Todos hablaban de política cuando llegó la primavera

La plataforma de Grupo Octubre ofrece una retrospectiva de Carlos Echeverría. Cuarentena, donde retrata el exilio y regreso de Osvaldo Bayer a la Argentina, sigue siendo una película tan desconocida como singular que merece más reconocimiento.

vlcsnap-2020-04-22-12h43m00s776 (2)Cuarentena (1984), Carlos Echeverría

 

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada el 24/04/2020 en La Nueva Mañana

 

Hay algo verdaderamente curioso en el hecho de ver Cuarentena aún hoy, y no lo digo sólo por la emoción de contemplar a Osvaldo Bayer traduciendo series alemanas en su pequeño departamento de Berlín. Tampoco tiene que ver sólo con las tomas colosales que siguen a las multitudes argentinas bailando excitadas porque están a punto de elegir su voto durante la primavera del ‘83. Me refiero más bien a esos subtítulos alemanes pegados sobre la imagen: nos recuerdan hasta qué punto las secuelas del sadismo dictatorial metieron su cola en la película. 

El destino oscuro del film de Carlos Echeverría está encarnado en su propia materialidad: una copia producida por la televisión alemana para la televisión alemana y subtitulada al alemán encima del castellano, como si los ejecutivos del canal hubieran presagiado el ninguneo que recibiría el film en Argentina (rechazado por el directorio de ATC durante los primeros años del alfonsinismo, proyectado en apenas un puñado de salas independientes y empujado al olvido hasta que Fernando Martín Peña la rescató para la Televisión Pública en el año 2013).  

A su propia manera, los avatares de su producción y circulación funcionan como un espejo del mismo Osvaldo Bayer. En la segunda escena ya lo vemos sentado en una biblioteca extranjera, dando una conferencia en alemán porque su nombre se convirtió en una marca lo suficientemente peligrosa como para no poder hablar en su propio idioma ni en su propio país. 

 

 

El retrato íntimo que compone el film (Bayer cocinando con su hija, Bayer comprando pastelería germana, Bayer hablando con la vecina que pasea a su perro por la mañana) expresa la poética de Echeverría: toda su obra está atravesada por un registro sistemático de los movimientos tectónicos que movilizan la historia argentina, pero siempre con un anclaje singular. Es la Historia (así, en H mayúscula e intimidante) humanizada a escala de un cuerpo sensible. 

En Juan, como si nada hubiera sucedido es un matrimonio que no puede olvidar la desaparición forzada de su hijo. En Chubut, tierra y libertad es una mochilera que cruza la Patagonia para investigar la vida de su abuelo socialista. En Cuarentena es el mismo Bayer que se presenta como el punto neurálgico donde chocan varias fuerzas titánicas de la Historia: la vida agridulce de los exiliados políticos, el proceso de deformación nacional encarado a imagen y semejanza de los militares brutos, el (pre)sentimiento entusiasta que recorría al país cuando la restauración democrática se asomaba como una posibilidad tangible.

Aquella importancia de la intimidad está plasmada en la misma gramática que organiza las escenas de Berlín. La cámara distante observa a Bayer desde los pasillos en su departamento modesto. Luego, recorre las paredes donde cuelgan las únicas decoraciones (folletos de charlas sobre el exterminio de los ‘80, una fotocopia arrugada de La patagonia rebelde, fotografías de filósofos dispuestas como estampitas de santos patronos). Todo allí presenta las dinámicas y apariencias de un hogar, aunque la película nos recuerda que este hogar fue armado a la fuerza por el exilio. Es el intento de instaurar una rutina ordinaria en un lugar extraño, mientras se sueña con volver a casa.

 

 

La mirada de Echeverría resulta excepcional porque desteje un límite delicado: el tiempo aplastante de la Historia no se distingue del tiempo aplastado de la cotidianeidad. Es algo que también se palpita cuando el film llega a moverse a Buenos Aires. Los pasajes filmados en la vía pública están llenos de rostros anónimos y efímeros. Hay un plano hermoso, tan anecdótico que puede confundirse con una anotación al margen de una hoja: un viejo, bostezando al filo de alguna esquina gris mientras en el fondo se ve un afiche reventado de Eva y Perón. 

No sólo es un plano simpático, sino uno fundamental. Tiene peso porque expone la coexistencia de dos entidades que en otras circunstancias parecerían salidas de universos paralelos; un tipo sin nombre en la calle y una iconografía magnánima que ha sido elevada a dimensiones mitológicas. Toda la Historia argentina se ve (y diría, casi se respira) en la película, porque el reseteo democrático invoca a esas tradiciones fantasmales de la cultura política nacional (la pregunta en ciernes: ¿cuál es el modelo de país que debe erigirse ahora?). 

¡Y Echeverría lo filma todo en la calle! La escena más conmovedora, tanto por su valor documental como por su destreza formal, es la que se lanza a capturar esta confluencia caótica en una peatonal. Bayer está recorriendo Buenos Aires por primera vez en siete años. Hasta ese momento, sólo había conocido el clima del país de la boca de sus amigos. “Lo más lindo es la gente, la espontaneidad, las ganas de saber”, le dijeron por teléfono. Y por eso esta escena necesita de cierto impacto dramático: es la primera vez que nosotros (y Bayer) experimentamos esa realidad de la cual sólo escuchamos relatos. 

 

 

 

Todas las decisiones están a la altura de las circunstancias: el modo vertiginoso en que los planos se van llenando de ciudadanos (peronistas extasiados, radicales de clonazepam, chicos de corbatas prolijas reuniéndose a discutir política); la fuerza magnética con que Bayer es arrastrado del lugar de observador marginal a participante activo de la escena; el ritmo in-crescendo del montaje que se desbarranca a medida que las discusiones se intensifican. La cadencia que compone Echeverría es la de una democracia naciente: la efervescencia de sentir el derecho a alzar la mano y participar de la vida pública. 

Hay otra escena hermanada con aquella, pero concebida en clave contemplativa. Bayer asiste a la Sociedad Libertaria de Argentina para presentar el libro que escribió en el exilio, aunque durante la conferencia casi no aparece en cuadro. Lo escuchamos hablar, sí. Pero Echeverría parece sentirse mucho más atraído por el rostro periférico de los asistentes. A partir de ellos compone retratos de hombres y mujeres en silencio. Hace flotar la cámara y salta con amor de persona en persona hasta darle forma visual a una comunidad de oyentes. Se trata de otra expresión de la misma democracia: una calma emotiva, engendrada por la posibilidad de escuchar a otro que habla libremente.

Aquellas escenas en particular dejan expuesto uno de los rasgos más llamativos que logra Echeverría a lo largo del film. Se trata de una capacidad para combinar el control de la puesta en escena con la cacería de momentos de extrema espontaneidad. Son los dos elementos: el clima político incipiente y un retrato escenificado alrededor de Bayer, como si se tratara de un héroe ficticio (si Juan, como si nada hubiera sucedido está filmada bajo la forma de un policial, Cuarentena está filmada como si fuera el drama de un hombre volviendo a casa). Y encima, sorpresa: uno descubre que Bayer no sólo era un gran pensador, sino también un actor habilidoso que no habría quedado fuera de lugar en algún film ochentoso de Adolfo Aristarain.

 

Oh, hay algo tan conmovedor de ver Cuarentena hoy. No sólo por todas las razones que he mencionado, sino porque no puedo evitar pensar que en los últimos dieciséis años pasaron muchas cosas en Argentina y ningún director logró representarlo con la sensibilidad (esa claridad ética y estética) que forja Echeverría en el film. 

Pienso en algo de Paula de Luque, en algo de Tristán Bauer, en algo del último Pino Solanas: esos documentales tienden a cierto maniqueísmo, a subyugar el cine a la exposición, a tratar al espectador como a un adolescente rebelde internado en un reformatorio antes que como a un igual al que se invita a ocupar un punto de vista desde el cual observar el mundo.

El film de Echeverría sortea todos esos peligros. Entiende que las películas (y la Historia y la historia) son mucho más que un texto abstracto. 

Son el rostro palpable de un viejo bostezando, una tarde de primavera.

 

 

Cuarentena y otras películas de Carlos Echeverría pueden verse de manera gratuita en la plataforma de Grupo Octubre

 

Cómo Gilmore Girls salvó y salvará al mundo de la depresión (por algunos minutos)

mgid_ao_image_mtvGilmore Girls (2000), Amy Sherman-Palladino

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada el 13/04/2020 en La Nueva Mañana

 

Si de repente el mundo fuera amenazado por un bicho invisible (de esos que nos obligarían a permanecer encerrados y paranoicos, como en una distopía yanky de la Guerra Fría), Gilmore Girls sería la serie que elegiría para soportarlo: una verdadera lección de educación sentimental, nacida de los primeros años del siglo XXI y aprehendida por un grupo de adolescentes lo suficientemente ñoños como para verse seducidos con una historia emocional entre madres e hijas y una chica que sueña ir a Harvard.

Así lo recuerdo personalmente: haber escapado de la escuela, haciendo equilibrio en las veredas llenas de perros sarnosos de un solo ojo, para llegar a casa y ser transportado a ese mundo absurdo de personajes que decían cosas ingeniosas y veloces y que vivían en un pueblo lleno de lunáticos hermosos dedicados a hacer cosas ridículas (como representar la noche anti-heroica en que los fundadores del pueblo hicieron vigilia esperando al enemigo británico que no llegó nunca) pero que en el fondo se ayudaban entre ellos y a toda su comunidad. 

Hoy o desde hace 20 años, Gilmore Girls funciona como un espejismo que catapulta a un tiempo mejor o a una vida mejor (y, en serio, escapar de la ansiedad adolescente no se diferencia mucho de escapar a la ansiedad de cuarentena: ¿va a terminar esto alguna vez? ¿voy a sobrevivir? y todas esas preguntas catastróficas). Pero a pesar del tono luminoso que irradia la serie (la premisa de “una madre y una hija que son mejores amigas”, filmada en colores cálidos que se asemejan a una tarde de otoño), lo que cruje por debajo es inquietante y demoledor .    

Los personajes están arriados por un trauma familiar. Lorelai, una adolescente criada con héroes como Bowie y Blondie, quedó embarazada a los 16 años y abandonó la mansión de sus padres, Emily y Richard, criados con héroes como Eisenhower  y todos los descendientes de patriotas americanos que armaban fiestas sociales con canapés de salmón en bandeja. En la serie casi no vemos ese momento germinal (salvo por un flashback horrible, mejor olvidarlo), pero todo lo que sucede está acechado por ello: cuando Lorelai vuelve a hablarle a sus padres, pidiéndoles dinero para que su hija Rory (ahora, de 16 años) pueda ir a una escuela privada, cada palabra y cada silencio está contaminado por el pasado irresuelto.

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Gilmore Girls es una tragedia disfrazada de comedia dulce y ocurrente. En cierta manera, los personajes hablan mucho para tapar la angustia. Emily y Richard están horrorizados con que Rory se desbarranque y vuelva a hundir los sueños de gloria que Lorelai nunca pudo cumplir para el legado familiar. Lorelai teme que Rory pierda la virginidad y en el proceso pierdan su vínculo especial como sus padres la perdieron a ella (o peor aún, teme que Rory cumpla el mandato familiar y la reemplace como la hija que Emily y Richard siempre quisieron). Y Rory tiene una actitud compulsiva por recibir cumplidos, lo cual la deja aplastada bajo las fantasías contradictorias que el resto fabrica en torno a ella. 

Lo que hace magistralmente Amy Sherman-Palladino, la creadora de la serie, es hilar aquellos traumas desde un mapeo afectivo ambiguo. Nadie allí termina de decir verdaderamente lo que siente, porque los Gilmore (como Lorelai recrimina una y otra vez) fundaron todos sus vínculos en una manía por evitar las expresiones directas. Entonces no importa tanto lo que se dice, sino lo que se oculta cuando se habla (el talento de Emily: clavar sus tenedores de lujo en el corazón de su hija, mientras la mira con una sonrisa cordial durante la cena). 

El resultado es un tejido plagado de dosis iguales de amor y toxicidad: Sherman-Palladino no suele tomar partido por nadie, sino exhibir las grietas entre las distintas generaciones de madres e hijas, los intentos desesperados de todas por encoger esos abismos y la aceptación de que muchas veces simplemente se trata de aprender a vivir con aquellas diferencias.

Eso es lo que logra convertir los hechos más pequeños en escenas de increíble resonancia emocional, como cuando Rory le muestra a su abuela la pequeña cabaña en la que vivieron ella y Lorelai los primeros años. La nieta está feliz y entusiasmada (¡está compartiendo ese pedazo de sus biografías emocionales!), pero Emily lo toma como una ofensa: “¿nos odiabas tanto para llevarte a tu hija ahí? ¿a vivir en un pozo como una desamparada?”, le grita después a Lorelai. Por eso, parte del logro más genuino consiste en despejar cualquier bondad pura: todas las chicas Gilmore son buena gente, pero están rotas y hacen lo que pueden.

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A la luz de una cultura obsesionada con los spoilers, Gilmore Girls se destaca por ser, en su propia esencia, una serie anti-spoilers. Prácticamente no hay sorpresa narrativa que se pueda arruinar, porque su destreza no depende de giros ni acciones dramáticas (la pocas veces que se ata a ellas, como cuando inventa la historia de una hija secreta, los resultados son forzados y desastrosos). Lo que importa es cómo se hace carne la relación entre sus protagonistas. Cada conversación delirante que tienen Lorelai y Rory (sobre una vieja película o sobre cómo pueden hacer para llegar a cuatro cenas de Acción de Gracias en una sola noche), es la razón por la cual la serie conserva su vitalidad 20 años más tarde.

Sherman-Palladino ama filmar a sus chicas con travellings que simplemente las siguen por las calles de Stars Hollow. Y además ama desviarse: que la cámara las pierda de vista por unos segundos y dirija su atención a la vida pública del pueblo y a las actividades extravagantes que unen a sus ciudadanos. Cada atisbo de Stars Hollows importa, no solo porque son los momentos más vívidos y creativos de la serie, sino porque también nos informan sobre Lorelai: éste es el lugar al que se mudó cuando escapó de sus padres y éste es el lugar donde encontró una gran familia de la cual por primera vez se sintió parte.

El hecho que la serie transcurriera durante los años sádicos de Bush la hace todavía más descabellada: el retrato de pueblo pequeño existe únicamente dentro de su propio mundo de ficción, donde todos los ciudadanos parecen pacíficos, donde la desigualdad es prácticamente inexistente y los problemas de convivencia más graves son las peleas por el ruido que hacen las campanas de la Iglesia. Stars Hollow es el hermano ingenuo del Twin Peaks: es romántico, pintoresco, idealizado al extremo, pero ese encanto es el que contrasta con la mansión asfixiante de Emily y Richard. Es la pequeña burbuja donde Lorelai forjó su propia vida, como quiso y con quien quiso. 

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Podría seguir diciendo 20 cosas (y más) sobre Gilmore Girls, tanto buenas como malas (porque pocas series sobreviven ocho temporadas sin rasguños). Pero el epílogo va dedicado a Lauren Graham, la luz que guía a una familia de actores creíbles y queribles. Ella tiene los bordes filosos de Katharine Hepburn mientras habla rápido a causa de una sobredosis de café. Tiene la seducción dominante de Julia Roberts mientras posa para la cámara con gestos desafiantes. Su versión de Lorelai es tan magnética que resulta difícil no vitorear todas sus batallas (incluso las menos justificadas, como cuando cruza la delgada línea de la castración con Rory). 

El talento yace en la amplia gama de facetas que le imprime a Lorelai. Usualmente es histriónica y juguetona (como si estuviera dando espectáculos hasta en la hora del desayuno), lo cual hace mucho más efectivos sus repentinos brotes de vulnerabilidad. Todo recae en sus silencios, sus movimientos en el espacio, los tonos con que manipula su propia voz. Se la puede ver comandando la flota en el hotel donde trabaja y se la puede ver muda mirando el plato y escuchando retos en la cena con sus padres, como si cada vez que entrara a esa casa volviera a ser una adolescente (algo trágico e increíblemente gracioso). En cada temporada ofrece un momento sorpresivo, de descubrimiento. Por eso es difícil resistirse a verla, incluso después de 20 años.

 

 

 

* Gilmore Girls se ve en Netflix

La leyenda de Ana y los crotos

Que vivan los crotos (1995), la ópera prima de Ana Poliak, es una de las películas más secretas y hermosas en la historia del cine argentino. Se verá por streaming en los canales de youtube y facebook del Cineclub La Quimera, el jueves 16/04 a las 20:30.

vlcsnap-2020-04-07-13h06m13s776Que vivan los crotos (1995),  Ana Poliak

 

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada el 13/04/2020 en La Nueva Mañana

 

 

Ana Poliak cruzó Buenos Aires para encontrar a Bepo y sus amigos. 

Todos, hombres y mujeres que aparecen en ese paisaje bonaerense de pueblos apacibles y austeros (calles desiertas; cielos expandidos, lilas y recién despiertos), intentan responder a una pregunta de proporciones legendarias:  ¿ qué / son / los crotos ? 

Una viejita, la enamorada secreta de Bepo, le confiesa a Ana: “Yo siempre creí que eran esa gente vieja que se ponía debajo del puente, que tomaba mate y alguna gente vecina le alcanzaba algo” 

Un señor de corbata, hablando frente a un auditorio de oyentes sentados en sillas de oro resplandecientes, agrega: “Siempre he creído que los crotos o linyeras habían sido una rara fauna de vagabundos, rateros, haraganes, casi delincuentes (…)”

Y esa imagen, capturada en las entrañas de una conferencia, sirve como la exhibición de otra especie; una criatura de naturaleza distante y extraña a aquella que engendra Poliak en su propia película. Incluso cuando parece girar en torno a entrevistas sobre vagabundos que eligen una vida al costado de la ruta (o, para ponerlo de manera más directa: al costado de la sociedad entera), Que vivan los crotos (1995) se trama más allá del gesto meramente testimonial,  informativo o conferencial (y muchísimo más allá de las pretensiones de denuncia social). La pregunta que importa no es la que guía parte de las entrevistas (¿qué son o cómo viven los crotos?), sino aquella que cristaliza su coraza formal: ¿cómo filmar esa libertad crotera?

 

 

Crotos o linyeras: seres legendarios, cuyas historias se pasan de boca en boca pero quienes las escuchan y quienes las cuentan no terminan de diferenciar qué es real y qué es mito (¿viven bajo puentes? ¿salen de noche? ¿saltan del techo de los trenes mientras van andando a la velocidad de la luz y las costumbres prohibidas?). Ni Bepo ni sus amigos, todos linyeras y anarquistas autoconfesos, parecen capaces de definir con exactitud cómo eran sus vidas en los albores del croterismo.

Uno de ellos, sentado sobre la piedra solitaria de un monte, llega a decir (con la voz quebrada, mientras recita sus recuerdos): “Hay momentos que me producen ahora, en la vejez, cierta emoción y angustia que no puedo expresar mejor de lo que quisiera”.

Otro de los amigos, registrado en un plano extenso sin cortes, recuerda el nacimiento de su amistad con Bepo: habla entrecortado, como si estuviera leyendo por primera vez los detalles de su propia historia, y luego se arrepiente y dice que está nervioso, que no le gusta la manera en que habló de un tema que conoce tan profundamente.

Esa frustración es la que Poliak busca reponer en el transcurso de la película: reconoce que el acto de recordar (por la cualidad delicada que posee la memoria) es en sí mismo un acto de ficcionalización, de puesta en escena. Por eso las entrevistas no son prístinas, sino que están llenas de interrupciones y tropiezos. Por eso, también, la película se alimenta de pasajes lúdicos y ficcionales donde los crotos interpretan las hazañas de sus vidas libres y austeras. Como señala Ramiro Sonzini, Poliak nos recuerda dulcemente que el registro del cine es mediado antes que puro y directo.

 

 

Cada decisión desplaza a la película en ese camino. Es el intento de recrear el estado de una vida o una forma de vivir que los protagonistas no pueden expresar u honrar como quisieran. Y gran parte de aquella tarea depende de la atención que Poliak destina a los paisajes, procesados y registrados de manera diversa, siempre con el objetivo de cartografiar la emoción con que fueron experimentados por los linyeras.

Aquí, una lista apresurada de decisiones tomadas con precisión tierna: 

Se despliega un retrato de corte impresionista, capturando la inmensidad de la naturaleza (transformada, segundo a segundo, con el soplido del viento o con los ciclos de la luz solar).

Se reencuadran las siluetas y los objetos según el propio antojo (libertad conferida por el ojo milagroso de la cámara).

Se hace ver a los hombres como seres diminutos con plena autonomía para abrir sus propios senderos por el mundo.

Se agrandan (en tamaño y tiempo de atención) objetos que parecerían insignificantes (huevos duros apilados en una olla pequeña, gajos de naranja reposando en una heladera vacía, zapatos utilizados como billeteras transitorias); todas imágenes pregnantes que evocan el recuerdo de un momento y de una vida austera.

Se vuelve una y otra vez sobre los trenes, un motivo visual (rítmico, metafórico, sensorial) que marca el pulso de la experiencia linyera. 

 

 

Considerando la conexión mística que une al cinematógrafo y los trenes (ambos inventos técnicos que emergieron del tiempo precipitado y efímero de la era moderna), la fascinación de Poliak por aquellas figuras es interesante por múltiples razones. Empecemos por la más evidente: que el impulso y el movimiento registrado, el de los crotos subiendo y saltando como niños alegres por las vías, corresponde a una cartografía alternativa. Ese movimiento no conoce trayectos dados de antemano. Todo el film es, en ese punto, una fuga a la vida formateada por las sociedades industriales (encarnadas simbólicamente por los trenes, reactualizadas hoy por el Google maps que lo ve todo).

Pero al margen de eso, Que vivan los crotos sobrevive como una reliquia de la memoria, de otro tiempo que parece cada vez más distante y perdido. Filmados en el ‘89, los trenes y las vías y las tácticas de resistencia al sistema plasmados por Poliak parecen haberse congelado en el momento justo: los últimos suspiros entrecortados, antes de la voracidad que desperdigaría el menemismo. 

La libertad de las personas iba a estrecharse (¿que vinieron a decirnos sino? ¡la libertad es del mercado, estúpido!). Pero acá, en el film de Poliak, permanece expandida en dimensiones colosales. Sobrevive. Un poco como un recuerdo. Un poco como un largo sueño. Un poco como una leyenda secreta que se transmite por lo bajo: de pantalla en ojo, de espectador en espectador. Así se resguarda, también, una de las películas más valiosa de nuestro cine. 

 

* Que vivan los crotos se transmitirá en vivo por los canales de youtube y facebook del Cineclub La Quimera, el jueves 16/04 a las 20:30 hs:  

 

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Estoy cansado de imaginar el fin del mundo

Las películas sobre pandemias ya no parecen un ejercicio de imaginación catastrófica sino un realismo masoquista, ¿qué queda entonces para las películas que simplemente anhelan las conexiones humanas?

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Support the Girls (2018), Andrew Bujalski

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada el 02/04/2020 en La Nueva Mañana

Algunas mañanas pienso que no puedo ser el único intentando escapar a la sensación de catástrofe mundial, pero los números me juegan una mala pasada. 

Mi celular está perdiendo el aire por la cantidad de veces que debe chillar y anunciar noticias reenviadas compulsivamente por amigos nerviosos: enfermeras de España aseguran que la casa está en orden, médicos naturistas recomiendan entrenar con gárgaras de miel para sobrevivir calentando los pulmones, enfermeras de España aseguran que todo es un desastre y que nada ni nadie (ni ricos, ni líderes mundiales, ni runners que perfeccionaron durante años su ritmo cardíaco) podrán escapar a una tragedia abrupta y segura.

Y también están los rankings sombríos. En Netflix, los films sobre médicos gloriosos, ejércitos de virus invisibles y mundos en decadencia se han aferrado de manera sostenida y masoquista al podio de los más vistos. En otras plataformas, Contagion experimenta un revival de popularidad inédita, pero lo que hace nueve años parecía un entretenimiento paranoico ahora podría confundirse con un ejercicio más o menos realista. 

Lo cual me lleva a pensar que los miles de padres enloquecidos y millenials inquietos y parejas encerradas ya no pueden ver aquellas películas como un acto de imaginación disruptiva, sino como una amenaza concreta que nos acecha afuera, entre las góndolas de supermercados. “Quien imagina desastres, de algún modo los desea”, escribió el crítico Jim Hoberman invocando al fantasma de Adorno. 

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Yo, por mi parte, he encontrado consuelo en ciertas películas que hasta hace poco hubieran sido entendidas como más terrenales o contenidas. Su centro emocional gira en torno a las conexiones humanas o a comunidades potenciales, pero siempre en clave de anhelo: de alguna manera, es lo que sus protagonistas buscan silenciosamente mientras se trastabillan contra el suelo. Por eso, cada vez que el cine concede un espacio de realización  se asemeja a un cuento de hadas o a una utopía soñadora. ¿Estrechar la carne viva de otra persona no es, de hecho, la forma de fantasía más descabellada que podemos augurar en este momento?

Nota al pie: ¿soy el único que se pone ridículamente ansioso cada vez que los personajes se acercan demasiado o se rozan sin lavarse las manos?

En Support the Girls (2018), la enorme película de Bujalski que no llegó a Argentina, la cámara deposita sus energías en Lisa. Ella actúa como la madre leona de la manada de chicas que tiene a su cargo en un bar deportivo, donde las pintas de cerveza tienen nombres como “Culo Grande” y los entrenamientos de mozas incluyen tácticas para huir con estilo de clientes acosadores. Lisa es la clase de personaje-guía que reúne a esas mujeres trabajadoras a lavar autos para recolectar dinero destinado a una compañera en problemas. Es la clase de personaje-luminoso que le pone freno a los tipos peludos y gigantescos y que cuando todo parece opaco les recuerda a sus chicas: “somos una familia” (es decir: no estamos solas, nos tenemos unas a otras).

Pero lo que parece una afirmación, sin embargo, está siempre teñido de una angustia inquietante; una ansiedad que devela su naturaleza incierta. Por eso la película es cálida y a la vez incómoda. Lisa busca instalar un equilibrio y proteger a las chicas en un mundo que es reacio a sus modales sensibles. Si algo filma Bujalski es ese estado de tenacidad que sostiene la protagonista: la película es sobre luchar a contracorriente para mantener a flote una familia-elegida y es también una pregunta sobre cuánto puede aguantar Lisa sin quebrarse.

Spoiler emocional: hay un grito final que es catártico pero también esperanzador, porque une a las mujeres en esa familia tan soñada…al menos momentáneamente.

En cualquier caso, todo anhelo de comunidad encuentra su fundamento vivo en el entorno. Incluso una película como Bells are Ringing (1960), tejida en base a una visión hiper-estetizada del viejo Hollywood, deja pistas sobre ello. Hay una escena hermosa que ocurre en las calles atestadas de Nueva York: la imagen estirada del CinemaScope hace lugar para que entren los transeúntes sin nombre ni voz (apenas rostros urbanos no identificados), pero el giro dramático es que esos desconocidos empiezan a hablarse. Ella, la protagonista, empuja a su enamorado a saludar a cada caminante y el resultado es que esas siluetas dejan de ser fondo decorativo u obstáculo para avanzar por la ciudad: son personas solitarias, esperando la mirada cálida del otro.

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Hay una capa oculta que se asoma en esa escena (una suerte de observación antropológica sobre la evolución de la especie humana en la gran ciudad), cuya advertencia no sólo remite a las nuevas formas de vida urbana sino también a los coletazos de las sociedades de consumo que prometían felicidad eterna (televisores, casas en los suburbios, esposas sonrientes con aspiradoras para la foto). Vidas, propiedades y amores: todo es privado. 

Que Ella trabaje en un servicio telefónico recibiendo mensajes para sus clientes es otra marca de aquella fascinación: conoce los detalles íntimos de miles de personas perdidas en puentes y rascacielos; es el oído supersónico que atraviesa la grieta entre espacios privados y públicos (un eco tierno de La ventana indiscreta de Hitchcock, donde James Stewart disfrutaba espiando a sus vecinos). Pero además, Ella no se contenta sólo con escuchar: está convencida que puede usar esa información para ayudar a que sus clientes salgan de pozos depresivos y persigan sus deseos.

Una conclusión adelantada: estas películas que sueñan con conexiones humanas no son una fantasía por el contexto del virus. Siempre lo  fueron y quizás ahora podamos percibirlo mejor.

Y no puedo dejar de pensar en Housekeeping (1987), de Bill Forsyth, donde la cosa se complica un poco: su anhelo es menos optimista que Bells are Ringing, porque la libertad de sus protagonistas está jaqueada por todo un pueblo. Ahí, de nuevo, el entorno: Ruthie y Sylvie (sobrina y tía, dos excéntricas que aman sentarse en la oscuridad y pasear de noche) están constreñidas por los ritos moralizadores de Fingerbone (saludar al vecino, acostarse a una hora / trabajar cada día para vivir en la vida). 

La fantasía de Forsyth consiste en escapar. Dejar todo atrás; huir de los policías y las señoras entrometidas de la Iglesia para instaurar una forma nueva de estar en el mundo. O en todo caso, para encontrar otro mundo posible: el de la anarquía de las montañas, los bronceados a la luz de la luna, los paseos de los vagabundos que eligen no tener techo y los niños del bosque que salen a cazar malvaviscos de noche. 

Todo en Housekeeping funciona como una plegaria: que otro mundo, por favor, también sea posible. 

Y esa es la fantasía que conjuran estas películas: que dos parias del pueblo o una multitud de extraños o un grupo de mujeres puedan encontrar el calor en los brazos o en los ojos o en los gritos de esos otros.

¿Cuándo nos vamos a encontrar?

La fantasía de nuestros tiempos. 

 

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