Animal rabioso lucha contra los Pobres-termita

Animal, el nuevo film de Armando Bó, intenta convencernos de que un hombre privilegiado es una víctima. Con una puesta en escena y actuaciones falsas, la película sólo es genuina en su misantropismo: odio de clase y a la humanidad entera, filtrado a través de una mirada cinematográfica solemne.

1_sq1VAQ03RDRYYrI2Q5ThIw Animal (2018), Armando Bó

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada originalmente el 11/06/2018 en La Nueva Mañana

 

 Hombre bueno se convierte en hombre malo. Esa es la premisa básica con la que uno se quedaría corto al describir Animal, la nueva película de Armando Bó que es un éxito de taquilla en Argentina. Guillermo Francella, el protagonista estrella, borra las líneas entre “tipo bueno” y “tipo boludo” cada vez que imposta una voz insulsa mientras el mundo lo pasa por encima: el objetivo es convencernos vulgarmente de que Antonio, su personaje, es una pobre víctima destinada a estallar. Una pobre víctima que es gerente en un frigorífico, que gana lo suficiente como para tener una casa lujosa y redecorar la cocina sin necesidad alguna, pero que aún así no puede conseguir el trasplante de riñón que tanto necesita.

Me gustaría decir que esa última línea fue un juego de palabras propio de este escrito, pero en verdad es un texto que el mismo Francella tiene que actuar sin ironías. De esa manera podría resumirse el sentido de humor involuntario de Animal, film que nunca parece consciente del nivel de ridiculez que exuda cuando busca presentarse como un drama importante, con famosos que actúan seriamente y movimientos de cámara que confunden capricho por creatividad.

Sólo la primer escena es suficiente para dar cuenta de las pretensiones vacías de esta película: la cámara rebota sobre los personajes como si fuera una pelota de ping pong, escurriéndose en cada rincón de la casa para señalarnos hasta el hartazgo que Antonio tiene una familia feliz. Es una escena que posee la misma sutileza de una publicidad de Mastercard, con la salvedad de que está filmada de manera aparentemente compleja. Pero a no engañarse, porque en pocos segundos se devela la artificialidad en esa coreografía de cámara y cuerpos, donde uno casi puede ver a los actores contando sus pasos para no salirse de cuadro antes de tiempo. Es un gesto calculador que se repite de principio a fin, a tal punto que Bó nos invita a señalar una paradoja: si Antonio es presentado como un tipo contenido y autocontrolado, Animal parece estar filmada por su propio protagonista. Lo cual es otra manera de decir que parece concebida por un hombre rico y reprimido que estudia cada una de sus decisiones para “hacer bien las cosas”.

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Por más sugerencias provocadoras que pretenda su título, no hay nada de animal, espontáneo ni liberador en la película. A la cámara frígida le corresponden interpretaciones en la misma temperatura. Carla Peterson ensaya una voz narcotizada que hace ver a su personaje como una ingenua sin matices, mientras Francella hace todo lo que puede por dejarnos en claro que Antonio se esfuerza en ser buena gente. Cualquier posibilidad de expresar alguna verdad emocional queda tapada en esa seriedad impostada: los actores actúan exclusivamente por y para la cámara, pero entre ellos no sucede nada genuino.

En su defensa, los diálogos de Animal son tan acartonados que hasta al mejor actor le costaría inyectarles algo de vida: “No entiendo por qué no podés confiar en el sistema como todo el mundo”, grita histérica la Peterson en lo que seguramente sea (accidentalmente) una de las escenas más graciosas que regale el cine argentino este año. Esa solemnidad irrisoria alcanza su punto culminante sobre el final, cuando la película se desvía hacia una secuencia de pretensiones poéticas, con música de ópera sonando de fondo. La escena empieza en una sala de cirugías, sigue en un mar soleado y termina “adentro” del cuerpo del paciente, donde el torrente de sangre avanza como un río mientras los coristas alcanzan una nota de éxtasis total. La palabra “solemne” acá se queda corta.

Con todo esto, sería un error creer que el hermetismo estético de Animal la convierte en una película encerrada en sí misma. Ese circo de simulaciones robóticas está arañado por las secuelas de lo real; marcas dramáticas y políticas que se inscriben cuando los personajes intentan remitir a algún agujero oscuro de nuestro propio mundo. La tensión entre clases sociales se vuelve así evidente con la aparición de Elías y Lucy, una pareja desempleada que ofrece donar un riñón a cambio de una casa. Pero la particularidad de ellos es que son pobres por elección propia. “El trabajo no es para mí”, se justifica Elías en lo que es sólo el comienzo de una mirada mezquina y prejuiciosa sobre las clases populares. Armando Bó va a usar casi dos horas de película para retratar a estos personajes como un par de vividores; se acercan a Antonio con la única intención de explotarlo, igual que las termitas invaden las casas hasta comerse lo que no es suyo.

En última instancia, la visión política de Animal podría relativizarse si mostrara otros personajes de la misma clase social que actúen diferente. Es decir, del mismo modo en que todos los ricos del film no son tan insufribles, todos los pobres podrían no ser tan malos. Pero la capacidad de construir matices, cinematográficos o políticos, no está en el horizonte de Animal: cuando Antonio ingresa al lugar donde viven Elías y Lucy, el film se asfixia con sus propios estereotipos vergonzosos. Lo que vemos es un edificio tomado, con pasadizos mugrosos, un Cristo rodeado de velas, drogadictos reventados en el piso y gente pobre que parece ocupar la propiedad sólo por capricho.

 Es que, como dice Antonio, “son todos unos vagos”. Así se forja el imaginario de clase paupérrimo que justifica el sentido común y diluye la desigualdad del capitalismo para instalar un mito. Según la meritocracia, cada uno tiene lo que le corresponde. El pobre es pobre porque no se esfuerza. Y no hace falta mucho trabajo para correrse de la película y escuchar discursos semejantes, más acá de la pantalla: “Nadie que nace en la pobreza en la Argentina hoy llega a la universidad”, dijo María Eugenia Vidal recientemente. “La única forma de que no haya cartoneros es que no haya cartón”, retrucó más tarde Horacio Rodríguez Larreta. Ese es el paisaje moralista sobre el cual se mueve Animal. Con esta mirada política va a justificar, por ejemplo, una escena donde la policía reprime y desaloja a los ocupas. Cada una de las decisiones narrativas del film está dirigida a empatizar con aquella idea.

A medida que el film avanza, Antonio no se cansa de repetir que el sistema es una mierda, que nada funciona. Y la única salida imaginable a ese sistema adquiere una modalidad individual, egoísta y conservadora. El pobre rico va a descender a la violencia para lograr su propia salvación. Esa maña narrativa la asemeja a películas recientes como Relatos salvajes y El sacrificio de un ciervo sagrado; pero el animal de Armando Bó evolucionó en una bestia reaccionaria que hace ver a los otros dos como si fueran un par de cachorros enternecedores. El nihilismo barato de Animal no es otra cosa que misantropía, odio de clase y a la humanidad entera. Esa es la película que ya arrastró a más de 300 mil espectadores a las salas de Argentina. Una atracción acorde a los tiempos.

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