Manual de superación para chicos que odian el planeta

Tres anuncios por un crimen, una de las películas candidatas al Oscar, presenta de manera violenta un mundo sanguinario que odia a las mujeres, los negros y cualquier minoría.  El eje dramático gira en torno a un crimen irresuelto que es mirado desde una narración obvia, sin lugar al misterio.

THREE BILLBOARDS OUTSIDE OF EBBING, MISSOURIThree Billboards outside Ebbing, Missouri (2017), Martin McDonagh

  

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada originalmente el 29/1/2018 en La Nueva Mañana

1.

Ya es esa época del año. Las nominaciones al Oscar se anuncian como si fueran una sorpresa, los especialistas empiezan a jugar a las apuestas y las salas de cine especulan con atrapar espectadores en sus cuartos oscuros. Tres anuncios por un crimen es una de las primeras candidatas en llegar a la Argentina y viene con 7 nominaciones a cuestas. Pero lo que parece una comedia irreverente del director británico Martin McDonagh pronto devela el espíritu de corrección política que suele atraer a los votantes de la Academia: un drama moralista de superación personal, donde hasta un personaje homofóbico y racista tiene la oportunidad de comenzar de nuevo.

2.

Contra todo lo trillado que pueda parecer el desarrollo del filme, su inicio expone un universo conectado con el clima contemporáneo. En Ebbing, un pueblo apagado del sur estadounidense, Mildred lo está pasando como la mierda. Su ex esposo golpeador sale con una chica de 19 años, su hija adolescente fue asesinada por un violador hace 7 meses  y las fuerzas de seguridad no hacen nada para encontrar al responsable. El policía Willoughby quiere hacer callar sus reclamos mientras el oficial Dixon prefiere pasar el día deteniendo y golpeando a ciudadanos negros inocentes.

Entonces parte de la tensión dramática se sostiene por la convicción de Mildred. No importa cuánto la apuren y la quieran disuadir, la mujer tiene ovarios de acero y se va a bancar todo hasta hacer justicia. Ahí, un diálogo que se abre con lo real: la heroína feminista hace eco de un movimiento que se está visibilizando desde el Me Too Hollywoodense hasta la Argentina de Ni Una Menos. El mundo machista, principal antagonista del filme, encarna la violencia de género que se discute en distintos costados del mundo. Y la policía impune es un emblema universal que Estados Unidos ha actualizado recientemente con el ataque hacia la población negra.

3.

Parece extraño que, en su afán de torcer el arco dramático de los personajes, el filme convierta a Dixon en el anti-héroe que logra redimirse. El personaje interpretado por Sam Rockwell está confeccionado desde un principio para ser el malo. En más de una escena lo vemos como un monstruo violento que hace uso de su placa policial sin ningún tapujo.

Hay incluso un momento en que la cámara se obsesiona tanto con la impulsividad del personaje que decide seguirlo sin cortes de montaje en una caminata frenética. Dixon sube unas escaleras, entra sin permiso a una oficina y tira por la ventana a un publicista. Es decir que como espectadores acompañamos al personaje descontrolado. El segundo a segundo del plano secuencia corta cualquier tipo de distancia y nos obliga a compartir la faceta más horrorosa de su criatura. Y después de todo eso, es válido preguntar cómo o por qué Dixon encuentra el camino de la redención, dejando de lado sus mañas y ayudando a Mildred a encontrar al asesino.

4.

Cuando el villano se convierte en chico bueno, McDonagh recurre a una sola escena tan cómoda como ridícula: un personaje que muere repentinamente le deja una carta a Dixon y le dice que lo entiende, que en realidad no es malo, que sufrió por quedarse sin padre y tener que cuidar a su madre solo. Es un momento que obstruye cualquier posibilidad de reacción libre por parte de los espectadores, señalándonos cómo debemos entender a los personajes y cómo sentirnos por ellos.

La misma escena se sigue regodeando con un tono que parece hasta paródico: “El odio nunca resuelve nada” dice la voz en off de la carta, mientras el montaje abandona a Dixon y muestra a Mildred prendiendo fuego la central de policía. ¿Puede volverse más obvio todo? Sí, cuando la protagonista encuentra a un ciervo caminando por la ruta y le empieza a contar sus penas. En ese momento podemos entender que la carta fantasma no está dirigida a Dixon sino a nosotros y que el animal hecho con efectos especiales no es otra cosa que una burda representación de los espectadores.

5.

La transformación de Dixon aparece como consecuencia de una carta donde le dicen qué tiene que hacer. Él va a obedecer sin ningún tipo de duda y el filme espera lo mismo de su audiencia. La dirección y el guion de McDonagh van a buscar disciplinarnos para responder a sus juegos dramáticos. Si la cámara se apega a Dixon, será para hacernos sentir mal porque él está sólo en el bar y en el fondo del plano hay gente que comparte mesa con amigos.

 El reduccionismo dramático y lineal de la película (un policía es racista porque tiene una madre abusiva) no puede ser otra cosa que contradictorio con su tema. Tres anuncios por un crimen es parte un western de gente que lucha por el poder en un pueblo y parte un policial sobre un asesinato, pero está exento de misterio. Mientras los personajes pelean por descubrir la verdad, los fines y efectos calculados de la película están completamente a la vista.

6.

Un capítulo aparte merece la representación de la violencia, problemática a repensar en todo el cine contemporáneo. El filme de McDonagh se mueve en dos senderos: quiere decir algo sobre el estado sanguinario del mundo, pero no encuentra otra forma de hacerlo que reproduciendo esa violencia. La cámara no duda en espiar las fotos de una chica violada y prendida fuego, del mismo modo en que se contenta con observar un suicidio. Y así, lo que parece volver provocadora a la película no hace más que sellar su corazón conservador. Es que en el fondo, Tres anuncios por un crimen dejó de preguntarse por qué es válido mostrar ciertas cosas. Y el cine, en el mejor de los casos, implica un criterio sobre lo que queda fuera de cuadro. En la candidata al Oscar no existe semejante sutileza.

Hermosos rebeldes

Recién estrenadas en la plataforma MUBI, las comedias de Julian Radlmaier pueden leerse metafóricamente: trabajadores llenos de sueños empujan para hacerse lugar en el paisaje elitista del cine contemporáneo. Así, el director alemán interroga las posibilidades de imaginar el fin del capitalismo.

images-w1400Self-criticism of a burgeois dog (2017), Julian Radlmaier

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada originalmente el 22/1/2018 en La Nueva Mañana

 

 El comunismo es un espíritu errante que está dando vueltas por la calle; dicen que se escapó de un museo. Y eso que puede sonar a un juego de palabras es, literalmente, el disparador narrativo del primer filme realizado por Julian Radlmaier, donde la utopía revolucionaria se convierte en el fantasma de un poeta soviético. Los personajes lo van a perseguir, lo van a observar, lo van anhelar desesperadamente. En ésta y en todas las películas de Radlmaier, la revolución es esperada como si fuera un Mesías llegando de alguna dimensión desconocida.

También hay un momento de esta filmografía donde Francisco de Asís huye de una pintura del siglo XV y termina en la Alemania actual rezando por la llegada del comunismo. ¿Se volvió el fin del mundo capitalista una suerte de creencia mística, lejana, esperanzadora? ¿Habrá que rezarle a la transformación social como algunos piden por el bienestar de sus seres queridos? Esa puede ser, en principio, una de las marcas distintivas del cine absurdo, surrealista, profundamente cómico y político que ha realizado hasta ahora este joven director alemán. Radlmaier filmó una idea débilmente representada en el cine actual: la revolución como un horizonte digno de ser repensado.

La posibilidad de la transformación social ha sido abordada principalmente por el documental. Películas recientes como No Intenso Agora de Salles o A Feeling Greater Than Love de Jirmanus Saba revisan con melancolía las rebeliones del pasado. Por otra parte, los filmes ficcionales suelen engendrar fantasías indies donde el capitalismo avanzado se ha comido todo, incluidos los ideales. Nocturama de Bertrand Bonello es una de esas películas cínicas que termina mostrando la resistencia política como un acto superficial de jóvenes caprichosos. Y un costado diferente es explorado por los filmes que observan el accionar político bajo la óptica de las elites hegemónicas: The Minister, The Iron Lady y La Cordillera vienen de distintas partes del mundo a conformar aquel imaginario.

Entonces la obra de Radlmaier podría, quizás indirectamente, confrontar aquel escenario. Sus protagonistas no son hombres y mujeres del poder, sino trabajadores comunes y corrientes. En sus películas la palabra “clase social” ya no parece salida de un manual vencido como algunos quieren hacer creer actualmente. Por eso la narración de A Proletarian Winter’s Tale, el segundo filme de Radlmaier, funciona casi como una metáfora de su propia obra: la de unos trabajadores llenos de sueños que luchan por colarse en una fiesta a la que no fueron invitados.  Ese es el paisaje privilegiado del cine contemporáneo.

Toda la línea dramática de aquella película está trazada sobre una situación mínima. Un grupo de empleados pasa el día limpiando un castillo donde se va a inaugurar una muestra de arte. Una de las hazañas del director puede encontrarse en los modos que elige para poner en escena la distancia entre aquellos trabajadores y sus empleadores pacatos. Cuando se inicia el evento, por ejemplo, el organizador está obsesionado con esconder al servicio de limpieza para que ningún invitado importante los vea.

 Entonces Radlmaier utiliza el espacio para expresar aquella separación. Un plano de la fiesta llena de invitados bien vestidos, tomando champagne y escuchando música clásica es seguido por habitaciones desoladas: las escaleras que se alejan de la sala principal, un pasillo donde las paredes se comen todo el oxígeno, un cuarto oscuro en el que los trabajadores juegan a las cartas. Todos los rincones lujosos de aquel palacio son utilizados para dar forma a la desigualdad de clases. Por eso una escalera de caracol no es un decorado inocente; también puede volverse un elemento arquitectónico que devela las relaciones verticales del trabajo. Un solo plano es necesario para componerlo: el empleador llorisquea desde arriba porque China está quitándole protagonismo mundial a Alemania, mientras el empleado lustra los escalones de un piso más abajo.

Un buen perro sabe dónde está parado 

   maxresdefault (1)Self-criticism of a burgeois dog (2017), Julian Radlmaier

El cine de Radlmaier expresa un amor dulce por la pintura. En todas sus películas hay museos, cuadros y esculturas que se contemplan de manera diferente por las clases altas y trabajadoras. Pero esta inquietud además es elaborada internamente desde la puesta en escena: la cámara inmóvil organiza cada plano de forma pictórica, cuidando el equilibrio y utilizando los elementos del espacio para trazar líneas, encierros y aperturas.

Nunca una aproximación más adecuada que en Autocrítica de un perro burgués, la película donde los personajes se preguntan sobre las posibilidades de imaginar la utopía revolucionaria. Ahí, la precisión de cada plano genera ambientes calculados, casi inamovibles. Y Radlmaier acompaña el carácter estático de sus composiciones por pasajes donde el movimiento es posible. Las nubes que se desintegran sobre el cielo entregan el filme a un lirismo misterioso; las vemos  desplazarse, desprenderse, transformarse.  Hay otros elementos visuales que también sugieren posibilidades más allá de lo previsible: una puerta de escape en un cuadro bíblico, un OVNI que aparece en el cielo luminoso. La poesía de Radlmaier se entrega a la misma tensión de sus personajes, entre el cambio y la permanencia del mundo.

El director es inteligente y sabe que toda visión sobre lo real supone una mirada de clase, por más crítica que se muestre con el capitalismo. Por eso no deja de ser genial el carácter meta-reflexivo de su último filme, donde interpreta a un director algo narcisista e inocentón que filma (y subestima) a la clase trabajadora. El personaje va a terminar condenado a ser un perro que reflexiona sobre su propia condición social. Radlmaier cierra así con una autocrítica que funciona como un chiste en el universo ficcional, pero que reconoce asimismo las marcas de clase detrás de la cámara: las películas que estamos viendo no fueron filmadas por el proletariado. Su mirada sobre los personajes, sin embargo, es siempre amorosa. Y hay algo de ese gesto que resulta esperanzador. En el cine de hoy, quizás sea una utopía.

 

Los muñecos de plástico no dicen «te quiero»

Un nuevo año, un Woody Allen de estreno: La rueda de la maravilla, el filme más reciente del director neoyorquino, une a Kate Winslet y Justin Timberlake en una puesta en escena artificial donde todo parece falso e histriónico.

wonder-wheel-3840x2400-kate-winslet-4k-15886La Rueda de la Maravilla (2017), Woody Allen

 Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada originalmente el 8/1/2018 en La Nueva Mañana

 

Son los años 50, afuera hace calor y las personas actúan como si no estuvieran tristes. Pero La rueda de la maravilla comienza con uno de sus momentos más honestos. Justin Timberlake convertido en un salvavidas, maya de cuerpo entero apretada y pelo pegoteado en gel, mira directo a los espectadores. “Al ser un dramaturgo, me gustan el melodrama y los personajes más grandes que la vida”, dice con entusiasmo. Y lo que sigue en el nuevo filme de Woody Allen es más o menos eso: una clásica historia de deseo truncado teñida de tragedia y emociones exageradas.

En el parque neoyorquino de Coney Island vive Ginny (Kate Winslet), una mujer frustrada que pasa el verano limpiando mesas en un bar, peleando con su marido violento y evitando que su hijo piromaníaco prenda fuego la ciudad. Algo de su vida podría cambiar cuando empieza un romance oculto con Mickey (Timberlake), personaje que asume el primer guiño meta-ficcional de la película. Su voz en off y sus monólogos ante la cámara lo convierten en un narrador que a veces es omnisciente, en otros momentos participe y sobre la mitad desaparece y deja que el registro de Allen se encargue de avanzar la historia, desnudando la inconsistencia del recurso narrativo. Pero cuando Mickey anuncia los personajes y la historia sin disimular su carácter ficcional, La Rueda de la Maravilla pone al frente su eje dramático: es la tragedia de personas insatisfechas que se convierten en actores de sus propias vidas.

La puesta en escena del filme es, en ese sentido, insólitamente expresionista para Allen aunque acorde a lo que sucede a sus personajes. Se trata de un juego de filmaciones coreografiadas donde los protagonistas entran al plano de manera calculada, como si fueran actores moviéndose desde las bambalinas invisibles hacia el centro de un escenario teatral. Lo que vemos ahí es puro artificio: un espectáculo de luces esquizofrénicas transforman el parque de diversiones en un recurso expresivo de la fotografía.  El brillo que se desprende de la rueda de la fortuna inunda la imagen y cae sobre el rostro melancólico de Kate Winslet, mientras la relación entre las siluetas y el fondo hace ver a todos los personajes como figuritas pegadas a la fuerza sobre un álbum viejo.

Incluso los efectos especiales hechos en croma se ven tan falsos que uno se pregunta si están mal realizados o si fue una decisión estética adrede. La rueda de la maravilla, con su apariencia artificial, hace del espacio cinematográfico una casa de muñecas de plástico diseñada para personajes que sueñan con ser actores o poetas. Lo que les toca interpretar es, mal que les pese, un libreto en el que no creen: el de una vida tan forzada y armada como los sets y puestas de cámara que diseñan Woody Allen y sus colaboradores.

Esa conjugación entre contenido y forma da lugar a pasajes interesantes, pero la película nunca termina de soltarse de un guión lleno de obviedades. En el fondo, La rueda de las maravillas responde al principio dramático de Mickey, el salvavidas que entiende que la poesía es mejor cuanto más grande y desbordada sea. Es una regla que desconoce las sutilezas y apuesta al subrayado, al griterío constante y a las declaraciones neuróticas incesantes; un código que podría funcionar si el filme no utilizara a los personajes para explicar sus propias intenciones. Hasta la pobre Kate Winslet, que lucha por lograr alguna verdad emocional en medio de tanto armado, queda envuelta en diálogos previsibles.

Que la película esté ambientada en los ’50 responde a una marca que se reitera en varias películas recientes de Allen. La época dorada de Hollywood en Café Society y la Francia de los ’20 en Magia a la luz de la luna son algunos de los ejemplos que parecen dotar a sus filmes de cierta nostalgia, lo cual no deja de señalar cuan anticuadas pueden ser verdaderamente. Como su protagonista soñador de Medianoche en París, Woody Allen se aferra a un tiempo pasado donde el universo sigue siendo ese lugar en el que se mueve cómodamente. Pero en La rueda de la maravilla todo parece sin vida. No importa qué tan alto sigan gritando sus criaturas confundidas: ya entendimos que estamos atrapados en sus casitas de plástico donde nada es verdadero.

Feliz apocalipsis nuevo

La cultura pop y masiva sigue fascinada con las visiones del fin del mundo. Donnie Darko, un fracaso en la taquilla del 2001 que se volvió película de culto en VHS y tendencia de streaming en Netflix, construye un imaginario apocalíptico que no pierde vigencia.

donnie darko new test_0-01Donnie Darko (2001), Richard Kelly

 Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada originalmente el 2/1/2018 en La Nueva Mañana

 

Brindé con la sensación de que festejábamos un apocalipsis nuevo.

Flashback oscuro del 2017: mi abuela casi no camina, la Gendarmería desfila por Buenos Aires, yo renuncio a un trabajo deprimente, el Estado deja desempleados en la calle, Marcos Peña es el CEO del año, a mi perro le cortan la cola. Chín chín: ¡Feliz año nuevo!

A veces pienso que tengo una visión apocalíptica por falta de consciencia histórica, que no viví de adulto otros momentos donde las cosas también parecían agitadas. Pero más allá de esa percepción personal, la cultura masiva tampoco deja de reinventar su fascinación trágica con el fin del mundo: en Game of Thrones está llegando el invierno, en Twin Peaks hay una viejita moribunda que habla con un tronco sobre todo lo malo que se avecina, en Invasión Zombie vemos un empresario que se descubre tan frío como los muertos vivos que ocupan Corea. Si vivimos el capitalismo como una pesadilla en loop que no parece terminar, ¿habrá manera de despertarnos sin imaginar una bomba de tiempo que resetee la historia?

Leer las noticias o salir a la calle a veces se asemeja a una versión poco espectacular de un apocalipsis pop. En algún momento, todos somos el Jake Gyllenhaal de Donnie Darko, ese adolescente embroncado que sueña con un conejo deforme vaticinándole el fin del mundo. Y esta película dirigida por Richard Kelly sigue encontrando nuevos espectadores por la habilidad con que captura aquella sensación de estar al borde; pasó de ser un fracaso de taquilla cuando se lanzó en 2001 a una reliquia de culto cuando apareció en las estanterías de VHS y una tendencia en las listas populares de Netflix con la llegada del streaming.

El mundo de Donnie Darko parece salido de un cómic lleno de imágenes iconográficas (el conejo nihilista o el pedazo de un avión reposando entre la calma de un barrio familiar) y de personajes arquetípicos que se repiten en miles de narrativas adolescentes (la chica que recién se muda al pueblo, los malos de la clase, el pibe inadaptado que es más inteligente que el resto). Pero Kelly impregna la narración con una cualidad de otro mundo; un estado alucinógeno lleno de detalles y texturas que construyen una atmósfera perturbadora. La música, que oscila entre melancolía pop y silbidos misteriosos, no dirige nuestras emociones, sino que tiende a ubicarnos en un lugar perceptivo: hay algo retorcido que se respira y se palpa en la fantasía de la generación MTV.

Aquellos personajes también adquieren densidad por el modo en que se traman sus vínculos. Por eso los pasajes donde Kelly presenta el universo espacial de la película son, ni más ni menos, el procedimiento cinematográfico para observar cómo se gesta el destino triste del mundo. En unos pocos minutos, la cámara se separa del protagonista; cambia el eje narrativo que había establecido y deja a Donnie fuera de campo. Lo que vemos en cambio son los otros personajes que habitan el paseo verde de los suburbios estadounidenses.

En una escena, la imagen empieza patas arriba y gira como si entráramos a un mundo dado vuelta, una especie de Alicia cayendo por el agujero hacia un reino paralelo. De fondo un himno new wave acompaña los desvaríos de la cámara flotando por los pasillos escolares. Es un claro ejemplo de la capacidad descriptiva del director, cuya mirada incorpora particularidades del entorno y de las rutinas cotidianas como si importaran igual que las acciones narrativas. Entonces lo que acompaña la trama apocalíptica son los indicios de un malestar social, de la perfección de las casas de clase media y la libertad de pensamiento en las escuelas siendo invadidas por el avance del republicanismo conservador, la filosofía de autoayuda y la violencia cotidiana.

Cuando el movimiento de los cuerpos se acelera o ralentiza, Kelly introduce en el montaje la preocupación que mantiene despierto a Donnie. ¿Es posible viajar en el tiempo? ¿hay portales que nos permiten espiar el futuro? Y si es así, ¿podemos cambiar ese destino prestablecido? La película avanza en capítulos diarios, como una cuenta regresiva que se sacude con la ansiedad del protagonista. Su psiquiatra y sus padres creen que está loco, pero la película sugiere (siempre exponiendo y nunca explicando) que Donnie puede ver las miserias de las que el resto no termina de ser consciente.

El final abierto profundiza la negación de la película a sobre-explicarse: las piezas para absorber la propuesta de Kelly ya fueron dispuestas delicadamente durante dos horas. Gyllenhaal interpretó al adolecente enojado que podemos ser todos cuando vemos el mundo caerse a pedazos. Su rabia no tiene límites temporales. La manera en que Kelly la capturó tampoco. Donnie Darko es eterna.