¡Liberen las películas! Sueños, sangre y ternura con Tarantino

Quentin Tarantino renace: más calmo en su tono, más digresivo en su narración, más emotivo con sus personajes. Había una vez en Hollywood es su manifiesto sobre la fuerza del cine para forjar sueños, incluso cuando las tragedias humanas sugieran lo contrario.

Brad Pitt - Once Upon a TimeOnce Upon a Time in Hollywood (2019), Quentin Tarantino

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada  el 30/08/2019 en La Nueva Mañana

 

Le robó la voz a su actriz, torció la historia estadounidense y ensució el recuerdo angelical de Bruce Lee y muchos más héroes. ¡Sacrilegio! Ese es Quentin Tarantino enfrentando acusaciones en 2019: algo irreverente y algo soberbio, como un rockstar sin dormir que sale de gira con su novena película y amenaza con renunciar a los escenarios en cualquier momento. 

Pero igual que toda estrella de la vieja escuela, acumula groupies. Hordas de seguidores dispuestos a quitarse los calzones percudidos y tirarlos hacia la pantalla cada vez que los estremezca un movimiento sensual de cámara o una línea de diálogo punzante. Quentin es, por eso, una rara avis, una gran bestia pop en peligro de extinción. Quizás, el único cineasta que logra pilotear lo vientos del zeitgeist cultural sin discriminación alguna. Reúne a las masas, los críticos, los publicistas, los festivales, el streaming y la historia del cine en un mismo viaje.

Con el arribo cósmico de Había una vez en Hollywood, Quentin parece compartir la lectura de varios predicadores que llenan las filas del oficialismo y de la oposición tarantinesca: que cada pieza de su carrera se había acomodado, quizás sin saberlo, para este momento. Que ésta es la culminación del destino, una suerte de síntesis mesiánica donde confluyen Pulp Fiction, Bastardos sin gloria y todas sus películas. 

¿Pero es así exactamente? Incluso si el nuevo film de Tarantino exhibe su oda usual a los géneros clásicos, su recuperación de la historia estadounidense (como en Django o Los ocho más odiados), su violencia sádica y sus diálogos destinados a las remeras universitarias o imanes de heladera, algo ha mutado. La primer señal será que en Había una vez en Hollywood llegan a pasar 20, 40 o 60 minutos y resulta difícil saber dónde desembocará la historia. No hay un drama causal que otorgue certezas a quien la mira.

Quizás se trate, en parte, del espíritu terrenal que sostiene la película. Sus dos horas y cuarenta minutos no hacen más que seguir la vida ordinaria de personas involucradas en el mundo poco ordinario de hacer películas durante el verano del ‘69: Rick (Leonardo Dicaprio, histérico y hermoso), un actor en descenso que lucha por aferrarse a la relevancia en Hollywood; Sharon (Margot Robbie, dulce y hermosa), una actriz que se codea con los chicos cool de la industria en las fiestas pomposas de la Mansión Playboy; y Cliff (Brad Pitt, simplemente hermoso), un doble de acción que cruza miradas con una hippie del club de los Manson.

Desde las colinas soleadas de Hollywood, Tarantino encuentra un tono suave y de perfil bajo. Está a años luz de los gestos exagerados y grandilocuentes que plagan toda su obra (como las lagunas de venganza sangrienta que decoran los paisajes en Kill Bill  o en Perros de la calle). Acá se toma su tiempo. No apresura el relato, no interrumpe el presente narrativo (apenas algunos momentos paródicos que parecen forzados) y compone escenas extensas, donde lo que prima es la acumulación de detalles para dar cuerpo a ese universo.

margo

Junto a esa estructura deforme y digresiva, el director despliega una puesta en escena cuidada, digna de contagiar suspiros. La creación de un espacio cinematográfico cohesivo es probablemente el aspecto formal más admirable, como puede verse en una escena que empieza con Rick (solo, borracho y deprimido) en su casa y termina con la cámara saltando el techo hacia la mansión vecina, donde Sharon y su novio se visten para ir a una fiesta. 

Los vecinos casi no se cruzan pero el director los une a partir de ese gesto plástico. De un modo semejante al que empleaba Jacques Tati para reencuadrar a los ciudadanos anquilosados de las ciudades modernas, Tarantino utiliza la puesta en escena para cristalizar los pequeños mundos que coexisten dentro de su fauna hollywoodense. Ahí, un actor al borde del ataque de nervios sueña con tener la vida de su vecina. Sueña con conocer a esas personas exitosas, con decirles “buenos días” en las mañanas frescas y con compartir los atardeceres al lado de sus piletas cristalinas. 

Hay algo extremadamente dulce y melancólico detrás de ese anhelo. Y Había una vez en Hollywood es todo lo tierna que puede llegar a ser una película que termina con una pelea sádica y sangrienta, y es sorpresivamente emotiva para los guiños más irónicos a los que acostumbra Tarantino. Algo así se materializa en la escena donde Sharon va al cine a mirar una comedia en la que actúa. El único punto ahí es capturar el placer hipnotizante de su rostro mientras ve cómo el público se divierte con su película.

Tal vez Tarantino insista demasiado en esa belleza inmaculada de Sharon (en oposición al peligro que destilan las chicas hippies y liberadas), pero su inocencia es el pilar sobre el cual se erige la película. El director juega con un suspenso construido por fuera del film: el hecho de que la protagonista existió en la vida real y que ese mismo año murió asesinada por la banda de Manson. Sobre el final, un giro inesperado es utilizado para quebrar esas expectativas.

Si gran parte de la obra de Tarantino estuvo dirigida a reescribir la historia del cine, Había una vez en Hollywood puede pensarse como una reescritura de la historia americana. Pero el film no expresa nada muy profundo sobre Estados Unidos (de hecho, sus personajes hippies no pueden usarse de parábola para pensar todo el movimiento contracultural porque se circunscriben sólo al círculo de Manson). La paradoja es que esa reescritura de la historia no hace otra cosa que sellar la visión tarantinesca del cine: un espacio autónomo y con leyes propias, donde los hechos de la vida real pueden corregirse. 

El último chispazo de Quentin es, por eso, un manifiesto sobre los sueños. Sobre un actor desesperado que fantasea con hacer películas. Pero por sobre todas las cosas, sobre la fuerza del cine para forjar fantasías y arrebatarle las tragedias al mundo.

 ¿Qué puede hacer una película según Tarantino? Regalarnos otro final posible, donde la inocencia de Sharon siga encendida. 

Cordobesismo, lado B

Construcciones, la ópera prima de Fernando Restelli, ofrece el lado B a la imagen triunfalista del cordobesismo. La experiencia urbana, laboral y habitacional es observada desde las luchas cotidianas que emprende una familia de clase popular. Se ve hasta el miércoles en el Cineclub Municipal. 

construccionesConstrucciones (2018), Fernando Restelli

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada  el 23/08/2019 en La Nueva Mañana

 

 

Para entender lo que pasa….¿hay que escuchar Cadena 3? 

En Construcciones, el bullicio mediático llena los tiempos muertos. Del trabajo a la casa y del centro urbano a los límites del mapa cordobés. Pedro atraviesa las distancias entre el edificio en construcción que cuida de noche y su pequeña casa en las afueras de la ciudad, donde cada mañana lo espera su hijo. La radio permanece siempre encendida; espectral, flotando en el aire que separa a esos dos cuerpos o en el desierto taciturno del edificio sin terminar. 

Tres lecturas posibles, entonces, pero ninguna excluyente. Primera: que la radio hace de compañía afectiva, mientras Pedro aguanta despierto las largas noches para completar su jornada de trabajo. Segunda: que el uso cinematográfico de la radio sirve como registro de un tiempo histórico (con discursos decadentes de Macri sobre herencias pasadas o primeras señales maquilladas de la crisis económica y social). Última: que Fernando Restelli, el operaprimista moviendo los hilos de la película, pone en escena una distancia indisoluble: los discursos de la radio sobre la pobreza o el autobombo del cordobesismo parecen formar parte de un universo abstracto, lejano a la realidad popular.

Esto último se vuelve particularmente palpable en una escena concreta. Juampi, el hijo de Pedro, salta entusiasmado sobre la cama mientras un spot radial anuncia las “maravillas” que han logrado el sector público y privado para remodelar la ciudad. El discurso suena victorioso pero la cámara construye una espacialidad asfixiante, sin lugar suficiente para el padre y el hijo. Pedro suele quedar, literalmente, fuera del campo visual. La situación habitacional consigue plasmarse en la materia espesa de aquel plano: un espacio constreñido que define la convivencia, un modo de vida que van a querer cambiar.

Si bien la composición narrativa de esos vínculos familiares y espaciales tiende a ser confusa, Construcciones encuentra aciertos en la toma de posición de su mirada. Restelli maneja un equilibro delicado para evitar las expresiones más reaccionarias del cine documental sobre sectores populares. No explota el miserabilismo ni impone una lástima desesperada al espectador. Sólo da tiempo a que la cámara capture momentos de intimidad; puede ser el padre atesorando las pocas horas fuera del trabajo para encontrarse con su hijo o el hermano de Juampi discutiendo con su novia la posibilidad de construir una casa más cómoda.

MV5BMGE5YjU5YzAtMzgzNi00N2NjLWJmM2EtNjc0N2E2OTY1OWI4XkEyXkFqcGdeQXVyODgwODY5NTk@._V1_SX1777_CR0,0,1777,967_AL_

Quizás ese ensamblaje de la impresión de cierta sencillez, apenas la sucesión de momentos mínimos en la vida de una familia. Pero su fuerza, sin embargo, se erige sobre la materialidad que otorga a la experiencia de esas personas: funda imágenes que corresponden a un modo-de-estar en la ciudad. No se trata de una denuncia, porque el cine de Restelli no está preocupado por informar (para eso, deberían estar las radios). Lo que vale es compartir una visión de mundo, obtenida al filmar el vínculo de los cuerpos dentro de un espacio (el del plano, que remite al ámbito doméstico y al urbano)

 El director juega con la creación de imágenes de una temporalidad extendida (sin cortes abruptos del montaje), donde los pequeños embates de la vida cotidiana toman el centro. Las horas de un trabajo nocturno interminable o los movimientos sobre una casa pequeña corresponden a una experiencia de clase. Estos personajes, un hombre que hace malabares para que le cuiden el hijo mientras trabaja y una pareja joven que sueña con mudarse, ofrecen una contracara. Son los perdedores del relato triunfalista que intentó forjar el cordobesismo. 

Ese espectáculo de la ciudad en crecimiento escondió, con faros enceguecedores y demás parafernalia, una planificación urbana diseñada bajo la división clasista: el desplazamiento de los sectores populares a la periferia; el despliegue del centro como escenario de luces chillonas a disposición de los agentes inmobiliarios con corbata; el desfile de detenciones policiales según el manual arbitrario de rostros peligrosos (una práctica lamentable que Restelli se encargó de filmar en su cortometraje Merodeo). Todo eso, la quintaesencia del cordobesismo, es sugerido en Construcciones. No se dice, pero se muestra parcialmente: la fantasía delasotista no tiene lugar para todos.

Si el film observa cómo la ciudad se vive de modos particulares (no universal ni igualitariamente), resulta lógico que el paisaje céntrico de Córdoba se encuentre ausente en las imágenes de la película. Hay un plano especial que condensa aquella mirada. La cámara estática filma a Pedro de espaldas y hacia adelante, en la entrada de la construcción, puede verse la ciudad: la calle oscura, los autos repicando, las sombras de edificios impresas sobre el cielo. Pedro se acerca al límite de la vereda, pero nunca lo vemos ir más allá: se limita a mirar, como si estuviera frente al espejismo de un televisor.

Córdoba: ciudad holográmica, vitrina de sueños que no se tocan. Construcciones se contrapone a esas fantasías e imágenes dominantes. Quizás su proeza sea el grado de convencimiento con que lo logra: compone una experiencia tan palpable, tan concreta, que es difícil correrle la cara. La convicción latente: el cine no es sólo truco de ilusionistas. Para eso está el cordobesismo. 

Recorre el purgatorio de sueños rotos

En Buenos Aires al Pacífico, Mariano Donoso propone un ensayo onírico sobre el proyecto de los trenes abandonados en Argentina, el progreso de la sociedad industrial y los orígenes del cine. Se ve hasta el miércoles en el Cineclub Municipal.

maxresdefaultBuenos Aires al Pacífico (2018), Mariano Donoso

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada  el 09/08/2019 en La Nueva Mañana

 

Mariano Donoso sueña con trenes perdidos. Las vías de anhelos desbarrancados, convertidos en baldío. Las promesas de un tiempo pasado: creer en un futuro lineal, estancado como el destino en una borra de café, y comprometer la Argentina a seguir el faro opaco de Occidente. Los sueños rotos. De una civilización y de un país entero, pero también de una familia. La del mismo Donoso, protagonista y director soñador, que recuerda a su madre fallecida. Y algunos desencuentros: esa mujer que nunca conoció a su nieto y ese nieto que nunca vio pasar los trenes a orillas del océano.

Buenos Aires al Pacífico es un film ensayístico que hace de esa fluctuación su arma poética. Se lanza a re-explorar los espacios cadavéricos de los ferrocarriles olvidados en Argentina, pero lo hace de un modo más suspendido que terrenal. Entre el documental y el artificio, entre la vigilia y el sueño, entre lo familiar y lo colectivo. 

La voz en off del narrador se encarga de sellar esta cuestión, al igual que las imágenes de Donoso tirado en su cama, en un estado de somnolencia que lo lleva al pasado remoto: este es un film y un viaje que ha soñado, con fracciones de la historia de un país y de la vida propia. Pero la cualidad onírica no se detiene en las declaraciones explícitas de esa voz, sino que se imprime en el armazón formal de toda la película.

Es, en ese sentido, una película rota, fragmentada, llena de desvaríos y asociaciones libres. No como una clase expositiva que busca informar al espectador sobre la historia del país y sus  ideales quebrados de progreso e industria. Más bien, como una evocación poética de aquellos espacios olvidados. Gran parte de sus pasajes llevan al equipo de filmación a seguir el camino de un tren antiguo, utilizando tiempos acelerados que hacen correr cortinas de neblina sobre la imagen, sonidos de un viento que acarrea la desolación y desplazamientos de cámara que recorren los paisajes desiertos, con huellas de un pasado borroso.

La evocación del film es entonces onírica y fantasmal. La creación de climas para mirar aquellos espacios suele estar confrontada por un sentido de desubicación. La voz de un trabajador que supo vivir de la actividad ferrocarril se va antes de tiempo, dejando su testimonio inconcluso.  La imagen y el sonido por momentos se desarticulan: el narrador relata un sueño con su madre muerta, pero en las imágenes se ve el nieto que la mujer no llegó a conocer. Hay una dislocación. El sentido de no estar del todo, como la memoria frágil del país. 

vlcsnap-2018-04-15-11h08m50s555

Acá no hay pretensión de conseguir una mirada objetiva ni una captación sintomática de lo real. Esa es, en algún punto, su mayor fortaleza: que a partir de una aproximación errática crea otro itinerario posible para mirar los espacios argentinos. No son espacios que están dados por completo allá afuera, en la realidad, sino que son construidos a través del cine. 

La película elabora plásticamente esa espacialidad-purgatórica, tendiendo puentes inesperados. El cine, por ejemplo, encuentra su origen en el ferrocarril; faraón del movimiento. Que la narración del film se rehúse a seguir una linealidad narrativa no lo adecúa sólo a la deriva de los sueños, sino que lo constituye como un relato y una forma de conocimiento sin destino y sentido clausurados. Encarna, desde ese lugar, la contra-cara al progreso asegurado y la evolución histórica que predicaba Occidente en la era industrial. Es más contemporánea que moderna, más rizomática que progresiva. 

Incluso con aquellos hallazgos y pretensiones titánicas (la narración se mueve convencidamente de una historia íntima a la historia del país, del mundo y del cine), el film se tropieza con ciertas limitaciones. Su visión sobre las implicancias del abandono de los trenes son prácticamente nulas; es decir, sin un aporte sustancial para pensar qué significa en el proyecto de vivir juntos, de fundar una comunidad. En ese sentido, el relato no habilita demasiadas posibilidades para interrogar el peso de aquella historia en relación al presente. ¿Por qué este pasado adviene en nuestro tiempo? 

Aunque alguna voz en off asegure que la película no es sobre la historia argentina sino sobre la geometría, toda configuración espacial humana (por su carácter construido) es social. Supone una manera de estar con otros. Y en ese aspecto, Buenos Aires al Pacífico permanece elusiva, con un abordaje espacial que la empuja obstinadamente a la abstracción. No hay que exigirle, de ningún modo, que recurra a la lógica expositiva de la cual escapa. Quizás simplemente se trate de disponer otros elementos que le permitan escarbar hondo, más allá de las superficies geométricas que obnubilan su mirada.