Finalmente, Las hijas del fuego de Albertina Carri se estrena en Córdoba: una road movie porno-feminista ninguneada por las carteleras decrépitas de la ciudad. Su radicalidad poética prende fuego al cine de telarañas: ¿pueden las películas crear otros horizontes de mundo?
Las hijas del fuego (2018), Albertina Carri
Por Iván Zgaib
*Esta nota fue publicada el 27/09/2019 en La Nueva Mañana
Pasó un largo año desde que Las hijas del fuego se asomaron por primera vez en el BAFICI. Que finalmente arriben a Córdoba, en meses de sequía cinéfila para una cartelera de estrenos decrépita, debería recibirse como un acontecimiento. Se trata de una película imperfecta, pero lo suficientemente rebelde como para arrebatar la atención dispersa de nuestras sociedades de pestañas-paralelas.
Hay una extraña escena sobre el inicio del film que empieza deslizándose por el suelo nevado de las montañas y termina adentrándose en una cueva sombría. Colgada desde un pico cavernoso, la cámara espía a una chica que se está pajeando con un dildo. Lo que resulta llamativo es la devoción misteriosa con que se captura aquella figura: implica el paso del exterior ventoso a una cripta escondida; el paneo de una cámara que escarba como si se topara con un tesoro perdido. La chica parece formar parte de una mitología monstruosa. Es nuestra propia Nahuelita, nuestra elfa descarrilada, así como la película es una especie de Yeti patagónica para el cine argentino contemporáneo.
Esa piba es, también, un alter-ego que la espeja a Carri: una cineasta que comienza a peregrinar por la Patagonia salvaje para filmar una porno lésbica corrida del canon. Es decir, la protagonista ficticia está filmando la misma película (o una muy parecida) a la que filma Carri. ¿Qué película sería esa? Una que está obsesionada por el modo de registrar las corporalidades. Una que se amarra a la cámara para atravesar las curvas femeninas, para acariciarlas y contemplarlas del mismo modo que se hace con los lagos cristalinos o las tormentas de nieve en la cordillera.
En ese sentido, no parece casual que el film transcurra en la Patagonia; un rincón que es el equivalente visual a la idea vernácula de paisaje. Lo que sucede en Las hijas del fuego es que los cuerpos de las chicas (de la directora porno, de su novia nadadora y de todas las amantes gozosas que descubren en su viaje) son concebidos como geografías: territorios que se (re)corren, que la cámara transita y de los cuales nosotros, los espectadores, nos convertimos en exploradores. No es un paisaje que permanezca estático, fijado por la cámara para ser poseído por el ojo colonizador, sino uno que la película pone en escena para ser habitado.
Prueba de esto son las escenas que hacen foco en la fragmentación corporal: pedazos de piernas pulposas, de tetas gigantes y vellos enmarañados que pertenecen a distintas mujeres y que se cruzan de manera confusa, a veces sin poder distinguir qué es qué y qué es de quién. Es un cuerpo colectivo, de todas, en conexión continua. La película no favorece siempre la claridad o la visión totalizadora de esas siluetas, más bien su reencuadre cinematográfico. Ensaya una puesta del cuerpo: figuras diseñadas y compuestas por el cine, para otorgarles una vida propia, sólo posible por la memoria infinita de la cámara.
Su gran fuera de campo (uno que no se explicita con datos históricos, pero que acecha a toda la película) es la concientización sobre el machismo depredador en la esfera pública. Ese es el enemigo dentro del film: tipos brutos que se asquean cuando ven dos mujeres apretando o que se calientan cuando sienten que pueden aplastar a sus novias contra el piso. Son los forajidos de este western mojado.
Pero Carri no se limita a “reflejar” aquel costado de la vida real. Lo que hace (y éste es el verdadero fuego con el que juega el film) es trabajar con una fantasía. Eso es palpable cuando se difuminan las fronteras entre lo que sucede a las protagonistas, lo que sueñan y lo que filman en la película dentro de la película. Allí, la apuesta de Carri es otra: catalizar la fuerza del cine para forjar un mundo propio, vinculado al nuestro pero también desfasado, corrido ligeramente de lugar. Esa es la grieta del cinematógrafo: la que abre nuestra visión empedrada y vislumbra otras posibilidades.
Para la película, aquel horizonte es el nacimiento de un pueblo. Una comunidad de mujeres lesbianas, hetero y trans nómades unidas por el golpe bajo de una opresión compartida, pero también (y aún más importante) por el deseo carbónico de erigir un mundo diferente, con leyes propias. Un mundo de libertades que las incluya, que habilite su derecho al goce y a enterrar las lenguas frías en sus vaginas, bajo la luz azulada de los vitros en una Iglesia.
Nada de esto convierte a la película en una experiencia perfecta: algunas actuaciones ameritan resoplidos, todos los retratos de los hombres son unidimensionales, el privilegio de clase que expresan las protagonistas parece enceguecido y la estructura narrativa del porno tiende a volver al sexo algo forzado, casi mecánico. Pero aún con esos actos fallidos, Las hijas del fuego sigue siendo un ejemplar singular (y vital) en la fauna del cine argentino reciente.
Al nivel de su despliegue formal y narrativo, sólo parece cercana a Breve historia del planeta verde de Santiago Loza; no por abocarse a filmar la diversidad sexual, sino por apostar a un artificio que anula la lógica del realismo preponderante. Pero además, de ese extrañamiento sobreviene un imaginario que es una completa rareza: la visión de un mundo donde un vínculo colectivo (y afectivo) sigue siendo posible. La composición de un espacio visual y sonoro que se asemeja a un llamado animal. La invocación de una jauría en torno a un “común”, algo compartido.
Por eso, Las hijas del fuego son las anti-Animal de Bó, las anti-Relatos Salvajes de Szifrón, las anti-4×4 de Cohn. Es decir, son la oposición a un cine que reproduce sin consciencia los lugares comunes del descreimiento desesperanzador. Son las partidarias de que el cine puede señalar otros caminos. Algo sucios, algo deshabitados. Siempre, al costado de la ruta.