En Adiós Entusiasmo, Vladimir Durán compone una visión asfixiante y amorosa que sugiere cómo el absurdo puede volverse parte de la cotidianeidad familiar. El film que pasó por el Festival de Berlín y BAFICI ahora puede verse en la plataforma de streaming MUBI.
Adiós entusiasmo (2017), Vladimir Durán
Por Iván Zgaib
*Esta nota fue publicada originalmente el 16/07/2018 en La Nueva Mañana
Axelito sueña con el cosmos. Habla de la gravedad y la materia oscura, esas partículas invisibles que atraviesan nuestro cuerpo a cada segundo. Todo el tiempo, hasta nuestra muerte e incluso un poco después: algo nos está golpeando, aunque no llegamos a percibirlo. Pero para la magnitud que tiene esta historia del espacio y las energías, el universo de Axelito parece opuestamente reducido: un departamento antiguo donde sus hermanas mayores deambulan mientras escuchan la voz de la madre. Marga está encerrada bajo candado y se comunica con su familia sin salir de la habitación. Nadie la ve ni la abraza, a pesar de que conversan con ella todo el tiempo. Le hablan pero sólo ven la pared que los separa. Le pasan mantas para que no tenga frío, pero sólo lo hacen a través de una ventanilla ovalada que cuelga de la pared como una luna deforme. Los procedimientos para llegar a aquella mujer se desenvuelven con la misma complejidad que requeriría contactar a un prisionero de guerra o a un espíritu extraviado. Cotidianeidad y enrarecimiento: esas son las dimensiones que Vladimir Durán invoca de manera cautivante en Adiós entusiasmo, su ópera prima que ahora puede verse en la plataforma de streaming MUBI.
Si consideramos la verborragia contagiosa que habita la película, resulta sorprendente que la aproximación dramática se sostenga en la sugerencia. Acá no hay elementos que reduzcan los sucesos a una explicación psicológica unidimensional ni tranquilizadora. Es decir, Durán no parece interesarse en servir explicaciones a los espectadores, sino en construir climas y misterios que crean evocaciones antes que afirmaciones. Incluso cuando los protagonistas hablan sin parar, resulta más revelador lo que esconden por debajo del lenguaje explícito; “se me fue el entusiasmo”, dice una de las hermanas, sin dejar en claro cuál es el origen de la angustia. Qué le sucede a la madre y por qué está encerrada, por ejemplo, también se convierte en una pregunta abierta que se dispara hasta abrir múltiples sentidos. Lo que Adiós entusiasmo logra ensayar es una producción plástica del malestar que habita esa casa: toma cuerpo con los actores y se pone en escena con las texturas sensoriales de las imágenes y sonidos.
El hecho de que la madre permanezca invisible para sus hijos se replica como estrategia perceptiva: todo lo que nos llega de Marga es su voz, flotando en el ambiente como una presencia fantasmagórica. ¿Puede el cine filmar lo imperceptible? Esa es una de las preguntas subyacentes que recorre toda la película. Del mismo modo en que Axelito piensa en la materia oscura del universo, Adiós entusiasmo replica la incógnita a escala de la intimidad, encuadrando y creando las tensiones latentes que unen y separan a una familia. Cuando el personaje de Marga queda construido exclusivamente a través del fuera de campo visual, la amenaza del encierro hace sombra sobre la totalidad de los personajes. Es por eso que el registro del espacio doméstico se vuelve central en los modos de organizar la visión. Un departamento enorme hecho de pasillos largos se filma en planos sostenidos y travellings que crean la sensación de un laberinto espiralado donde los personajes dan vueltas confundidos. Algo de esa angustia inquietante puede aparecer hasta en la escena de una fiesta, donde el uso de lentes anamórficos no deja de deformar y enrarecer pequeños intercambios cotidianos. La cámara se desliza sobre la mesa, pero los bordes de la imagen se aprietan hasta comprimir el rostro de los invitados; se trata de una mirada donde la asfixia y la celebración quedan unidos en un mismo movimiento.
El adentro y el afuera, ese es el intercambio trunco que enmarca esta convivencia. En determinados momentos, el montaje se vale de aquel giro de perspectivas: utiliza las ranuras y aberturas de los ventanales para mirar una ciudad que parece distante, o toma distancia desde el exterior para observar a los personajes como si hubieran quedado estancados en una pecera polvorienta. Lo que vuelve pertinente estas decisiones es su diálogo con la vida de la familia. En aquellos pasajes, Adiós entusiasmo compone el conflicto por trascender los límites físicos y emocionales, por derribar los muros, por abrirse a los otros. La misma situación extraña de la madre encerrada se proyecta sobre una de sus hijas que aparentemente se mueve con libertad; cuando un amigo quiere pasar a la casa, la conversación en la entrada del edificio se convierte en una batalla silenciosa por levantar una muralla y marcar distancia.
Más allá de lo dramático que pueda sonar todo esto, Adiós entusiasmo nunca renuncia a cierta luminosidad. Hay una apuesta conjunta entre Durán y su trouppe de actores por sostener momentos de placer y cariño que coexisten con los malestares de los protagonistas. Lo que vamos a ver no es un grupo de personajes crueles e insufribles, sino una familia que está confundida, haciendo lo que puede. Hay algo en esa comunión entre amor doméstico y enfermedad que remite a la obra de John Cassavetes; un director con el que Adiós entusiasmo también comparte los hallazgos descarnados de sus actores y actrices. En ellos recae una sensación de cotidianeidad que se sostiene incluso con una madre que vive encerrada y pide tomar un Elixir. Es esta comunidad de intérpretes la que hace verdadera una tribu de hijas, hermanas y sobrinos encerrados en su propio universo. Entre el extrañamiento y lo cotidiano, Adiós entusiasmo no deja de preguntar cómo el absurdo llega a sostenerse en nuestras vidas. Lo de Marga quizás no sea tan raro.