Julia y el zorro, el film de Inés María Barrionuevo que estrena en salas este jueves, invoca la fábula para construir una mirada misteriosa sobre la maternidad, el deseo y la familia.
Julia y el zorro (2018), Inés Maria Barrionuevo
Por Iván Zgaib
*Esta nota fue publicada el 26/11/2018 en La Nueva Mañana
Julia y el zorro, la nueva película de Inés María Barrionuevo, presenta una forma de alianza que se desdice en el mismo acto: un film que recupera elementos de la fábula, pero que está narrado de manera elusiva, evitando las definiciones claras. Uno podría mirar la película y decir, al estilo de las viejas narraciones tradicionales, que “había una vez” una actriz malhumorada, su hija inquieta y un zorro misterioso que se paseaba por el suelo pelado de las sierras. Pero los conflictos dramáticos acá son, en principio, difíciles de identificar. ¿Qué le pasa a Julia, la rubia glam y mala onda que camina con delicadeza por las mesetas del pueblo, como si los esqueletos de árboles marchitos, los matorrales verdes que se asoman con esperanza y la alfombra de hojas secas se convirtieran en el escenario de su obra teatral? En la película, todo acontece bajo la forma de un espectáculo misterioso que intenta indagar sobre el rostro blanco y velado de la protagonista.
La única certeza: algo anda mal con Julia. Ella parece desconectada de su entorno, de su hija pequeña y hasta de un nuevo proyecto de actuación que le propone un amigo. Pero lo que resulta interesante son las distintas maniobras que pone en juego Barrionuevo para construir ese paisaje emocional. Algunas de ellas consisten en la simple observación de hechos mínimos que quiebran la armonía. Una masturbación, por ejemplo, es filmada como si fuera un momento de hastío cotidiano antes que una posibilidad de liberación. Y las situaciones narrativas tienen, a su vez, una correspondencia plástica. Algo de eso puede observarse en las primeras escenas, donde la escisión entre madre e hija queda plasmada en la materialidad de la imagen: ciertos planos divididos en dos, con una de las chicas convirtiéndose en un reflejo desdibujado sobre el espejo y la otra apareciendo en el rincón opuesto de la habitación, comienzan a sugerir una distancia silenciosa.
Lo segundo que podría advertirse es que, en lugar de desaparecer, la extrañeza de aquellas imágenes se extiende a gran parte de la puesta en escena. En Julia y el zorro habrá planos estilizados y detallistas que se dejan ver como pequeños retratos pictóricos, casi expresionistas. Ahí, las sierras se asemejan a un espacio fantasioso y la casa familiar a un templo en decadencia. En los interiores, el trabajo climático se despliega con una convivencia de diversos elementos: penumbras totales, luces lúgubres destiladas por lamparitas y resplandores brillantes que entran por las ventanas del mismo modo en que los filtros disparan burbujas de oxígeno en una pecera hermética.
Lo que mejor funciona de aquella operación fotográfica es que, además de proponer una aproximación sensorial, incide sobre la relación y la tensión entre los distintos espacios dramáticos. Por un lado, el interior doméstico como lugar donde entran en crisis los roles inmaculados de la mujer, las madres convencidas y las hijas dóciles. Por otra parte, el afuera como un espacio vasto e impredecible. Este es el territorio de la naturaleza salvaje, pero también de la figura del zorro que se mueve libremente y que emerge de las sombras de la noche como un llamador. Su andar sereno parece ser lo único que despierta la curiosidad de Julia.
Si bien el malestar emocional se construye desde la sugerencia, el film no antepone la ansiedad por resolver esas preguntas. Su mayor atención se vuelca, por suerte, en la temporalidad de las escenas y los planos, que se estiran para dejar crecer a los personajes. Ahí, el encanto hipnótico de Umbra Colombo (que encarna a Julia) constituye la pieza central; mientras se abre paso por las montañas, por los haces de luz y las ráfagas de penumbras, la protagonista viste sacos de cárdigan y camisones de seda que la hacen ver como una doncella, pero su rostro permanece duro e inaccesible como el de un soldado. Acá puede apreciarse un conjunto de elementos que se han puesto a orbitar en sincronía perfecta (actuación, cámara y vestuario) y que acercan la fotogenia de Colombo a la presencia de una vieja actriz del cine moderno.
Algo de la Umbra Colombo que retrata Barrionuevo hace ecos de la Mónica Vitti filmada por Antonioni, la Anna Karina de Godard o la Gena Rowlands de Cassavetes: es el registro de una extraña comunión entre fragilidad y belleza, como si se estuviera atesorando una forma femenina a punto de hacerse pedazos. Pero la mirada de Barrionuevo está sostenida con coherencia para escapar a la pura fetichización de esa belleza: está ahí, es aprovechada por la cámara y demanda su atención, lo cual no significa que se convierta en una posesión del que mira (ni de la directora, ni del espectador). Es como si cada vez que la cámara curiosa intentara entrometerse y fijar una conclusión sobre la protagonista, ella pusiera un freno (físico y gestual): “Vos no me definís. Hasta acá llegaste. Yo soy mucho más que esto y hay mucho más de mí que no vas a conocer”.
La película de Barrionuevo alcanza sus triunfos más grandes en aquellas indeterminaciones, ya que sintetizan dos actitudes que a primera vista podrían parecer contradictorias, pero que en realidad se complementan: se vale de ciertas características de la fábula (un relato sobre el inicio o la figura del animal), pero se rehúsa a presentar personajes con rasgos esenciales. En Julia y el zorro no hay buenos ni malos, no hay enseñanzas ni moralejas. Sobre el final, algunos cabos sueltos parecen sufrir por vacíos dramáticos (principalmente, en relación al vínculo de Julia con su hija y con el animal), pero hay una potencia emocional (y política) que logra permanecer intacta. Que la belleza de Colombo no sea posesión de la cámara es coherente con la mirada desprejuiciada que plantea la película sobre los roles de género y la familia.
Es en especial la última media hora donde el film desata un movimiento narrativo que vuelve a barajar las cartas entre sus personajes: ahí, la protagonista femenina puede permitirse romper con el mandato de la maternidad y una pareja gay se filma como una forma de familia posible y amorosa. Quizás Julia y el zorro parezca, por momentos, una película taciturna y oscura. Pero el proceso que desemboca en aquel final revela su verdadero gesto humanista, y además, feminista. El film no adoctrina ni castiga. Por el contrario, le extiende la mano a todos sus protagonistas.
* Julia y el zorro se estrena este jueves 29 de noviembre en salas comerciales y el 6 de diciembre en el Cineclub Municipal Hugo del Carril.