Contra el cine efectista: una entrevista con Alejo Moguillansky

El Cineclub Municipal estrena La vendedora de fósforos, una comedia del director porteño Alejo Moguillansky. En diálogo con La Nueva Mañana, el realizador reflexiona acerca de su película, donde desafía los límites entre la ficción y el documental, la creación de imágenes y la vida cotidiana, la comedia y la política.

La vendedora de fósforos 01La vendedora de fósforos (2017), Alejo Moguillansky

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada originalmente el 18/06/2018 en La Nueva Mañana

 

Hay que redescubrir el cine de Alejo Moguillansky. Quizás sus películas hayan quedado relegadas a un pequeño círculo cinéfilo. Y es posible también que la magnitud del cine de Mariano Llinás, su compañero en la productora El Pampero, haya eclipsado los juegos cinematográficos sutiles de sus propias películas. Pero La vendedora de fósforos, el film de Moguillansky que se verá hasta el martes en el Cineclub Municipal, es la prueba más fehaciente de una obra cinematográfica que atesora cierta sensación de aventura y exploración poco usual. Un cine de riesgo, donde las imágenes abren puentes entre dos mundos aparentemente disímiles. Por un lado, los intentos reales del compositor Helmut Lachenmann por montar una ópera en el Teatro Colón, mientras los trabajadores están en huelga. Por otra parte, la comedia ficticia de una familia que intenta sostenerse económicamente haciendo música.

Con El loro y el cisne y El escarabajo de oro, Moguillansky ya había comenzado a aproximarse a un método de creación liberado de las estructuras más clásicas. La ficción de sus películas no empiezan en las páginas vírgenes de un guion sino en los elementos vivos que laten a patadas en la realidad. Puede ser el registro documental de una compañía de danza, el rodaje de una película o el paro en un Teatro estatal sindicalizado. Entonces los personajes y el relato se descubren a partir de aquellos sucesos, generando una comunión misteriosa entre el artificio y lo documental. Las preguntas que abren los films de Moguillansky son de carácter meta-reflexivo: cómo se configuran los mecanismos de ficción y hasta qué punto se vuelve indiferenciable la creación de imágenes de la vida cotidiana.

***

moguillansky-alejo (1)Alejo Moguillansky. Fotografía: Laura Morsch Kihn

 

Quería que me cuentes un poco sobre la génesis del proyecto y cómo pasaste de filmar un documental sobre el Teatro Colón a construir una ficción en torno a eso

La película nació como un documental por encargo del Teatro Colón en el año 2014. Empezamos a filmar un sonidista y yo y ahí empezó a pasar algo muy divertido, que era la música en sí misma. Lachemann trabaja con la resistencia del instrumento a producir el sonido para el cual está pensado; es una música muy a contramano del instrumento, en un sentido inverso. Y de repente empezamos a encontrarnos con una especie de comedia. Los músicos del Colón, que están más acostumbrados a interpretar piezas clásicas, estaban haciendo un disparate. Eso era gracioso por un lado. Y por otro lado pasó esto que se ve en la película: había un paro nacional de transporte que influyó en los horarios de ensayo de la Orquesta. Eso obviamente  generó conflictos entre la orquesta y la dirección del Teatro, donde el gremio de la Orquesta reclamaba sus derechos. Y en eso había una imágen graciosa y paradójica: verlo a Lachenmann, este compositor que viene del marxismo más radical de la Alemania de los ‘70, enfrentado a una Orquesta sindicalizada en Latinoamérica. Esa es una imagen en la cual se organiza el resto de la película.

Después pasó esa misma semana que hubo una reunión entre Lachenmann y Margarita Fernández, una de las pocas personas que interpretan la música de Lachenmann en piano en Buenos Aires. Entonces había como dos círculos: uno íntimo, que se había dado en esa reunión entre ellos, y había un círculo político que estaba en las circunstancias mismas de filmar en un teatro estatal. Cuando uno filma en un lugar del Estado, todo va a estar naturalmente atravesado por la política. Entonces yo empecé a editar ese material y a interesarme por eso, sin tener la más pálida idea de a dónde iba a ir. Y empezamos a trabajar junto a la actriz María Villar en la casa de Margarita Fernández, filmando escenas que nosotros considerábamos que podían completar el material de la Orquesta, sin tener la más remota idea de guión. Ni siquiera personajes: eran dos personas ahí hablando y Margarita tocando cosas de Schubert.

¿Eso lo fuiste trabajando a partir de ensayos?

No, íbamos a filmar. Yo tenía idea de algún texto, pero no mucho más que eso. También sucedía en una circunstancia de creación muy colectiva en rodaje. Todavía no sabíamos bien qué tipo de película estábamos haciendo, así que se fue haciendo con todos pensando, opinando y por un gusto por reunirse a filmar. A todos nos divertía mucho y nos daba mucho goce ir a filmar juntos. Y también empezamos a escribir un relato para que ese grupo siga vigente. Y ahí fue que le inventamos a María el personaje de una hija, que terminó siendo mi propia hija. Y recién ahí dijimos: “che, bueno, quizás esto es una película, quizás Marie y Margarita son personajes”. Ahí creamos la idea de una familia y lo llamamos a mi amigo (el actor) Walter Jakob. Pero el relato más bien fue una respuesta a la necesidad de filmar y a unir puntos que nosotros intuíamos que tenían algún tipo de alianza pero que había que sedimentarla.

¿Cómo fuiste construyendo las escenas con Walter en el teatro? Porque ahí aparece el momento más fuerte donde coexisten ficción y realidad.

Se fueron dando. Walter tiene la particularidad que él había hecho alguna que otra Ópera contemporánea. Eso ya era algo. En un momento pensamos que el vínculo entre Marie y Margarita resultaba ser un vínculo laboral y no se nos ocurrió mejor idea que su marido tenga una relación laboral con la otra mitad de la película, que eran los ensayos. De manera tal que empezamos a ir al Colón con las complicaciones obvias que amerita eso. Entrar al Colón es un círculo interminable de autorizaciones, como sucede en toda institución pública. Pero se logró entrar al Colón con Walter a inventar escenas que sucedieran durante los ensayos que ya teníamos filmados.  

 

La vendedora de fósforos 02

 

Hay algo que se percibe en la película que tiene que ver con la flexibilidad de la estructura narrativa, que da cierta sensación de estar viendo un laboratorio donde la ficción se construye a medida que avanza la película. ¿Las escenas las llevabas escritas desde antes o había cierto lugar a la espontaneidad?

Sí, la película es de una flexibilidad constante y una porosidad continua. Al mismo tiempo esa sensación que se puede percibir como algo experimental, para nosotros no era así. Era como la manera más natural y elocuente de hacerlo. Lo experimental hubiera sido sentarse a escribir un guion al borde del abismo y salir a filmarlo con una manera completamente burocrática. Eso hubiera sido lo raro. Esta es una película que está más bien pensada para filmarse y escribirse durante el rodaje. En ningún momento nosotros tuvimos la sensación de que estábamos haciendo algo experimental. Más bien sentíamos que estábamos filmando una historia. Y que estábamos todo el tiempo pensando cuál era la manera verdadera y justa de que esa historia tuviera lugar.

Pensaba un poco en lo que mencionabas antes sobre la música contemporánea y cierta tensión con los músicos del Colón, que estaban más acostumbrados a tocar piezas clásicas. Tu película, más allá de que cuenta una historia, no está atada a una estructura clásica. ¿Qué posibilidades crees que se abren en tu cine al trabajar de esa forma?

Es un modo. No es algo pre-planificado, pero yo ya había trabajado de manera parecida en El loro y el cisne. El escarabajo de oro, mi tercera película, es en buena medida un documental sobre sí mismo, una película que narra su propia génesis. Antes de eso filmé una película que se llama Castro, donde había un guion muy premeditado. Pero también había cierta relación con lo documental porque está filmada en la ciudad de Buenos Aires y en la Plata, en ciertos lugares donde lo real desborda por todos lados. Tenía una relación de choque. Estaba esa materia de lo real y adentro se establecían unas partituras muy escritas. Había algo de la escritura y de la caligrafía de la película que estaba generando una especie de borde filoso para con esa materia documental. Después yo tuve la necesidad de borronear ese borde filoso.

Y por otro lado fue apareciendo cierto disgusto con la idea del guion, de sentarse a escribir un guion de la nada, en una especie de página en blanco donde uno inventa. Yo le tengo demasiado respeto a la ficción y la imaginación. Y si la ficción no es imaginativa me parece, justamente, poco imaginativa. Quizás como respuesta a eso surge la necesidad de fundar imágenes. Imágenes que me convenzan a mi y que sean más imaginativas que cualquier relato que yo pueda escribir con aristas de guionista o de autor. No me siento a gusto con ese rol. Me disgusta mucho verle los hilos a una narración. Todo el tiempo que veo eso percibo ingenuidad, problemas y mala fé. Y en ese sentido, en esta película las imágenes están dadas. Vienen del mundo, no vienen de una especie de creador. Y vos te das cuenta cuando algo es documental y cuando algo es ficción. La película no está intentando marear a nadie, más bien dejando en claro sus reglas. El contrato que tiene la película para con quien la mira, quiero creer, es bastante sincero. Pero también como eran sinceros los policiales negros en la era del cine clásico en Hollywood. Vos ibas, te sentabas a ver una película de Siodmak o Lang y era sincero también. Vos veías un policial y sabías cómo eran las reglas, sabías que tenías un misterio que había que develar, sabías que había un asesino. Había un pacto bilateral entre quien mira la película y la película.

 

LVDF1

 

¿Cómo ves ese “contrato” en el cine contemporáneo?

A mi me da la sensación que eso se perdió un poco en los relatos más clásicos hoy, donde todo tiene que ver más con buscar el efecto, con sorprenderte, con impresionarte. Como una especie de economía de las impresiones y de los efectos, que no me parece muy buena ni muy noble. Yo prefiero volver a cierto contrato con las películas donde la relación es un poco más armónica, más justa. Donde uno dialoga con la película y la película dialoga con uno, donde uno mira la película y la película lo mira a uno. En vez de que la película sea una especie de objeto tirano que nos manipula de acá para allá, que nos hace creer cosas. No me interesa ese tipo de situaciones y más bien quiero creer que estas películas militan por un tipo de relación a escala humana.

Eso le otorga cierto rasgo meta-reflexivo, donde la película parece estar pensándose a sí misma. ¿Fue algo que te interesaba explorar?

Sí, a mi me interesa que las películas puedan pensar ellas mismas. Y que uno pueda acceder a un pensamiento y pensar junto con ellas. La porosidad no es solamente con el material documental sino que es un poco más grande. Son películas que pueden pensar, que generan espacios y tiempos donde existen pensamientos. Incluso sobre su propia condición como película, como relato. Pero sí, es una dimensión crítica y reflexiva para crear ciertas mesetas que no tienen nada que ver con esa idea del cine de autor como algo lento donde el espectador se distancia de la película. No, son películas que invitan a pensar en la misma medida que ellas se piensan a sí mismas.

Volviendo un poco sobre lo que decías antes, sobre ese cine del shock y del efecto del cual te distanciás. ¿Hay ciertas influencias o tradiciones del cine donde sí pensás tu película?

Hay cineastas que yo admiro mucho y trato de parecerme a ellos todo lo que puedo. Básicamente Renoir. Ese gusto por las comedias que habita las películas que yo hago viene de Renoir y viene de la comedia italiana también. Bueno, y Renoir es como el más italiano de los franceses. Pero esa especie de situación de muchos personajes y de confusión y malentendidos es un gusto que yo tengo o un lenguaje que no me lo puedo sacar de encima a esta altura. Yo diría que Renoir es ese cineasta al que miro. Y después está Godard, siempre presente. También ese gusto por las películas que piensan es algo que inventó Godard. Y uno ve su cine y son películas que efectivamente están pensando y que tienen  una emocionalidad que viene de la materia misma de la película. No viene de la identificación con un personaje o con otro, o con un golpe de efecto, o la tragedia. No, la tragedia es la película misma. Entonces yo me siento muy aferrado a la materialidad del cine, que sobre todo viene de Godard.

* La vendedora de fósforos se ve hasta el martes 19 de junio en el Cineclub Municipal.

Animal rabioso lucha contra los Pobres-termita

Animal, el nuevo film de Armando Bó, intenta convencernos de que un hombre privilegiado es una víctima. Con una puesta en escena y actuaciones falsas, la película sólo es genuina en su misantropismo: odio de clase y a la humanidad entera, filtrado a través de una mirada cinematográfica solemne.

1_sq1VAQ03RDRYYrI2Q5ThIw Animal (2018), Armando Bó

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada originalmente el 11/06/2018 en La Nueva Mañana

 

 Hombre bueno se convierte en hombre malo. Esa es la premisa básica con la que uno se quedaría corto al describir Animal, la nueva película de Armando Bó que es un éxito de taquilla en Argentina. Guillermo Francella, el protagonista estrella, borra las líneas entre “tipo bueno” y “tipo boludo” cada vez que imposta una voz insulsa mientras el mundo lo pasa por encima: el objetivo es convencernos vulgarmente de que Antonio, su personaje, es una pobre víctima destinada a estallar. Una pobre víctima que es gerente en un frigorífico, que gana lo suficiente como para tener una casa lujosa y redecorar la cocina sin necesidad alguna, pero que aún así no puede conseguir el trasplante de riñón que tanto necesita.

Me gustaría decir que esa última línea fue un juego de palabras propio de este escrito, pero en verdad es un texto que el mismo Francella tiene que actuar sin ironías. De esa manera podría resumirse el sentido de humor involuntario de Animal, film que nunca parece consciente del nivel de ridiculez que exuda cuando busca presentarse como un drama importante, con famosos que actúan seriamente y movimientos de cámara que confunden capricho por creatividad.

Sólo la primer escena es suficiente para dar cuenta de las pretensiones vacías de esta película: la cámara rebota sobre los personajes como si fuera una pelota de ping pong, escurriéndose en cada rincón de la casa para señalarnos hasta el hartazgo que Antonio tiene una familia feliz. Es una escena que posee la misma sutileza de una publicidad de Mastercard, con la salvedad de que está filmada de manera aparentemente compleja. Pero a no engañarse, porque en pocos segundos se devela la artificialidad en esa coreografía de cámara y cuerpos, donde uno casi puede ver a los actores contando sus pasos para no salirse de cuadro antes de tiempo. Es un gesto calculador que se repite de principio a fin, a tal punto que Bó nos invita a señalar una paradoja: si Antonio es presentado como un tipo contenido y autocontrolado, Animal parece estar filmada por su propio protagonista. Lo cual es otra manera de decir que parece concebida por un hombre rico y reprimido que estudia cada una de sus decisiones para “hacer bien las cosas”.

2018052815223520694

Por más sugerencias provocadoras que pretenda su título, no hay nada de animal, espontáneo ni liberador en la película. A la cámara frígida le corresponden interpretaciones en la misma temperatura. Carla Peterson ensaya una voz narcotizada que hace ver a su personaje como una ingenua sin matices, mientras Francella hace todo lo que puede por dejarnos en claro que Antonio se esfuerza en ser buena gente. Cualquier posibilidad de expresar alguna verdad emocional queda tapada en esa seriedad impostada: los actores actúan exclusivamente por y para la cámara, pero entre ellos no sucede nada genuino.

En su defensa, los diálogos de Animal son tan acartonados que hasta al mejor actor le costaría inyectarles algo de vida: “No entiendo por qué no podés confiar en el sistema como todo el mundo”, grita histérica la Peterson en lo que seguramente sea (accidentalmente) una de las escenas más graciosas que regale el cine argentino este año. Esa solemnidad irrisoria alcanza su punto culminante sobre el final, cuando la película se desvía hacia una secuencia de pretensiones poéticas, con música de ópera sonando de fondo. La escena empieza en una sala de cirugías, sigue en un mar soleado y termina “adentro” del cuerpo del paciente, donde el torrente de sangre avanza como un río mientras los coristas alcanzan una nota de éxtasis total. La palabra “solemne” acá se queda corta.

Con todo esto, sería un error creer que el hermetismo estético de Animal la convierte en una película encerrada en sí misma. Ese circo de simulaciones robóticas está arañado por las secuelas de lo real; marcas dramáticas y políticas que se inscriben cuando los personajes intentan remitir a algún agujero oscuro de nuestro propio mundo. La tensión entre clases sociales se vuelve así evidente con la aparición de Elías y Lucy, una pareja desempleada que ofrece donar un riñón a cambio de una casa. Pero la particularidad de ellos es que son pobres por elección propia. “El trabajo no es para mí”, se justifica Elías en lo que es sólo el comienzo de una mirada mezquina y prejuiciosa sobre las clases populares. Armando Bó va a usar casi dos horas de película para retratar a estos personajes como un par de vividores; se acercan a Antonio con la única intención de explotarlo, igual que las termitas invaden las casas hasta comerse lo que no es suyo.

En última instancia, la visión política de Animal podría relativizarse si mostrara otros personajes de la misma clase social que actúen diferente. Es decir, del mismo modo en que todos los ricos del film no son tan insufribles, todos los pobres podrían no ser tan malos. Pero la capacidad de construir matices, cinematográficos o políticos, no está en el horizonte de Animal: cuando Antonio ingresa al lugar donde viven Elías y Lucy, el film se asfixia con sus propios estereotipos vergonzosos. Lo que vemos es un edificio tomado, con pasadizos mugrosos, un Cristo rodeado de velas, drogadictos reventados en el piso y gente pobre que parece ocupar la propiedad sólo por capricho.

 Es que, como dice Antonio, “son todos unos vagos”. Así se forja el imaginario de clase paupérrimo que justifica el sentido común y diluye la desigualdad del capitalismo para instalar un mito. Según la meritocracia, cada uno tiene lo que le corresponde. El pobre es pobre porque no se esfuerza. Y no hace falta mucho trabajo para correrse de la película y escuchar discursos semejantes, más acá de la pantalla: “Nadie que nace en la pobreza en la Argentina hoy llega a la universidad”, dijo María Eugenia Vidal recientemente. “La única forma de que no haya cartoneros es que no haya cartón”, retrucó más tarde Horacio Rodríguez Larreta. Ese es el paisaje moralista sobre el cual se mueve Animal. Con esta mirada política va a justificar, por ejemplo, una escena donde la policía reprime y desaloja a los ocupas. Cada una de las decisiones narrativas del film está dirigida a empatizar con aquella idea.

A medida que el film avanza, Antonio no se cansa de repetir que el sistema es una mierda, que nada funciona. Y la única salida imaginable a ese sistema adquiere una modalidad individual, egoísta y conservadora. El pobre rico va a descender a la violencia para lograr su propia salvación. Esa maña narrativa la asemeja a películas recientes como Relatos salvajes y El sacrificio de un ciervo sagrado; pero el animal de Armando Bó evolucionó en una bestia reaccionaria que hace ver a los otros dos como si fueran un par de cachorros enternecedores. El nihilismo barato de Animal no es otra cosa que misantropía, odio de clase y a la humanidad entera. Esa es la película que ya arrastró a más de 300 mil espectadores a las salas de Argentina. Una atracción acorde a los tiempos.