Rockstar de las tinieblas: cómo fue la visita de Lucrecia Martel en Córdoba

Lucrecia Martel, la mítica directora de films como La ciénaga y Zama, pasó por Córdoba para exponer en el IV Congreso Internacional y VI Encuentro Iberoamericano de Narrativas Audiovisuales. Así fue la charla donde explicó cómo entiende el potencial político del cine y por qué recomienda que todos habitemos las tinieblas.

40105714_1931397836920104_2270946382753824768_nLucrecia Martel

Por Iván Zgaib

*Esta nota fue publicada originalmente el 27/08/2018 en La Nueva Mañana

 

Lucrecia Martel se paró sobre el escenario con ese look tan icónico que cualquiera esperaría de ella: un traje negro apretado que la hacía ver como una sombra y los lentes con forma de medialuna brillando bajo la luz del proyector. Nuestra propia Nosferatu, recién salida de las tinieblas. Si algún distraído pasaba por ahí sin conocerla, seguro se habría desconcertado: el griterío amoroso del público parecía dirigido más a una estrella de rock que a una directora de cine a veces criticada por “pretenciosa”, “aburrida” o “autoindulgente”. Pero lo que verdaderamente expresa la obra de Martel es esa irreverencia que el rock y el cine ya casi no tienen. Sus películas prenden fuego todos los manuales de narración con el mismo gesto desvergonzado que demostró ella cuando se presentó en Córdoba el jueves pasado: “Tenía pensado contarles algunas herramientas que me sirven a mi para el cine”, dijo con un tono sereno que se volvía más perspicaz a medida que avanzaba, “esta tarea de narrar nos obliga a inventar herramientas que tienen que estar muy a la medida de nuestra estupidez. Entonces es muy difícil que les vaya a servir esto, porque está hecho a la medida de mi estupidez.”

Así fue el inicio de la charla que dio la directora salteña en el IV Congreso Internacional y VI Encuentro Iberoamericano de Narrativas Audiovisuales de la UNC. Lo que siguió fue un disparador aún más peculiar; Martel terminó envuelta en la luz azul del proyector mientras sostenía un frasco de vidrio, simulando que se trataba de una piscina. Hablaba sobre las vibraciones sonoras bajo el agua como si fuera una física, pero sus observaciones singulares decantaban siempre en las películas: “El cine es una experiencia de inmersión muy próxima a la de una pileta”, dijo, “Piensen cómo percibimos el sonido en nuestro cuerpo cuando se tira alguien al agua. El sonido es la parte de la narrativa audiovisual que entra en contacto con el espectador físicamente”.

Así como los sonidos se sienten en el cuerpo, los films de Martel (desde La ciénaga a Zama) dan cuenta de una aproximación sensorial a la materia cinematográfica. Ahí, una inquietud muy concreta que discute con el campo del cine: mientras se ha pensado y trabajado mucho sobre el rol de la imagen, el sonido ha sido relegado a un rincón oscuro. “Es una parte del cine que está un poco indeterminada, un poco salvaje. Esto va a dejar de ser así y dentro de 50 años vamos a estar buscando otras cosas”, dijo con claridad y enseguida remató ingeniosamente: “Por suerte en 50 años espero no estar y que los problemas sean de ustedes”.  

Pero mientras tanto, el desafío por explorar el universo sonoro sigue vigente. “Lo que le da al cine su carácter de tres dimensiones es el sonido”, afirmó la directora, “Y lo que resuena en el espacio de la pantalla hace referencia no sólo a lo que estamos viendo en la imagen, sino a todo un mundo que está por fuera de ese rectángulo. Es decir que esto funciona como una caja de resonancias de un universo muchísimo mayor”.

Torcer la realidad

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Aquel juego con el fuera de campo pone de manifiesto la lectura de Martel sobre lo visual: los sonidos son indeterminados y abstractos, pero la imagen se afirma en referentes claros. Si el plano cinematográfico quiere fijar una verdad absoluta, el sonido podría convertirse en un arma para ponerlo en duda. “Esa ambigüedad del sonido es lo que me hace preferirlo frente a la ultra determinación de la imagen”, comentó, “Yo pienso que el cine es una buena manera de recordar algo que olvidamos. Así como nos olvidamos que estamos inmersos en el aire, nos olvidamos que la realidad es una cosa que alguna vez estuvimos de acuerdo y la decidimos de alguna determinada manera. Y que si nos pusiéramos todos de acuerdo podríamos cambiarla. El cine nos permite recordar ese carácter deconstruido.”

Por eso, Martel discute con las ideas que conciben el cine como un reflejo de la realidad. Nada sería más terrible que eso, porque sino las películas seguirían reproduciendo lo que todos creemos como si fuera natural. “Es como cuando los políticos dicen ‘la pobreza estructural’: hay una pobreza que no la vamos a poder erradicar, que parecería ser propia del mundo”, dijo ella mientras se paseaba frente al público. “Y yo pienso que el cine, a través del artificio, da una visión torcida de la realidad. Y por un segundo (y esto es a lo que uno aspira y fracasa constantemente cuando hace una película) el espectador no sienta algo respecto de la película sino algo respecto de la propia realidad”.

Chapuzón en lo desconocido

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“Una experiencia que les recomiendo mucho es la infidelidad”, dijo Martel y el público se unió en una risa colectiva. En medio de ovaciones, la directora explicó que sufrir una infidelidad, tener una enfermedad o sentir pánico expone a las personas a lo imprevisible. De repente, una zona de lo desconocido pone en duda todos los planes y las certidumbres. “Esas son las experiencias que yo intento recuperar con el cine. Yo le había puesto un nombre que antes era ‘la grieta’, pero lamentablemente este país me ha arruinado la palabra”, siguió diciendo con ironía, “Así que ahora digo ‘la falla’, que es ese momento donde lo que parecía tan confiable demuestra la precariedad de lo que nos rodea”.  

Martel caminó entre las sombras del escenario mientras sugería, así como diría el francés Jean Epstein, que el cine es del diablo. O al menos, que debería serlo. El tiempo narrativo de los films más tradicionales lo asocia a la linealidad; a la concatenación de eventos que nos dirigen a una verdad aparentemente inescapable. Es la luz y detrás de la luz siempre está Dios. “En cambio en las tinieblas, donde uno tiene que caminar despacio está el mal, el error, la tentación”, dijo la directora, “como un ejercicio, vayan un poco a andar por las tinieblas. Un poco abandonar la verdad, la potencia del tiempo lineal, abandonar el futuro que nos espera”.

Mientras terminaba su conferencia, las luces se encendían y la sala despertaba del ensueño. Escucharla a Lucrecia Martel es, como su propio cine, una experiencia inmersiva: zambullirse para alcanzar una profundidad distorsionada de lo real. Por unas horas, tomó la mano de los asistentes y los llevó por las tinieblas. Es una de sus virtudes más hermosas.

Lo sublime está en el cuerpo: entrevista con Martín Farina

El director porteño Martín Farina habla sobre Mujer nómade y El hombre Depaso Piedralos dos films que vendrá a presentar a Córdoba en el Cineclub Municipal: cómo compone retratos en vínculo con lo real, el lugar del cuerpo en sus películas y las posibilidades de un cine documental abierto a la fantasía.

IMG_0072Mujer nómade (2018), Martín Farina

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada el 13/08/2018 en La Nueva Mañana

 

Martín Farina no puede enfrentarse a una hoja en blanco. “Me sentiría ridículo así, encerrado en mi casa, intentando imaginarme cómo sería la vida de una protagonista que es filósofa. No podría escribir nunca”, dice en un gesto de transparencia enternecedora. Como lo demuestran Mujer nómade y El hombre Depaso Piedra, sus dos films que se estrenan este jueves en el Cineclub Municipal, el cine de Farina se zambulle en el torrente de lo real. Se apropia de su entorno para dar forma cinematográfica a personajes peculiares a los que encuentra de casualidad. Pero esos retratos humanos esquivan un registro estrictamente realista: están despegados de entrevistas informativas y datos duros para abrir derivas oníricas y poéticas. Esculpen la fisonomía de los cuerpos y los espacios desde una mirada que sólo el cine puede elaborar.

Los personajes que gravitan estas películas son impredecibles. Se mueven como lobos solitarios, a un costado de las expectativas sociales. En el caso de Mujer nómade se trata de una filósofa de 78 años que practica libremente su sexualidad, mientras en El hombre Depaso Piedra es un viejo del campo que vive aislado en la naturaleza. Son criaturas diferentes entre sí, pero que comparten un mismo núcleo misterioso. “Imaginate estar parado frente a algo que es tan inconmensurable, tan difícil de explicar que no hay palabras para poder expresarlo o llevarlo a escala humana: eso es lo sublime”, dice Farina sobre el concepto que le enseñó la protagonista de Mujer nómade, “Y yo creo que con estos personajes me pasó algo de ese orden. Sus discursos encierran cosas que impiden hacer un juicio que los controle, que los sintetice o los defina de antemano. Entonces me dejaban sin prejuicios. Me dejaban sólo frente a una pregunta sobre ellos. Y con esa idea me acerqué de maneras diferentes. Con la sensación de que acá había algo que iba más allá de la moral, más allá de la voluntad inclusive.”

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Ese gesto desprejuiciado marca una línea ética en las películas de Farina. En ellas logra un equilibrio de malabarista que sólo sostienen los cineastas más sensibles: expone a sus personajes de manera descarnada y vulnerable, pero nunca los explota ni subestima. Este es un rasgo que se expresa de manera evidente en El hombre Depaso Piedra, donde Farina aparece frente a cámara discutiendo con las ideas de Mariano, el protagonista. Pero el film resulta peculiar porque no toma partida por el punto de vista del director. La cámara tiende a permanecer alejada, filmando los dos hombres a lo lejos, mientras escuchamos sus disputas como si estuviéramos al lado. “Mariano me cuestionaba porque yo no tengo mi casa fija, porque viajo y no tengo una vida estable”, comenta Farina, “Y él siente mucha dignidad por tener su casa propia. Entonces yo quise tomar esa distancia para filmar porque creí que era lo que mejor contaba esa diferencia que nosotros teníamos. Casi no hay sincronía entre la imágen y los textos porque  nosotros casi nunca estábamos en sintonía”.

A cada personaje, un método de aproximación diferente. En Mujer nómade, Farina sigue la vida de Esther Díaz, una reconocida epistemóloga que escribe sobre el deseo en la cultura patriarcal al mismo tiempo que experimenta su atracción por hombres más jóvenes. Acá, la distancia de los planos se acorta para apegarse al rostro de la protagonista, como si la cámara se empecinara en descifrarla. “Lo de Mariano funcionaba como un espejo que puede llegar a repensar la distancia. En el caso de Esther tomé otro camino porque su cuerpo y todo lo que ella es y me mostraba necesitaba otro tipo de tensión para mirarlo”, explica el director, “Yo sentía que Esther era un personaje tan complejo que me ofrecía muchas máscaras. Intenté dar un montón de señales que hicieran caer sus máscaras para que aparecieran otras nuevas. Por eso la cámara tenía que estar mucho más cerca de ella”.

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Las múltiples facetas de Esther Díaz, desde su trabajo como expositora en congresos a su vida doméstica y su pasado familiar, conforman una estructura narrativa quebrada entre la realidad y la fantasía, el presente y el pasado. El inicio, por ejemplo, se construye a modo de suspenso: escuchamos un relato traumático de la protagonista sin verla hasta el final. Para Farina, el tono de la escena propone una suerte de big bang cinematográfico: “Anticipa lo que va a venir en la película. Una persona que está y que no está, que quedó en un tiempo, que se encuentra consigo misma y se va. Y los espacios y sonidos por separado me parece que contribuyen a darle fuerza a ese cuerpo que está suspendido”.  

Más allá de lo dramático que suena esto, Mujer nómade es un film de una vitalidad inesperada. Los gemidos entrecortados de la canción pop en el inicio, los colores chillones en las vestimentas y los objetos, las secuencias oníricas y la insistencia de la cámara en pasearse por los cuerpos empujan la película a una zona misteriosa donde el placer se hace sonoro y visual.  Uno de sus pasajes más enigmáticos corresponde a la figura de un joven que no se sabe exactamente quién es, pero que Farina define como su propia interpretación de las fantasías de Esther. El director lo filma en cuero, haciendo ejercicio o cortándose el pelo frente al espejo; una serie de interrupciones repentinas a la historia de su protagonista.

¿Pero cuál es el resultado de este cruce extraño entre lo real, las fantasías y el deseo? “Me parece que nuestra película podría ser una imagen-cuerpo”, arriesga Farina, “es difícil de definir, pero creo que lo que sucede con el cuerpo ofrece una pregunta, más allá de lo que le sucede a la persona. Por eso pensaba la idea de la máscara: el cuerpo como máscara de la verdad. Es eso que no se puede decir pero se puede usar para hacer un juego de lenguaje, a través del cine. En ese juego aparece la posibilidad de que se haga visible algo auténtico o verdadero del cuerpo”.

* Mujer nómade y El hombre Depaso Piedra se estrenan este jueves 16 de agosto en el Cineclub Municipal. Las funciones del sábado a las 18:00 hs y 20:30 hs contarán con la presencia del director, en diálogo con el público moderado por Roger Koza.

Córdoba no era una fiesta

Con Casa propia, el director cordobés Rosendo Ruiz vuelve a demostrar sus destrezas formales con un film más dramático, pero corre el peligro de quedar acorralado por la psiquis de un protagonista desaprensivo y machista. Se ve desde el jueves 2 de agosto en salas comerciales.

multimedia.normal.bdeecf3250c4e0d5.436173612070726f7069615f6e6f726d616c2e6a7067Casa propia (2018), Rosendo Ruiz

 

Por Iván Zgaib

 *Una versión de esta nota fue publicada el 30/07/2018 en La Nueva Mañana

 

Ya pasaron ocho años desde que Rosendo Ruiz se catapultó con gracia hacia el centro de la escena cinematográfica argentina. De Caravana, la ópera prima, lo anunciaba como un referente de la producción cordobesa. Sus personajes excéntricos y luminosos formaron una suerte de fauna urbana arquetípica de la ciudad; quizás la mirada más clásica y popular que haya dado el cine local hasta el momento. Con aquel antecedente, no deja de resultar fascinante cómo Casa propia, su nueva película, tiende una mano a ese pasado al mismo tiempo que le corre la cara para explorar territorios nuevos.

La hermosa escena del inicio arroja apenas un primer atisbo donde aquellas tensiones quedan grabadas como en un fresco. Unos pibes de barrio se están riendo, tomando fernet y jugando a la pelota en medio de la calle desierta. Todo indica que estamos espiando algún rincón que podría haber aparecido en el universo-De Caravana, hasta que el fondo de la imagen muestra una situación paralela. Un tipo llega a la puerta de una casa donde discute con su novia a los gritos. Entonces la cámara se va a mover lentamente para reencuadrar el centro de atención, empujando a los pibes fuera de la pantalla y posándose exclusivamente en la casa del fondo. Con ese simple desplazamiento visual, la película parece sugerir tanto un mundo social compartido con la obra anterior de Ruiz como un movimiento hacia el plano de la intimidad. Los personajes vibrantes y vitales van a abandonarse para caer en la contemplación de un protagonista desaprensivo.

Así como lo insinúa su título, Casa propia sigue los esfuerzos de Alejandro por conseguir un departamento y huir de la convivencia con su madre. Pero éste es sólo un disparador que el film propone para observar una dimensión humana más profunda. Lo que acontece es el retrato de un tipo de 40 años desconectado de su entorno afectivo, intentando construir un espacio personal en el cual sentirse a gusto. Y Alejandro va a venir con un sinfín de quejas, gritos y gestos desencantados que estarán plasmados de manera ininterrumpida; un malestar generalizado que Ruiz desanda de formas diversas, algunas más cautivantes que otras. La pregunta central quizás sea, en ese sentido, cómo se propone el acercamiento a este personaje.

El hecho de que el film tome distancia del protagonista (incluyendo los planos donde lo vemos apartado), supone una posición clara desde la cual se lo mira: esto quiere decir, esencialmente, que Alejandro nunca es juzgado por sus actos. Pero incluso a lo lejos no deja de ser llamativo que el protagonista sólo mantenga una conexión afectiva genuina con su mejor amigo, mientras el resto de su círculo cercano (integrado, casualmente, por mujeres) padece sus maltratos constantes. Por eso vale la pena repensar la elección de la distancia, ya que en vez de funcionar como un gesto de respeto hacia el protagonista, la mayor parte de las veces se traduce en inaccesibilidad a sus malestares.

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En ese sentido, las situaciones dramáticas que parecen configurar su estado psicológico tienden a ser relativas. A la madre enferma de cáncer le pone cara de asco todo el tiempo, pero ella nunca parece tan terrible como para merecerlo (si su relación tiene algún pasado oscuro, no hay nada que lo sugiera). A la hermana le grita porque no se hace cargo de la vieja, aunque a lo largo del film vemos que ella hace lo que puede para ayudarla. Y con la novia tiene apenas una crisis de pareja que podría tener cualquiera, pero acá desemboca en actos de violencia simbólica y física (desde griteríos y quejas hasta destrozos en la casa de la pareja, que son registrados en un plano secuencia cuestionable). Después de casi una hora y media, Alejandro no queda retratado como un personaje complejo sino como uno complicado. Su violencia interminable lo hace, por el contrario, una figura dramática unidimensional: desinteresado por el resto y sin matices.

Los hallazgos más interesantes de Casa propia se encuentran cuando Ruiz confirma su destreza formal para manipular la materia cinematográfica en función del drama. Una escena, por ejemplo, comienza con la cámara paseándose por lo que parece un departamento vacío. Pero el ojo gigante de Alejandro, que se asoma desde afuera por una de las ventanas, pronto dejará en claro que en realidad estamos observando una maqueta. Se trata de un momento misterioso en el cual la película se abre a contemplar el deseo interno del protagonista desde un lugar más cercano.

Y aquella tensión entre el adentro y el afuera (desde la angustia interna de Alejandro a la mirada que la película ofrece sobre él) es también replicada espacialmente: Ruiz filma a su personaje en el espacio público de tal manera que la intimidad queda enmarcada en el universo social que lo contiene. En otra escena, el sonido es utilizado para distorsionar el bullicio de la calle y los pasillos del hospital, reforzando el estado alienante de Alejandro. Es en estas decisiones plásticas donde el film expone una serie de apuestas inventivas que lo corren del realismo obtuso y trillado. En sus mejores momentos se llena de texturas y climas espesos.

Sobre el final, el drama lúgubre de Casa propia parece indicar, ocho años después de De Caravana, que Córdoba no era sólo una fiesta. Que en la ciudad también viven tipos tristes, confundidos y complicados que la pasan como el culo. Pero hay algo raro en esa mirada que entiende al “hombre común” desde una tragedia continua sin placer posible. No se trata, para nada, de que las películas no puedan observar personajes cuestionables, insufribles o depresivos (de hecho, la historia del cine está llena de grandes ejemplos lanzados a mirar esos confines). El interrogante en estos casos es siempre: desde dónde se lo filma, para qué, por qué. Casa propia demuestra exploraciones admirables, pero la pregunta sobre su personaje a veces se desdibuja. La desaprensión de Alejandro exige pensarlo dos veces.

La nostalgia de ver París dada vuelta

En el intenso ahora es el nuevo film del director brasilero João Moreira Salles: un ensayo sobre el Mayo Francés y la utopía revolucionaria hecho a base de materiales de archivo, donde el realizador reflexiona sobre la naturaleza política de las imágenes. Se ve hasta el miércoles en el Cineclub Municipal.

intensoagora1No intenso agora (2017), João Moreira Salles

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada originalmente el 23/07/2018 en La Nueva Mañana

 

 1. Niños ricos

Mi amigo dice que ya no va a poder mirar En el intenso ahora sin pensar que fue hecha por un billonario. Él esperaba la película hacía tiempo, pero le acabo de contar este dato que parece hacerle ruido: João Moreira Salles es heredero de una familia de banqueros brasileños. Si uno googlea su nombre, los primeros dos resultados serán biografías que lo catalogan como uno de los cineastas más importantes de Brasil, mientras que el tercer link llevará a un ranking mundial de empresarios hecho por Forbes ¿Importa realmente aquella información para apreciar o dejar de apreciar una película? En el caso del nuevo film de Salles, quizás resulte incómodo ver un documental sobre la utopía revolucionaria que fue dirigido por un tipo lleno de plata. Pero su filmografía, lejos de confirmar aquel prejuicio, no deja de mostrar una hazaña fascinante: las tensiones de clase no permanecen ocultas ni adormecidas, sino que se incorporan hacia el interior de las imágenes. Se piensan y se exponen, sin vuelta atrás.

2. No siempre sabemos lo que estamos filmando

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Sobre el final de Santiago, la película anterior de Salles, hay un pasaje maravilloso. Después de haber filmado durante semanas al hombre que trabajó como mayordomo de su familia, el director repite las imágenes y reflexiona en voz alta: la distancia de la cámara, que dejaba al protagonista sobre el fondo de los planos, no era una simple decisión estética. Ahí había, como un desliz inconsciente que lograba filtrarse en la cámara, un cortocircuito abriendo vacíos en la imagen. Lo que Salles intentaba volver consciente era una relación de poder inquebrantable entre el sujeto que filma y el sujeto filmado, entre el niño rico y su mayordomo. Es un gesto que se repite al comienzo de En el intenso ahora, cuando revisa un video casero de una bebé que da sus primeros pasos en la calle. Pero la voz del director, que suena por encima de las imágenes, llama la atención sobre la figura marginal de la niñera; primero camina junto a la nena y la madre y después queda a un costado hasta desaparecer entre la multitud, como si no tuviera nada que ver con aquella familia. Sin quererlo, la cámara ha elaborado plásticamente una zona oscura que encierra aquellas relaciones; entre la afectividad y el trabajo, entre una nena que camina sin conocer mucho el mundo y la desigualdad social que ya la está rodeando.

3. Bajo los adoquines, la playa

En el intenso ahora no es sólo una película sobre el Mayo Francés, la China comunista y la utopía revolucionaria. Es también un ejercicio de reflexión acerca de la naturaleza de las imágenes. Todos los materiales que llegan a la pantalla corresponden a videos de otra época que el director desentierra con cariño. Pero los archivos de noticieros, videos caseros y películas olvidadas no sirven para ilustrar acontecimientos históricos, como ocurriría en cualquier documental clásico. El procedimiento que pone en juego Salles entiende aquellas imágenes como organismos vivos que respiran: ellas mismas, en su configuración aparentemente azarosa, nos hablan de su dimensión política. 

Un registro que podría servir sólo para mostrar el apoyo de los estudiantes a los obreros adquiere sentidos más profundos. La voz en off de Salles insiste sobre la distancia y la altura entre los dos grupos. Mientras la cámara filma desde abajo donde están los universitarios, los obreros permanecen arriba, en el balcón de un edificio. Nunca se ubican en el mismo nivel ni en el mismo plano; están separados, como si la diferencia de sus realidades y la desconfianza fuera palpable, aunque los discursos digan lo contrario. Es a través de aquellos procedimientos que Salles observa cómo los modos de estar con los otros se hacen imagen: se materializan de forma imprevista en un juego de disposiciones espaciales, movimientos, proximidades y alejamientos. Si muchas veces se hace referencia a la capacidad del cine de visibilizar o asumir distintos puntos de vista, En el intenso ahora vendría a proponer otra alternativa. Los archivos recuperados, filmados por otros, encontrados por una investigación o por accidente, también proponen una manera de organizar sensiblemente una comunidad.

4. Fuimos jóvenes y felices

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Salles desentierra las imágenes; les quita las telarañas para mostrarnos que están vivas, que hablan. Esa es la organización de lo sensible que se ubica en el corazón de la película. El mismo Mayo Francés y la China comunista, con todos sus matices, aparecen como una ruptura del orden perceptible establecido. Por un tiempo acotado se abre el horizonte hacia algo que antes parecía imposible. Y gran parte de la película está sostenida sobre esa idea del tiempo: la intensidad, la juventud, el presente que arde ante la aparición de lo impensable, lo innombrable, lo que se presenta con la fugacidad luminosa de un relámpago. Cuando Salles interrumpe la temporalidad de las imágenes no hace otra cosa que jugar sobre aquella noción. Entonces los rostros jóvenes que nunca van a ser los mismos se congelan. Los cuerpos llenos de vida se desaceleran para extender visualmente un instante de vida, de posibilidad y resistencia. Un pibe tirando una piedra en la ciudad de París se repite en cámara lenta. El movimiento de ese cuerpo intervenido por el montaje hace presente una memoria de la transformación política. Salles comprende, en cada uno de sus gestos conmovedores, que el cine también puede participar para desorganizar la percepción y proponer nuevas formas. En el intenso ahora es, a su manera, una expresión de la utopía.