Un maldito policía

Siete años en mayo, del brasilero Affonso Uchoa, compone una mirada sensible y justa para retratar un Brasil sombrío, donde los sectores populares son castigados por la brutalidad policial.

87f98b5d0aa4b361fbaed90e9bae4699Sete anos em Maio (2019), Affonso Uchoa

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada el 29/11/2019 en La Nueva Mañana

 

¿Qué sucede con Siete años en mayo? El nuevo film lúgubre de Affonso Uchoa se apaga en 41 minutos dejando la impresión de una simpleza abrumadora: empieza y termina con un juego de policías, pero esas escenas son separadas por un plano de diecisiete minutos (sin corte, sin interrupción alguna) donde Rafael relata cómo su vida se desbarrancó luego de ser perseguido por la cana. 

Ahí se teje una cuerda delgada que Uchoa camina con delicadeza. Trama una película conceptual sin faltar a la fuerza afectiva que demanda su protagonista. Organiza una economía de planos sin caer en el vacío o la falta de profundidad. En todo caso, lo que impresiona es su precisión; la manera justa con que dispone de elementos mínimos para poner en escena el salvajismo policial y el padecimiento de los sectores populares en Brasil. El padecimiento, pero también su resistencia; la voluntad de sostenerse en pie y de andar firme entre nubes negras.

Esa sensación de fatalidad acecha a la película. No se evoca sólo con las situaciones angustiantes (unos adolescentes que se hacen pasar por policías y atacan a Rafael), sino con la propia puesta en escena. Las imágenes son difíciles de ver claramente desde el comienzo, cuando el héroe camina por una ruta oscura hasta que la espesura de las sombras lo devora. El clima de perdición se concentra ahí mismo; en un terreno desolado, en el aspecto frío y bestial de una arquitectura fabril, en la fogata que arroja una luz frágil sobre la mirada cristalina de dos amigos. “Estamos rodeados de gente muerta”, dice uno de ellos, “Y (esa pila) es tan alta que tapó el cielo. Por eso el mundo es tan oscuro”.

¿Cómo filmar la sensación de destino amargo si no es así, valiéndose de rostros que persisten a una luz en peligro de extinción, de rostros amenazados con ser borrados, apagados, sofocados? Rostros, en fin, que se niegan a esfumarse por completo. No en vano la pieza central del film tiene asidero en una cara: un plano extenso sostenido en las facciones de Rafael, en sus breves silencios, en su voz rasposa; todos elementos que conjuran una atmósfera de tristeza.

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Las implicancias que se desprenden son diversas. La más evidente puede leerse como un gesto que funde estética y política de manera consciente. Si la policía no quiso escuchar a Rafael, si los oficiales brutos eligieron palos y tortura antes que empatía, Uchoa decide componer su reverso. El cine crea un espacio negado: el del plano, el de la posibilidad de exponer un rostro a lo largo del tiempo, el de ubicar en primer plano un cuerpo castigado y un relato silenciado. La decisión formal, aparentemente sencilla, crea además una condición de recepción particular. Los espectadores somos invocados a asumir una actitud abierta, de atención al otro. En otras palabras, se habilita un modo de ver y escuchar que es anti-policíaco.

Allí no importa sólo el acto de “hacer visible” una parcela del mundo, sino el modo adecuado de aproximarse a ella: cómo filmar al otro, cómo registrar a los pueblos que no son únicamente tapados, sino que incluso cuando se los muestra resultan bastardeados. Esta preocupación toma cuerpo en Siete años en mayo y resuena como un eco proveniente de la filmografía entera de Uchoa  (especialmente A Vizinhança do Tigre y Arabia).

Algo de eso verbalizaba el mismo director hace unos años, a raíz del estreno de su film previo: “A mí me incomodan mucho las representaciones de los pobres brasileños que hacen films como Cidade de deus y Tropa de Elite. En esos films la favela es siempre un lugar de degradación social y moral, donde reina la violencia y la crueldad. Tengo verdadero rechazo a quienes representan la favela o los lugares pobres como cuadriláteros de lucha rodeados de miseria, donde las personas necesitan comportarse de manera casi animalesca para sobrevivir”. 

 Por eso resulta notable el giro que propone la escena más larga del film. Después de diecisiete minutos donde Rafael parece estar hablando solo, el contraplano muestra que a su lado siempre hubo un amigo escuchando. Esa expansión del campo visual no representa un mero golpe de efecto. Es un gesto afectivo: reconoce que, incluso en aquella tierra arrasada, sigue habiendo un otro, una compañía, alguien que acarrea la misma pesadumbre. Son dos amigos reunidos en un campamento melancólico, recordando que sus sueños quebrados son los de una población entera.

Si hay miseria y brutalidad en el film, corresponde a la figura de los policías. Tanto el inicio como el final rebotan entre sí de modo irónico y alegórico: un cana queda emparentado a unos pibes que juegan a ser escuadrones de la fuerza represiva. Pero el juego del policía matón tiene lugar desde la cancha del poder; desde la comodidad cobarde de aquel que ostenta balas impunes. Por eso, la escena final (algo retorcida, algo extraña) abre una despedida incómoda. La pila de muertos que tapan el cielo, después de todo, se acumuló por un juego de niños perversos. 

 

* Siete años en mayo puede verse de forma gratuita y online en la Sección Oficial del Festival Márgenes: https://www.margenes.org/  (disponible hasta el 8 de diciembre) 

Un abrazo de perfectos desconocidos: Festival de Cine en Mar del Plata

La nueva edición del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata congrega cinéfilos de todo el mundo en torno al conjuro colectivo del cine: películas de autores legitimados, nuevos realizadores escondidos y viejos directores de la historia del cine se proyectan sin interrupciones.

joan_of_arc_jeanne_stillJeanne (2019), Bruno Dumont

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada el 15/11/2019 en La Nueva Mañana

 

I.

Cientos de molinetes pequeños están girando con el aliento de la playa: juntos forman la figura de un lobo marino. Alrededor suyo circulan tropas de viejas vivaces, amantes que se roban folletines de películas, pandillas de chicos con zapatos relucientes que discuten febrilmente sobre cine en un acento americano, siempre dramático.

 El viento cambia, el cielo borrascoso despierta y se apaga, pero el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata sigue cobijando a sus fieles cinéfilos. Todos peregrinando de pantalla en pantalla, como si en cada función prendieran velas y rindieran culto a un gesto de amor en decadencia. El cine, conjurador de voluntades multitudinarias.

A cada hora se siente el roce accidental; algún espectador desconocido contiene suspiros desde la butaca contigua. En esta nueva congregación del Festival, el equipo tripulado por Cecilia Barrionuevo exhibe su destreza para sortear las mareas del mundo cinéfilo, conjugando una programación que incluye autores ya legitimados, nuevas obras escondidas  y otras viejas excavadas de la profunda historia del cine. 

Una de las primeras funciones trae Il traditore, el film más reciente del director italiano Marco Bellocchio. Se trata de una película sobre mafiosos que se despliega adecuadamente, aunque quizás de manera demasiado pulida e impersonal como para dejar una marca duradera en la filmografía de un realizador ya mítico. 

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Sus destellos de lucidez aparecen al filmar la desintegración de un clan de criminales desde un espectro emocional oscilante. Las escenas dentro de un juicio toman por momentos la forma de un circo absurdo: acusados que tienen ataques de epilepsia, que exigen su derecho a fumar por recomendación médica o que se desnudan mientras gritan histéricamente. Pero el humor extravagante también se empalma con un malestar latente. Antes que criminales apáticos, son familiares que observan cómo se prende fuego su red de códigos fraternos. Las discusiones entre matones gritones parece el tire y afloje de la cuerda emocional (de resentimientos y desilusiones) que tensa los dramas de divorcios.  

Más radical que la entrega de Bellocchio es Jeanne; una crónica deforme del juicio que empuja a Juana de Arco al conservadurismo recalcitrante de una hoguera. La heroína ha sido vampirizada incesantemente en las fauces de la cultura (por Bresson, Rivette y Besson en el cine; por Patti Smith, Madonna y los Smiths en el pop), pero pocas veces de una manera tan heterodoxa como lo hace aquí Bruno Dumont: el film es trágico y a la vez cómico; tiene como centro palpitante a Juana y además se fuga a los personajes marginales que rodean su cacería. 

Cada vez que la mirada se bifurca hacia aquellos clérigos, sus discusiones circulares y sus posiciones titubeantes exponen la cobardía de los hombres del poder. El contrapeso lo ofrece el rostro inmutable de una joven Juana: Dumont le dedica planos extensos donde ella sostiene la mirada, firme e inclaudicable. Esa operación formal (de una emoción arrolladora) vuelve palpable la resiliencia de la heroína, al mismo tiempo que la mitifica. Aquí y allá, el pulso visual de Dumont se confunde con la mirada del Dios que Juana escucha en su cabeza.

II.

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No paran de llegar noticias de Bolivia. Antes que empiece Venezia, Evo Morales denuncia el golpe de Estado. Antes que se proyecte O que arde, el presidente argentino repasa su ligero diccionario personal para nunca decir “golpe”. El mundo quema: a veces, encerrarse en una sala de cine puede parecer inútil.

Ninguna película del Festival de Mar del Plata conjuga de manera más elocuente aquella tensión que Just Don’t Think I’ll Scream, de Frank Beauvais: un ensayo tramado a base a planos de otras películas y a la voz del director, que relata su vida en un pueblo pequeño. La relación con su novio acaba de terminar y lo único que hace, aislado y solitario, es mirar cine: son las imágenes fragmentarias de esas mismas películas las que se apropian y reordenan dentro de su narración.

La reclusión del director entra en tensión con un mundo exterior convulsionado: multitudes que ocupan las calles para celebrar un partido de fútbol, otras que lo hacen para reclamar sus derechos y otras que huyen agobiadas de súbitos ataques terroristas. El mundo quema y Beauvais no hace más que ver películas: ¿es el cine, entonces, sólo un desfile de vanidades?

La clarividencia emotiva del film yace justamente en explicitar aquella tensión y en rebatir respuestas absolutas. Pero la conexión íntima de Beauvais con las películas devela otra cosa: una terapia de rehabilitación emocional que el director emprende con y gracias a los films. El cine lo acompaña, lo sostiene y lo recompone en un período de turbulencia. Cuando Beauvais está listo, vuelve a salir a ese mundo que lo espera. 

El cine restaura, produce, estremece las capas tectónicas de nuestro roce con el mundo. Es distanciamiento con la vida, pero también otra manera de volver a relacionarse con ella. Que Beauvais haya convertido aquella experiencia en una película duplica el cordón que une el cine y lo real: ha reorganizado las imágenes desperdigadas de distintas películas al ritmo de sus afectos. Ahora están a disposición de nosotros, en vínculo con otros. Centelleando en la pantalla de una sala repleta de perfectos desconocidos. 

Nada que explicar

Margen de error, la película más reciente de Liliana Paolinelli, compone una comedia de enredos y confusiones amorosas con y desde la Argentina del matrimonio igualitario. Se ve a partir del jueves 14 de noviembre en el Cineclub Municipal.

04Margen de error (2019), Liliana Paolinelli

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada el 08/11/2019 en La Nueva Mañana

 

A Iris siempre la ven con Jackie y a Jackie siempre la ven con Iris. ¿Es necesario, después de todo, que declaren su noviazgo como si fuera la noticia despampanante en una tapa de revista?  “¡Tampoco tengo que andar anunciándolo a los gritos!”, responde Iris tajante durante el desayuno, adelantando una cosmovisión todopoderosa que atraviesa la ficción de punta a punta. 

En Margen de error, el nuevo filme de Liliana Paolinelli que registra cómo el deseo estremece vidas y planes certeros, los vínculos entre un grupo de amigas lesbianas son trazados como si fueran un hecho más: vienen dados en la película, con una construcción llena de detalles sobre esos personajes y su nido-universo, pero sin reproducir clichés (o como diría Iris, sin la obligación forzada de dar anuncios y explicaciones sobre las disidencias sexuales). 

De hecho, la intimidad de este grupo de mujeres se encuentra tamizado por el filtro de la comedia de enredos: Iris, que lleva años en pareja con Jackie, queda obnubilada con la aparición de una piba tucumana que llega a estudiar a Buenos Aires. Lo que sucede de ahí en adelante empuja dos operaciones simultáneas: el film se apropia de motivos narrativos genéricos, pero lo hace describiendo un universo particularísimo (el de esas amigas, acomodadas económicamente y cómodas con su sexualidad, que llevan una vida ordenada y aún así son presa de los giros que sobrevienen con el deseo).

En cierto sentido, es una bocanada de aire que sopla emancipatoriamente. Ensaya la representación de personajes e identidades que no suelen formar parte de la comedia argentina (mucho menos con este nivel de exposición protagónica) y ofrece a esas identidades relegadas la posibilidad de integrarse a una larga historia del cine. Se trata de un diálogo que atraviesa los tejidos del tiempo, desde La princesa de las ostras de Lubitsch en 1919 a los amantes confundidos de Rohmer en la segunda mitad del siglo XX, pasando por los cruces de amor histriónico de Cukor (Holiday), Hawks (His Girl Friday), La Cava (My Man Godfrey) y Sturges (The Miracle of Morgan’s Creek), hasta las comedias explosivas de Ana Katz en la Argentina del nuevo milenio (Sueño Florianópolis o Una novia errante). 

El gesto de Margen de error une en un mismo acto democratizador los géneros cinematográficos y los géneros sexuales. Filma con y desde un país post-matrimonio igualitario, reclamando el derecho de estas protagonistas a habitar el linaje de la comedia del mismo modo en que las identidades disidentes reclamamos nuestros derechos ante el Estado. 

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Esa integración recargada ubica a Iris y sus amigas en un espacio de privilegios que trasciende la sexualidad. Las noches visitando la Ópera y las tardes jugando a las bochas con uniformes combinados traman una condición de clase precisa, opulenta. Incluso el registro turístico de las calles de Buenos Aires parece diluir a estos personajes en una ciudad diseñada a escala de la fantasía macrista. Es decir, una ciudad que no es para todos, pero sí para la clase a la que pertenecen las criaturas de Paolinelli. 

En algún punto, Margen de error proyecta un contra-campo de Breve historia del planeta verde, el último filme de Santiago Loza que también cruza los géneros clásicos del cine con el registro de las disidencias sexuales. Pero en aquel melodrama fantástico, el punto de vista recuerda que los cuerpos de la diversidad sexual presentan un elemento fuera-de-lugar, casi alienígena; incomprendido y castigado. De Paolinelli a Loza (ambos, contemporáneos de una misma generación), las operaciones narrativas se aproximan. Sus visiones subterráneas, sin embargo, se escurren en direcciones opuestas. Individualmente parecen excluyentes, aunque en relación podrían ser complementarias.

Lo que también resulta llamativo en el filme de Paolinelli tiene que ver con su construcción. La directora se mueve en el terreno tipificado de la comedia al mismo tiempo que abre fisuras para que corra el oxígeno. Si bien la película avanza a un ritmo ágil, su puesta en escena se acomoda a captar la corporalidad de las actrices: los planos pasan de largo cuando ya no hay información narrativa y se detienen cuando los cuerpos sudan y vibran de deseo. 

Susana Pampín (encargada de componer el tumulto emocional de Iris) es el imán que se chupa toda la energía de la cámara. Cada uno de sus aciertos yace en procesar las oscilaciones dramáticas a través del cuerpo. Entonces, la interpretación de la comedia no tiene tanto que ver con el remate de chistes hablados, sino con los detalles corporales que elabora Pampín sutilmente: su caminar atolondrado, sus ojos despejados por la curiosidad, el vaivén entre el retraimiento y la liberación absoluta, la erupción de un llanto caliente en medio de la noche.

Incluso tratándose de un género directo y transparente como la comedia, el trabajo de Pampín y las decisiones de Paolinelli logran complejizar la claridad narrativa. El rango emocional que muta durante el transcurso de la película es una prueba de ello: un intento de profundizar el mapa afectivo de las protagonistas, sin subyugarlo a explicaciones unívocas y lineales (¿qué quieren realmente estas mujeres y por qué?, no es una pregunta fácil de responder) . 

El hermoso final, con un zoom inesperado, también opera formalmente en ese sentido. Se lanza sobre el rostro de la chica tucumana, indagando su silencio mientras ella sostiene la mirada. El ventanal que separa la cámara de la chica, materializa aquel vacío. Hay algo del deseo y de las personas que es indecible, inexplicable. Sólo el cine lo puede restaurar.