Las calientes

Nicole Kidman y un grupo de chicas se ratonean con Colin Farrell en El seductor, la película más reciente de Sofía Coppola. Utilizando la Guerra Civil estadounidense como telón de fondo, el filme crea un relato de época que desdibuja la Historia y mira el deseo y la soledad  en un mundo de mujeres.

the-beguiled-movie-image-sofia-coppola-7The Beguiled (2017), de Sofía Coppola

 

Por Iván Zgaib

*Esta nota fue publicada originalmente el 23/10/2017 en La Nueva Mañana

 

Todas sueñan con escapar algún día; Nicole Kidman, Elle Fanning y Kirsten Dunst. Sus vidas transcurren dentro de una escuela remota donde las chicas sureñas aprenden y enseñan a ser mujercitas: hablar en francés por la mañana, recolectar hongos salvajes por la tarde, usar vestidos de fiesta en la noche de Navidad y ser elegantes en la mesa sin reírse demasiado. El mundo externo está en problemas por la Guerra Civil que enfrenta al sur y al norte de Estados Unidos, pero ese presente es tan distante como si aconteciera en otro plano de la realidad. La escuela, una suerte de dimensión paralela habitada sólo por mujeres blancas, se desborda cuando el afuera adquiere un cuerpo concreto: un soldado enemigo aparece golpeado ante sus puertas.

Así arranca El seductor, el filme de Sofía Coppola premiado en la última edición del Festival de Cannes. La película, que se estrena en salas este jueves, hace confluir distintos autores que dialogan y discuten entre sí: una novela original escrita por Thomas P. Cullinan en 1966 y otra adaptación cinematográfica dirigida por Don Siegel en 1971. Pero la versión de Coppola se apropia de los elementos precedentes y los hace jugar a su antojo, poniendo en escena las virtudes y debilidades que ya estaban presentes en el resto de su filmografía. En ese sentido, El seductor podría ser la pequeña criatura que nació de la unión entre Las vírgenes suicidas (1999) y María Antonieta (2006), encarnando un retrato de época que mira la burbuja asfixiante donde las mujeres se hunden en la soledad y el aislamiento.

Ese es, en algún punto, el eje fundamental que trama la poética del filme: una apuesta estética que pone la cámara sobre los límites espaciales de la escuela y reduce nuestra experiencia a la percepción obstruida de sus habitantes. En una de las escenas más logradas, Nicole Kidman recibe la visita fugaz de unos soldados sureños, pero los atiende sin abrir las rejas. Coppola se detiene a filmar al personaje desde adentro y evita moverse para no mezclar su punto de vista con el de los hombres. Ese mismo pasaje incluye un montaje paralelo de las estudiantes, que observan la situación refugiadas en la casa, mediadas por una ventana que marca la posición de la cámara. Hay entonces un procedimiento formal que se reitera de manera coherente y constante: la perspectiva del filme se funde con la de sus protagonistas femeninas. Las pocas veces que vemos algo más allá la escuela es para observar a las mujeres tapadas por los barrotes de la puerta, como si estuvieran encerradas adentro de una jaula vieja.

El pilar que sostiene la película es, para bien o para mal, un arma de doble filo que permite pensar tanto los hallazgos de Coppola como sus decisiones cuestionables. En el costado más interesante, la mirada del filme supone un giro político con respecto a la versión de Siegel, donde nuestro acceso al mundo estaba filtrado por el soldado herido. Ahí, la visión masculina y machista representaba a las mujeres como criaturas de apariencia suave que ocultaban un espíritu castrador. La propuesta de Coppola viene a discutir esa mirada para generar una aproximación más humana, haciendo foco en la empatía. Aisladas del resto del mundo, las mujeres se vuelven víctimas de su soledad, con algunas contradicciones, pero llenas de esperanzas, ilusiones y generosidades.

La contracara a esta operación es el borramiento de las condiciones históricas y sociales donde se ubican las protagonistas. Acá, Coppola vuelve a hacer algo semejante a lo que ensayaba en María Antonieta, donde la Historia de un país se volvía una mera excusa para retratar las chicas cansadas y alienadas que caracterizan toda su obra. En El seductor, la Guerra Civil se pone de manifiesto implícitamente dentro de la escuela, pero la posición social privilegiada que tienen las mujeres es un rasgo casi imperceptible. La adaptación filmada por Siegel, contrariamente, incluía el personaje de una esclava negra que tensionaba la posición social de las estudiantes y profesoras.  Pero Coppola la borra de su filme, haciendo que su perspectiva encuentre los mismos límites que tienen sus mujeres enfrascadas.

Aquel encierro solitario es, se supone, apenas un elemento de los que construyen el drama en El seductor. Cuando las protagonistas deciden hospedar al soldado enemigo que interpreta Colin Farrell, la presencia masculina (una expresión del mundo extraño y exterior) desordena el equilibrio de la escuela. El deseo sexual contenido, ahora en camino a liberarse, es otro de los temas que Coppola trabaja y que paradójicamente no logra plasmar con la misma gracia que demuestra para filmar el aislamiento. Un ejemplo claro quizás sea el momento donde Kidman se excita imprevistamente mientras baña el cuerpo desnudo del soldado; una escena graciosa y reveladora que se sostiene más por la actuación de la estrella que por el ojo de la directora. Cuando esto sucede, Coppola filma el cuerpo de Farrell de manera fragmentada y con la precisión fría que utilizaría un cirujano para estudiar a su paciente. Ese registro mecánico y previsible, lleno de contra-planos y tomas efímeras, es un rasgo que se extiende a la totalidad del filme y que le otorga una sensación de frigidez anti-climática. Así, la mirada de Coppola pierde de vista la pulsión vital que las mujeres descubren a lo largo de la película. Ese es, después de todo, el arma más potente para combatir el encierro.

Elogio al desamor («Un bello sol interior»)

Juliette Binoche pone el cuerpo a la desesperación amorosa en Un bello sol interior, la comedia anti-romántica dirigida por Claire Denis. Lejos de sus exploraciones anteriores, la realizadora francesa retoma un libro de Roland Barthes para distorsionar las reglas que suelen regir las comedias del amor.

un-beau-soleil-interieur-de-claire-denis-photo-3.jpgUn beau soleil intérieur (2017), de Claire Denis

 

Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada originalmente el 9/10/2017 en La Nueva Mañana

 

Entre el título new age y el trailer mecanizado, uno podría asumir que el nuevo filme de Claire Denis fue abducido por algún ente misterioso que se llevó su personalidad. Una imagen de la Torre Eiffel lanzando sus destellos de promesas amorosas pareciera adelantar ideas recicladas, postales turísticas mezcladas con una trama afrancesada de desventuras románticas que encabeza Juliette Binoche, la actriz arquetípica que puede iluminar hasta la película más fría. Pero en el fondo, Un bello sol interior quizás presente una alternativa a esa campaña publicitaria: la directora francesa sumergiéndose en las viejas aguas de la comedia romántica para ir un poco más allá, estirando el brazo hacia alguna zona oscura del discurso amoroso en la pantalla.

Si uno mira para atrás, sería difícil vincular a Claire Denis con las fórmulas gastadas de cierto cine en cartelera. Después de asistir a directores rebeldes como Jim Jarmusch y Wim Wenders, la francesa lanzó una obra tan ecléctica como singular, con atisbos de su personalidad que se perciben aun entre sus filmes más distintos. Desde fines de los ’80, la atención de su cámara mostró una debilidad por los cuerpos, concebidos como territorios que podían transitarse con fines dramáticos y sensoriales. Ese es el eje común que trama su filmografía, con películas que observan las huellas del colonialismo europeo (la sensualidad de los cuerpos masculinos en un grupo de soldados que entrenan para una guerra inexistente en Bella Tarea), los dramas intimistas (la contemplación poética de las relaciones interraciales y generacionales en 35 Rhums, o el encuentro entre unos desconocidos narrado a través de sus cuerpos en Vendredi Soir) y la reapropiación de géneros clásicos (el terror en los cuerpos insaciables de Sangre Caníbal o el policial en las marcas que deja la violencia de Les Salauds).

Un bello sol interior es casi una rareza en la carrera de Claire Denis; un coqueteo con la comedia romántica que no se rinde a sus convenciones, pero que se corre a un costado del interés exclusivo sobre la carne humana y desciende por el pozo ciego de las obsesiones afectivas que angustian a su protagonista. Recuperando el ensayo Fragmentos del discurso amoroso, el filme se alimenta de la prosa desesperada de Roland Barthes para seguir a Isabelle, una artista recientemente divorciada que está empecinada en encontrar el amor verdadero. En medio de esa odisea, el histrionismo de Juliette Binoche queda al servicio de un personaje sin filtro, evocando la angustia aplastante del joven Werther y la tragicomedia patética y encantadora de Delphine en la rohmeriana El rayo verde.

La Isabelle de Binoche está tan desconectada de su propio cuerpo que la vemos algo aburrida y pensativa mientras tiene sexo con su amante, un banquero perverso que no puede responder a sus necesidades. Ese rasgo cerebral de Isabelle (con el que analiza sin descanso cada una de sus relaciones) es el que arrastra la película hacia un terreno neurótico y verborrágico hasta ahora desconocido en el trabajo de Denis. La atención sobre la corporalidad es reformulada acá por la centralidad de los gestos, donde los ojos brillosos de Binoche combinan una sensación de esperanza y desilusión que se desparraman como lágrimas sobre los primeros planos de la película. Lo que se vuelve fundamental entonces es el juego entre las palabras y el cuerpo: cómo el rostro de Isabelle reacciona ante las declaraciones de sus amantes y cómo ella traduce sus sentimientos en palabras.

En ese camino, Un bello sol interior va rompiendo disimuladamente los moldes de la comedia romántica. Que el foco no esté puesto en una pareja ni en los enredos amorosos de varios personajes quiebra la estructura clásica del género y la impregna con la búsqueda casi caprichosa por encontrar una pareja ideal. El desfile de hombres (que entran y desaparecen del cuadro y de la historia sin aviso) pone en jaque la figura de un único amor para la protagonista. Es esa presencia masculina transitoria la que va habilitando una narración donde los grandes momentos dramáticos y su concatenación perfecta son abandonados. A cambio tenemos un relato en forma de viñetas; como una sucesión episódica más o menos desorganizada, llena de elipsis y anécdotas.

El amor, en vez de mostrarse como una emoción concreta o compartida, se desdibuja como un ideal abstracto que Isabelle persigue; por eso la importancia de la subjetividad, que se expresa en encuadres donde vemos a los hombres como si fuéramos la protagonista, una apuesta formal para ubicarnos desde su perspectiva. En otros pasajes, Denis decide correrse de aquel lugar y filmar desde afuera el desencuentro: el detalle de las manos de un hombre y una mujer que no se tocan después de su cita, el vacío entre dos personas recorrido por una cámara flotante, el contra-plano de dos amantes que se enlaza de manera desorientadora, como si sus miradas no se correspondieran.

Entre la mirada de la realizadora y la de su protagonista, ese juego de distancias y proximidades encuentra obstáculos que lo dejan a mitad de camino ¿hasta qué punto se desmitifica la obsesión de Isabelle y hasta qué punto la película queda atrapada en ella? A pesar de sus hallazgos, el filme suele hundirse en redundancias, donde los monólogos obstinados de Isabelle parecen comerse el ojo astuto de la directora. En sus mejores momentos, las decisiones de Denis funcionan como un comentario doble: sobre la asfixia del ideal amoroso y del género romántico formateado. Intensión liberadora que culmina en el final, donde la secuencia de títulos se imprime sobre un encuentro conmovedor. Y la película se despide sin subrayados dramáticos, como si continuara con el ritmo de la vida, más allá de la pantalla.

 

El colonialismo, la espera y todo lo demás («Zama»)

Nueve años después de su última película, Lucrecia Martel regresa con Zama, una adaptación de la novela de Antonio di Benedetto. Al girar la atención hacia el siglo XVIII, la mítica directora salteña ofrece una mirada sensitiva en torno al colonialismo y la angustia personal, con ecos en el presente argentino.

37352-zama__1_-h_2017Zama (2017), de Lucrecia Martel

 

 Por Iván Zgaib

 *Esta nota fue publicada originalmente el 2/10/2017 en La Nueva Mañana

 

Pensé en comenzar esta nota con alguna frase tan celebratoria como ridícula: “Lucrecia Martel vino a salvarnos a todos”. Pero enseguida entendí que semejante idea mesiánica sería muy simplista para la lucidez cinematográfica y política que la directora ha demostrado en sus películas. ¿Cómo empezar a escribir sobre el primer trabajo filmado por Martel en nueve años? Desde La Ciénaga (2001), su ópera prima, la realizadora salteña devolvió una mirada profunda acerca de la Argentina, concebida como una orquesta poética que mezclaba dosis de horror seductor y realismo misterioso. Entre Graciela Borges arrastrándose como un zombie decadente y María Onetto perdiendo la cabeza, los conflictos y malestares de clases sociales eran objeto de tensión dramática. Los mundos de Martel, llenos de criaturas que intentan ordenarlo todo, nos sumergían en una dimensión desconocida de lo cotidiano; la violencia, la culpa y el deseo se movían como espíritus revoltosos que buscaban alguna vía para liberarse.

En el transcurso de nueve años, Martel parece haber encontrado su compañero ideal en Antonio di Benedetto, el escritor de Zama: novela elíptica llena de una angustia contenida, como el tic-tac de una bomba que no se detiene hasta volver loca a la pobre víctima que espera. En su adaptación cinematográfica, Martel viaja al siglo XVIII para seguir a Don Diego de Zama, un oficial del imperio español que intenta ser trasladado de Paraguay para reunirse con su familia. El obstáculo en la historia: hacer buena letra para que nada ponga en crisis este anhelo. En el caso de Martel los desafíos son diferentes: ¿cómo reformular desde el cine la narración literaria en primera persona que construye di Benedetto?

En Zama, la película, la angustia causada por la confusión y la espera se canaliza a través de la plasticidad cinematográfica. El aislamiento del protagonista se conjuga con encuadres que dejan afuera parte de los cuerpos, las acciones y las cabezas, dislocando al sujeto de un entorno que no puede controlar. En una de las escenas, Martel observa cómo un grupo de mujeres bañan a Zama, pero de ellas sólo vemos sus brazos; mientras él, oscilando entre la realidad tangible y los mundos de su cabeza, se comunica con el fantasma de su esposa.  Esta apuesta formal enigmática se replica en el paisaje sonoro, con voces que se desarman y se pierden paulatinamente como si nos ubicara en otro plano de la realidad.

El recorrido en Zama es de un enrarecimiento progresivo, con una primera parte que parece lo más clásico que Martel haya hecho hasta el momento y un avance que se va despegando de lo estrictamente narrativo. Cuando un niño le habla al protagonista desde la cima de una silla, su declaración en tono profético es acompañada por un zumbido punzante. Ahí, el filme comienza  a abrirse por un agujero negro que nos empuja más allá del naturalismo, entre la ensoñación y la pesadilla. Más adelante veremos cortes abruptos de montaje que rasguñan la pantalla con violencia, abandonando las acciones antes de que terminen. Se trata de operaciones que van desarticulando la lógica causal de la narración hasta entregarse al mundo onírico. En tanto Zama se pierde a sí mismo, la película da forma a un estado-en-trance; la puesta en escena como un sueño febril en tiempos de colonialismo.

El género del drama histórico, donde este filme podría pensarse cautelosamente, suele preocuparse por la construcción de un universo diegético verosímil, con detalles decorativos como vestimentas, escenarios y objetos que intentan ser fieles al pasado. Pero el ojo de Martel cala más profundo con una atención casi antropológica. En Zama hay una observación sobre las relaciones de poder entre colonizadores y colonizados, hecha en base a gestos, héxis corporales, prácticas cotidianas, distancias y proximidades espaciales. Hay una suerte de inventario sobre las condiciones sociales del universo colonial que encuentra su forma cinematográfica: varios de los encuadres se construyen a partir del lugar que ocupan los cuerpos en el espacio y un mismo plano puede utilizar la profundidad de campo para contener diferentes situaciones simultáneas. Si bien Zama conversa con las personas allegadas a la realeza, en el fondo vemos pobladores originarios que arrastran botes y carretas, bañan caballos y ventilan a hombres y mujeres privilegiados. Un esclavo negro puede aparecer en el fondo del encuadre, pero el quejido de la soga que tira para refrescar a la realeza está adelante, recordándonos su lugar en aquella sala.

Esa relación con el pasado aparentemente remoto no es completamente nueva en el cine argentino reciente. En El Movimiento (2015), Naishtat volvía al siglo XIX para hacer un western parecido a una alegoría del peronismo, mientras en Jauja (2014), Alonso decidía mirar a unos colonizadores perdidos en un paisaje que no les era propio. En contraste, Martel filma a los grupos dominados con una dignidad que se perdía de vista en el filme de Naishtat y logra conjugar una materialidad algo difusa en el trabajo de Alonso: Zama demuestra tanto un juego cinematográfico para aproximarse sensitivamente al mundo como un registro de las condiciones sociales, que no son telón de fondo sino la materia espesa donde se cocinan los dramas del protagonista.

 Prueba de la mirada de lince de Martel es el escenario del presente argentino. Hace unos días el Senado prorrogó la ley que suspende los desalojos a los pueblos originarios; una discusión que parecería aislada si ignoramos la desaparición forzada de Santiago Maldonado y la campaña mediática que se lanzó a estigmatizar las luchas aborígenes. El paso de Zama por la cartelera señala un pasado que no está clausurado. Quizás Martel no vino a salvarnos a todos, pero sí a compartir una forma de mirar que ningún cineasta argentino había mostrado hasta ahora.