El hippie está muerto

Rojo, la nueva película de Benjamín Naishtat, observa la violencia política y cotidiana de la Argentina de los ’70 a través de una exploración estética que remite a esa época del cine. Inquietante, cómico y horroroso, el film aboga por un cine industrial que piensa su propia historia y la del país.

A182C001_170908_R4XQ-489_800Rojo (2018), Benjamín Naishtat

 

Por Iván Zgaib 

 *Esta nota fue publicada el 29/10/2018 en La Nueva Mañana

 

Más no es siempre mejor. Pero en el caso de Rojo, la nueva película de Benjamín Naishtat, el director argentino parece sortear con gracia todos los vicios y desafíos que supone saltar hacia las grandes producciones: expansión del universo narrativo y de las acciones dramáticas, mayor escala en el diseño de filmación y aparición de actores famosos (con Darío Grandinetti y Andrea Frigerio enfrentándose a la cámara). Incluso si todo parece evocar un mundo separado de sus films anteriores, quizás más artesanales y modestos, Naishtat confirma que el cuerpo de su obra forma una criatura coherente y consistente, alimentada por las mismas obsesiones y preguntas. Estén ubicadas en el siglo XIX, en la década del ’70 o en el presente, sus películas buscan dar una composición justa a la violencia política.

Se podrá decir mucho sobre la mirada que aporta Rojo con respecto a esa temática, pero quizás su mayor declaración de principios siga siendo de índole cinematográfica: trasladarse de lleno a la producción industrial, sin renunciar a las derivas narrativas, las texturas de la imagen y a los juegos que tensionan la audiencia contra un espectro de dudas, lejos de las certezas. Parte de su encanto recae en las modalidades que elige para narrar, donde la forma que adopta esa violencia revela rasgos distintivos. En principio, propone un recorte de tiempo inusual para el cine argentino, centrándose en los meses previos a la dictadura del ’76. Y a su vez, hace algo fascinante: aborda un momento macabro sin regodearse con golpes efectistas.

Sólo la secuencia inicial está orquestada como un exabrupto donde la violencia se muestra desnuda, con su rostro más claro y horroroso: Claudio, un abogado reconocido, espera a su esposa en un restaurante. Los planos abiertos y la desviación hacia las mesas de los alrededores describen eficazmente aquel espacio: tipos de traje riéndose entre copas, mujeres delicadas sonriendo con mesura. “Este es un lugar de familia”, grita alguien espantado en algún momento. Un tipo se está peleando con Claudio por ocupar una mesa y el abogado le responde con un discurso soberbio que lo destruye en público. Aquel tipo indignado vuelve a aparecer más tarde en medio de la noche oscura: se agarra a los golpes con Claudio, se pega un tiro en la cabeza y el abogado lo deja morir en la soledad devastadora del desierto.

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De ahí en adelante, el nudo dramático que hace avanzar la narración se desata con un detective que llega al pueblo a investigar aquella desaparición. Pero lo más llamativo de Rojo emerge con sus desviaciones; con el modo en que apacigua esa violencia explícita para hacerla latir subterráneamente en las escenas. Entonces, el misterio que conjuga Naishtat es otro; se presenta en elementos laterales que parecen fuera de lugar, como los actos oficiales donde se ovaciona a vaqueros yankys (“nuestro país hermano”, dice algún medio), la publicidad en la que un hombre le dispara a otro porque le pide caramelos o los ensayos de danza donde baila la hija de Claudio. Lo que tienen en común esas escenas es que expresan la violencia del país en situaciones mínimas, sugiriendo cuál es el lugar en el que se arraiga la atención del film: no en los estallidos de golpes y torturas del Estado, sino en los procesos cotidianos que van engendrando y justificando esa violencia.

En el caso de las clases de danza, la cámara gira en círculos mientras registra el movimiento de los cuerpos que ponen en escena la historia del Salvaje y la Cautiva; un viejo mito relatado desde la perspectiva occidental que victimiza a una mujer blanca y criminaliza a un aborigen. Y hay algo fantástico que sucede en aquellos planos porque Naishtat alude a una forma de violencia sin enunciarla directamente. Lo que hace es registrar su manifestación en los cuerpos vibrantes que encarnan la ficción: aquella que designa un ideal de Nación, donde tienen lugar algunos sujetos y otros se vuelven prescindibles. Los ensayos de la Cautiva rebotan hasta reflejarse en la vida real de los personajes, ya que las Fuerzas de Seguridad del Estado están comenzando a detener a quienes consideran sus enemigos. Si el hippie desaparece, algo habrá hecho.

Esa singularidad que moviliza la película no deja de hacerla narrativa, pero su modalidad escapa a la economía estricta de causas y efectos: lo que adquiere importancia, además de la intriga que encarnan el detective y Claudio, es el entorno que los acoge. Y junto con aquel contexto, la mirada que le da forma. Por eso, Naishtat desarticula el registro en piloto automático a través de un juego de decisiones formales que construyen de manera consistente el espacio cinematográfico y su relación con los cuerpos: los movimientos de cámara, la profundidad de campo y los zooms reconfiguran los planos desde el ambiente hacia el rostro de los protagonistas. Tanto los pequeños quiebres narrativos como esas operaciones visuales ponen a la película en un diálogo con dos historias: la de las tragedias de Argentina en los ’70, pero también la del cine de aquella época. En ese sentido, el aspecto que asume Rojo remite al trabajo de Coppola, Kubrick y Altman; tres directores centrales que sostuvieron sus propias rebeliones (narrativas y estéticas) desde el interior de la industria en los tiempos del New Hollywood.

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El modo en que funcionan aquellas decisiones puede advertirse en varias escenas concretas. En una de ellas, Naishtat se acerca a Claudio a través de un zoom que indaga su rostro y genera suspenso sobre la decisión que tomará cuando un amigo le pide un favor dudoso. Un corte de montaje pasa repentinamente al plano siguiente: el abogado y su amigo están en la calle, contemplando la propiedad que quieren apropiarse ilegalmente. Se trata de un efecto cómico e irónico que no deja de ahondar profundamente sobre las contradicciones de su protagonista: ésta es la figura quebrada del abogado, con toda su legitimidad social, sus discursos de superioridad moral y sus actuaciones ejemplares como hombre de familia.

La forma en que Naishtat filma los ritos familiares también apunta en esa dirección, proyectando un movimiento de acercamientos y distancias: la elegancia y la belleza de esta burbuja de clase media es expresada con sus elementos disruptores. Los personajes juegan al tenis o pasean por el campo mientras suena un piano de fondo, pero la presunta felicidad de esas imágenes adquiere una sensación trágica. Las contradicciones de Claudio son tan grandes que cuando lo vemos comiendo costillitas de carne con la mano encarna su doble faceta; la delicadeza civilizada de una clase media acomodada y la pulsión salvaje de un animal listo para despedazar a su presa.

Quizás no haya un momento formal más enigmático que el que sucede cuando la familia está de viaje en Mar del Plata y un eclipse solar tiñe toda la imagen de rojo. Lo que resulta alucinante es que esa escena podría no existir, ya que no hace avanzar el relato en un sentido clásico. Pero sin embargo, está ahí, brillando de manera extraña. El primer impulso quizás sea interpretarlo en términos simbólicos (como una expresión de la violencia, que deja su estela en la pantalla), pero lo más justo sería señalar su incidencia en la materialidad de la película: ejerce un efecto perceptivo sobre los planos, evade la dictadura de la causalidad narrativa y se entrega a una fuga poética. En su momento de mayor explosión sensorial, Naishtat manipula los colores y despierta una sensación apocalíptica que no necesita palabras ni acciones dramáticas. Lo que queda no es más que cine. Ahí, la decadencia de un país se esculpe con el arrebato flameante de los colores o con el estremecimiento del lente de la cámara.

Y sucede algo verdaderamente conmovedor cuando una película, por un gesto de lucidez o por una casualidad hermosa, sintoniza tan ágilmente con su propio tiempo. Naishtat llevaba varios años cosechando este film, pero su estreno en el 2018 parece volverla más urgente. El ascenso del fascismo en países como Brasil y la escalada de violencia en Argentina justifican esa idea. Ya que en Rojo no importan los efectos de la brutalidad sino los procesos por lo cuales las personas la asimilan, su proyección se presenta como una advertencia. Cuando los personajes miran directo a cámara no están contemplando sólo el eclipse, sino a nosotros, sus espectadores perdidos. Más acá de la pantalla, la responsabilidad y la pesadilla del presente nos manchan de rojo.

Yasujirō Ozu: un fantasma melancólico sobrevuela Güemes

En medio del lifting urbano que hace mutar todo Güemes, el Cineclub La Quimera sigue resistiendo con su amor por el cine. Este mes se propone un ciclo especial: la musicalización en vivo de películas mudas dirigidas por Yasujirō Ozu, el director japonés que filmó las transformaciones modernas de su cultura.

vlcsnap-2018-10-20-14h09m34s344¿Dónde quedaron mis sueños de juventud? (1932), Yasujirō Ozu

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada el 22/10/2018 en La Nueva Mañana

 

 

La travesía para llegar a ver Yasujirō Ozu en Güemes es, como poco, paradójica. Desde el centro se podrán cruzar las veredas luminosas de la Belgrano, donde las chicas se sacan selfies en cada esquina y los chicos pasean con shorts de verano, dejando a la vista sus piernas pulposas, llenas de proteínas. Cada dos pasos, uno puede chocar con las montañas de escombros acumuladas por la gentrificación del barrio o con los pibes vestidos de negro que arrastran a la gente por los recovecos de las galerías. Ahí, las lámparas de araña cuelgan del techo como bestias de cristal; los mozos desfilan entre las mesas bajo el hechizo embriagador del punchi y el menú de los bares se anuncia en las pizarras con letras blancas y perfectas, como si a lo largo de cinco cuadras hubieran sido escritas por la misma persona. Apenas una pared resquebrajada, pintada con un submarino amarillo, recuerda algún antro que estuvo hace poco en la misma esquina. Porque en el nuevo Güemes, las apariencias se esfuman con la volatilidad seductora de una historia de Instagram.

Lejos del ruido, pasando la Cañada y adentrándose en las calles más oscuras, el Cineclub La Quimera está abriendo las puertas. “¿Alguien sabe que va a pasar acá exactamente?”, pregunta una piba distraída mientras le manguea un pucho a su amigo. Algunos espectadores entran a la sala y esperan amontonados en la cantina, donde las encargadas sirven cerveza para afrontar los gastos del tarifazo y las especulaciones del negocio inmobiliario. En medio de ese paisaje urbano en plena mutación, La Quimera prepara un ciclo que parece tan hermoso como irónico: cuatro películas mudas de Yasujirō Ozu, el director que filmó con melancolía las transformaciones modernas de la cultura japonesa.

“El año pasado habíamos hecho otro ciclo de cine mudo musicalizado en vivo y la idea era repetirlo, pero con un director que no fuera norteamericano ni europeo”, dice uno de los programadores, “entonces ahí apareció la idea de pasar Ozu e invitar bandas que tocaran en vivo durante las películas”. Adentro de la sala en penumbras, Santiago Bartolomé y Cayote Dúo ajustan sus instrumentos mientras se escucha el golpeteo de los boxeadores que saltan la soga del otro lado de la pared, donde hay un gimnasio viejo. Los espectadores van ocupando las butacas, hasta que la sala queda colmada y comienza a proyectarse ¿Dónde quedaron mis sueños de juventud?

 

Un cine joven de los ‘30

 

Yasujirō Ozu es más conocido por los dramas contemplativos que conforman la etapa sonora de su obra, por lo cual los films programados en La Quimera resultan una rareza: son exploraciones clásicas que se desenvuelven a un ritmo ágil y lúdico. En ese sentido, ¿Dónde quedaron mis sueños de juventud? parece el reflejo distorsionado de Historias de Tokio, el famoso drama donde el director seguía a una pareja de ancianos distanciada de sus hijos. Pero en el film mudo, el conflicto intergeneracional es observado en clave de comedia y desde la perspectiva de los jóvenes, que se resisten a aceptar las obligaciones de la adultez y las reglas rígidas de la sociedad japonesa.

Estrenada en el ’32, la película es de una simpleza encantadora. Las decisiones formales del director no siguen la exploración poética que caracteriza su obra más tardía, pero sin embargo son precisas para mover la narración alrededor del tropiezo de sus protagonistas. El uso del travelling, por ejemplo, hace deslizar la cámara por el espacio para describir los rituales de aquel universo cultural: contrasta los hombres que están sentados en el suelo con los protagonistas que bailan sin vergüenza y más tarde observa la disposición de los cuerpos en un velorio. En uno de los momentos más cómicos, Ozu filma un diálogo con los personajes enfrentados directamente a la cámara, expresando la tensión que los separa por sus valores opuestos. De un lado, una tía escandalizada con su sobrino. Del otro, el joven que quiere escapar al casamiento, la pretendiente a la que le gustan los hombres peligrosos y otro tío que intenta mediar entre todas las partes.

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Uno de los aspectos más fascinantes del film aparece en el ritmo. La primera parte, anclada en la comedia, construye el humor exclusivamente desde el lenguaje visual: en la escena donde los personajes están copiándose en un examen, la picardía está enlazada por el juego de miradas a través del montaje y por los movimientos de los personajes en el plano. Hay un manejo del timing que se sostiene magistralmente y que va mutando a medida que la película se entrega al drama: sobre el final, la astucia se transforma en melancolía.

Cuando los protagonistas son forzados a asumir la vida adulta, los cambios en el tono y la temporalidad del film sugieren un estado emocional: el de los sueños rotos y una juventud resignada a aceptar la complejidad de la madurez, que se abre como una herida. Las secuencias finales incluso adhieren a este sentimiento desde la puesta en escena. En medio de una discusión entre amigos, el montaje abandona a los personajes y muestra el entorno, donde el viento sopla la copa de los árboles. Se trata de un momento de suspensión dramática que desnuda la escena. Señala, casi desprevenidamente, la fragilidad del tiempo, las personas y sus afectos. También es la prueba más contundente de que el cine joven desconoce los límites de edad en las películas. Cuando se trata de Ozu, la autenticidad no se desvanece.

 

* El ciclo “Ozu musicalizado en vivo” tendrá su última función este jueves. La cita es a las 20:30 hs en el Teatro La Luna (Pasaje Escuti 915), donde funciona el Cineclub La Quimera. La entrada es libre y la contribución voluntaria.

Hacia un realismo salvaje

Familia sumergida, la ópera prima de María Alché, gira en dirección contraria a la tendencia realista del cine argentino contemporáneo: en este film, los dramas familiares son abordados con una deriva onírica que enrarece la mirada sobre la intimidad.

familia-04Familia sumergida (2018), María Alché

 

Por Iván Zgaib

*Esta nota fue publicada el 15/10/2018 en La Nueva Mañana

 

Con todo lo que llora Mercedes Morán en Familia sumergida, uno podría pensar que está lamentando el envejecimiento del cine argentino. A la sombra de los films que renovaron la exploración cinematográfica en los ’90, las películas más contemporáneas del circuito independiente y autoral se han enmarañado con cierta tendencia estética: una aproximación realista, con atención sobre los espacios de la intimidad, el letargo de los tiempos cotidianos y la observación de acciones microscópicas. No se trata de que estos films sean malos en sí mismos, sino que han sostenido (y reiterado) una mirada que convierte las escenas de la vida cotidiana en un lugar marchito antes que en un territorio virgen a explorar.

Es por eso que, a medida que el personaje de Mercedes Morán se recompone en Familia sumergida, su claridad podría leerse como un gesto de esperanza en el cine: en esta película dirigida por María Alché, los dramas de la intimidad son arrastrados hacia suelo inhóspito, como si hubieran ingresado a un bosque espeso de hiedras salvajes.

Lo que resulta fascinante es cómo el film maneja aquella transición, entre el realismo duro y el extrañamiento de la cotidianeidad. En las primeras escenas, la película construye un disparador narrativo que la ubica en el campo del drama intimista: Marcela (Mercedes Morán) acaba de sufrir la muerte de su hermana y parece sentirse una extraña en su propia vida, abstraída de sus hijos y su esposo. El aura lúgubre de aquel duelo es conjurado con delicadeza a través de la puesta en escena: los planos compuestos a contraluz ubican a los personajes bajo la oscuridad de la casa, de espaldas al resplandor luminoso que entra por las ventanas.

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Pero lo que parece un drama universal y realista (la superación de una muerte cercana), pronto gira con una observación subrepticia. Por debajo de la superficie dramática, la ausencia de un ser querido empuja a Marcela a confrontar su propia vida, sus deseos, el vínculo con su marido, sus hijos y antepasados. El linaje familiar, esa es la cuestión. Mientras la protagonista ordena la casa de su hermana, los recuerdos la entregan a un diálogo con fantasmas. Algo así sucede en una de las escenas más enigmáticas, donde un plano fijo comienza mostrando el living del departamento lleno de plantas. En el fondo, un ventanal luminoso deja ver la silueta de dos personas que se enroscan entre las cortinas blancas; las tías muertas de Marcela salen de ese capullo como si fueran orugas viejas transformándose en mariposas. De repente, la protagonista se encuentra tomando el té con ellas.

¿Es esto un sueño? ¿una dimensión paralela? ¿un verdadero encuentro con espíritus perdidos? Que la película no intente responder aquellas preguntas es una de sus marcas más fascinantes: borra las fronteras entre la realidad y la fantasía, de tal modo que el drama familiar evita sus lugares más comunes y se entrega al misterio. Nada de esto parece forzado, ya que la apariencia extraña que adopta la realidad sugiere el estado emocional de Marcela; ella se ve forzada a re-habitar su entorno como si fuera un paisaje nuevo, porque nada puede ser lo mismo después de la muerte. Y María Alché sostiene la decisión inteligente de no explicitar ese conflicto con diálogos o declaraciones dirigidas. Simplemente observa la trama sensible, incierta y desorientadora, que envuelve a su protagonista.

La imagen reiterativa de las plantas es otro detalle que anuncia aquel tránsito hacia lo desconocido: desde la naturaleza domesticada en las macetas del departamento hasta la naturaleza salvaje que se extiende en el campo, los espacios habitados por la protagonista van desandando sus angustias. La liberación de Marcela se anuncia con la fuerza indomable de las malezas verdes. Es por eso que las plantas, en tanto elemento dramático y componente de la puesta en escena, son filmadas en su doble faceta: entre su estadio doméstico y su expresión más libre, quizás un reflejo de las tensiones a las que se enfrentan las personas dentro del núcleo familiar.

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En esta versión distorsionada del realismo, las actuaciones adquieren un valor central. Esto no quiere decir solamente que Mercedes Morán logre expresar la pesadumbre del duelo con el temple de su voz apagada o con el desinterés de su mirada perdida. Hay algo más profundo que aparece con la dirección de aquellas interpretaciones y con los puntos de fuga que María Alché permite abrir junto a sus actores: en Familia sumergida hay escenas que se valen de la espontaneidad, los exabruptos del habla, las exclamaciones musicales o intervenciones sobreactuadas a propósito. El logro más hermoso es que aquellos detalles no vuelven teatral a la película, sino que restauran una dimensión lúdica en el lenguaje del orden cotidiano. La película defiende, en algún punto, que el juego y la actuación forman parte de nuestros encuentros diarios.

Evocando aquella comunicación intergeneracional sin fronteras, Familia sumergida encuentra la mirada justa. Por eso, el film de María Alché guarda cierto vínculo secreto con otras películas recientes: Adiós entusiasmo de Vladimir Durán e Instrucciones para flotar un muerto de Nadir Medina, dos exploraciones que trabajan sobre el enrarecimiento del mundo de la intimidad. En estos casos, los modos de filmar y las derivas narrativas se niegan a reducir el realismo a su imagen más chata y previsible. Ese es un pequeño triunfo que abraza el cine: después de tantos años, puede volver sobre los espacios domésticos y mirarlos como si no los hubiera visitado anteriormente. Ahí, su espíritu salvaje.