El país de las tinieblas o: Cómo unir el cielo y la tierra antes que el mundo se vaya a la mierda

ARBOL-NEGRO-01-1024x576El árbol negro (2018), Máximo Ciambella & Damián Coluccio

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada en la edición de mayo de 2019 de La vida útil

 

 

1. Ruinas sobre ruinas, querido Martín

Nada bueno puede suceder si un yacaré mira directo a cámara. El animal se acerca reptando, como si supiera que está desafiando a una audiencia entera en el cuarto oscuro de algún cine lejano. Es un sentimiento que vuelve una y otra vez en El árbol negro: un aura de peligro inminente, la amenaza imparable de algo siniestro que avanza sobre la tierra. Cada vez que un hombre alza la voz para relatar un antiguo mito aborigen, las imágenes conjuran ese clima apocalíptico: el cielo se ve naranja y crispado, como si se estuviera prendiendo fuego; el llanto premonitorio de los animales resuena hasta desarmarse con los chillidos de las motosierras; unos hornos en forma de iglú escupen flemas de humo negro sobre el paisaje desolado, donde los árboles se ven apenas como cadáveres podridos.

¿Qué pasa con el mundo, con el país y con la naturaleza? El documental de Máximo Ciambella y Damián Coluccio toma la lucha del pueblo qom formoseño como una brújula narrativa para afrontar esa pregunta. La composición plástica de un mundo-al-borde, presentando un espectáculo macabro en decadencia (con yacarés amenazantes y topadoras arrolladoras como sus máximas atracciones), sugiere que los modos en que el Estado argentino ha administrado el territorio nos empujaron a un desequilibrio.

Y es por eso que, en principio, El árbol negro se enfrenta decididamente al contexto histórico del cual emerge. Las conversaciones entre Martín (el protagonista que ve morir a sus cabras por una peste misteriosa) y el resto de la comunidad qom hacen referencia al accionar de los políticos: “Muchas veces el gobierno habla de justicia social, ¿y por qué estamos así?”, dice uno de ellos en relación a las tierras aborígenes que son usurpadas por el negociado empresarial, sin impedimento del Estado. Esas tensiones que ya se habían marcado entre las demandas de los pueblos aborígenes y el kirchnerismo se continuaron profundizando con el correr de los años, mientras El árbol negro se filmaba y se montaba: la lucha aborigen quedó inundada por una oleada mediática. Las muertes de Santiago Maldonado y Rafael Nahuel se asoman como el coletazo más trágico de una disputa sangrienta que el macrismo fogonea con orgullo.

El personaje grotesco que comanda el Ministerio de Seguridad se embarca en giras extravagantes por los sets televisivos, donde los periodistas sumisos y boquiabiertos la escuchan hablar sobre organizaciones inglesas que financian la RAM y mapuches salvajes que se alían con la guerrilla kurda (¿el macrismo pone en escena su propia versión del western contemporáneo?). Frente a aquel contexto, El árbol negro puede leerse como una objeción a una puesta en escena hegemónica: ¿Quién entra y quién queda afuera del imaginario de la Nación? Acá no se trata solo de los hechos concretos, sino de su reelaboración a partir de los discursos oficiales y mediáticos. Lo que hará la película es correr la cámara, alejarse de los simulacros que encandilan las pantallas televisivas y que serpentean por los canales de fibra óptica. De nuevo, se abre una pregunta: ¿puede el cine desmontar el espectáculo?

Parte de aquella hazaña recae en la atención que el film presta a los hombres y mujeres qom de Formosa. Sus protagonistas podrían pensarse como las siluetas que aparecían en el fondo de los planos que componía Lucrecia Martel en Zama: esos cuerpos esculpidos y misteriosos que no hablaban mucho, pero que por su lugar en el encuadre o por los sonidos de sus movimientos hacían recordar las relaciones de poder inherentes al colonialismo argentino. En El árbol negro, aquellos personajes han hecho un paso adelante. Han ocupado el centro del relato y de la imagen, tomando la palabra y articulando un discurso claro sobre sus condiciones de vida: en la Argentina del siglo XXI, están organizados, están respondiendo, están reclamando su lugar en la Historia. Y aún más importante: están, en tiempo presenteQue a Martín se lo vea llevando su celular quizás sea un detalle más significativo de lo que parece a primera vista. Constituye el signo de una sociedad tecnologizada que los pueblos originarios también habitan: no están en el pasado, como el Estado y los defensores acérrimos de la herencia europea han querido perpetuar en las fábulas históricas.

2. Ida y vuelta, del 2018 a los 60

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Sobre el comienzo, la película está compuesta por una serie de secuencias que muestran a Martín trabajando sus tierras, abriéndose paso en medio de la maleza o acarreando sus cabras de un lugar a otro. El alejamiento de la cámara en aquellos momentos crea una cualidad contemplativa que recuerda a La libertad de Lisandro Alonso: lo que importa allí es el correr del tiempo de cada plano, la mirada sostenida sobre la naturaleza que es modificada (pero también, cuidada) por cuerpos singulares.

En El árbol negro, esa forma de registro está impregnada por un sentido político, ya que el tiempo construido en las escenas se corresponde a una forma de relación con la naturaleza: la intimidad antes que la fuerza aplastante promovida por el Estado y las empresas. Incluso el montaje juega de manera consciente con aquella yuxtaposición. En una escena, por ejemplo, el plano de una cabra alimentándose de plantas es seguido por la grabación de una topadora que arrasa con cada árbol que aparece en su camino. La construcción de ese contraste se reitera a lo largo de la película. Por un lado, los cuerpos vitales y particulares del pueblo qom y de los animales que están bajo su cuidado. Por otra parte, el antagonista sin rostro: máquinas que parecen haber cobrado vida propia, como una horda de monstruos liberados de Frankenstein. Cuando se sugiere una presencia humana alrededor de aquellas bestias metálicas, apenas se ven como sombras. No poseen rasgos físicos identificables como sí adquieren los qom; son figuras anónimas e impersonales, semejantes a sus movimientos automáticos y a su relación distante con la naturaleza.

Pero la comparación con La libertad no tarda en ser interrumpida o, al menos, desafiada por otros giros que van marcando los rumbos de El árbol negro. Transcurridos los primeros diez minutos, comienza a quedar claro que el registro contemplativo no se limita a observar a un hombre solitario que se encuentra ensimismado en la naturaleza. Por el contrario, la película avanza mientras Martín se reúne con otros miembros de la comunidad qom, de tal modo que la narración trama un tejido más complejo: del protagonista individual se desplaza hacia uno colectivo. En La libertad hay un malestar generalizado que se libera cuando el personaje rompe su aislamiento. En El árbol negro no hay lugar para semejante incomodidad: el encuentro con los otros desemboca en empoderamiento. Claro que persiste la amenaza de un enemigo externo, pero es eso mismo (en parte) lo que habilita el espacio para una comunidad en resistencia.

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¿No suena extraño esto? Una película argentina de 2018 construyendo la imagen de un cuerpo colectivo como su núcleo, el centro desde el cual respira. Las comunidades organizadas (y mucho menos, en lucha) están lejos de conformar motivos recurrentes en el cine argentino contemporáneo. Y en ese sentido, El árbol negro llega a procesar la escuela contemplativa de Lisandro Alonso a través del filtro del cine político de los 60. Eso sí, salvando algunas distancias: la película no recurre a la interpelación directa al espectador que hace Fernando Solanas en La hora de los hornos, ni a las intenciones más pedagógicas de Jorge Cedrón en Resistir o a la lógica expositiva de Raymundo Gleyzer en México, la revolución congelada. Pero aún así, Ciambella y Coluccio parecen invocar ciertos espíritus errantes de aquella tradición cinematográfica: el foco en la praxis política como un modo de enfrentar la realidad, la cámara como dispositivo para visibilizar a las poblaciones marginales, la intención manifiesta de llevar adelante una historización de los procesos de lucha.

Si bien El árbol negro evita las estrategias expositivas, dedica escenas enteras a escuchar las conversaciones entre sus personajes. En ellas, los qom se remiten de manera constante a sus antepasados; no como un acto circular de melancolía, sino como un modo de enmarcarse en una historia que los excede: están habitando el presente, pero esas experiencias dialogan y adquieren sentido en relación a un cúmulo de recuerdos, de luchas y de conocimientos que las generaciones han transmitido a través los años, como si hubieran buscado conservar una piedra preciosa.

Desde ese lugar, el film empuja con vigor sus cualidades mutantes: los registros de corte realista (incluyendo la contemplación de los modos-de-estar en la naturaleza y la grabación de conversaciones entre los protagonistas) convergen con la creación de atmósferas enrarecidas. De nuevo: las imágenes de yacarés y tierras destruidas crean una sensación de urgencia sobre la voz de Martín, que relata un viejo mito. “Hubo un tiempo en el que el cielo estaba abajo y la tierra arriba”, dice su voz. Pero lo verdaderamente peculiar de aquellos pasajes es que usan imágenes tomadas de la realidad para cubrir la película con un velo apocalíptico, al borde del desastre natural. De allí se infiere, en cierto sentido, que la explotación del medio ambiente ha alcanzado tal punto que no es necesario simular las escenas de caos. Solo bastaría con llegar a la selva y adentrarse lo suficiente como para cazar las imágenes de este mundo perdido. Sin dudas, hay cierta objetividad en aquellas imágenes (las topadoras realmente están arrasando con los montes). Pero ese aspecto que acerca la película a la crónica social es reelaborado plásticamente desde una puesta en escena expresionista, arrojándola a una confrontación poética con lo real.

¿Dónde deja todo esto a la película? El mito que relata Martín, quien sueña con trepar el viejo árbol para unir de nuevo el cielo y la tierra, sirve como una metáfora (quizás accidental) de los senderos que el film va abriendo. En el cruce de sus elementos diversos, Ciambella y Coluccio parecen estirar los brazos para acercar dimensiones separadas del cine: Alonso y Gleyzer, la contemplación y la lectura política, el individuo y la comunidad, el sufrimiento y la lucha activa del pueblo, la ficción y el documental, el realismo y la poética del extrañamiento. Las piezas de este experimento no siempre encajan con la misma organicidad o con una precisión formal consistente, pero están ahí, dispuestas para proponer diálogos secretos, para desempolvar mapas olvidados. Se presenta con la misma adrenalina de un viajero que invita a cruzar caminos nuevos. Y eso está muy bien.

El extraño caso de Cosquín

Con su novena edición, el Festival de Cine Independiente de Cosquín elevó las apuestas y propuso una programación rebelde que confirma su lugar central en el mapa de festivales cinéfilos del país.

Sol-Alegria_BangBangSol Alegria (2018), Tavhino Texeira

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada  el 10/05/2019 en La Nueva Mañana

 

Las risas se avivan cuando el proyectorista apaga la luz. Hay un spot del INCAA que se reproduce como el mensaje lava-cerebros de un gobierno policial, enemigo arquetípico de una intriga distópica. Los oficiales no dejan de anunciar la panacea del cine argentino, aunque los realizadores afirman todo lo contrario; que filmar es cada vez más difícil. Por eso la tensión. Los espectadores de Cosquín empiezan las funciones con risas y resoplidos sarcásticos. Pero saben, con cierto alivio, que en estas salas van a encontrar un refugio.

Eso es el Festival de Cine Independiente de Cosquín (FICIC): guarida para los cinéfilos, trinchera de resistencia contra las artimañas que buscan asfixiar al cine. No hay peor enemigo para un gobierno de cínicos que la cultura, porque su potencial transformador pertenece a una zona desconocida donde los slogans de autoayuda mercantil se evaporan. Acá se habla otro idioma.

“Vivimos en un momento de domesticación para evitar las asociaciones con los otros”, dijo Roger Koza sobre el escenario de apertura, rodeado de ojos centelleantes, “y este festival no es un lugar de consumo audiovisual, sino un lugar de encuentro con la otredad”. ¿Una declaración de principios? Esa es una síntesis posible de la novena edición del FICIC producida por Carla Briasco, programada por Koza y empujada a cuerpo por una tribu de voluntarios multi-funciones.

Que no se malinterprete. Los principios del FICIC no se reducen a discursos de cócteles por la noche. Son palpables en una política de programación que reconoce la materia espesa del cine como un prisma para volver a mirar el mundo. También se manifiestan como una discusión implícita: una selección de películas que propone otro itinerario posible (años luz del BAFICI, uno de los festivales nacionales más importantes cuya calidad lleva años en decadencia). Con recursos más acotados, el FICIC reconfirma su lugar con una mirada propia.

baixocentro_exposicao-11-922x300Baixo Centro (2018), Ewerton Belico & Samuel Marotta

 

Caso ejemplar es el de las películas brasileras que integran su programación y que no llegarían a Argentina de otra manera. Hace unos años fue la irreverente Jóvenes infelices o un hombre que grita no es un oso que baila. Esta vez, una de las destacadas fue Bajo centro de Ewerton Belico y Samuel Marotta; ficción que observa las calles de Belo Horizonte de manera documental y también onírica.

Por un lado, registra los espacios reales que recorren los protagonistas. Por otra parte, utiliza el fuera de campo, los lugares vacíos y un montaje librado de acciones causales para conjugar una visión espectral de la ciudad. Todo parece indicar, quizás misteriosamente, que una comunidad entera desapareció en manos del Estado. Esa forma de enrarecimiento construye un lugar político desde el cual filmar el paisaje urbano: lo que se crea es una temporalidad diferente, donde los espacios cotidianos no son mero telón de fondo presentista. Están cargados de una historia antigua y acechados por fantasmas que no los sueltan. El pasado quema. La película entera se despliega, en ese sentido, como el espacio de un duelo colectivo que no termina.

Sol alegría, de Tavinho Teixeira, es el otro largometraje brasilero que se alzó (merecidamente) con el premio principal de la competencia. En algún que otro medio se la destacó sólo por los méritos políticos de su historia: un grupo radicalizado de padres, hijos y monjas cachondas busca acabar con un gobierno reaccionario (evocación de la dictadura militar, pero también premonición de la pesadilla bolsonarista).

El film de Teixeira es eso y mucho más. Una fantasía camp que invoca el legado del tropicalismo, del posporno y del cine sesentoso representado por Glauber Rocha y Joaquim Pedro de Andrade. Un llamado a la conformación de una comunidad utópica que desconoce géneros (sexuales y cinematográficos). Una puesta en escena estridente, donde los zooms y travellings coreográficos juegan con un descubrimiento potencial constante: adentro de la casa, cada movimiento de la cámara puede dar con la aparición de un acto sexual nuevo (que entra y sale del cuadro). La expansión del campo visual hace eco de un deseo sexual colectivo sin límites.

En vez de seguir la noción de “necesidad dramática” que suelen enseñar las escuelas de dramaturgia, los personajes de Sol alegría se mueven por una fuerza diferente: la necesidad de placer, entendida siempre como un acto político. Incluso el aspecto visual del film, brillante y opulento en su iluminación y colores, hace hincapié en las texturas de ese universo antes que en la psicología de los personajes.

fabb557e-b48d-4ae6-90c3-145dc4bee8e5Lluvia de jaulas (2019), César González

 

Breve historia del planeta verde, la película del argentino Santiago Loza que abrió el festival, también recurre a cierto encantamiento visual para mirar con amor y dignidad a sus protagonistas marginados. Allí hay, en principio, dos aspectos que resultan llamativos. El primero es el gesto sirkiano que ensaya Loza: se apropia de géneros tipificados como las películas de aventuras o los melodramas, que usualmente están reservados para protagonistas masculinos y  heterosexuales (la referencia que hace a ET no es azarosa). Pero acá, los motivos de aquellos films son subvertidos con heroínas femeninas, trans y gays que se identifican con un extraterrestre perdido y moribundo, alejado de su planeta.

El segundo gesto parece vislumbrar una grieta emergente en el cine argentino independiente. Si durante años se ha señalado la preponderancia del realismo, empiezan a verse incursiones en otras formas estéticas y narrativas que manipulan los géneros clásicos (ese es el caso reciente de Muere, monstruo muere, Vendrán lluvias suaves e incluso de Los hipócritas, el suspenso cordobés que sirvió de clausura durante este FICIC).

Otro camino posible para el cine argentino aparece con Lluvia de jaulas: una aproximación ensayística que sostiene un punto de vista constante sobre Buenos Aires. Cuando el director César Gónzalez nos guía de los barrios populares hacia el núcleo urbano está marcando un tránsito desordenado de las relaciones verticales entre el centro y la periferia. Pero además, está componiendo una manera particular de vivenciarlo: sin registro observacional ni declaraciones expositivas, sino con un montaje sensorial y poético. La ralentización y el rebobinado de ciertos planos, la discordancia entre imagen y sonido y el eco hipnótico de los sintetizadores componen un tiempo suspendido. Allí, las formas de habitar la ciudad se corresponden con un orden desigual de clases. “Pienso. Soy turista en mi ciudad”, dice la voz en off.

Que el cine de César González no tenga lugar en otros festivales expresa, más que una curiosidad, el espíritu del FICIC. Casi todos los films de su programación (en sí mismos, pero aún más en diálogo) proponen una hoja de ruta alternativa. Derriban los cánones hegemónicos de otros festivales. La idea de “programa” acá no sugiere simplemente una lista de películas impresa en un papel bonito; señala un proyecto, una mirada filosa que discute “el cine que no vemos, el cine que no se estrena”. Con esa rebeldía insolente el festival despide su noveno año. Y se prepara, más convencido que nunca, para el décimo aniversario.