Abrazo de mafiosos

Esa mujer es la película más reciente de Jia Zhangke: una épica de gángsters que recorre los últimos 18 años de la historia china para aferrarse a un sentido de hermandad entre las personas. 

AshIsPurestWhite_02-1-1600x900-c-defaultAsh Is Purest White (2018), Jia Zhangke

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada  el 19/07/2019 en La Nueva Mañana

 

Con un título sin rostro como Esa mujer, uno esperaría dos escenarios. Que algunos espectadores huyan por miedo a encontrar un bodrio meloso y que otros se lancen a las salas buscando un romance pasatista, listos para recalentar emociones procesadas como por un microondas. Pero el film de Jia Zhangke desorientaría cualquier pronóstico: ésta es la última pieza en la obra de uno de los creadores más misteriosos de las formas cinematográficas en el siglo XXI. 

Al filo de los ‘90, Zhangke dio las primeras señales de su modulación plástica. Las películas erigidas a base de planos extensos, sin demasiados cortes en sala de montaje, ofrecían la forma justa para captar el fluir del tiempo, mientras la sociedad china aceleraba su paso hacia un mundo globalizado de promesas en subasta. Se trataba de estar ahí, en el momento justo, cazando formas de vida y afectos que podían esfumarse con el relato universalizador del capitalismo salvaje. Era el cine entendido como sismógrafo, midiendo temblores en la vida de hombres y mujeres que por primera vez abrían una lata de Coca y bailaban los Pet Shop Boys en una disco luminosa. 

Esta obsesión temática, posible de generalizar a la obra entera de Zhangke, también ha tenido variaciones estilísticas; desde los realismos ascéticos de Pickpocket y Platform al extrañamiento surrealista en The World y Still Life (como si el neorrealismo de escombros rosselliniano se cruzara con una ciencia ficción clase B de los 50), hasta la aproximación al melodrama en Lejos de ella. En el caso de Una mujer, siguen los giros y las continuidades. Se trata, primero, de una épica que traza la historia de China del 2001 al 2018. Y además es un híbrido extraño, entre el naturalismo y el legado genérico de las películas de gángsters y de wuxia. Aunque más que huellas del cambio social, persigue otra cosa: la supervivencia de un anacronismo.  

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El “jianghu” es construido dramáticamente como un fósil cultural que resiste al paso del tiempo; un modo de establecer relaciones enraizado en el pasado ancestral de China. Es la conformación de una tribu callejera que se agarra las manos para mantenerse firme mientras el mundo cruje y cambia de piel: cierran las minas, los trabajadores quedan en la calle, las actividades productivas de cada ciudad van desapareciendo y las personas son forzadas a moverse para encontrar nuevos salarios. 

Esa es una de las modalidades por las cuales el film quiebra los géneros clásicos. En el mundo clandestino de Bin y Qiao, la aparición de pistolas remite a las mafias organizadas y las peleas callejeras a los brotes de venganza de las películas de artes marciales. Pero lo que interesa a Zhangke no es la descripción de los negocios en el mundo criminal, sino los códigos morales y fraternos que se tejen colectivamente. La primera parte del film se dedica a observar afectivamente estas comunidades: criaturas que se llaman “hijos del jianghu», organizadas por la lealtad y el apoyo mutuo.

Cuando el director decide hacer el primer salto temporal (una elipsis de 6 años que separa a los protagonistas), no hace más que tensionar aquel universo. Qiao, que defendió a Bin y arriesgó su vida por él, logra salir de prisión pero se tropieza con una sociedad que mutó durante su encarcelamiento. La protagonista es filmada como si fuera un anacronismo andante, esperando y ofreciendo actos de lealtad comunitaria, mientras Bin se volvió algo diferente. Un empresario que sabe moverse más rápido sin obstrucción de los otros, entregado al bienestar individualista. 

Allí, el arco dramático de Qiao es cíclico. Luego de atravesar casi dos décadas soportando desilusiones amorosas, viviendo en las celdas frías de una cárcel y hasta presenciando las luces encandilantes de un OVNI, vuelve a aferrarse a la hermandad del “jianghu”. Hay algo de obstinación en el personaje, así como hay cierto romanticismo (casi tradicionalista) de parte del director. Como si su película resultara en una oda a esos modos afectivos que sobreviven al paso aplastante del capitalismo.

Lo que resulta aún más especial son las interrupciones que desordenan lo que podría ser una historia clásica de amantes y criminales. El comienzo, por ejemplo, está dedicado a retratar los rostros perdidos de la gente que viaja en colectivo. Esa aproximación se repite: cuando se ve un cuarto lleno de hombres mirando una película de peleas, o cuando Qiao desaparece del cuadro y la imagen queda detenida en unos viejos jugando a las cartas sobre la esquina. Aunque no volvamos a verlos, esos personajes construyen el espacio social del film. Son parte de los nodos que señalan una comunidad en potencia. 

La película de Zhangke es, por eso, un anacronismo ella misma. Despliega una mirada que toma distancia para no anquilosar el drama de sus personajes. Atenta contra la perspectiva deshistorizada y fragmentaria que impone la era contemporánea. Es una película conectada con la historia de su país, pero también con la propia historia del cine. A través de ella, invoca tradiciones del pasado y las renueva. Pero insiste, por sobre todas las cosas, con que eso no se pierda: que los aprietes de gángsters y las peleas ancestrales sigan siendo una máquina para sostener vivas las comunidades imaginarias.

Spider-Man, lejos del pueblo

En Spider-Man: lejos de casa, la franquicia de Marvel intenta adecuar su superhéroe al presente: redes sociales, hormonas adolescentes y desafíos de la posverdad inundan una nueva entrega que olvida la singularidad del protagonista.  

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Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada  el 12/07/2019 en La Nueva Mañana

 

Spider-Man sueña con ser un adolescente cualquiera. Ya saben, lo que hacen los chicos: viajar a Europa, hurgar las ferias de Venecia hasta encontrar una dalia de diamantes negros  y escalar la Torre Eiffel para regalársela a la chica que les gusta. Todo lo que sus compañeros de clase harían sin esfuerzo, para él es una tarea titánica, casi un sueño. Cada suspiro juvenil al finalizar la escuela, cada declaración de amor balbuceante y cada chape húmedo es arrebatado por la responsabilidad de salvar el mundo. Es más probable que termine defendiendo los monumentos europeos de mutantes antes que fotografiándolos para sumar followers en Instagram.

El centro dramático de Spider-Man: lejos de casa se balancea sobre esa cuerda floja; entre los placeres ligeros de la adolescencia y el peso de ser un superhéroe. Es una tensión delegada a los diálogos de Peter Parker, quien insiste con viajar junto a sus amigos sin mayores preocupaciones. Aunque la película, contradictoriamente, toma partido por un aire de grandilocuencia que aniquila cualquier cercanía humana. 

Lejos quedó el chiste interno con el que juega la saga: Spider-Man, el superhéroe del vecindario, el amigo del pueblo que custodia los pasajes malolientes de Nueva York, codo a codo con el ciudadano medio. Peter era el héroe de la calle, la versión del militante barrial en el universo-Marvel: sabía lo que aquejaba a la gente, porque era uno más entre ellos. Luchaba para llegar a fin de mes, caminaba atolondrado por los pasillos del secundario y sufría secretamente por amores fallidos. Era el anti-Tony Stark; un héroe sin dinero, sin autos resplandecientes ni mujeres hermosas que le rindieran culto. 

En Homecoming, el film anterior de Spider-Man, aquella singularidad se había actualizado con una claridad encantadora. Era una película diseñada a la talla de las comedias adolescentes, más cerca de las mitologías sobre amistades dispares y rebeldía anti-institucional de John Hughes (Un experto en diversión o El club de los cinco) que de la épica de los tanques del siglo XXI. Peter se volvía un adolescente incómodo, como siempre, pero arrojado a la dispersión de las redes y la hiperactividad de la era centennial. 

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La película forjó su propio sendero al elegir ese tono ligero para narrar la epopeya del superhéroe. Cada vez que Peter se escapaba por la ventana de su habitación para salvar la ciudad, devolvía una imagen trastocada de cualquier adolescente huyendo de casa a una fiesta clandestina. Era demasiado mundano (y por eso, demasiado especial) para confundirse con otro Avenger. Pero la nueva entrega olvida esa aproximación: cambia la cotidianeidad por la espectacularidad, la vida familiar y escolar por las vacaciones, las calles de Nueva York por los paseos turísticos en Europa. 

No sólo se abandona una locación sino las particularidades del universo ficcional y de su protagonista. Venecia o Praga son apenas el escenario de una postal turística; una imagen estandarizada que expresa la nueva escala narrativa de la película. Ese aspecto viene señalar a gritos (con la sutileza de un ciudadano chillando por su vida ante una ciudad en ruinas) que todo es más ampuloso, más épico que antes. Spider-Man, lejos de casa se parece al film de cualquier superhéroe y Peter Parker es apenas una figurita intercambiable. Con la muerte de Tony Stark, ha sido empujado a llenar su molde. 

El humor también cae víctima de este desvarío. Mientras en el film anterior se construía de manera fluida y a partir de situaciones corridas de lugar, acá se empuja forzosamente con líneas de diálogos y clichés gastados (los personajes revelan sus secretos cuando creen que están a punto de morir, por ejemplo). Incluso las escenas de acción responden a las expresiones más explotadas del género; un abuso de los efectos especiales y un montaje convenientemente caótico, donde la sumatoria frenética de planos no ayuda a crear tensión ni dramatismo. Es exhibición pura. Mucho ruido, poco prisma cinematográfico.

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Una de las pocas novedades llega de la mano ilusionista de Mysterio, el villano que logra fabricar hologramas para confundir a Peter y sus amigos. La narración del film es tan vaga que decide revelar la identidad y los planes del enemigo a través de una escena verborrágica, semejante a una mediocre exposición de secundario. Pero, errores mediante, la película hace un esfuerzo más o menos interesante por utilizar la figura del antagonista como parábola para leer el presente.

A lo largo de Spider-Man, los héroes y jóvenes están obsesionados con la verdad. Las certezas tangibles se deslizan entre sus dedos cuando descubren que el enemigo los ha engañado; que las amenazas que habían creído ver no eran más que trucos de magia e ilusiones convincentes. Más que preguntarse cuál es la verdad, la nueva Spider-Man está preocupada por distinguir los hechos reales y concretos en un mundo de simulaciones, donde las imágenes falsas no sólo se crean sino que también se reproducen. 

Este es el hombre araña en tiempos de Trump, de fake news personalizadas y mitos terraplanistas repetidos hasta que se seca la boca. La nueva encarnación del mal aparece en un tipo barbudo y seductor que puede convencer a las personas de que sus juegos de niños son reales. Puede hacer que se horroricen, que corran y que actúen por un espejismo. 

Sobre el final, el film redobla esta lectura: al filo de la torre Times Square, los noticieros repiten un video casero que hace ver a Spider-Man como un bravucón peligroso. Nosotros vimos las escenas reales anteriormente, por lo cual llegamos a entender que las imágenes han sido alteradas, más allá de que los pastores mediáticos profesen lo contrario. Así, los fantasmas invocados por el film no se reducen a Mysterio: se expanden por toda la sociedad, a la velocidad instantánea de un tweet viralizado. En ese punto, la nueva Spider-Man parece tener algo nuevo que mostrar. Es una lástima que lo haga tan torpemente.

Tanta agua tan cerca de casa: cine cordobés en el Cineclub Municipal

Ante las dificultades que enfrenta el cine independiente para encontrar pantallas, el Colectivo de Cineastas de Córdoba organiza una muestra de cine local en el Cineclub Municipal.  La programación expresa las diversas vertientes estéticas y modos de producción del cine cordobés.

La Victoria - Martin CamposLa victoria (2017), Martín Campos

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada  el 05/07/2019 en La Nueva Mañana

 

Parece una selva allá afuera. Unas pocas fieras trajeadas han sabido marcar terreno en los campos inhóspitos de las salas cinematográficas, donde la ley del más fuerte sigue dominando. Esta regla se susurra por los pasillos de las multisalas como un ridículo mantra de negocios: los tanques hollywoodenses vaciarán el candy bar; los caramelos multicolores asaltarán bolsillos con su almíbar pegajoso. En Argentina, el destino de la cartelera depende casi enteramente de una máquina de pochoclos.

No se trata de desestimar completamente las producciones millonarias, sino de señalar cómo su preponderancia afecta a la circulación del cine argentino independiente en nuestras pantallas. Un breve repaso del diagnóstico que hace la Cámara Argentina de Distribuidores Independientes Cinematográficos permite vislumbrar las desigualdades: el público de películas nacionales se concentra en pocos títulos; la invasión de films industriales extranjeros aumenta un 20%; las leyes que regulan la continuidad de films argentinos en cartelera son incumplidas por los exhibidores. 

Por esto, es lógico que el Colectivo de Cineastas de Córdoba haya identificado la distribución como uno de los principales desafíos que enfrenta el cine local. El ciclo ‘Ningún lugar a dónde ir’, que se verá hasta el miércoles 10 de julio en el Cineclub Municipal, representa el primer intento de generar un escenario común donde se exhiban las diversas expresiones del cine hecho por los integrantes del Colectivo. 

La muestra propone recuperar películas de la ciudad, pero también construir un espacio de diálogo entre ellas. “El desafío era bucear y encontrar una programación que dentro de su heterogeneidad permitiera establecer relaciones entre las pelis y pudiera ser representativa de Córdoba y del Colectivo”, dice Martín Campos, uno de los integrantes que programó el ciclo junto a Miguel Peirotti y Cecilia Oliveras, “Es importante poder englobar estas pelis dentro de un movimiento colectivo porque creo que expresan una concepción de lo que es nuestro cine, que tiene algunas particularidades con respecto a lo que se produce en otras partes del país”.

Formas del interior

El ciclo organizado por el Colectivo puede pensarse como un mapeo del cine cordobés. El espacio entre los dos (2012), dirigida por Nadir Medina, presenta la versión más fresca de una tendencia que se observaba hace unos años: una estética realista lanzada a observar la adolescencia en clave de experiencia. Acá, la urgencia de su producción (filmada en pocos días) se traslada al movimiento de la cámara y da forma al ímpetu por captar el deseo juvenil durante una larga noche.

En Mochila de plomo (2018), de Darío Mascambroni, algunos de esos lineamientos se continúan y subvierten. La narración también transcurre en apenas un día, pero se reordena en una estructura más clásica de acciones lineales. Su peculiaridad consiste en mirar a un niño que se involucra en una trama de venganza como si fuera un hecho ordinario, nada fuera de lo común.

Julia y el zorro, una de las películas estrenadas este año con participación de miembros del Colectivo de Cineastas de Córdoba

Inés Barrionuevo (quien tuvo su propio coming of age realista con su ópera prima, Atlántida) presenta una nueva avanzada sobre estos modos de filmar los dramas personales: en Julia y el zorro, la angustia ambigua de la protagonista es enrarecida a través de un uso expresionista de luces y sombras. Su juego de penumbras opone el hermetismo de las casas familiares al paisaje abierto de las sierras; un augurio de deseos distintos para su heroína. 

En otras películas del ciclo, aquellos rasgos intimistas se tuercen con breves incursiones a los géneros clásicos del cine. La mirada escrita (2017), de Nicolás Abello, es un ambicioso thriller de tradición hitchcockeana realizado en la universidad nacional. El último cuadro de Luz Belmondo (2019), producida colectivamente en el marco de un taller, busca construir una comedia visual que remite a los enredos de las viejas screwball hollywoodenses. Más allá de ciertos hallazgos irregulares, lo que estos films señalan son otros modos de producción; algo reacios a las estructuras ortodoxas y abiertos a ensayar aproximaciones cinematográficas corridas de las tendencias.

La victoria (2017), el cortometraje dirigido por Martín Campos, expresa un espectro diferente: una narración menos retraída y más abierta a las desviaciones. Se trata de un retrato sensible sobre los espacios del mítico Cineclub Municipal (recorridos con cámara en movimiento), pero además de una oda a las películas. Su centro de gravedad parece encontrarse cada vez que el cine se desborda de la pantalla e invade la vida de los protagonistas como una marea; constituye un canal abierto donde la vida cotidiana y la fantasía permanecen unidas.

En el caso de los documentales, las películas programadas también exhiben un arco de expresiones diversas. Yatasto (2011) pone la cámara al borde de un carro tirado por caballos para acceder a otro modo de habitar la ciudad: el de los carreros que circulan desde la periferia. En Nosotras Ellas (2015 – un film con amplio recorrido internacional que merece más atención en Argentina), Julia Pesce se corre de las preocupaciones por el espacio social y recorta la mirada a escala del cuerpo: es un estudio poético de las figuras femeninas, donde el paso del tiempo y los lazos entre mujeres se encuentran en el deslizamiento de la cámara por las pieles. 

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Descubrimientos y rarezas

“El cine cordobés verdaderamente da muestras de que cuando uno se pone a escarbar encuentra cosas nuevas y cosas que todavía no están en el radar. Lo cual habla muy bien de su salud, porque implica que tiene una producción que excede hasta los canales tradicionales”, comenta Martín Campos sobre el ciclo.

Con eso en mente, la muestra también incorpora películas que han tenido menos visibilidad en el circuito de salas, como los retratos de criaturas peculiares realizados por Germán Scelso en El modelo y El engaño, la aproximación afectuosa a un abuelo en Los pasos de Antonio, la ficción con tintes del mumblecore norteamericano El colchón y el cortometraje Razón de la memoria, que Campos define como “un documento histórico” sobre el surgimiento de la agrupación HIJOS y “un gran retrato de una generación”. 

Creando puentes entre estos distintos films, el Colectivo de Cineastas de Córdoba propone una suerte de fresco: un estado de situación, un descubrimiento y re-descubrimiento donde las películas disparan discusiones nuevas. Un asalto a la desidia de las multisalas, para reclamar el imaginario colectivo.  Ese es nuestro cine. 

 

Los millennials no abandonan sus juguetes

La última Toy Story se asemeja narrativamente a sus antecesoras, pero su viaje emocional presenta un giro con respecto a la mirada de la saga sobre el cambio y el fin de las etapas. 

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Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada  el 28/06/2019 en La Nueva Mañana

 

Son casi las doce y los pochoclos pegoteados en la alfombra hacen ver el cine como una película de desastres. Mañana es día de clase, pero no importa. Unas niñas corretean por el cine a brazos abiertos mientras las luces del shopping se apagan a sus espaldas. Dos adolescentes con pinta de punkys patean bandejas de nachos vacías: acaban de salir de la función sin culpa, porque ahora es cool mirar películas animadas; especialmente si se trata de Toy Story 4, que en apenas una semana amenaza con convertirse en la depredadora más grande de la taquilla argentina. 

Niños y adolescentes al margen, uno podría jurar que la mitad de la sala está cooptada por adultos. Treintañeros reventados que jugaban con muñecos en el año ‘95, cuando la primer Toy Story proyectó su imaginario almibarado de amistades eternas entre humanos y juguetes. Ahora, una pareja millenial con lentes de marcos negros no necesita hijos ni sobrinos como excusa para entrar a la película. Se sacan selfies besándose junto al póster de Woody y reviven la nostalgia de una saga cuya pulsión es esa: aferrarse con uñas y dientes a la inocencia.

El fenómeno de Toy Story lleva dos décadas sellando su lugar en la cultura pop desde una cualidad extraña. El drama de Woody, un juguete que se angustia porque ve crecer a sus dueños, atraviesa la saga entera con una ternura arrolladora. Dispara un temblor emocional al estilo de una vieja coming of age de Spielberg, pero invita a mirar el fin de la infancia desde una perspectiva que reivindica la inocencia. Es un movimiento doble, casi contradictorio: soltar y abrazar en un suspiro.

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El humor excéntrico de los films siempre estuvo apoyado en presentar el mundo como si fuera visto por el prisma de los juguetes. Los aburridos espacios cotidianos, como un viejo sillón giratorio del living o una gasolinería apagada, se convierten entonces en paisajes de aventuras. Cada rincón atomizado por la mirada adulta es subvertido con la libertad expansiva que desata la imaginación infantil. En paralelo, los films dejan una huella sobre los nuevos tiempos del cine: re-escalan el mundo y la ficción a través de una técnica hiper-digitalizada. Casi por accidente, narran el fin de una época para su propio medio artístico.

En Toy Story 4, cada uno de esos motivos es recuperado religiosamente. Incluso la superficie de su trama y sus hilos narrativos, con historias de juguetes perdidos y odiseas de rescate, parecen calcar el rumbo de sus antecesoras al punto de volverla redundante. Pero lo que marca un verdadero giro es la visión renovada que nace del viaje emocional, serpenteando subterráneamente a las acciones narrativas: una vez más, Woody debe enfrentar la transformación del vínculo con su nueva dueña, pero con consecuencias diferentes.

Bo Peep, una vieja amiga del protagonista, reaparece como su contra-punto: pasó de ser una muñeca delicada que estaba siempre presente para su niña a convertirse en una amazona aguerrida que conduce una tribu de juguetes libres. Cuando su nueva filosofía acorrala las creencias de Woody, la película quiebra por primera vez el suelo firme sobre el cual se había apoyado la saga: que los juguetes sufrían cuando eran abandonados y que su destino era volver a la mano de algún niño que jugara con ellos. 

Toy Story 4 procesa el miedo al cambio y al fin de las etapas con una postura liberada. En ese sentido, quizás sea la película más madura de la saga: su nueva forma de nostalgia es menos regresiva y más abierta a la incertidumbre pantanosa. La visión afirmativa de sus juguetes propone aceptar que los planes que parecían seguros pueden caerse, que los horizontes pueden redefinirse. Por eso, no resulta tan extraño que sean los millennials ojerosos quienes sigan cortando entradas para ver esta película. Hasta el infinito y más allá, claramente.