos tienen las melodías de Dev para darles aliento. Una nueva generación de inadaptados encuentra consuelo en otro cisne negro. Igual que Dev a los 17, abrazado a una vieja película de Nueva York. Su propio refugio pop. 

Pino Solanas: El topo

Tras la muerte de Pino Solanas, el legado de su cine sigue abriendo conductos para pensar la relación del cine argentino con su tiempo histórico. 

Los hijos de Fierro (1972-1975), Pino Solanas

Por Iván Zgaib

* Esta crítica fue publicada originalmente el 13/11/2020 en La Nueva Mañana

Despedimos a Pino Solanas como a un ángel caído. Con cierta congoja y una gratitud arrolladora. De los cientos de adjetivos elogiosos que desbordaron las ciénagas de internet tras su muerte (“comprometido”, “generoso”, “coherente”, “audaz”) me quedo con éste: eterno. Un cineasta legendario, cuya etapa más lúcida (de fines de los ‘60 a los ‘80) conserva el valor de haber sido urgente en su tiempo y resonante aún hoy, tantas décadas (y penurias y triunfos populares) más tarde. 

Que la obra de Pino se haya comportado como un topo, perforando la Historia hasta abrir vasos comunicantes entre el pasado, el presente y el futuro, permite que siga habilitando interrogantes nuevos, de los cuales se me ocurre empezar a desandar al menos dos. Qué nos siguen advirtiendo sus películas sobre la capacidad del cine para entrever las tensiones políticas de su tiempo. Y también, de qué manera esos tejidos han sido actualizados, reemplazados u olvidados por los directores que siguen filmando estos días.

Creo que la mejor película de Pino en acoger esas cualidades es Los hijos de Fierro (1975); su poema épico que canibaliza El Martín Fierro en clave peronista. Ahí, la figura del gaucho desterrado sirve como un portal alegórico para narrar el exilio de Perón y la resistencia heroica de sus seguidores. Un verdadero canto por la unidad del movimiento. Y en ese sentido, la película no sólo libera un eco fantasmal en relación a la coyuntura actual (de los romances, desamores y reencuentros en la era kirchnerista que hizo recalcular al mismo Pino), sino también por las tácticas cinematográficas que emplea.

Allí hay un gesto peculiar. La narración está poseída por una voz en off (¡incesante y casi barroca!), cuya omnipresencia quizás nos haga creer que la palabra ejerce un monopolio demagógico sobre los hilos del film. Pero la verdad es que Pino organiza su película más allá. Dramatiza aquella voz visualmente. Convierte al registro del paisaje porteño en su nervio medular. La primer imágen que vemos (un paneo de la cámara sobre el horizonte porteño) se multiplica como un sueño recurrente o el estribillo pegajoso de una canción que vuelve una y otra vez.

 No me importa sólo su reiteración, más bien sus efectos. Una escena, por ejemplo, comienza mostrando la silueta de los héroes aguerridos que cabalgan por colinas despobladas. Es un paisaje neutral que podría hacerse pasar por cualquier época lejana, hasta que la imagen se expande por medio de un zoom-out. Y ahí, se asoma la ciudad. Mientras escuchamos cómo el narrador reinventa oralmente un mito del siglo XIX, las imágenes plasman un territorio urbano y fabril que nunca nos permite encerrar aquel relato en el pasado. Se trata de un registro documental (de los ‘70, de la gran ciudad y las utopías industriales en ruinas) que se utiliza para encarnar una hibridación temporal. Hace estallar la idea de la Historia como secuencia lineal. Descubre que un texto arcaico de otro siglo permanece abierto, echando luz sobre su presente.

Por eso no deja de resultarme estimulante un vínculo impensado: Historias Extraordinarias de Mariano Llinás (un film emblemático del cine argentino contemporáneo, filmado por un director alérgico a la mera idea de un “cine nacional”) comparte varias decisiones formales con Los hijos de Fierro (una epopeya explícitamente obsesionada por narrar una identidad y cimentar un cine nacional). Llinás también utiliza una voz en off invasiva, planos generales y paneos elegantes. Su película, que parece privilegiar la palabra, está en realidad empecinada por documentar un paisaje: los campos desiertos, los hoteluchos grises de provincia, los paraísos de juncales monstruosos y fardos de alfalfa que se extienden como plagas ocultas por el Buenos Aires profundo.

Pero el paisaje de Llinás es estrictamente físico; una impresión de la realidad que la cámara usa de botín para inscribir sobre ella una ficción (épica, como Los hijos de Fierro, aunque encerrada en sí misma). El paisaje de Pino, más que una impresión física del espacio, observa un territorio nacional recargado de fuerzas políticas; un prado donde pueden cartografiarse las reverberaciones históricas de la Argentina. Con sus paneos y sus expansiones visuales, la película compone ese espacio rural y urbano como campos minados; el escenario en el que se pone en juego el futuro de un pueblo. O mejor: el escenario en el que se decide esa suerte desde siempre

La posición de la cámara también es sintomática de ese trabajo. Cada vez que la imagen se expande para vislumbrar el horizonte porteño, su punto de origen es lejano. Desde afuera, desde el desierto, entre los árboles y los montes o a la orilla de un río derramado por la lluvia. Es decir, desde los márgenes. El punto de vista en el paisaje corresponde al del Martín Fierro expulsado (o su doble: el Perón proscripto), pero también al del propio Pino y todo su equipo que se vieron forzados a terminar de filmar en la clandestinidad, a la sombra del sadismo diseminado por la Triple A. Esta condición es la que afina la composición del territorio. El pueblo amenazado define la percepción espacial: un campo de luchas que persiste (¡y resiste!) al paso del tiempo.

Ese mismo ensayo de hibridación temporal puede rastrearse en otra película más reciente: El movimiento de Benjamín Naishtat, que viaja hasta los motines entre federales y unitarios en la Pampa húmeda, para quebrar su ubicación histórica y desatar una alegoría sobre el peronismo. La perspectiva que crea Naishtat es, sin embargo, el contra-plano burlón de Los hijos de Fierro. Más que la resistencia de un pueblo, lo que perdura en el tiempo son los líderes infames (una elucubración sobre el peronismo que puede seguirse al menos hasta El jefe, dirigida por Fernando Ayala en 1958). 

Por eso, la puesta en escena de El movimiento (tramada a partir de cortes de montaje sanguinarios, como los de una navaja) se mimetiza con el caudillo protagonista. Cuando Naishtat se acerca a las personas comunes y corrientes no puede sino verlas como pobres criaturas fáciles de manipular. El gesto para el pueblo es de una lástima distante, nada más que eso. 

¡Vaya contraste! Si vuelvo a visitar la obra de Pino, el rostro más sobresaliente sigue siendo su carácter popular (rasgo que lo une a una familia de cineastas que va de Hugo del Carril, a Leonardo Favio y especialmente Fernando Birri). Pero esa popularidad no recae simplemente en la transparencia que hace a sus películas inteligibles, sino en la mirada dignificadora que elabora sobre los trabajadores y sus universos particulares.

Un plano vital, que ni Naishtat ni gran parte de su generación llega siquiera a imaginar: la calle de un barrio cubierta por papelitos festivos, con una multitud que se acerca desde lejos. La cámara se aproxima a ellos con un zoom y ellos se aproximan a la cámara bailando. El sujeto que filma y los sujetos filmados (y nosotros, los sujetos que miramos) quedamos enlazados por ese encuentro. La comitiva carnavalesca la encabezan niños. Pegan patadas voladoras, danzan alrededor de la bandera como si fuera una fogata de ritual. ¿Qué es eso sino la dignidad de un pueblo? Su persistencia, a pesar de todo. 

¿Alguien retomará, acaso, ese legado, más allá de los discursos beneplácitos a los que nos tienen acostumbrados los velorios? Mientras tanto, las películas de Pino siguen pegando gritos encendidos. Sus preguntas siguen en suspenso, como una moneda flotando en el aire. Justo antes de caer. 

* Parte de la obra de Solanas podrá verse en la edición online del Festival de Mar del Plata, entre el 21 y 29 de noviembre. 

Encuentro cercano con lo desconocido (Doc Buenos Aires 2020)

La nueva edición de Doc Buenos Aires tiene lugar hasta el 31 de octubre, con una programación que reivindica su propia mirada estética y política del cine: las películas como un portal de acceso a la otredad.


El triunfo de Sodoma (2020), Goyo Anchou

Por Iván Zgaib

* Esta crítica fue publicada originalmente el 30/10/2020 en La Nueva Mañana

¿Cuándo volveremos a rozarnos en la oscuridad seductora de un cine? Mientras las salas permanecen cerradas para sus devotos, los festivales enfrentan otro desafío: mudarse a los auditorios espectrales del streaming. 

Si los festivales habrían nacido para empujarnos a lo desconocido (a las películas-mutantes, pero también, a los espacios extraños, habitados junto a espectadores anónimos), Internet es su reverso; la tierra de lo conocido; el gobierno policial del algoritmo que nos lanza hacia nosotros mismos. Los bots, con su clarividencia mecánica, se jactan de entendernos. Pueden augurar las películas-masticadas, las melodías bobas y las ideas plastificadas que recitaremos de memoria incluso antes de haberlas conocido. 

En esos pantanos virtuales comenzaron a proyectarse las películas de la nueva edición del Doc Buenos Aires. Pero su programación parece insistir, antes y durante la pandemia, que la misión del cine está siempre asociada a una forma de conocer el mundo. Es decir, a sacarnos a la rastra de la comodidad de nuestra experiencia sensible (aun cuando debamos ver las películas desde la familiaridad tranquilizadora que irradian nuestros dormitorios).

 El triunfo de Sodoma quizás sea una de las manifestaciones más radicales de ese gesto: una fantasía guerrillera que inicia como un canto épico. El sonido de una banda marcial explota sobre la imagen de unas pibas que tiran abajo las rejas de una iglesia. ¿Alguien se animará a mirar a otro lado después de eso? Por si quedaban dudas, la aceleración artificiosa de los planos (con escenas de masturbaciones y chupadas de pijas babosas) terminan de instalar la energía encendida de la cual se alimenta la película. Todo se despliega vertiginosamente, como si las mismas imágenes estuvieran al borde de acabar en un clímax orgásmico. Esa idea vuelve a trabajarse más adelante, cuando la figura de dos hombres cogiendo se imprime (y relampaguea como un bicho de luz) sobre una represión policial. Acá, el deseo también es un arma violenta. Un motor de acción antes que búnker de resistencia. 

El film de Goyo Anchou ajusta ese comienzo bombástico a su argumento: un pibe se enamora del integrante de una célula anarquista, donde todos conspiran para jaquear al sistema de desigualdades machistas y clasistas. Lo que la película construye desde ahí (con sus imágenes documentales de revueltas y las consignas anti-patriarcales que bombardean la pantalla) invoca a los antepasados del cine militante de los ‘60 y ‘70. Pero mientras el legado de esa tradición argentina resguardaba una óptica hetero y masculina, Anchou la actualiza desde las vibraciones del presente. Su eje es el fluir escurridizo de los géneros y del deseo.

Más allá de la temática, el film avanza con certeza. Toma esa condición contemporánea y la procesa en su materia. Sobre el comienzo, el protagonista recita una declaración de principios políticos mientras la puesta en escena desordena las conexiones esperables entre imágenes y sonidos. La figura es masculina, la voz es femenina y el rostro se encuentra desfigurado en pedazos: los recortes de los ojos y la boca se mueven independientemente los unos de los otros. Son porciones de un cuerpo monstruoso, flameando sobre el registro de las marchas por el aborto. 

Esa forma de composición, donde las imágenes se superponen y erigen la poética de un collage caótico, es una marca constante. Su efecto es el resquebrajamiento de la visión unificada y homogénea del plano, lo cual resulta mucho más que un mero guiño manierista: allí, cada imagen abre un portal a una imagen-otra, a una dimensión paralela donde los colores y las (in)definiciones visuales mutan en una corriente incesante, tanto como su protagonista se transforma al abandonar las ataduras de una educación masculinizada. 

Por eso, los materiales documentales que utiliza Anchou no son tanto un puntapié para retratar el presente a “imagen y semejanza”, sino una base desde la cual activar la imaginación. Su poética persigue una idea de trascendencia: una utopía queer que nos transporta de Buenos Aires a una quimera deseante y de esa quimera otra vez a la ciudad, delineando así su propio paisaje des-patriarcado (uno cuya política, parafraseando al Glauber Rocha tardío, es más estética del sueño que estética del hambre). Y aunque el film de Anchou cae en la maña de predicar ideas con cierta superioridad moral, su capacidad inventiva no se licúa. La experiencia que devuelve es tan extraña y enigmática que encontrarle una filiación en el cine argentino actual sería un verdadero ejercicio de escritura creativa. 

Lejos de ese encantamiento onírico, Bitter Bread (otro de los films que compone el programa del Doc Buenos Aires) ensaya una observación terrenal. El director iraquí Abbas Fahdel afinca su mirada en la cotidianeidad de unos refugiados sirios, despojándose de cualquier consigna explícita: reduce la contextualización a unos pocos subtítulos informativos; sostiene un punto de vista coherente con la realidad que filma. 

Cada vez que se acerca a sus protagonistas vigorosos (los sobrevivientes que acaban de huir al pavor de una guerra), Fahdel mantiene la distancia como una verdadera elección ética del registro. Pero además, construye una sensación palpable de la espacialidad: lo que captura la película es un campo de refugiados, con carpas erigidas en un monte libanés al costado de la ruta. Decenas de familias sirias son retratadas sin primeros planos ni planos individuales. Están siempre reunidas en una misma imagen, ya que en ese campamento transitorio los espacios son de todos y de nadie. En el Líbano no hay lugar (ni trabajo) para los refugiados, más allá del campamento que funciona como un purgatorio. Los hombres y las mujeres están ahí de paso, sin saber cuándo ni a dónde podrán continuar sus vidas.

En ese punto, las separaciones entre cada escena son mucho más que meras transiciones. En todo caso, continúan mapeando de manera exhaustiva un micro-universo cuyos rincones se exploran según sus propias reglas y peculiaridades. Los tendales que unen cada carpa y cada familia; las plantaciones donde trabajan las mujeres; los campos que se dedican a arar los hombres; las montañas donde los niños corren y ríen mientras sus padres se lamentan por el futuro incierto. Y después, cuando tienen lugar las panorámicas majestuosas de la naturaleza, se desprende un desasosiego aplastante: la vista de un pueblo próximo al cual los refugiados no pueden acceder como cualquier ciudadano, y que hace ver incluso los espacios abiertos como las cárceles más sombrías.

Fahdel es un cineasta del espacio. Acá y en sus otros films, la arquitectura de la forma mantiene una sintonía fina con el modo cotidiano en que los sujetos habitan sus entornos. Y en ese trazado tan cálido como meticuloso, el director da la talla para acercarse a sus personajes. Les quita el rótulo de víctimas miserables. Borronea el estigma de criminales sucios. Sólo nos invita a mirarlos con empatía. Y nos recuerda, por unos minutos, que el cine es el otro.