Sobre fin de año, un recorrido por algunas películas que marcaron las pantallas en las salas de cine. Entre Zama de Lucrecia Martel y O Ornitólogo de João Pedro Rodrigues, ciertos filmes contemporáneos siguen confrontando las posibilidades poéticas, éticas y políticas del cine en el siglo XXI.
O Ornitólogo (2016), João Pedro Rodrigues
Por Iván Zgaib
*Esta nota fue publicada originalmente el 26/12/2017 en La Nueva Mañana
1. Una trilogía argentina
El año se termina y la Academia de Hollywood ya empezó a hacer sus anuncios. Pero que Zama haya sido excluida de las candidatas al Oscar no debería ser una sorpresa: la película onírica de Lucrecia Martel corresponde a un universo que se resiste a las clasificaciones usuales de los premios norteamericanos. Así, las formas ordenadas de la narración y las moralejas políticamente correctas son una dimensión desconocida para la directora argentina, que hizo de su nueva obra una anti-película de época. Zama ubica su historia en el Siglo XIX sin restringirse a los detalles de decorados y vestimentas, diseñando en cambio una puesta en escena (de imágenes y sonidos) que observa las relaciones de poder en tierras colonizadas.
El trabajo de Martel fue uno de los eventos cinéfilos del año por la sutileza con que interpretó el lenguaje cinematográfico como un medio estético y político, estableciendo un juego de aproximaciones subjetivas y distanciamientos sociológicos. Es decir que la mirada en Zama adopta al menos dos niveles. El estado psicológico de Don Diego, el oficial español que espera con desesperación ser trasladado a otro país, se funde con un enrarecimiento visual y sonoro (de encuadres que separan al protagonista de su entorno, cortes de montaje abruptos, zumbidos que irrumpen en la escucha como si abrieran el portal hacia una pesadilla). Y aquella mirada mimetizada con la alienación de Zama es acompañada por una cámara que a veces se aleja: Martel abre los planos y utiliza la profundidad de campo y los sonidos para observar la disposición de los cuerpos colonizadores y dominados, dando forma a una observación sociológica que sugiere el origen de las angustias: los oficiales desdoblados y enajenados intentan formar parte de una tierra que les resulta totalmente extraña.
El regreso de la directora salteña después de nueve años sin filmar señala, quizás indirectamente, algunos recorridos del cine nacional. Tanto Alejo Moguillansky como Matías Piñeiro integran una generación de realizadores posterior a la de Martel; son parte de una etapa que siguió a las renovaciones del llamado Nuevo Cine Argentino y continuó muchos de sus senderos, a veces trastabillándose con sus propios límites. Pero el último año encontró a ambos directores en uno de los puntos más logrados de sus filmografías: La vendedora de fósforos de Moguillansky y Hermia & Helena de Piñeiro podrían incluso pensarse como películas hermanas, no sólo por su carácter generacional sino por los juegos formales y narrativos que se corren de la templanza minimalista, observacional y silenciosa que suele caracterizar al cine argentino reciente.
La vendedora de fósforos (2017), Alejo Moguillanski
Aquellos filmes ensayan una puesta en escena libre que se redefine con el avance de la narración. Esto es particularmente distinguible en Hermia & Helena, donde las actrices se prestan a una poética inestable de temporalidades y perspectivas intercaladas, de palabras escritas que se imprimen sobre la pantalla, de ficciones paralelas y texturas visuales que van del realismo al artificio del negativo fotográfico.
Por otra parte, La vendedora de fósforos vuelve sobre el vínculo entre lo real y lo ficticio sin plantear una tensión, sino configurando una aproximación formal abierta que ensambla estos mundos. El director aprovecha un acontecimiento documental (el armado de una Ópera en el teatro Colón) y construye un relato ficcional a su alrededor, poniendo a sus actores en el contexto de ensayos musicales y protestas sociales. Dentro de un entramado intertextual que evoca referencias literarias y cinematográficas, La vendedora de fósforos se proyecta como un laboratorio donde la estética y la narrativa adquieren un estado de metamorfosis continua. Su lugar entre los estrenos del año sobresale por este carácter impredecible; la aventura de construir la identidad cinematográfica como un proceso que se rearma ante los ojos del espectador.
Paterson (2016), Jim Jarmusch
2. Las miradas sensibles no saben de fronteras
Jim Jarmusch y Aki Kaurismäki son directores hermanos; su humor absurdo y seco nos acompaña desde los años ochenta, pero el correr del tiempo ha develado que sus miradas se emparentan también por los gestos de ternura. Paterson y El otro lado de la esperanza, sus películas más recientes, confirman el modo respetuoso y lleno de amor con que han filmado a sus personajes marginales, seres peculiares y excluidos que no responden a lo que la sociedad espera de ellos. En el filme de Jarmusch, por ejemplo, la puesta en escena se desvía hacia detalles laterales de la vida cotidiana, asumiendo la actitud curiosa de Paterson, un colectivero que escribe poesía sobre el día a día. A contramano del cine norteamericano que explora las miserias de sus ciudadanos, la película insinúa que los hombres y mujeres comunes pueden ser artistas ocultos.
Alanis, de la argentina Anahí Berneri, es un filme totalmente distinto a los de Jarmusch y Kaurismäki, pero comparte con ellos una actitud que concibe a la cámara como un dispositivo con potencialidades éticas y estéticas. El aparato puede apropiarse para mirar a los sujetos castigados por el discurso hegemónico, devolviéndoles dignidad y cariño a través de las imágenes. En ese sentido, el valor de estas tres películas no se reduce nunca a los vaivenes del guión y los diálogos escritos, sino que ofrece un punto de vista construido desde la forma cinematográfica. La puesta de cámara de Alanis (enfocada en el cuerpo de una mujer que es trabajadora sexual y madre soltera) configura un modo particular de mirar a la protagonista: se aparta de la perspectiva de los policías, trabajadores sociales y hombres que ven prejuiciosamente a la protagonista.
Good Time (2017), Ben & Josh Safdie
3. Los olvidados
El mundo de la distribución es tirano. Cientos de películas alrededor del mundo deben pelear contra un mercado de filosofía meritocrática, donde algunos filmes nunca llegan a verse en Argentina y otros se sostienen en cartelera apenas una o dos semanas. Este escenario decadente obliga tanto a la crítica como a los espectadores a mantenernos en un estado alerta, buceando en los festivales de cine o las profundidades de la web para encontrar aquellas películas que corren peligro de pasar al olvido.
Good Time, por ejemplo, es un filme audaz que se estrenó en seis salas de Buenos Aires y hasta ahora no ha logrado llegar a Córdoba. Se trata de un thriller hiperquinético donde Robert Pattison interpreta a un ladrón que busca liberar a su hermano de la cárcel; sinopsis que apenas le hace justicia a la película, ya que se enfoca en plasmar el drama a través de una estilización de las imágenes y sonidos.
Así, las emociones al borde del abismo se materializan en un espectáculo perceptivo de sombras rojas y azules donde la ciudad desesperanzada recuerda a una versión más dura de Drive, una visión menos cínica de Taxi Driver y una relectura contemporánea de Thief. Aquel uso expresivo de los colores se conjuga con otros procedimientos que quiebran la especificidad narrativa del filme hasta convertirlo en un poema musical de ladrones sin futuro: el montaje acelerado, los zooms sostenidos y la banda de sonido electrónica se traman al ritmo del corazón agitado de Pattison, que corre por las calles de Nueva York para salvar a su hermano.
Good Time se mueve sobre un género clásico del cine y lo libera de un desarrollo limitado a los giros del guion. Atmósferas, texturas y expresión emocional: cada uno de estos rasgos permanece latente y se reconfigura en una parte del cine contemporáneo. Y quizás pocas de esas películas hayan demostrado el nivel de riesgo y sorpresa de O Ornitólogo, filme portugués que no se vio nunca en la cartelera comercial argentina. Sólo su paso por el último BAFICI alcanzó para reconocer la singularidad ideada por João Pedro Rodrigues.
El director comienza la película con un ornitólogo que se adentra en las profundidades de un bosque a estudiar las aves, pero pronto sugiere que hay algo de aquel espacio que trasciende las primeras impresiones. Desde un principio, los modos de filmar la naturaleza resultan atendibles: la visión subjetiva y distorsionada de los pájaros se inmiscuye en los planos de la película y devuelve una imagen diferente del protagonista. Se trata, en cierto sentido, de una anticipación a lo imperceptible, de una actitud contemplativa que ejerce la naturaleza sobre los humanos. A través de esa perspectiva el filme instala una atmósfera hipnótica y misteriosa en torno a una identidad que está en proceso de cambio: es la del protagonista, pero a ésta subyace también la del lenguaje cinematográfico. O Ornitólogo, trazando el viaje de una subjetividad, nos ofrece una de las imágenes más contundentes para el pensar las posibilidades del cine contemporáneo. Y esta es, también, una de sus expresiones más esperanzadoras.