Una Corte de chicas calientes

Emma Stone, Rachel Weisz y Olivia Colman se visten de realeza para inyectar vitalidad en el cine vacío de Yorgos Lanthimos. La favorita, su nuevo film nominado al Oscar, se debate entre el deseo y la crueldad.

0l1020078cc_r_rgbThe Favorite (2018), Yorgos Lanthimos

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada el 15/02/2019 en La Nueva Mañana

 

I.

La favorita es una película calentona. A pocas semanas de los Oscar, el film de Yorgos Lanthimos parece una llama de fuego al lado de los témpanos que suelen celebrarse en aquellos premios. Roma, la película donde no hay placeres posibles, es el mayor referente de esa frigidez cinematográfica. Pero vale decirlo: los atributos opuestos que consigue demostrar La favorita se afianzan con la participación de terceros. Deborah Davis y Tony McNamara son los guionistas que despliegan una paleta admirable para matizar a los personajes. Emma Stone, Rachel Weisz y Olivia Colman forman el elenco vibrante que pone el cuerpo. Con este equipo se abre una grieta en el cine de Lanthimos, usualmente encaprichado con montar espectáculos de crueldad sobre la tristeza de sus personajes. Acá, quizás por primera vez en su obra, se asoma el deseo.

 

II.

Es un juego de máscaras. Hay algo en la composición dramática del film que consigue conjugar dos rasgos extremos: es expeditiva para presentar a sus protagonistas, al mismo tiempo que desenvuelve sus móviles e intenciones con cautela. Las primeras escenas ya trazan tensiones entre ellas. La reina Anne parece una colegiala insegura que se pregunta si pronunció bien o mal su discurso. Sarah, su consejera, la manipula para mover los hilos del reinado a su antojo. Y Abigail, la víctima perdedora que pasó de disfrutar los encantos de la nobleza a sufrir los golpes crudos de la calle, llega al castillo pidiendo trabajo. Pero todos estos rasgos son retorcidos continuamente, como si las protagonistas fueran arrancando capas contradictorias de sus vestiduras, descubriéndose y recubriéndose ante los espectadores. Anne puede verse frágil como la luz de un candelabro y luego gritar desquiciadamente a sus empleados. Abigail puede exhibir su rostro pecoso e inocente, sirviendo a ciegas a la reina, y después verse como una oficial de hierro que conduce el destino de hombres ingenuos. El tratamiento dilatado de aquellas texturas dramáticas va hilando un tejido complejo; los personajes hablan todo el tiempo sobre la guerra de Gran Bretaña y Francia, pero el verdadero interés de la película está fijado en batallas más íntimas. Éstas suceden puertas adentro, entre los pasillos interminables del castillo y la alcoba donde la reina recibe a sus súbditas en sábanas de seda.

 

III.

Adiós a la solemnidad. Lejos de los ánimos pomposos que suelen fanfarronear los dramas de época y la obra previa de Lanthimos, esta película abraza cierta irreverencia. Es a la vez ridícula y seductora. Durante dos horas, la realeza británica se la pasa puteando y hablando de sexo abiertamente. Abigail describe la “pija finita” de un viejo alemán, mientras la reina pide a gritos que la cojan y dice que le gusta cuando otra mujer le mete la lengua adentro. ¡Sacrilegio! Esta realeza es menos amanerada y más impulsiva; menos contenida y más deseosa. La vitalidad no se restringe acá a los diálogos, sino que es compuesta desde el cuerpo vertiginoso de las actrices. Sólo hace falta volver a ver El sacrificio de un ciervo sagrado, la película anterior de Lanthimos, para notar el contraste con los físicos duros y robóticos que adoptaban allí Nicole Kidman y Colin Farrell. Al contrario, las mujeres de La favorita hacen del cuerpo un medio de expresividad extrema. Corretean por los pasajes del castillo; se tiran al suelo en medio de ataques de histeria o por explosiones de júbilo; juegan a empujarse en la silla de ruedas y se chupan los dedos cuando cogen o cuando comen torta de merengue. La efervescencia de esos cuerpos está más cerca del slapstick de Charles Chaplin que de la teatralidad seria que encarna Judi Dench cada vez que interpreta alguna reina.

 

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IV.

Todo se reduce a una línea delgada. Delicadeza o grotesco, deseo o crueldad. La favorita oscila de un punto a otro del mismo modo en que sus protagonistas se mueven entre el sadismo y la vulnerabilidad. Es una manera decidida de filmar a esas mujeres. La forma en que Lanthimos utiliza la iluminación natural y ubica los cuerpos de sus actrices con cuidado en la composición del plano, rodeadas de cuadros y tapices refinados, acerca la película a una exhibición pictórica. Hay una suerte de celebración de aquel mundo de privilegios, pero a su vez esa visión es interrumpida cada tanto: se usan lentes de cámara que aplastan los cuerpos y espacios hasta deformarlos; se filma desde abajo para inflar los rostros, otorgándoles un aspecto casi monstruoso; se ralentiza el movimiento de los hombres cuando hacen pogo por una carrera de patos o cuando juegan a tirarle naranjas a un tipo. Cada vez que esto sucede, el glamour del castillo es alterado: hay algo retorcido que se sugiere desde la puesta en escena. Hay algo vulgar y grotesco que irrumpe violentamente, como un acto fallido deslizándose por las imágenes.

 

V.

El camino a la realeza está lleno de buenas intenciones. Y las chicas de La favorita van a manipular a quien sea para sostenerse o trepar sobre ese tótem de privilegios; el castillo como un refugio de las penas del mundo quebrado. Las decisiones que tomen en ese trayecto entregan la película a lugares humillantes y degradantes (el regodeo sobre el sufrimiento humano es siempre una marca cuestionable en la obra del director griego). Pero mientras las películas anteriores de Lanthimos parecían observar la crueldad como una esencia humana, la mirada que aporta en La favorita es menos superficial: la maldad no emerge de la naturaleza de las personas, sino como un resabio del contexto de desigualdades. Las protagonistas son empujadas hacia una lucha por sobrevivir, porque si no se mueven, van a ser aplastadas. Y ahí, otra marca que concede cierta actualidad a la película: el foco son las mujeres. Frente a todas las películas de época donde los hombres protagonizan la guerra, ésta es de chicas. De chicas grises que se calientan y que definen los juegos del poder. Con ellas, La favorita se desprende de las tendencias más provocadoras y vacías de Lanthimos. Así dieron forma a su primera comedia negra.

João Pedro Rodrigues y el cine-drag

João Pedro Rodrigues comprueba que el cine no está muerto: su obra, que se verá desde el jueves 14 dentro de la Semana de Cine Portugués en el Cineclub Municipal, sigue interrogando las posibilidades del cine como un lenguaje en mutación permanente.

MV5BMDY2M2EyNWEtMTQxYS00OTA5LWJkNzAtYWE3M2I5MzFiOTJkXkEyXkFqcGdeQXVyMjgyOTI4Mg@@._V1_O Fantasma (2000), João Pedro Rodrigues

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada el 08/02/2019 en La Nueva Mañana

 

1.

João Pedro Rodrigues es el tipo de cineasta que dedica su primera película a un recolector de basura; un pibe que está rodeado de mugre pero que vive caliente. João Pedro Rodrigues es el tipo de cineasta que filma personajes crepusculares y secretos, cuyas historias transcurren de noche mientras el resto de las personas duermen iluminadas por la pantalla del televisor, adentro de sus hogares cómodos y tranquilos. João Pedro Rodrigues es el tipo de cineasta que directamente ataca ese concepto de “hogar”: todo su cine crece con desviaciones y desconciertos, como si estuviera arrebatando de un manotazo cualquier certeza a los espectadores. En su obra, la clásica pregunta sobre qué es el cine se amplía a partir de un acto democratizador, siempre subversivo: ¿qué puede ser?

 

2.

Del 2000 en adelante, las películas de Rodrigues emergen en las tierras más fértiles para la cinematografía contemporánea: Portugal, una suerte de oasis inagotable donde el cine se renueva después que muchos escépticos anunciaran su muerte, como si fueran profetas vaticinando catástrofes naturales. Pero en este siglo XXI que amenaza con extinguir vanguardias e imaginarios del futuro, los portugueses todavía sueñan: Pedro Costa crea espacios de indeterminación entre la ficción y lo documental, Rita Azevedo Gomes estira los límites de la plasticidad visual, Miguel Gomes y João Nicolau evocan cosmogonías fantásticas que pueden ser escapatoria de lo real, pero también una pregunta sobre el mundo. Entre ellos reaparecen las huellas de viejos maestros, como Manoel de Oliveira y Paulo Rocha o incluso los clásicos del Hollywood antiguo, pero nunca los reducen a citas u homenajes simples. ¿Le queda al cine algo más que regodearse en el pasado? Desde Portugal parecen responder afirmativamente. Dicen que sí, que la historia continúa. Y la están escribiendo ellos.

 

image-w1280O Fantasma (2000), João Pedro Rodrigues

 

3.

El cine de João Pedro Rodrigues también está impregnado por aquellos juegos que desordenan las relaciones entre el artificio creado y la espontaneidad de lo real. El ornitólogo, por ejemplo, comienza como un registro contemplativo de la naturaleza que va mutando hacia un terreno de realidad expandida, donde (como acostumbra Rodrigues) el deseo no está escindido de la violencia, así como los sueños nunca están claramente separados de las pesadillas. El orden de lo real se abre hacia lo fantástico, pero siempre en una conexión anclada en el cuerpo: ese es el eje en el cine del director portugués. La carne es el big bang que dispara (y al que vuelven) las obsesiones desmedidas y los universos extrañados donde las travestis pueden salir a cazar duendes y los bosques pueden estar habitados por amazonas en tetas.

En O Fantasma, la ópera prima del director, la puesta en escena responde a esa atención: los planos están compuestos para darle centralidad al cuerpo del protagonista y los encuadres están hechos para fragmentar ese cuerpo, para resaltarlo de la cintura hacia abajo, filmando los cachetes de su culo o el bulto duro que se asoma desde su bóxer. Algo de eso nos acerca al terreno de una porno, pero acá, el registro del cuerpo queda al servicio de una condición dramática. La película observa a un pibe obsesionado con cogerse al tipo que no le da bola; lo filma como si cayera por una escalera espiral descendente, lejos del razonamiento y poseído por un impulso primitivo. No habrá construcción narrativa que lo juzgue, sino una mirada que se construye en torno a esa visceralidad: es el cuerpo en plena ebullición convertido en faro de la forma cinematográfica. La idea que entiende el cine como un guion filmado se diluye, porque Rodrigues está interesado en registrar un estado personal antes que en perseguir las acciones de una historia.

 

el ornitologo 2O ornitólogo (2016), João Pedro Rodrigues

 

4.

Los estados que filma João Pedro Rodrigues nunca son estancos. Siempre están fluyendo. En Odete, una piba desquiciada se convierte en el novio muerto de un barman. En Morir como un hombre, una Drag Queen oscila entre su pasado masculino y su presente como mujer. Incluso sobre el final de O Fantasma, el protagonista se vuelve una especie de criatura mitológica: se arrastra en cuatro patas por parques de basura, se entierra en las sombras de la noche y lame charcos de barro como si fuera un perro callejero.

Pero casi ninguno de estos movimientos está asentado en escenas dramáticas que los justifiquen. En El ornitólogo, los giros que da Fernando, el protagonista, se componen fundamentalmente desde el dispositivo formal: los planos subjetivos del tipo que mira las aves son confrontados con los planos subjetivos de los mismos pájaros, que lo ven a Fernando con otro rostro, como si fuera un hombre diferente. Es una elección sutil, pero reveladora de la filosofía que acompaña al film. Por un lado, le otorga cierto agenciamiento a la naturaleza: no es sólo el hombre el que la observa y afecta, sino que ella también devuelve la mirada. Y es una mirada más profunda (y distorsionada), que anticipa los cambios imperceptibles que se están dando en el interior de las personas. Por otra parte, el film va desandando la mutación de Fernando: perdido en el bosque y aislado de sus seres queridos, queda desprendido de todo lo que solía ser. No hay una verdadera explicación psicologista para lo que acontece al protagonista, más bien una pregunta que Rodrigues sugiere incisivamente: ¿existe acaso algo como una identidad definida?

 

vlcsnap-2019-02-05-12h53m57s966Morrer como um homem (2009), João Pedro Rodrigues

 

5.

 Las películas de João Pedro Rodrigues son camaleónicas. Cambian de piel y de color, igual que lo hacen sus protagonistas. Morir como un hombre ofrece el ejemplo extremo: un objeto misterioso que de un momento a otro puede pasar a ser un film de guerra, un melodrama, una road movie o un musical fantasioso. Pero también puede cambiar de tonos y texturas: se ve como un drama realista y de repente la pantalla entera queda teñida de color rojo. Las imágenes se distorsionan bajo el aspecto de un negativo fotográfico y arden, como si empujaran la realidad de los personajes hacia un estadio de trascendencia, por encima de sus problemas.

Es en ese sentido que las películas de João Pedro Rodrigues conforman un cine-drag. No sencillamente porque sus temáticas suelan centrarse en la diversidad sexual, sino porque los films mismos desafían continuamente el encasillamiento. Se valen de los géneros cinematográficos como si fueran los vestidos de lentejuelas y las pelucas rubias que se sacan y se ponen sus protagonistas antes de dar un show en el club nocturno. No hay destinos ni esencias que sujeten a las películas. Lo de Rodrigues constituye, por eso, un grito por un cine en devenir constante. Y eso lo hace el cineasta más contemporáneo de nuestros tiempos.

 

 

* La Semana de Cine Portugués tendrá lugar en el Cineclub Municipal. Los cortos de Rodrigues se verán el 14/02 a las 15:30 hs.  Morir como un hombre se ve el 14/02 a las 20:30 hs y El ornitólogo el 14/02 a las 18:00 hs y el 16/02 a las 23:00 hs.

Estúpido y sensual Keanu Reeves

Point Break, la película de culto del ’91 dirigida por Kathryn Bigelow y protagonizada por Keanu Reeves, trastoca las reglas del género de acción con una aproximación poética sobre los héroes masculinos. Se ve en la plataforma de streaming MUBI.

Point-Break1Point Break (1991), Kathryn Bigelow

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada el 01/02/2019 en La Nueva Mañana

 

Kathryn Bigelow es un misterio del Hollywood contemporáneo. ¿Por qué una piba que se paseaba en los círculos del under neoyorkino en los 70, integrando grupos de estudio de El Capital de Marx y cantando villancicos junto a los chicos de la vanguardia conceptual, llegó a dirigir películas de acción donde los hombres se revientan a tiros como si fueran piñatas sangrientas? En Vivir al límite y La noche más oscura¸ algunas de sus películas más recientes, la devoción por la violencia nos empuja a un rincón incómodo: entre admirar su habilidad para capturar el movimiento de los cuerpos y quedar asqueados por el relato nacionalista y orgulloso sobre las cruzadas imperialistas de Estados Unidos. Pero incluso allí, los motivos de su obra aparecen como fantasmas viejos que no la sueltan: los hombres y la violencia.

La aproximación de Bigelow sobre aquellos temas ha sido, naturalmente, motivo de celebraciones y rechazos. La crítica Amy Taubin llegó a decir, a modo de elogio, que sus películas expresan una excitación por mirar y controlar la violencia masculina. Y la propia Lucrecia Martel sostuvo recientemente que Bigelow filma como si fuera un tipo: “Es una mujer y una realizadora súper talentosa, aunque tiene una visión tan blanca, masculina y estadounidense de las cosas”, remató. Pero quizás ninguna película de Bigelow trastoque esos elementos de manera más compleja y subversiva que Point Break (Punto Límite, en español), su film deforme de 1991 que se mueve con la adrenalina de un viaje en crack.

Que Bigelow lo haya denominado un “western mojado” no aporta simplemente una etiqueta ganchera para fogonear el marketing, sino una lectura verdaderamente aguda: acá está, una película en la cual los cowboys son en realidad surfistas sensuales y donde cada piña esconde una pulsión subterránea de amor masculino. Lo que Bigelow sugería con aquella declaración era que su film propone un juego sobre los géneros clásicos. Se presenta bajo la forma conocida y empaquetada del cine de acción, pero desarticula sus propias reglas desde adentro. Quizás los días en que Bigelow avivaba su curiosidad juvenil con los artistas posmodernos de Nueva York no se hayan desvanecido por completo: reaparecen ahí, en su inventiva por torcer géneros (western, policial y romántico), por cruzar estilos cinematográficos y composiciones formales complejas con imaginarios de la cultura pop y masiva.

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En Point Break, la historia parece simple: Johnny Utah, un cana novato, se infiltra en un grupo de surfistas porque cree que lideran una agrupación criminal. La película está llena de persecuciones que se repiten en la obra de Bigelow, pero lo más llamativo son las escenas de suspensión. Los momentos dedicados al mar se desenvuelven como secuencias de acción con ritmos e intensidades muy distintas a las peleas: la cámara tiende a acercarse lo suficiente hasta recortar cualquier elemento contextual, como si los personajes quedaran pendiendo de un hilo, libres del tiempo y de las preocupaciones mundanas. El punto de vista del film permanece ahí, anclado a la corriente del agua, deslizándose sobre las olas junto a los chicos que surfean. Cuando Bigelow abre estos espacios visuales, los dispositivos del montaje y la composición del plano adquieren una potencialidad poética: el film no sólo filma acciones concretas, sino que descubre una dimensión trascendente y profunda en el movimiento de los cuerpos sobre el océano.  “Montar las olas es un estado de la mente. Es el lugar donde te encontrás y te perdés”, dice Bohdi, el líder de los surfistas.

La cuestión es el agua: un espacio de libertad para los personajes, pero también para las exploraciones de Bigelow. Cada vez que puede, su cámara expresa un impulso febril por captar el cuerpo de los hombres mientras se dan chapuzones o hacen piruetas en sus tablas. La atención sobre la figura masculina acá se escapa a la mera demostración de fuerza y testosterona. Porque los cuerpos que filma Bigelow se muestran sensuales y vitales, un rasgo raramente observado en el cine de acción más clásico. Allí, el objeto de deseo suelen ser los cuerpos femeninos: la imagen icónica de James Bond, donde Ursula Andress emerge del agua como una ninfa, es el caso ejemplar. Se trata de una escena montada para observar a la actriz desde la mirada (masculina y heterosexual) del espía. De hecho, no fue hasta el año 2006 que la saga se permitió convertir al cuerpo de Daniel Craig en algo semejante; un imán de las miradas encendidas.

Pero en la década del ‘90, cuando Bigelow filmaba a Keanu Reeves y Patrick Swayze en Point Break, los héroes de acción eran diferentes. James Cameron (quien juega de guionista y productor en esta película) se había pasado años filmando a Arnold Schwarzenegger en Terminator: el prototipo del héroe musculoso que usaría hasta el último segundo de rollo fílmico inflando los bíceps y pateando culos para probar su hombría. Es un ejemplar de corporalidad masculina que pertenece a un reino absolutamente lejano del de Reeves; un pibe fibroso y delgado, con facciones delicadas y un rostro juvenil que los estudios de Hollywood no querían para un blockbuster. Era demasiado suave.

Claro que en Point Break hay tiros que retumban, autos que explotan en medio de la calle y surfistas de piel dorada que mueren dejando ríos de sangre en el patio de los barrios residenciales. Pero debajo de esa orquesta sádica está la suavidad de Reeves. El corazón emocional de la película se construye entre su personaje y el de Swayze, que interpreta al criminal. Se trata de un vínculo construido sobre la base de matices, donde la inocencia y la racionalidad del cana contrastan con la actitud despreocupada del surfista. Hay tensión y competencia, pero también una expresión inesperada de afecto y admiración. Surfeando, los personajes encuentran un espacio compartido de revelación personal: el criminal tiene la particularidad de ayudar al protagonista a descubrirse a sí mismo. Es el motor en el proceso de liberación del policía, más que su obstáculo. Lo cual revela un costado amoroso sorpresivo para el cine de acción. Y también para Bigelow, la artista posmo que dejó el under neoyorkino y salió a filmar tipos violentos.

 

 

* Point Break puede verse de manera gratuita en la plataforma de streaming MUBI