El Cineclub La Quimera inició un nuevo ciclo llamado “Amantes por un día”: tres películas donde los enamorados se aferran a un deseo efímero y los directores luchan contra la tiranía del tiempo narrativo.
Vendredi Soir (2002), Claire Denis
Por Iván Zgaib
*Una versión de esta nota fue publicada el 10/09/2018 en La Nueva Mañana
El nuevo ciclo del Cineclub La Quimera tiene un título sencillo que parece explicarse a sí mismo: “Amantes por un día”, una colección de tres películas donde las historias románticas transcurren en apenas unas horas, tan fugazmente como las mareas se alzan y corroen la forma de las piedras arenosas. Pero la particularidad de esta programación no es simplemente el tema del amor o de los amantes irregulares, sino la atención que presta al tiempo en tanto sustancia de exploración cinematográfica. A la temporalidad causal que se impone con toda su tiranía, las películas le responden con desobediencia. La reconocen como una materia manipulable que van a intentar estirar y doblegar a su propio antojo.
En El buen amor, por ejemplo, el director español Francisco Regueiro sigue a José y Carmen, una pareja que viaja hacia la ciudad de Toledo: esa fuga aparece como un paréntesis. Un salto al abismo, más allá de la rutina acartonada. Lo que deviene es la necesidad de instalar un presente continuo que disuelva las obligaciones. Para los personajes, se trata de escapar a las presiones de sus familias. Para la película, consiste en responder a su propia configuración narrativa: atenta contra las lógicas del tiempo lineal, de acción-reacción y causa-consecuencia. La concatenación de las grandes acciones dramáticas queda desarticulada por una progresión errante, como si buscara emular el andar azaroso de sus protagonistas.
Considerando que la película fue lanzada en el ‘63, las operaciones formales que emplea están movilizadas por la actitud renovadora de las nuevas olas cinematográficas. Pero la lección que más claramente ha aprehendido Regueiro es la del neorrealismo italiano; una marca que se evidencia cuando abre los mecanismos ficcionales para dejarse desbordar por lo real. Nada expresa mejor aquel gesto que su afán por cristalizar un clima de deseo sexual contenido. En una de las escenas iniciales, el viaje en tren sirve como un espacio que es contemplado con curiosidad antropológica: los pasillos angostos crean un ambiente asfixiante, al mismo tiempo que los flujos de atracción sexual entre los protagonistas son montados en oposición a las miradas juzgadoras de los otros pasajeros. Se trata de un microcosmos donde el entorno social importa tanto como los dos amantes.
El buen amor (1963), Francisco Regueiro
Más adelante, José le reprocha a Carmen que no se deja besar ni cuando están solos en Toledo, a donde habían viajado para expresar su amor libremente. Y Regueiro asume acá un lugar de registro que resulta fascinante: filma a los personajes desde el balcón del frente, generando una distancia enrarecida. Pero esa posición también expresa la presencia de una mirada omnipresente que espía a los amantes. El lugar de la cámara contradice las palabras del protagonista, sugiriendo que en realidad no están solos; que aun habiendo huído de su ciudad, la mirada que pesa sobre ellos está en todas partes. Es de orden social y compone el espectro de un país que ha sido aplastado bajo la sombra conservadora del franquismo.
La verborragia que tienen los amantes en El buen amor encuentra su opuesto en Vendredi Soir, la película más enigmática del ciclo. Ahí, Claire Denis casi se despoja de los diálogos para componer con sensibilidad y precisión una situación mínima: Laure intenta llegar a la casa de sus amigos cuando queda varada en las calles de París por un embotellamiento. La chica está a punto de mudarse con su pareja, pero no tenemos mucha información al respecto; apenas una comunicación breve por teléfono insinúa que ella no termina de aceptar la idea. Y el centro dramático del film se tuerce después de que Laure decide levantar a un hombre misterioso en su auto.
Pero incluso cuando los dos llegan a tener sexo, la película no va a preocuparse por ahondar en las repercusiones: no habrá crisis existenciales verbalizadas ni preguntas sobre qué decisión tomará la chica con respecto a su pareja. Los planes de la protagonista se esfuman, porque el amor sobrevuela en forma de tiempo suspendido. Lo que parece guiar a la directora es una aproximación lírica que se desliza sobre los detalles: todo lo que importa es el encuentro entre los amantes, narrado exclusivamente a través de sus cuerpos. La transformación de Laure se evidencia en el estremecimiento de su pecho o en la sonrisa luminosa que ralentiza el montaje.
Algo de eso se expresa en una escena adentro del auto, donde Denis casi no usa planos abiertos para mostrar a los amantes en conjunto. Esta modalidad es peculiar porque el punto de percepción se apega encima de los cuerpos: los ojos adormecidos de Laure, las manos peludas del hombre que abre su camisa y se frota el pecho, los suspiros de ambos que resuenan como si soltaran el aire sobre nuestros oídos. Los personajes acaban de conocerse y casi no hablan, pero Denis construye una sensación de intimidad extrema que sobreviene repentinamente.
El nivel de detalle que aparece en aquellos planos es una huella propia de Vendredi Soir; los gestos y las miradas transmutan en una suerte de imán visual. Son elementos fragmentados por la cámara y enlazados a través del montaje. Todo se compone como una coreografía corporal donde el deseo se va destrabando para alcanzar su punto de fuga.
The Clock (1945), Vincente Minnelli
Aquella experimentación moderna termina de contrastar con The Clock, el film que cierra el ciclo. Profundamente clásica, la película de Vincente Minnelli señala una etapa del cine donde la narración respondía a los parámetros de claridad. La dirección delicada, sin embargo, la carga de una belleza genuina: los planos se extienden de manera inusual para Hollywood y reúnen a sus estrellas en la misma imagen. Judy Garland y Robert Walker interpretan a una pareja que se conoce por accidente y explicitan la pregunta silenciada en Vendredi Soir: ¿pueden dos personas enamorarse en apenas un día?
El conflicto que va marcando la pulsión del film tiene que ver con aquella pregunta. Si el sentimiento es real, los personajes van a buscar extenderlo más allá del presente; proyectar el amor accidental y azaroso hacia el futuro. Esa necesidad revela una inocencia encantadora: los protagonistas son tan tímidos y sinceros que su creencia en el amor se vuelve repentinamente verdadera. Incluso la ciudad de Nueva York, que en un comienzo es filmada de manera amenazante, se muestra bajo esa óptica esperanzadora. El personaje del lechero, su esposa, un hombre en el bar y hasta los policías forman una red de personajes que se ayudan entre sí. El ilusionismo de Minnelli lanza un conjuro. Se presenta bajo la forma de una creencia enternecedora, tanto en las relaciones humanas como en la capacidad creadora de las películas.
Y la última parte de este film podría servir de imagen para todo el ciclo: un par de amantes corren de un lado a otro para resguardar su amor, mientras la figura de un reloj se sobreimprime en sus rostros. Los enamorados de Minnelli luchan contra el tiempo opresor, que amenaza con resquebrajar sus sueños. Esa es, en algún punto, la misma batalla del cine.
* El ciclo continuará los jueves 13 y 27 de septiembre, 20:30 hs en Pasaje Escuti 915. Entrada a la gorra.