El director Juan Villegas y la actriz Pilar Gamboa llevan adelante Las Vegas, una comedia sobre dos adultos que dejaron de ser pareja pero siguen comportándose como adolescentes confundidos. Con ecos de las viejas comedias hollywoodenses, el film sostiene una simpleza que forma parte de su encanto y de sus limitaciones. Se verá desde el jueves en el Cineclub Municipal
Las Vegas (2018), Juan Villegas
Por Iván Zgaib
*Esta nota fue publicada originalmente el 27/05/2018 en La Nueva Mañana
Cuando Las Vegas se estrenó en el último BAFICI, se anunció a bombos y platillos que era una comedia. Un detalle nada menor si se tiene en cuenta que Juan Villegas, el director, emergió de una generación que renovó el cine nacional sobre fines de los ‘90; él integró ese momento seminal y más próximo al circuito independiente actual, donde no suele explorarse la comedia (salvo en casos aislados, como los de Ana Katz o Martín Rejtman). Que Villegas haga esta película ahora no es peculiar sólo por eso, ni porque él haya pasado varios años sin filmar una ficción (ocho, desde Ocio), sino también porque Las Vegas es un exponente distinto a las comedias nacionales mainstream que se han ganado la taquilla estos últimos años.
A diferencia de Una noche de amor, Me casé con un boludo o Recreo, el universo de Villegas no forma parte de una fantasía de clase donde los personajes acartonados y sus decorados de diseño son desvergonzadamente ricos. Tampoco es un film que se mueva a los tropiezos con guiones televisivos, chistes costumbristas ni imágenes prístinas que parecen salidas de una campaña publicitaria. Las Vegas es, ante todo, una película de personas más o menos comunes, más o menos frustradas y más o menos felices que hacen lo que pueden para estar bien. Y es, también, un film que transita con orgullo, y a veces con elocuencia, los puentes que la conectan a ciertas tradiciones cinematográficas; particularmente el “screwball” estadounidense, esas comedias de enredos protagonizadas por las viejas estrellas de Hollywood en los años ‘30 y ‘40. El magnetismo que irradiaban esos actores era semejante a la fascinación eléctrica entre sus personajes: hombres y mujeres que orbitaban una batalla de poder continua, casi histérica y ridícula, sólo para descubrir que, como si fuera una jugada del destino, volverían a caer en sus respectivos brazos, enamorados sin remedio.
En el comienzo de Las Vegas, esa herencia clásica es abrazada y torcida levemente. Villegas es preciso y económico para presentar a Laura (Pilar Gamboa) y Pablo (Valentín Oliva), dos personajes que llegan a pasar el Año Nuevo en Villa Gesell. Ella es impulsiva y poco tolerante, él un adolescente callado pero inteligente. Lo que no se resuelve desde cero es la naturaleza de su relación. Y el director juega con un misterio similar cuando otro par de personajes entra en escena: la cámara registra una conversación entre Pablo y su vecina, luego la sigue a ella mientras camina sola y en el trayecto la abandona para detenerse en Martín (Santiago Gobernori), un tipo que acaba de llegar al mismo edificio con su nueva pareja.
Con esa puesta en escena coreográfica, Villegas une dos universos que están a punto de colisionar. Lo que a primera vista es desconocido por los espectadores (¿cuál es el vínculo o qué pasará entre estos personajes?) luego se devela en toda su ambigüedad: que a pesar de parecer hermanos, Laura y Pablo son madre e hijo. Que aunque ellos están distanciados de Martín, él es la ex-pareja de ella y el padre del pibe. Que si bien Pablo es un adolescente, usualmente se comporta como si fuera el adulto y sus viejos siguen siendo, después de tantos años, un par de pendejos enamorados en secreto. La convivencia accidental y forzada en Gesell es el disparador que va a poner a prueba esos vínculos.
El modo en que Las Vegas se desarrolla de ahí en adelante es de una simpleza que a veces resulta encantadora, cuando no limitante. Los protagonistas tienen rasgos claros y tipificantes pero adquieren espesor en la carne viva de sus actores. El personaje de Pilar Gamboa, por ejemplo, podría ser simplemente insoportable con su griterío constante, pero devela facetas escondidas cada vez que la actriz se muestra vulnerable. Los gestos pequeños y los silencios repentinos de Gamboa expresan la incomodidad que esconde con cada brote verborrágico. Algo similar sucede con la actuación de Valentín Oliva, que se mueve delicadamente desde el cansancio por su madre a los actos tímidos de amor para protegerla.
Pero Las Vegas sufre de una falta de equilibrio que la hace tambalear un poco: los gags reiterados (y coreografiados de manera evidente a través de planos extensos) tienden a hacerle sombra a la verdad emocional que entrelaza a sus personajes. En esos momentos, la simpleza narrativa queda desprovista de matices, dramáticos o de cualquier otro tipo. En ese sentido, la potencia conmovedora del vínculo entre madre e hijo aparece de manera mucho más débil entre los personajes de Laura y Martín. Si las viejas películas hollywoodenses utilizaban cada minuto para convencernos de que sus parejas debían estar juntas, Las Vegas tiende a quedarse varada en chistes repetitivos donde la atracción sexual y afectiva de la ex-pareja resulta forzada más que inevitable.
Volver a mirar la tradición del género puede servir para iluminar un poco esto: películas como La costilla de Adán (1949), Sucedió una noche (1934) y Al servicio de las damas (1936) complejizaban las aristas de la comedia al poner en juego nuevas dinámicas de la relación entre hombres y mujeres, o al abrir la ficción a la coyuntura de la crisis económica que vivía Estados Unidos. Pero Las Vegas queda un poco desprovista de otros elementos que abran el género clásico hacia ciertas particularidades. Ni siquiera el espacio de Gesell parece explorado verdaderamente; aunque la película muestra la costa “en temporada” (a diferencia de films argentinos anteriores), la playa se ve vacía y queda relegada a una suerte de decorado universal, sin pulso ni rasgos propios. Sólo una escena en el auto traza una relación interesante, quizás aislada, entre el pasado de Martín y Laura y el de la arquitectura de Gesell.
Como contra-cara, la ligereza de Las Vegas parece más potente cuando descubre su corazón esperanzador: el cariño con que mira a sus personajes, a quienes reconoce imperfectos pero amables, y el salto de fé que toman ellos por aceptarse tal cual son. En ese sentido, la última película de Villegas funciona casi como una inversión de Sábado, su ópera prima. Si allá la ridiculez de las relaciones amorosas se vivían con desencanto, acá se abrazan con una convicción casi romántica; de que las relaciones son difíciles, pero vale la pena jugarse por ellas; de que sus personajes siguen siendo adolescentes enfrentando el mundo adulto, pero van a intentar hacerlo con gracia. Después de todo, van a estar bien.
*Las Vegas se verá desde el jueves 31/05 en el Cineclub Municipal Hugo del Carril