«Carol», «O Ornitólogo» – Mejores Films 2016

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Ilustración: Alberto Soto

*Estos breves escritos formaron parte de la lista de los mejores films de 2016 según el sitio F for Frames. La lista completa y los comentarios escritos por otros críticos pueden leerse aquí

Por Iván Zgaib

Carol  – Todd Haynes

Decir que las actuaciones de Cate Blanchett y Rooney Mara son notables quizás ya sea una declaración vieja y gastada a esta altura. Pero aún me queda la impresión de que no se ha dicho lo suficiente acerca del trabajo conjunto que convierte a Carol en una obra conmovedora, entre las actuaciones y la dirección. Blanchett y Mara son precisas para dotar de capas y profundidad a sus personajes, tanto como Todd Haynes es un lúcido observador para registrar lo que acontece entre ellas: la mano de Carol que se desliza amorosamente sobre el hombro de su acompañante, el pecho de Therese temblando de emoción incontenible, los contra-planos de sus ojos brillando frente a la cámara, escupiendo resplandores de deseo vertiginoso. Así es cómo las imágenes develan la ingenuidad tierna y torpe de Therese o la fragilidad disfrazada de seguridad seductora que define a Carol. Es la aproximación formal creada por Todd Haynes la que permite potenciar la valentía de sus actrices, observando la manera en que los personajes se disputan entre alejarse o ceder ante el deseo. Haynes cuenta a través de gestos, caricias, roces; una clave de su trabajo está en cómo convierte el rostro y el cuerpo de las protagonistas en dispositivos de narración. El plano final, cuando Carol descubre a Therese entre la multitud, es una muestra de este triunfo. La prueba ineludible de una comunión perfecta entre un director y sus actrices.

The Ornithologist  – Joao Pedro Rodrigues

En O Ornitólogo, la antigua idea de que el viaje supone una transformación interna se explora en múltiples formas: desde una expresión poética y sugerente hasta la manifestación más literal posible, donde el protagonista se convierte en otra persona. Joao Pedro Rodrigues comienza su film con un ornitólogo que se adentra en las profundidades de un bosque a estudiar las aves, pero pronto sugiere que hay algo de aquel espacio que trasciende las primeras impresiones. Los modos de filmar la naturaleza resultan reveladores; la visión subjetiva y distorsionada de los pájaros se inmiscuye en los planos de la película y devuelve una imagen diferente del protagonista. Se trata, en cierto sentido, de una anticipación a lo imperceptible, de una actitud contemplativa que ejerce la naturaleza sobre los humanos. A través de ese punto de vista el film instala una atmósfera hipnótica y misteriosa en torno a una identidad que está en proceso de cambio; es el protagonista, pero en él también se disputan el cuerpo, el deseo, la violencia, la religión. Y en medio de eso está el cine; siempre ahí, latente.

La chica que no espera

Una tarde en la terminal de ómnibus, un bar de la Cañada y la marcha de #NiUnaMenos junto a la reconocida actriz y directora de cine Jazmín Stuart. Todo mientras visita Córdoba para protagonizar Instrucciones para flotar un muerto, el nuevo filme de Nadir Medina

img_0535Jazmín Stuart. Fotografía: Laura Ciámpoli

 

Por Iván Zgaib

*Esta nota fue publicada originalmente el 27/10/2016 en Hoy Día Córdoba

 

Jazmín Stuart habla desde la otra punta de la mesa. Estamos en uno de los pasillos más escondidos de la terminal de ómnibus y encima nuestro caen las luces opacas de los carteles que anuncian las boleterías. Afuera, las señoras esperan que los taxistas levanten el paro y, desde acá, Jazmín habla a favor de la marcha contra los femicidios que tendrá lugar por la tarde en las calles de Argentina. Dice que hay que actuar contra la violencia y eso me hace pensar que ella no es el tipo de persona que se sienta a esperar. Es apasionada, y al escucharla se vuelve difícil no prestarle atención. Igual que cuando se la ve en pantalla, quitarle los ojos de encima es imposible.

A mí me gustan los hombres, pero cuando vi Los Paranoicos me enamoré más del personaje de Jazmín que del de Daniel Hendler. Ahí ella no decía mucho e igual se robaba la escena con los gritos que pegaban sus ojos verdes o con los sacudones que daba su cuerpo mientras bailaba. Antes de conversar hoy con ella revisé sus actuaciones, desde la piba con leucemia de Verano del ‘98 hasta la madre en cuarentena del film Fase 7, y no puedo evitar preguntarme de dónde viene ese magnetismo que hace imposible dejar de mirarla. Ahora lleva el cabello corto por la nuca y un look rockero; está en la terminal de Córdoba filmando escenas de Instrucciones para flotar un muerto, el nuevo filme de Nadir Medina. Ahí Jazmín es Jesi, un personaje que ella define como un desafío. “Hay algo adentro de Jesi que es un dolor enorme, una incomodidad con la vida y alrededor tiene un entretejido de sobreadaptación”, me dice, “son capas. Cuándo dejar que algo se vea, cuándo ocultarlo, es un trabajo súper artesanal”.

Jazmín comenzó a tomar clases de actuación a los 12 años porque se aburría en el colegio y a los 22 ya estaba haciendo tiras diarias en la tele. Pasaron muchos años, pero aún hoy sigue teniendo algo que la hace ver muy joven. Y no me refiero estrictamente a la edad ni a su imagen, porque incluso ella discute esos malos hábitos que vienen con la industria del cine. “La estética y la juventud eterna son una dictadura agotadora”, dice con su voz de adolescente infinita que vivió cuatro décadas, “eso acartona a los actores, les quita humanidad”. Entonces pienso que lo joven de Jazmín quizás venga de algo novedoso que no se agota con los años.

Se me ocurre preguntarle si su forma de abordar la actuación de un personaje cambió mientras maduraba, desde que tenía 20 hasta los 40 actuales. “Muchísimo”, dice y apoya las manos en su frente, pensativa. Es una actitud de paciencia que no la abandona nunca mientras conversamos. “Vas ganando sensibilidad al momento de actuar pero también en los trabajos que vas eligiendo. Ya no te importa tanto si va a ser masivo, si vas a ganar más o menos. Lo único que querés es hacer algo que después cuando lo veas, sientas que te entregaste”.

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La jornada de rodaje ya cerró y estamos en un bar desierto, salvo por sus dueños. Afuera el viento barre la calle. Jazmín tiene la mirada verde perdida en sus ideas y me dice que en la actuación busca exponerse, que tiene que sentir pudor al verse en la pantalla para saber que hizo algo bien. Se trata de una libertad que vino con el tiempo, y que ella ve en oposición a sus primeras experiencias en la tele. “Acá tenés que estar linda, acá tenés que llorar”, dice Jazmín imitando las indicaciones que seguía. Pero para ella la actuación debe ser autoral: un espacio de búsqueda, de apropiación del personaje. Esa necesidad de no seguir órdenes es también una de las razones por las cuales se lanzó a dirigir cine.

Salimos del bar y caminamos por la calle mientras nos adentramos en la marcha de Ni una menos. En frente nuestro la Cañada está colmada de hombres y mujeres con carteles, una escena que me remite a las palabras de Jazmín sobre los sets de filmación: dice que hay una sensación de tribu que existe en muy pocos espacios de nuestra vida moderna, de un grupo de gente tirando para el mismo lado. En un momento se ríe de un chiste y recuerdo haberla oído antes, en las películas. Jazmín ríe y sucede algo extraño: la escena de la pantalla fluye, adquiere cierta magia. Es una forma de actuación que puede confundirse con las acciones más cotidianas. Pienso en eso y me doy cuenta que ella no es el tipo de actriz que falsea un personaje; es decir, no es esa clase de actriz que busca la transformación como algo alejado de sí misma. Hay algo de ella que está ahí, desnudo en sus interpretaciones. Hay algo real que emerge en las actuaciones cuando alguien toma ese riesgo. Miro sus ojos: quizás ahí hay algo espontáneo. Quizás son los gestos que tienen las actrices más valientes.

BAFICI 2016 – Crónica de la charla Sin techo ni ley a cargo de Agnès Varda

En el marco de las actividades del Talents Buenos Aires (15 al 19 de abril) se realizó este sábado 16 en el auditorio de la Universidad del Cine una videoconferencia con la legendaria directora francesa moderada por el crítico y programador Roger Koza. Es que esta edición del TBA lleva como título y leit-motiv «Sin techo ni ley», el mismo de uno de los clásicos de la realizadora de «Cléo de 5 a 7″ y «La felicidad».

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 Por Iván Zgaib
* Esta nota fue publicada originalmente el 16/04/2016 en el sitio Otros Cines

 

“Imaginate que tuvieras que hacer Sin techo ni ley actualmente, ¿qué tipo de película creés que sería?”, pregunta Koza. En frente suyo, el rostro de Varda se proyecta sobre una pantalla gigante en la sala de la FUC en San Telmo. Es sábado por la tarde y los asistentes observan desde las butacas la figura amplificada de la directora francesa, que se conecta vía Skype para formar parte de las actividades del Talents Buenos Aires.

La pregunta inicial de Roger Koza hace referencia a la película que Varda hizo en 1985 y la reubica para dialogar con el presente cinematográfico: se trata, en ese sentido, de un film que supera las barreras del tiempo y aún hoy puede actualizar discusiones sobre las posibilidades narrativas y estéticas que tiene el cine para acercarse al mundo circundante y pensarse a sí mismo.

Es quizás por esto que la nueva edición del Talents Buenos Aires toma prestado el título Sin techo ni ley, que sirve como disparador para reinstalar la reflexión sobre el cine independiente en la actualidad. Las preguntas que Varda y su obra despiertan sobre el escenario actual son múltiples: ¿Qué líneas de fuga pueden abrir los nuevos realizadores en un contexto cada vez más marcado por la estandarización de la industria? ¿Cómo encender la libertad y la rebeldía desde una posición que busque salidas hacia un cine joven e innovador?

El film Sin techo ni ley devuelve, para este contexto, resonancias tanto formales como narrativas; desde el aspecto más literal: la protagonista es una joven que transita los días sin atarse a espacios fijos ni límites precisos, sino que se aparta de la sociedad para evitar las reglas que podrían restringir su vida. Varda se remite en la charla a las primeras imágenes que despertaron su interés en la historia del film, y describe a las personas que empezó a encontrar en las rutas de Francia a comienzos de la década de 1980. “Investigué mucho en ese entonces. Levantaba a los hombres y mujeres que estaban viviendo en la carretera y les preguntaba cómo hacían, por qué vivían de ese modo. Y la mayor parte de ellos estaba en contra de la sociedad”, comenta la directora francesa.

Lo periférico es, de este modo, un eje central en la obra de Varda en general y de Sin techo ni ley en particular, ya que las relaciones sociales se ven tramadas por la distancia entre la protagonista y el resto de los personajes. “Las debilidades que las personas marcan en Mona (la protagonista interpretada por Sandrine Bonnaire) no la describen tanto a ella, sino a la sociedad que la rechaza”, sostiene Varda.“Es más un film sobre la sociedad o una parte del país que rechaza a los extranjeros, a la gente diferente como Mona, a las personas que viven en la ruta”, agrega.

La experiencia marginal que la directora había retratado 30 años atrás es, aún hoy, una realidad que no se agota, sino que adquiere nuevos sentidos: “Tenemos miles de inmigrantes que llegan a Europa (…) y ya no es por el deseo de ser libre o vivir en la ruta. Quieren escapar de sus países para ganar dinero, pero ahora están atrapados en una situación terrible”, opina.

Más allá del conflicto narrativo que atraviesa la película, Koza hace hincapié en el abordaje formal que la directora utilizó para acercarse a Mona y a los personajes que la rodean. En Sin techo ni ley, afirma Koza, hay travellings y personajes que miran y hablan directo a la cámara, generando un quiebre en la concepción de la representación y de la narración ficticia. Para Varda, esta decisión contempla a los personajes como “testigos”, un rol semejante al que asume la audiencia cuando observa las travesías de Mona mientras intenta sobrevivir en la ruta. “En cierto modo -comenta la creadora de Las playas de Agnès– a vos te podrían preguntar al finalizar la película: ¿y qué pensás de esta mujer?”.

La conversación llega a su fin y Varda expresa su gratitud al saber que aún hay gente que quiere ver su película tres décadas después. Aquella apreciación nos devuelve al presente, a esta sala copada de nuevos realizadores, y pone de manifiesto el valor que la obra de la realizadora sigue teniendo en relación al cine y su historia. La rabia de Mona, dice Koza, habla de un tiempo histórico y de una manera de mirar ciertas problemáticas. Y hoy, tanto tiempo después, echa luz para interrogar al cine del presente.

Cómo filmar criaturas que transpiran fuego

Crítica de cine – Tangerine (2015), de Sean Baker

 

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Por Iván Zgaib

*Esta nota fue publicada originalmente el 3/2016 en el sitio Indie Hoy

Sin-Dee y su mundo están teñidos de colores estridentes que queman la pantalla. Por momentos, pareciera que el fuego interno de aquellos personajes aflorara desde sus cuerpos hacia la imagen. Así es como el director Sean Baker presenta Tangerine, un film donde la escena la ocupan los rezagados que habitan la ciudad: chicas trans, inmigrantes y proxenetas recorren las calles soleadas de Los Ángeles mientras cae la nochebuena.

Allí, Sin-Dee acaba de salir de la cárcel y se embarca en una odisea por encontrar a la mujer con la cual, se supone, la ha engañado su novio mientras ella estaba tras las rejas. Sus pasos frenéticos que avanzan sobre las calles no hacen más que afirmar, a pocos minutos de la escena inicial, que el movimiento es el conductor del relato y el constructor de su expresión plástica. El film es uno de carácter nómade, donde la inquietud de los personajes es tanto avance dramático como aproximación estética: el registro captura la agitación y el desplazamiento, los travellings siguen los viajes de Sin-Dee, la música marca el ritmo, y el montaje acelerado lleva al límite la velocidad de la cámara y los cuerpos.

Reconocida por haberse filmado con un IPhone 5S, la película de Baker no sólo viene a re-confirmar que el cine puede hacerse con escaso presupuesto; su principal afirmación es, quizás, que el dispositivo técnico del IPhone no supone precariedad ni obstrucción creativa a su tratamiento estético. La forma de la película queda sedimentada entonces por la voracidad e impulsividad descontrolada que mueve a los personajes y que nos arrastran junto a ellos en el avance de la historia, casi como si fuéramos la pobre rubia que Sin-Dee empuja de los pelos por los rincones de Los Ángeles. El color, siempre notable, adquiere un carácter expresivo muy peculiar, donde las tonalidades chillonas y saturadas acompañan la vitalidad y el dramatismo de los protagonistas.

Semejante a su trabajo anterior en Starlet (2012), el gran acierto de Baker yace en la construcción de un relato cómico ubicado en un contexto marginal, donde los personajes no son víctimas de la explotación o la subestimación de su autor, sino por el contrario, son cuidados y protegidos por un cariño que los reconoce humanos. Los picos de comicidad y éxtasis que exudan el director y sus criaturas estallan hasta llegar a su clímax: de repente, hay una suspensión de los tonos y los tiempos. Una música atmosférica acompaña el detenimiento y la película abraza una oscuridad inesperada. Para ese entonces, Sean Baker nos sugerirá que tal vez, en medio de las risas y los colores que decoran aquel mundo, haya cierto desencanto y soledad que aqueja a los personajes.