Moondog, santo patrono del placer

Sin distribución en Argentina y sin repercusión en la crítica, The Beach Bum de Harmony Korine es un antídoto lisérgico contra el cine de la solemnidad: un poema luminoso cuya única brújula es el placer.

harmony-korine-beach-bum-behind-the-scenes-gq-11-e1554738612868The Beach Bum (2019), Harmony Korine

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada el 25/10/2019 en La Nueva Mañana

 

Ninguna bucata de las salas argentinas temblará de placer con The Beach Bum, pero los espectadores pudieron volver a sus casas secándose lágrimas lastimosas después de ver Beautiful Boy. ¿En qué momento creímos que el cine era un ring de barro para hundirnos en miserias? El abismo entre esas dos películas puede servir como un faro de lectura. Allí se vislumbra un decálogo de malas costumbres: distribuidores-especuladores que visitan mercados de cine como si se tratara de la bolsa financiera; corporaciones que entregan premios para calmar culpas y celebrar “temas importantes”; críticos que se suman a la fiesta, sin objeciones ni preguntas. 

En Beautiful Boy, que tuvo el privilegio de estrenarse en salas locales, un pibe adicto entra y sale trágicamente por las puertas de un hospital de rehabilitación. En The Beach Bum, la película de Harmony Korine que no se vio ni se verá en Argentina, un poeta vive drogado pero es filmado como un héroe dionisíaco. Nada de gravedad ni pesadumbre, ninguna moraleja: por algo el filme parece condenado a desaparecer, como si se tratara de una obra menor, superficial y (según algunos policías del gusto) “desenfocada”. 

A los escépticos habrá que responderles que The Beach Bum es tan desenfocada como Moondog, su protagonista: un tipo despreocupado, que se tambalea por las calles con una sonrisa de idiota encantador mientras abraza el gatito que encontró a orillas del puerto; un pirata fumón que se dedica a escribir poemas de una dulzura cruda como ésta: “me levanté a las 4 de la mañana y tuve que mear, como hacen los tipos, y miré mi pija. Y al hacerlo sentí tanta ternura en mi corazón, sabiendo que había estado adentro tuyo dos veces ese día”. 

Moondog es el tipo de padre reventado que llega tarde al casamiento de su hija y hace chistes sobre la pija del novio; es el tipo de poeta soñador que arma un batallón de linyeras para entrar a la fuerza en la mansión de la cual fue expulsado y bañarse en sus piscinas cristalinas. El desenfoque de Moondog (y, por consiguiente, de la película) se traduce en libertad: una insolencia ante algunas reglas (sociales y cinematográficas) que molesta a cierto escuadrón del cine institucional. 

Aspectos como el paisaje de emociones placenteras y el quiebre con las narraciones focalizadas se condensan hermosamente en una de las mejores escenas del filme. Moondog encuentra a su esposa besándose con un amigo, bajo el estallido de fuegos artificiales y el riff hiperventilado de una canción de The Cure. Pero la escena no es seguida por ninguna pelea a gritos: al contrario, el protagonista se da un suave chapuzón en la pileta, sale del agua sonriente y encuentra a su hija que lo espera para bailar.

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La película no sólo elige un encuentro humano antes que el resentimiento, sino que además desvía las expectativas en torno a los giros narrativos (en este caso: una situación de infidelidad debería movilizar alguna explosión dramática). Es algo que sucede de manera continua: aunque haya cierta línea narrativa (Moondog debe terminar de escribir su novela), ésta es frágil y nunca se encadena a estructuras rígidas. Más que perseguir un conflicto, la película fluye libremente como si fuera un poema filmado por su protagonista: con el mismo hambre de vida, con el mismo goce relajado de polvos junto a chicas bonitas, de secas de faso y de noches de fiesta junto a completos desconocidos.

Cada manipulación de la imagen responde a aquel designio: la superficie material de la película (viva, centelleante y elíptica) parece emular el estado de Moondog. ¿No es eso lo que sucede con el montaje? En vez de privilegiar los planos sin cortes, hay escenas enteras llenas de imágenes que quiebran la continuidad de las acciones y los espacios. Acá no importa emular los hechos tal cual acontecen en la realidad, sino que la (libre) asociación de los planos parezca salida de un sueño, de un recuerdo idealizado o del viaje que se pegó un fumón contento. 

Lo mismo ocurre con la paleta de colores: los atardeceres cálidos y brumosos mientras Moondog navega por la costa, el púrpura lisérgico dentro del laberinto festivo que desemboca en una planta alucinógena (expuesta en medio de la sala, como si fuera una obra de museo). Si a Korine no le importa tanto la economía dramática, es porque está comprometido con una aventura diferente: crear una percepción y un lirismo acorde al protagonista. Moondog no sólo se hace carne en el cuerpo de Matthew McConaughey. Respira en la forma de la película.

Por eso, es lógico que uno de sus pasajes haga referencia explícita a la obra de Jean Vigo: el santo patrono del realismo poético (aquel que deformó la percepción objetiva de la vida con los materiales sensibles del cine). El linaje del filme es, de hecho, muy poco americano. Habla mejor la lengua cinéfila de los trovadores franceses. Su estridencia quimérica recuerda a Los amantes del Pont-Neuf de Leos Carax; un film que inicia como si fuera la descripción social de unos vagabundos y crece hasta formar una fantasía. Y la invención puntillosa del protagonista abre un diálogo de muertos con Boudu salvado de las aguas; el film de Jean Renoir que compone una mirada gentil sobre un mendigo liberado de la moral burguesa. Como en The Beach Bum, la actitud anárquica del personaje contagia a toda la película.

El poema hipnótico de Harmony Korine es, por todo esto, una especie alienígena. Existe en un universo propio, lejano de los gestos de lástima, de importancia pomposa y tristeza moralizadora que suelen predicar las ganadoras oficiales como 12 años de esclavitud o Roma. También desconoce aquello que Roger Koza acuñó irónicamente “La Internacional de la crueldad”; cierta tendencia del cine europeo que “duplica las desgracias” del mundo. The Beach Bum, con la actuación eléctrica y descarada de Matthew McConaughey, pasará a integrar orgullosamente las tropas no oficiales del cine. Quedará en las sombras (paradójicamente) por su luminosidad: la única brújula que sigue es la del placer. 

María Alché: crepúsculos del cine argentino

El Cortópolis dedica una retrospectiva a la joven filmografía de María Alché. El repaso por sus cortometrajes y su primer largo permite pensarlos como una deriva dentro del cine argentino contemporáneo, en el pasaje del realismo hacia la fantasía. 

Familia STILL_02Familia sumergida (2018), María Alché

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada el 18/10/2019 en La Nueva Mañana

 

La filmografía de María Alché es breve, pero lo suficientemente madura como para arriesgar algunas conjeturas. El hecho de que el festival Cortópolis dedique una retrospectiva a su obra (conformada por un puñado de cortos y un primer largometraje misterioso, Familia sumergida) también puede leerse en ese sentido: es a su vez una promesa a futuro y un soplido de aire fresco que ya anuncia tiempos de cambio. 

Los films de Alché comienzan circulando sobre los pasillos ordinarios de casas familiares o sobre los espacios de separación entre dos personas (madres e hijas, hermanas y hermanos), hasta que encuentran un punto de fuga. La irrupción de un elemento extraño cubre los recovecos de la intimidad por un velo de ensoñación. 

En Noelia, la protagonista se hace pasar por la hija de distintas mujeres que niegan ser su madre. En Gulliver, un pibe desconocido se integra a una familia como si siempre hubiera pertenecido a ella. En Familia sumergida, la narración y la puesta en escena giran en una misma sintonía disruptiva: los primeros planos muestran los pliegues de una cortina que se mueve y retuerce, sin que sepamos qué hay detrás de ella. Al principio será sólo una mujer deprimida llorando la muerte de su hermana, pero más tarde será algo diferente. Las mismas cortinas van a escupir fantasmas de antepasados familiares.

Con ese gesto tan simple, la película recuerda que un retazo de tela apolillada puede remitir a algo más que los espacios lúgubres de las casas que recorremos cada día, de las camas en las que nos acostamos cada noche o de las ventanas por las cuales nos asomamos en la mañana; puede ser algo más que un objeto tan ordinario que llega a pasar desapercibido, olvidado en un estante que no hace más que acumular polvo. Las cortinas, bajo la mirada desfigurada de Alché, devienen en augurio o amenaza: detrás de ellas puede haber algo desconocido. 

En otras palabras: los vínculos familiares, presas de mañas y clichés gastados que han reproducido miles de películas, aún pertenecen a una zona desconocida. El linaje familiar de historias tapadas y de diálogos truncos sigue siendo espacio de navegación, porque esas grietas devuelven algo inasible que el cine puede continuar persiguiendo. 

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Uno de los aspectos más fascinantes de aquel ejercicio es la libertad que le confiere al cine de Alché. En Familia sumergida, por ejemplo, hay momentos en que no se comprende cómo una escena pasa a la otra: la protagonista puede estar recostada con un tipo en un hotel y en el plano siguiente se la ve deambulando por un pasillo oscuro que desemboca en una fiesta de fantasmas. Se trata de una operación del montaje. Cuando la heroína toma el té con sus familiares muertos, las conexiones que unen lógicamente la trama se evaporan. 

Eso no quiere decir que la película carezca de sentido, sino que su principio poético es otro: utiliza las derivas oníricas como un lente deforme para explorar las emociones internas de su protagonista. Por eso, es entendible que María Alché haya identificado a Federico Fellini como uno de los espíritus creativos que ella misma invocó mientras filmaba Familia sumergida. Él es, después de todo, el maestro que pasó de co-guionar películas míticas del neorrealismo italiano a dirigir espectáculos fársicos que abrían lo real hacia la marea de los sueños.

La obra de Alché es en sí misma un punto de fuga con respecto a la ficción argentina que filma la intimidad. Allí, desde Ana y los otros y Nadar solo (dos destellos del coming-of-age en el Nuevo Cine Argentino de comienzos de siglo) hasta películas recientes como Los globos, La omisión o Mochila de plomo, la estética se compone desde un realismo austero, preocupado por fundirse con los ritmos y los tonos de la cotidianeidad. En Familia sumergida, por el contrario, se exige que nos despeguemos de aquellas reglas.

Los universos de María Alché instauran una zona crepuscular: algo brumosa, entre la noche y el día, entre la fantasía y la realidad. Su primer largometraje podría pensarse casi exclusivamente bajo el gesto de cruzar un umbral. Lo que importa es ese estado intermedio; el proceso de pasar de una punta a otra (de comer brownies congelados con los hijos vivos a tomar la merienda con las tías muertas). En una de las escenas más hermosas del film, la protagonista y su amante corren por un bosque. Se abren paso por la maleza, se pierden entre los árboles, se alejan de su ciudad, de sus familiares y sus amigos. “No sé dónde estamos”, dice ella mientras ríe. Y esa imagen es, quizás, la que mejor exprese el cine de Alché. 

Relatos morales

Los hipócritas, la ópera prima de Santiago Sgarlatta y Carlos Trioni, propone una nueva avanzada sobre la ficción local pero se tropieza con su visión alegórica sobre las clases poderosas y oprimidas. Se ve desde el próximo jueves en el Cineclub Municipal.

Los Hipócritas - Fotograma 1Los hipócritas (2019), Santiago Sgarlatta & Carlos Trioni

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada el 11/10/2019 en La Nueva Mañana

 

En una de las escenas medulares de Los hipócritas, la cámara repta por una mesa de migajas. Cruza las copas de cristal usadas, sobrevuela los copetines de canapés descascarados y choca con Rami y Nico, los fotógrafos acuartelados en el fondo del casamiento. Los dos fueron apartados. Mientras los ricos bailan y chupan y se aprietan en la pista luminosa, ellos comen sobras a escondidas. Toman vino en vasos de plástico violeta y hablan de las películas con las que sueñan: el primero filmará algo sobre sus amigos, el segundo una alegoría de las clases poderosas.

En esa laguna, entre Rami y Nico y entre las familias pudientes y los trabajadores de la noche, la película sostiene su declaración de principios. Si hasta hace poco el cine cordobés había sido cuestionado por sus exploraciones agotadas (las historias adolescentes, el realismo estético, la impermeabilidad a la esfera social y a las tradiciones del cine), Los hipócritas tuerce ligeramente ese rumbo. Está más cerca de la película imaginada por Nicolás que del sueño adolescente que quiere filmar Ramiro. 

El gesto se suma a otras señales de cambio que viene movilizando la ficción local: la oda a Hitchcock y a los géneros clásicos (La mirada escrita), la evocación del misterio en la fisonomía de los cuerpos y los objetos (Instrucciones para flotar un muerto), el enrarecimiento como trampa forzada del guion (La casa del eco). Sobre ese camino en ciernes, Los hipócritas abandona las narrativas intimistas y apuesta por un relato de intrigas con cierta lectura de las clases sociales. Nico, encargado de filmar el casamiento, queda envuelto en una red de mentiras que compromete a los ricos.

Los Hipócritas - Fotograma 4

Allí hay otro rasgo curioso, pero no menor: en esa misma escena donde los amigos conversan sobre sus proyectos, la película ensaya su primer quiebre formal y narrativo. Si hasta ese entonces todo había girado en torno al secreto familiar descubierto por Nico y a la carrera política que emprende el padre de la novia, ahora el film se despega de las acciones dramáticas. Las imágenes del protagonista, envuelto en la bruma azulada de una fiesta, instala otra temporalidad que re-aparece cada tanto. La apuesta allí será por un modo diferente (y bienvenido) de mirar a los personajes: menos apresada por la historia cronológica y más preocupada por crear un clima de ensoñación (lejos del naturalismo), donde las hipocresías de los poderosos intentan exponerse a través de sus gestos, de la vibración de sus cuerpos y de la maquinaria de luces que los abraza. 

Pero los problemas del film se desprenden del resto de sus maquinaciones. Nico, el marcapasos dramático en el cual debemos confiar y al cual el film nos exige seguir, se envuelve en una empresa difícil de aceptar: pone en riesgo su vida y su trabajo para exponer la relación oculta entre dos hermanos, aunque las motivaciones que lo guían a hacerlo nunca están del todo claras. El film deposita todas sus esperanzas en un par de líneas sobre las primeras escenas, cuyo objetivo es sugerir un móvil posible para el protagonista fantasmático.

Ese guiño ínfimo no alcanza, como tampoco alcanza el enojo monocorde que expresa Nicolás (¡ni una seca de porro lo hace palpitar!). En serio, ¿por qué está tan embroncado? Algo semejante ocurre con los antagonistas: el universo de los ricos poderosos no se sostiene por una observación sobre sus prácticas. Lo que hay, en cambio, son líneas de diálogo aisladas, una historia entreverada de traiciones políticas y un registro que no termina de romper la mirada que forjan Nicolás y sus compañeros encargados de filmar eventos: una serie de imágenes bonitas de gente bien vestida, pasándola lindo.

El riesgo, con esos traspiés, es que la película descanse en un imaginario que no le pertenece; es decir, en un imaginario que no construye a través de la ficción. La colchoneta que sujeta a Los hipócritas es el sentido común que puede asignarle cualquier espectador: que los ricos son mala leche, que los políticos son corruptos y que los oprimidos deberían reaccionar. 

Por eso, más que estar en deuda con la tradición del suspenso, el film tiene ascendente en el moralismo Hanekeano y la Luna en Santiago Mitre (el director argentino encargado de reconfirmar el A-B-C del escepticismo: que la política es siempre sucia). Cuando Los hipócritas apaguen las luces, nos habrán hecho festejar que Nicolás intente escrachar la historia de amor entre dos hermanos. Y eso no es una lectura justa del mundo social. Es un fallo de la moral. 

Los argonautas en busca del semen perdido

high-life-review                                                             High Life (2018), Claire Denis

 

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada en la edición de septiembre de 2019 de La vida útil

 

 

I.

Un tipo moribundo apenas puede hilar palabras coherentes, pero su último deseo es que Juliette Binoche le chupe la pija. Lo dice naturalmente, como la espuma febril que burbujea en su boca. “Por favor”, ruega en voz temblorosa. Y ella le inyecta morfina con la ternura de una madre protectora. Por lo que sabemos, el sexo se volvió algo misterioso. No es cuestión de andar satisfaciendo deseos junto a otros. Si el personaje de Binoche persigue hombres, es para juntar semen y conservarlo en cubeteras a prueba de tormentas radioactivas. Si busca chicas, es para cuidar sus óvulos y fabricar bebés platinados que gateen por los túneles de la nave sombría. ¿Quién dijo que es fácil vivir en el espacio? Todo lo que sucedería más o menos espontáneamente en la Tierra acá debe organizarse con cautela. Una máquina de goce está encargada de chuparse los fluidos de cada tripulante. Acabar es como asistir a una sesión periódica en una cama de bronceado: solitario, burocrático, artificioso. Es el mismo esmero que debe reunir Monte para conservar sus plantas; un invernadero flotando en la inmensidad del espacio, donde juntar la primer cosecha de fresas es igual de difícil que engendrar una niña. Vivir cuesta trabajo.

II.

La claridad no es el principio gobernante en High Life. Sus primeros veinticinco minutos (quizás los mejores y más hipnóticos en una película que está llena de ellos) son completamente elusivos. Claire Denis nos suelta la mano en el espacio, sin instrucciones amables ni precisiones dramáticas que expliquen por qué esos personajes están suspendidos en la oscuridad del cosmos. Monte y su hija bebé Willow parecen vivir aislados dentro de una nave voladora. Realizan acciones tan rutinarias como regar el jardín, mirar videos azarosos que llegan desde la Tierra o enviar reportes sobre su bienestar a alguna persona desconocida, en algún rincón borroso del mundo. Por más sensación de aislamiento que propaguen aquellas escenas, el montaje las quiebra como una navaja atravesando sus entrañas. Hay imágenes granulosas de un pasado que sobrevienen de manera fragmentaria: una piedra ensangrentada cayendo por un pozo ciego, unos niños gringos correteando por el bosque embarrado. Y luego, algo distinto: imágenes luminosas de personas que aparecen repentinamente en los recovecos de la nave, como si observaran a Monte mientras le enseña a caminar a su hija; como si Monte no pudiera dejar de sentirse rodeado por aquellas figuras. Cada vez que irrumpen, el fluir narrativo se disloca de un salto. Pierde continuidad con cuerpos que van y vienen a la fuerza de un parpadeo. Sugiere un pasado irresuelto al verse poseído por una puesta en escena acechante. El solapamiento de tiempos que articula esta primera parte es pura forma cinematográfica: una evocación sin peso en las acciones dramáticas, sino en la articulación del espacio visual y las miradas que viajan desde el pasado al presente narrativo. Los tripulantes espectrales advierten sobre una tragedia reciente. El viaje inicia como si Monte y Willow habitaran una nave fantasma.

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III.

Los argonautas alguna vez estuvieron vivos. Sus escasos destellos en la Tierra recuerdan otra forma de existencia. Bosques salvajes que hacen ver el jardín espacial de Monte como un paisaje de juguete encerrado en una esfera cristalina. Pibes subidos a un tren, con las ráfagas de viento soplando sus cabellos, parecen estar a años luz del aire acondicionado que utiliza Binoche para refrescarse en los recovecos estrechos de la nave. Pero sobre todo, planos abiertos: planos abiertos de la naturaleza (o en su defecto, del mismo espacio) que contrastan con los pasillos asfixiantes recorridos por la cámara adentro del vuelo. Claire Denis filma los pasajes de la nave como si fuera una prisión amenazante, lo cual tiene sentido considerando que Monte y el resto de los tripulantes son criminales. Como lo hará saber una voz en off más adelante, los argonautas de High Life recibieron la oportunidad de cambiar su sentencia en la Tierra por ir al espacio para extraer energías alternativas de un agujero negro.

Hay algo de humor amargo en la mirada de Denis, ya que la amplitud infinita del espacio (con todas sus metáforas de “nuevos comienzos” y “posibilidades abiertas”) parece estar flotando sobre la cabeza de unas criaturas confundidas, que viven estancadas, sin un horizonte certero. Pero, incluso con sus brotes de violencia revulsiva, la película sostiene una forma de ternura oculta: Denis no juzga de manera definitiva ni castiga a los protagonistas. Por el contrario, los observa como parias que aún acarrean cierta angustia originada en la Tierra (la obsesión del personaje de Binoche son los bebés, el ejemplo más claro). A pesar de que la atención sobre nuestro planeta sea casi nula, una breve conversación entre un profesor y una joven expresa más que una pieza de información narrativa. Que los protagonistas sean utilizados como conejillos de indias (sin saber que el viaje está destinado a una muerte segura), sugiere que la violencia no se restringe al cuerpo singular de los criminales castigados, sino que también proviene de aquellos que ejercen los castigos.

Monte y sus compañeros han sido utilizados, engañados y tratados como desechos. El aura de pesimismo distópico que plaga toda la película, sin embargo, toma la forma de una constelación de dudas antes que de sentencias seguras. Si los grupos humanos han designado y castigado parias, si los marginados viven con las marcas de la violencia esperando señales humanas y si el horizonte futuro parece cada vez más comprimido, ¿cuáles son las posibilidades de continuar creando vida? La insistencia en las experimentaciones con la fertilidad y la caza de esperma es, a primera vista, un motivo clásico de la ciencia ficción que indaga sobre las posibilidades biológicas de extender la especie. Bajo el prisma perverso y decadente de Denis, la pregunta se tuerce: ¿cómo y para qué continuar la reproducción? O, en todo caso, ¿somos capaces de formar otras comunidades?

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IV.

Claire Denis va hasta el espacio para filmar lo irrepresentable. La excusa puede ser un agujero negro, pero la conmoción latente es por la condición humana, al estilo de los ejercicios formales de ciencia ficción de los 60 y 70 como Solaris 2001: A Space Odyssey. Aunque el sendero que marca Claire es singular; responde a un programa diferente. Lo que tejía una pesadumbre metafísica en Tarkovski o un mito de alcances cósmicos en Kubrick acá adquiere una atención más terrenal y primitiva. La tensión dramática pende de los cuerpos. En ellos, la promesa de procrear, de desear y de establecer vínculos con otros; pero también de destruir, de avasallar, de pasar por encima a los demás como si se tratara de tierras planetarias a ser colonizadas. Si High Life fuera espejo de Alien, las bestias depredadoras y los humanos se unirían en una misma imagen distorsionada: son fuerzas que conviven en la sangre caliente y en la carne palpitante de cualquier persona. No hay divisiones claras, sino distintas pulsiones en pugna: el deseo y la violencia, la vida y la muerte. Aún frente a un futuro lúgubre y devastador, cada cuerpo viene a ofrecer una vitalidad promisoria, así como una amenaza.

Las imágenes dirigidas hacia la visceralidad están lejos de ser azarosas: la cascada de leche cayendo de los pezones brillantes de Boyce; las entrañas abiertas en los brazos lastimados de Monte; los charcos de semen que se vierten sobre el suelo de la nave y resplandecen como las estrellas. Todas responden al registro de los cuerpos encendidos, rotos, calientes, gastados, aislados. La película existe por para la ebullición de esos cuerpos. Su puesta en escena orbita en torno a ellos de tal forma que prepara el terreno para una suerte de pornografía sideral. Lo que caracteriza al film es el nivel de detalle empleado para cartografiar las corporalidades, componiendo encuadres que las recorta, las acerca y las capta con cada uno de los surcos, los lunares y los estremecimientos que trazan su geografía.

La expresión más acabada de este acercamiento aparece en la escena donde el personaje de Binoche ingresa al cuarto del goce. Ahí, inmersa en las sombras, ella se retuerce sobre la pija plateada de un toro mecánico. Cuando la cámara la observa desde arriba, su rostro ido queda fuera de foco, como si estuviera en trance. Parece el ritual de una bruja invocando espíritus paganos. Entonces los planos se dedican a fragmentar su cuerpo: se deslizan sobre la piel, se detienen en una cicatriz deforme debajo del ombligo y en el roce danzante de su mano sobre el cuero del toro peludo. En determinados momentos, la proximidad es tan extrema que la imagen adquiere una cualidad táctil: nuestra visión deviene en el roce mismo, como si estuviéramos refregándonos contra el toro.

Esta escena, como muchas otras (la que registra un intento de violación, la que muestra una cabeza explotando por la presión atmosférica o simplemente las que capturan lagunas de semen, leche y sangre), poseen un grado de efectismo morboso. Algún que otro espectador podrá mirarlas y cuestionarlas por su violencia gratuita, por su desesperación forzosa para shockear. Pero lo cierto es que High Life no puede pensarse únicamente con el kit de herramientas vetustas como la economía dramática o la producción semántica de la puesta en escena. Las imágenes de los cuerpos de Denis deben medirse por su fuerza. Lo que cuenta es el modo en que la vibración de las figuras se expande como ondas eléctricas sobre la superficie visual de la película. Esa forma de convulsión desmedida hace a la mirada de Denis sobre el cine y sobre el mundo. Ella nos fuerza a pasar por High Life como si se tratara de una experiencia que cala hondo en nuestras entrañas. Hasta que se revuelvan.

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V.

Ser prisionero es una forma de estar en el mundo. Sin lugar adonde ir, sin posibilidad de estirar las piernas por fuera del mismo pasillo deprimente que recuerda cuán ceñidos se han vuelto los sueños. El futuro es un privilegio, igual que la libertad de los cuerpos para sentirse en movimiento. Cada noche antes de dormir, Monte y Willow miran pasar el universo entero frente a la ventana de su dormitorio, aunque ellos apenas pueden recorrerlo. Ahí, su paradoja: en la inmensidad del cosmos que parece no tener principio ni fin, la espacialidad es un bien escaso. Y el montaje de Denis recuerda algo más: que ante el movimiento trunco de los cuerpos acontece una temporalidad expandida. El tiempo de la narración está quebrado, deforme, lleno de grietas. Se ha vuelto inasible, a tal punto que por momentos es imposible identificar dónde se ubica el presente. ¿Es cuando Willow aprende a caminar? ¿O es cuando ve las manchas frescas de su primera menstruación?

Algo de eso recuerda Monte en una voz soñolienta: “al 99% de la velocidad de la luz”, dice, “todo el cielo convergió ante nuestros ojos. La sensación de retroceder a pesar de que avanzamos, de alejarnos de aquello a lo que nos acercamos. A veces ya no lo soportaba”. En las penumbras del espacio, la experiencia de los cuerpos ha mutado. Ahora solo queda el tiempo. Uno que no es lineal ni progresivo, sino superpuesto; se dispara en todas las direcciones como la vida flameante del sol. Las oscilaciones del montaje no responden entonces a una decisión narrativa hecha de flashbacks y flashforwards convencionales. Erigen otro pilar de la puesta en escena que insiste sobre el orden de la experiencia. Bajo esas condiciones, ¿cuánto puede un cuerpo?

VI.

Un haz de luz azulada invade la habitación mientras Juliette Binoche se escurre a hurtadillas. Se acerca a una chica dormida y le mueve la panza. La acaricia suavemente. La acurruca para que el esperma llegue a destino. “Crece, crece”, susurra como si cantara una canción de cuna. Y de repente, la imagen cambia. Las montañas naranjas y gaseosas del espacio se aparecen como si fueran una ecografía. Los cuerpos celestes se enlazan misteriosamente a los cuerpos gestantes.

Puede que Claire Denis haya viajado hasta el espacio para filmar agujeros negros, paisajes distópicos y residuos arcaicos de la implosión que originó el universo. Pero el misterio más grande para ella sigue siendo otro. No es más que un cuerpo, punzante y desechable. Capaz de crear y destruir otros.