Jazmín Stuart, después del ’98

Jazmín Stuart habla con La Nueva Mañana sobre su actuación en Instrucciones para flotar un muerto, el film dirigido por el cordobés Nadir Medina que se estrena el 27 de septiembre. Por qué la película es un drama generacional, cómo fue crecer en los ‘90 y cómo imagina el futuro del feminismo.

IMG_1797 copiaJazmín Stuart. Fotografía: Laura Ciámpolli

 

Por Iván Zgaib

*Una versión de esta nota fue publicada el 17/09/2018 en La Nueva Mañana

 

MTV recién llegaba a la Argentina, los adultos se dedicaban a contar billetes y los pibes vagaban por las calles desoladas. Todo suena como si fuera un paisaje postapocalíptico, pero simplemente eran los ‘90. Para ese entonces, Jazmín Stuart apenas vivía su adolescencia. Ahora lo recuerda y describe esa época en un tono sombrío, lo cual resulta paradójico si se tiene en cuenta que se lanzó a actuar con Verano del ‘98, uno de los programas de consumo masivo más clásicos de aquel período.

Si llegamos a bucear en las profundidades de la web, seguramente encontremos videos de Jazmín diciendo que entró a trabajar a la televisión con muchos prejuicios; que le daba pena cuando veía a los adolescentes abarrotados contra las rejas del canal, gritando desquiciados por autógrafos. Pero con el tiempo descubrió que la tira diaria le había enseñado mucho sobre el oficio. De ahí en más, su versatilidad como artista quedó demostrada con los pasos imprevistos que dio su carrera: actuó en novelas como Son amores, protagonizó películas de culto como Los paranoicos y dirigió sus propios largometrajes, como Pistas para volver a casa y Recreo.

Ahora, su nuevo rol protagónico la acerca al género dramático. En Instrucciones para flotar un muerto, el film dirigido por el cordobés Nadir Medina, Jazmín interpreta a Jesi, una mujer que regresa a Córdoba después de haber vivido muchos años en España. El disparador dramático es su reencuentro con Pablo (Santiago San Paulo), con quien debe convivir inesperadamente hasta enfrentar los fantasmas del pasado. Pero la particularidad de la película es que la relación entre los personajes permanece ambigua; hay un halo de misterio que vuelve a Jazmín enigmática. “Cuando lo conocí a Nadir me di cuenta de que iba a ser un proyecto súper disfrutable y donde iba a poder profundizar como actriz”, dice ella sobre la película que se verá desde el 27 de septiembre en el Cineclub Municipal Hugo del Carril.

Jazmin Stuart y Santiago San PauloSantiago San Paulo y Jazmín Stuart en el set de filmación

 

¿Cómo crees que se diferencia Jesi  de otros personajes que has interpretado?

Había algo que me resultaba muy empático de Jesi. Yo podía entender esa naturaleza y esa circunstancia de un personaje que es un poco una paria, que no termina nunca de aterrizar en ningún lado, que le cuesta echar raíz y que a la vez intenta disimularlo. Intenta disimular esa soledad y esa no pertenencia, pero se le escapa, se le nota, se le ve. Había algo en la estructura de Jesi que parecía una cebolla, donde yo sentía que había un núcleo y alrededor había otras capas.

En la película hay un trabajo sobre el malestar de los personajes que no es explícito, sobre lo no dicho. ¿Cómo te aproximás a un personaje así?

Lo que tiene la película es que las acciones dramáticas propician eso. Porque ya de por sí, dos personajes que deben convivir de manera inesperada o no planificada propicia esta idea del “elefante en la sala”: esa sensación de que hay algo enorme, indisimulable, pero que al mismo tiempo ellos logran hacer de cuenta que no lo ven. Y esa sensación yo creo que se transmite muchísimo. Está presente todo el tiempo; es como una interferencia y eso creo que es  lo más interesante entre esos personajes. La interferencia, el ruido: hay algo que está sonando y nadie puede decir qué es.

Y hay algo del pasado que aparece todo el tiempo: quiénes fueron ellos, quiénes querían ser. Hay un replanteo de la vida hecha por unos treintañeros. ¿Crees que es un drama generacional?

Si, hay mucho de eso vinculado a una edad y a los ciclos vitales, pero también como de una época ¿no? De una época cultural de Argentina. De algo que se termina y tal vez no fue lo que uno imaginaba. Y entonces la sensación de ahora es: ¿qué viene? Y también en el caso de estos personajes es lo que quedó en el camino: la pérdida, lo que ya no está. Hay una sensación de duelo y de melancolía y también de reinvención. De re-diseñarse y volver a salir a la cancha.

 

Copia de INST_STILL_01Instrucciones para flotar un muerto

 

¿En qué sentido ves esto de la época cultural de Argentina?

Creo que todos somos un poco el resultado del momento histórico y cultural en el cual vivimos nuestra juventud y nuestra adolescencia. Hay elementos que nos marcan para siempre. No es lo mismo haber pasado tu adolescencia en el menemismo que haber pasado tu adolescencia en el kirchnerismo. Vas a tener una info completamente distinta a miles de niveles. A nivel de lo que consumiste culturalmente, a nivel de cuánto está el ejercicio de la política sobre la mesa o no. Cada etapa tiene una índole distinta y eso te marca, porque la adolescencia es un momento de muchos formateos.

Si tuvieras que mirar retrospectivamente tu adolescencia en relación al período histórico en el que la viviste (que coincide con el de Jesi) ¿cómo la describirías?

Mi adolescencia fue en pleno menemismo. Fue en el desembarco de MTV en Argentina, imaginate. Llegaba de afuera una influencia que tenía que ver con el grunge, la música, la imagen y todo lo audiovisual. Al mismo tiempo los adultos estaban sumamente idiotizados por el dinero, porque era la época del 1 a 1 y había una fiebre de consumo y una superficialidad enorme, entonces los chicos andábamos muy solos, callejeando mucho. La droga era muy barata. Las fronteras se habían abierto al 100% y cualquier droga que uno quisiera consumir o probar estaba al alcance de la mano y a un precio regalado. Así fue que varios compañeros quedaron en el camino. Locos muertos, enfermos. Porque fue una época en donde había mucho abandono cultural. La política ni siquiera estaba dentro de las conversaciones. Era una época de mucho vacío. Y al mismo tiempo, el que podía agarrar las riendas de su vida se ponía a hacer cosas más piolas. Pero el clima general era ese. Y no es lo mismo haber crecido en esa época que haber crecido años después en el kirchnerismo. Y habría que ver qué va a pasar con los chicos que estén transitando su adolescencia durante este gobierno. Cada generación tiene su historia.

¿Y a Pablo y Jesi cómo los ves en ese marco histórico?

No sé si los relaciono directamente con un período en particular pero si me da la sensación que son personajes que se fueron aislando. Ella se fue a vivir a otro país por la crisis del 2001. Tuvo que abrirse camino en otro lugar en donde nunca volvió a encontrar un grupo de pertenencia como el que tenía en Córdoba. Él sufrió sus pérdidas muy solo. Son personajes aislados, que se fueron volviendo ermitaños y cuando se encuentran no les queda otra que volver a abrirse y entregarse y decir lo que les pasa. Entonces es interesante.

 

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El corte de tu pelo fue una decisión que apareció para Jesi, ¿cómo ayudó a la construcción del personaje?

Me acuerdo que cuando nos juntamos con Nadir por primera vez y le dije que me imaginaba el pelo distinto. Él me decía: “Sí, yo me lo imagino por encima de los hombros”. Y yo le decía: “yo me lo imagino más corto”. Ella es como un varoncito en un punto; andá ahí dando vueltas con su mochila, con su pelo corto, casi como un soldadito. Un poco así se empezó a construir.

Hay algo de los valores convencionales sobre lo que se entiende por masculino y femenino que está invertido en la película: ella es la fuerte, Pablo el más frágil.

Sí, incluso es raro, porque nosotros dos somos más o menos del mismo tamaño, pero cuando veo la película la veo más grande a ella, como si tuviese un cuerpo más fuerte que el de él. Y es raro, porque creo que es una ilusión óptica que tiene que ver con la naturaleza de los personajes. Y después hay algo sobre el final donde el equilibrio de fuerzas entre ellos se compensa. Pero sí, la fuerza y la debilidad de los dos está en juego todo el tiempo.

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Hablando de géneros, quería preguntarte por tu participación en la lucha por la legalización del aborto y qué expectativas tenés para esa batalla cultural a futuro.

Yo siento que la ley va a salir en algún momento. Y creo que todo el debate fue un ejercicio de educación política inmenso, porque nos sirvió para darnos cuenta quiénes son las personas que nos gobiernan. Y esto despertó una conciencia enorme sobre el cuidado que tenemos que tener con respecto a quiénes son los nombres que están en esa boleta que introducimos en las urnas. Yo creo que hay un antes y un después. Fue muy revelador: no queremos más ignorancia y cinismo en el Congreso. Y también visibilizó mucho la situación de las provincias. Ciertas complicidades que hay con la Iglesia. Si uno mira con lupa se da cuenta que hay complicidad en un sistema perverso que deja a las niñas y a las mujeres totalmente vulneradas, en estructuras patriarcales con las que hay que romper. Y hay que romperlas con decisiones políticas. Entonces yo creo que más allá de cuánto tiempo lleve legalizar el aborto, hay una ganancia que es el despertar de la consciencia.

Por otra parte, considerando que Instrucciones para flotar un muerto integra el cine argentino. ¿Cómo ves la situación del cine independiente hoy en el país?

Me parece que es dramática. Todos hemos tenido paciencia a lo largo de este gobierno, esperando que realmente las políticas de fomento sean de fomento cultural y no se trate al Instituto de Cine como si fuera una productora privada que tiene que rendir cuentas. Y no ha sucedido. No se ve el fomento ni la idea de preservación de la identidad cultural y de la diversidad cultural. Es increíble el retraso que lleva el Instituto de Cine en cuanto a la aprobación de proyectos y a poner en movimiento subsidios y créditos que ya estaban otorgados. Películas que ya fueron filmadas y que sostienen deudas con sus técnicos porque el dinero que debería destinarse a esos proyectos no termina de salir. Me parece que es crítica la situación. Y yo creo que no tiene que ver sólo con el desastre financiero en el que estamos metidos como país, sino que tiene que ver con una cuestión ideológica. Que es lo que más me preocupa. La verdad es que espero que terminen este gobierno con un poco más de dignidad para con la identidad cultural de Argentina. En algún punto deberían ocuparse de reparar todo el daño y todo el atraso que metieron en el circuito artístico.

* El film se estrena a nivel nacional desde el 27 de septiembre. En Córdoba se verá en el Cineclub Municipal Hugo del Carril.

A tiempos tiranos, amantes con calentura

El Cineclub La Quimera inició un nuevo ciclo llamado “Amantes por un día”: tres películas donde los enamorados se aferran a un deseo efímero y los directores luchan contra la tiranía del tiempo narrativo.  

vendredisoir01Vendredi Soir (2002), Claire Denis

 

Por Iván Zgaib

*Una versión de esta nota fue publicada el 10/09/2018 en La Nueva Mañana

 

El nuevo ciclo del Cineclub La Quimera tiene un título sencillo que parece explicarse a sí mismo: “Amantes por un día”, una colección de tres películas donde las historias románticas transcurren en apenas unas horas, tan fugazmente como las mareas se alzan y corroen la forma de las piedras arenosas. Pero la particularidad de esta programación no es simplemente el tema del amor o de los amantes irregulares, sino la atención que presta al tiempo en tanto sustancia de exploración cinematográfica. A la temporalidad causal que se impone con toda su tiranía, las películas le responden con desobediencia. La reconocen como una materia manipulable que van a intentar estirar y doblegar a su propio antojo.

En El buen amor, por ejemplo, el director español Francisco Regueiro sigue a José y Carmen, una pareja que viaja hacia la ciudad de Toledo: esa fuga aparece como un paréntesis. Un salto al abismo, más allá de la rutina acartonada. Lo que deviene es la necesidad de instalar un presente continuo que disuelva las obligaciones. Para los personajes, se trata de escapar a las presiones de sus familias. Para la película, consiste en responder a su propia configuración narrativa: atenta contra las lógicas del tiempo lineal, de acción-reacción y causa-consecuencia. La concatenación de las grandes acciones dramáticas queda desarticulada por una progresión errante, como si buscara emular el andar azaroso de sus protagonistas.

Considerando que la película fue lanzada en el ‘63, las operaciones formales que emplea están movilizadas por la actitud renovadora de las nuevas olas cinematográficas. Pero la lección que más claramente ha aprehendido Regueiro es la del neorrealismo italiano; una marca que se evidencia cuando abre los mecanismos ficcionales para dejarse desbordar por lo real. Nada expresa mejor aquel gesto que su afán por cristalizar un clima de deseo sexual contenido. En una de las escenas iniciales, el viaje en tren sirve como un espacio que es contemplado con curiosidad antropológica: los pasillos angostos crean un ambiente asfixiante, al mismo tiempo que los flujos de atracción sexual entre los protagonistas son montados en oposición a las miradas juzgadoras de los otros pasajeros. Se trata de un microcosmos donde el entorno social importa tanto como los dos amantes.

elbuenamor02El buen amor (1963), Francisco Regueiro

 

Más adelante, José le reprocha a Carmen que no se deja besar ni cuando están solos en Toledo, a donde habían viajado para expresar su amor libremente. Y Regueiro asume acá un lugar de registro que resulta fascinante: filma a los personajes desde el balcón del frente, generando una distancia enrarecida. Pero esa posición también expresa la presencia de una mirada omnipresente que espía a los amantes. El lugar de la cámara contradice las palabras del protagonista, sugiriendo que en realidad no están solos; que aun habiendo huído de su ciudad, la mirada que pesa sobre ellos está en todas partes. Es de orden social y compone el espectro de un país que ha sido aplastado bajo la sombra conservadora del franquismo.

La verborragia que tienen los amantes en El buen amor encuentra su opuesto en Vendredi Soir, la película más enigmática del ciclo. Ahí, Claire Denis casi se despoja de los diálogos para componer con sensibilidad y precisión una situación mínima: Laure intenta llegar a la casa de sus amigos cuando queda varada en las calles de París por un embotellamiento. La chica está a punto de mudarse con su pareja, pero no tenemos mucha información al respecto; apenas una comunicación breve por teléfono insinúa que ella no termina de aceptar la idea. Y el centro dramático del film se tuerce después de que Laure decide levantar a un hombre misterioso en su auto.  

Pero incluso cuando los dos llegan a tener sexo, la película no va a preocuparse por ahondar en las repercusiones: no habrá crisis existenciales verbalizadas ni preguntas sobre qué decisión tomará la chica con respecto a su pareja. Los planes de la protagonista se esfuman, porque el amor sobrevuela en forma de tiempo suspendido. Lo que parece guiar a la directora es una aproximación lírica que se desliza sobre los detalles: todo lo que importa es el encuentro entre los amantes, narrado exclusivamente a través de sus cuerpos. La transformación de Laure se evidencia en el estremecimiento de su pecho o en la sonrisa luminosa que ralentiza el montaje.

Algo de eso se expresa en una escena adentro del auto, donde Denis casi no usa planos abiertos para mostrar a los amantes en conjunto. Esta modalidad es peculiar porque el punto de percepción se apega encima de los cuerpos: los ojos adormecidos de Laure, las manos peludas del hombre que abre su camisa y se frota el pecho, los suspiros de ambos que resuenan como si soltaran el aire sobre nuestros oídos. Los personajes acaban de conocerse y casi no hablan, pero Denis construye una sensación de intimidad extrema que sobreviene repentinamente.

El nivel de detalle que aparece en aquellos planos es una huella propia de Vendredi Soir; los gestos y las miradas transmutan en una suerte de imán visual. Son elementos fragmentados por la cámara y enlazados a través del montaje. Todo se compone como una coreografía corporal donde el deseo se va destrabando para alcanzar su punto de fuga.

theclock01The Clock (1945), Vincente Minnelli

 

Aquella experimentación moderna termina de contrastar con The Clock, el film que cierra el ciclo. Profundamente clásica, la película de Vincente Minnelli señala una etapa del cine donde la narración respondía a los parámetros de claridad. La dirección delicada, sin embargo, la carga de una belleza genuina: los planos se extienden de manera inusual para Hollywood y reúnen a sus estrellas en la misma imagen. Judy Garland y Robert Walker interpretan a una pareja que se conoce por accidente y explicitan la pregunta silenciada en Vendredi Soir: ¿pueden dos personas enamorarse en apenas un día?

El conflicto que va marcando la pulsión del film tiene que ver con aquella pregunta. Si el sentimiento es real, los personajes van a buscar extenderlo más allá del presente; proyectar el amor accidental y azaroso hacia el futuro. Esa necesidad revela una inocencia encantadora: los protagonistas son tan tímidos y sinceros que su creencia en el amor se vuelve repentinamente verdadera. Incluso la ciudad de Nueva York, que en un comienzo es filmada de manera amenazante, se muestra bajo esa óptica esperanzadora. El personaje del lechero, su esposa, un hombre en el bar y hasta los policías forman una red de personajes que se ayudan entre sí. El ilusionismo de Minnelli lanza un conjuro. Se presenta bajo la forma de una creencia enternecedora, tanto en las relaciones humanas como en la capacidad creadora de las películas.

Y la última parte de este film podría servir de imagen para todo el ciclo: un par de amantes corren de un lado a otro para resguardar su amor, mientras la figura de un reloj se sobreimprime en sus rostros. Los enamorados de Minnelli luchan contra el tiempo opresor, que amenaza con resquebrajar sus sueños. Esa es, en algún punto, la misma batalla del cine.

 

 

* El ciclo continuará los jueves 13 y 27 de septiembre, 20:30 hs en Pasaje Escuti 915. Entrada a la gorra.

Poses de familia

En La quietud, el director Pablo Trapero filma a una familia de clase alta llena de secretos, pero elige una estrategia narrativa efectista que subraya y explica a sus personajes.

gusmaLa quietud (2018), Pablo Trapero

 

Por Iván Zgaib

*Esta nota fue publicada originalmente el 03/09/2018 en La Nueva Mañana

 

1.

De la casa a Ezeiza y de Ezeiza a la casa. Así podrían resumirse los trayectos refinados que hacen las chicas lindas de La quietud. Todo transcurre mientras reciben visitas del exterior, reviven viejos afectos y ponen a prueba sus verdades. En la película nueva de Pablo Trapero ya no hay realismo sucio ni pretensiones naturalistas, sino una exhibición de excesos: es la artificialidad melodramática que el director elige para componer su filme y la exuberancia adinerada de sus protagonistas. Acá, los barrios marginales de Elefante blanco y los trabajadores de Mundo grúa parecen apenas un sueño lejano. Porque el universo de La quietud es como una burbuja perfecta y frágil: acoge a sus chicas en una ilusión paradisíaca que puede reventarse en cualquier momento. Ese es el péndulo dramático que Trapero mueve hasta hundirse en una visión estereotipada: los ricos se visten bien, son lindos y parecen vivir adentro de una revista de diseño, pero aún así están deprimidos.

2.

Cuando la cámara se pasea por las fronteras de la quinta familiar, la distancia elegida es significativa para toda la película. La casa de campo se ve imponente, pero también distante. El plano se abre lo suficiente como para mostrar la edificación en medio de la naturaleza vacía, sin vecinos ni comunidades próximas. Es la fantasía de una clase que ha forjado su propio fuerte: una muralla los resguarda de amenazas externas. Y la elección visual insinúa ese modo de vida al mismo tiempo que expresa un punto de vista. En La quietud no hay un posicionamiento que tome partido por ninguna de las chicas, más bien una mirada que se corre a un costado para estar en todas partes. La historia se desdobla, entre el relato compartido por todos los familiares y los secretos que se guardan entre ellos.

Esmeralda se muestra triste con el accidente de su marido, pero en privado parece llena de resentimientos hacia él. Eugenia, una de sus hijas, vuelve de París contando la historia de su novio perfecto, aunque a escondidas tiene un amante. Y con Mia son hermanas que parecen mejores amigas: por las tardes se revuelcan en la cama recordando anécdotas y haciéndose la paja a dúo. Dicen que se extrañan a la distancia, pero se mienten sobre sus deseos más personales. Tan lejos y tan cerca. La estrategia narrativa de Trapero se construye a imagen y semejanza de un Gran Hermano que lo ve y lo escucha todo.

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3.

La quietud es, en parte, un film sobre lo no dicho. Su paradoja es que lo dice todo. Aunque la narración sigue paralelamente a cada una de las protagonistas, la película no parece confiarse con el hecho de mostrar sus acciones. Mia se escabulle en medio de la noche para abrazar a su padre que está en coma, pero el silencio de esa acción que habla por sí sóla se quiebra con una frase efectista: “te amo papá”, susurra ella, envuelta en la oscuridad espesa. Es un ejemplo mínimo que adquiere verdadero sentido en el espectro total de la película, donde las particularidades de los vínculos empiezan observándose y se terminan re-confirmando con diálogos evidentes. La relación entre Mia y su madre, por ejemplo, es retratada visualmente; Trapero las separa a través del montaje o las ubica distanciadas dentro de un mismo plano, registrando cómo Esmeralda se acerca siempre a su otra hija. Pero enseguida, esa tensión dramática se diluye con las declaraciones de los personajes: “Los primeros hijos son especiales, con tu hermana fue diferente”, subraya la madre, por si algún espectador no se había dado cuenta.

El mayor problema de La quietud es que está empecinada en instruirnos sobre las emociones de sus personajes: la demostración, por encima de la mostración. Es una obsesión que se extiende a la lógica causal del film, haciendo que todos los eventos dramáticos se sucedan para llegar a una definición sobre esas mujeres. ¿Quiénes son? ¿Qué les pasa? ¿Por qué son así? La respuesta a esas preguntas se vuelve tan central que la película parece existir por y para esas revelaciones efectistas; está preocupada por llegar a ellas, por empujarlas al centro de la pantalla y señalarlas a los gritos con los monólogos de sus protagonistas. Entonces los vínculos entre las mujeres pierden cualquier matiz o ambigüedad; fueron encapsulados en una etiqueta clara y sencilla, reducidos para su clasificación. Si Mia no se lleva bien con su madre es porque ésta la ignora. Si ella la ignora, es porque nunca la quiso tener. Uno más uno es dos.

4.

No hay nada necesariamente reprochable con que Trapero haya hundido la mirada en un mundo de privilegios. Lo que resulta verdaderamente atendible es el modo en que el director decide aproximarse a un relato que ha sido reinterpretado a lo largo de la historia del cine: Douglas Sirk, Michelangelo Antonioni, Todd Haynes y Lucrecia Martel son sólo algunos directores que han observado las angustias de las clases medias altas desde una óptica disruptiva, desde la década del 50 hasta la actualidad.

La alteración del sueño de felicidad asociado al dinero y a la familia es un relato que se aceleró con el devenir del siglo XX y las promesas incumplidas que trajo la sociedad del consumo. Pero La quietud transita ese territorio conocido desde una mirada superficial: sus diálogos subrayados y sus artilugios narrativos forzados son acompañados por imágenes chatas. La cámara se pasea con goce por los platillos de porcelana que se disponen delicadamente sobre la mesa; las hermanas se masturban mientras usan una ropa interior blanca y encajada con tanto cuidado que parecen estar en un catálogo de lencería; los rayos del sol entran por las ventanas y dejan su estela luminosa a lo largo del cuadro. Quizás nada exprese mejor ese aspecto llano de las imágenes que la actuación contradictoria de Martina Gusmán: tiene los estallidos efusivos de una actriz de Fassbinder, pero su falta de naturalidad involuntaria parece salida de la escuela de actuación que Bresson pensó con tanto cuidado. Cuando sostiene un libro o mira por la ventana permanece tiesa: posa para la cámara. Y ese es el mayor límite con el que se tropieza La quietud. Todo está dirigido como si fuera una pose de moda. Calculada y luminosa por fuera, completamente vacía por dentro.